Antes de alejarse hacia los montes, Artigas hizo atar los treinta y dos cadáveres, entre los cuales figuraban el del cochero de la diligencia y su ayudante, a otros tantos postes alineados frente a las campanas de San Gabriel. Sobre cada poste hizo colocar un cartel en el cual se leía:
Condenados y ejecutados por el asesinato de fray Eusebio, de la Misión de San Gabriel.
Hecho esto, Artigas y sus gente se alejaron del escenario de su victoria, llevándose en los caballos de la tropa las armas y el botín que habían ganado.
Desde un macizo de álamos, El Coyote les vio alejarse. Luego, dando un gran rodeo para no atravesar el sitio donde estaban los cadáveres, rodeados ya de curiosos, siguió, a prudente distancia, los pasos de las huestes del hombre que ya en San Gabriel recibía el calificativo de héroe de California.
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La noticia del encuentro corrió por toda California como corre el fuego por un reguero de pólvora. Y aquella noche llegó al Rancho de San Antonio.
El anciano don César de Echagüe la escuchó de labios de uno de los que lo presenciaron.
—¡Les ha dado su merecido! —exclamó—. Quizá ha sido un poco demasiado duro al matar a los prisioneros; pero ellos hubiesen hecho lo mismo con él.
Dio unos pesos al que le facilitaba noticia y subió al cuarto donde fray Eusebio luchaba entre la vida y la muerte. Aquella mañana, a las once, lo dejaron allí los Lugones.
—Mi hermano y yo fuimos a ver a unas novias que tenemos en San Gabriel —explicó Leocadio—. Pero no nos esperaban y se habían ido con otros chicos. Entonces entramos en la Misión para pasar allí la noche y encontramos a fray Eusebio con un cuchillo hundido en el pecho. No sabíamos qué hacer, pero no hubiera sido cosa de cristianos dejarlo que se muriera como un perro. Como allí el único médico era fray Eusebio, y Capistrano o Bernardino estaban más lejos que Los Ángeles, lo trajimos hacia aquí. Por camino ha estado varias veces a punto de morirse. Y no sé si llegaría vivo al pueblo. Si usted lo quiere tener en su casa… Fray Eusebio era amigo suyo…
Don César les hizo callar, y con ayuda de Julián y Lupe llevaron al herido a uno de los cuartos. Leocadio fue luego en busca del doctor García Oviedo, que desde aquella tarde había permanecido junto al herido, extrayendo primero el cuchillo y conteniendo, después la hemorragia.
—Sólo un milagro le salvará —dijo al señor de Echagüe—; pero ya se ha producido el milagro al conseguir que llegue vivo hasta aquí.
—Haga todo lo posible porque viva, doctor —pidió el dueño de la casa, llevando al médico hacia el salón—. Ya me han dicho quién intentó matarle.
—¿Algún vagabundo que quiso robar los candelabros de plata? —preguntó el doctor.
—No. Los yanquis. En ellos nada resulta sorprendente; pero se han llevado su merecido. Heriberto ha vengado al pobre hombre, aunque él le cree ya muerto.
El señor de Echagüe explicó al médico lo que sabía de la batalla y, contra lo que esperaba, García Oviedo movió dubitativamente la cabeza.
—Estas violencias no beneficiarán a nadie —dijo—. Los norteamericanos tratarán de vengar a los suyos. Dirán que ellos no mataron al fraile, y la verdad es que hasta ahora nunca habían intentado hacer el menor daño a los franciscanos de las misiones.
—No defienda usted a los yanquis delante de mí —prohibió el anciano.
—Don César: yo me tengo por hombre justo y doy a cada uno lo que es suyo. Tal vez hayan sido los soldados; pero no lo creo hasta que fray Eusebio nos lo pueda decir…, si es que puede.
—Si no le necesitara, le echaría de mi casa, doctor.
—No sea tan vivo de genio y, además, cuide ese corazón suyo, porque sus ojos me indican que si se lleva una emoción demasiado fuerte no la va a resistir.
—Dispense. Estoy nervioso. Mientras hay hombres que exponen su vida por nuestra patria, yo me he de estar aquí sin poderles ayudar.
—Usted ya ha hecho cuanto ha podido. Y ahora, como no creo que se produzca ninguna novedad, marcharé a mi casa a dormir un rato. Aunque la gente parece ignorarlo, los médicos también tenemos derecho al descanso. Creo preferible mantener secreto lo de que fray Eusebio está aquí. Por lo menos hasta que haya pasado el peligro. Las autoridades militares le querrían interrogar, si supieran que lo tiene usted en su casa.
—Ya les dije a los Lugones que se callaran. No me gusta la idea de que mi rancho se llene de uniformes extranjeros.
El doctor sonrió comprensivamente. Estaba acostumbrado al genio de aquel hombre que había pasado toda su vida tratando de mostrarse mucho más duro de lo que en realidad era.
—Tiene usted un corazón demasiado grande —dijo, al marcharse—. Y no en sentido figurado, sino en realidad. Un día le estallará.
—He vivido ya lo suficiente, y para que la vida me pudiera resultar agradable tendrían que cambiar mucho las cosas.
Riendo, el doctor replicó:
—Tendrían que cambiar sólo en un sentido, amigo mío. Ya verá cómo la vida resulta agradable tan pronto como se vea a punto de perderla. Sé de cientos de casos de gente que se estuvo queriendo morir hasta el momento en que se murió de verdad. En cuanto vieron que les llegaba su hora, todos estaban deseando vivir, aunque sólo fuese unos días más.
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Al día siguiente, todo Los Ángeles comentaba la noticia y, como no podía por menos de ocurrir, los redactores de El Clamor Público le dedicaron tanto espacio en su edición española como poco espacio dedicado en la edición inglesa del mismo periódico, que se publicaba con el título de The Star.