Capítulo XI:
El Coyote en campaña

Eran las ocho de la noche y la calle estaba desierta. Era necesario ahorrar cera y aceite, y los habitantes del barrio indígena se acostaban temprano. Tan sólo en unas pocas casas brillaban pálidas luces. El Coyote se detuvo ante la puerta de la casa de Adelia y llamó con los nudillos. Como si le hubieran estado esperando, la puerta se abrió y el jinete penetró en el zaguán. Adelia cerró tras él.

—¿Están los Lugones?

—Sí, patrón.

—Di a Evelio y a Leocadio que se preparen para acompañarme.

Desmontó El Coyote mientras Adelia marchaba a cumplir su encargo. Un momento después reapareció, inesperadamente, acompañada por los cuatro hermanos.

—Dicen que quieren acompañarle todos —declaró Adelia.

—Tres podemos pasar más inadvertidos que cinco —replicó El Coyote—. Además, no quiero que se sospeche de vosotros. Que Juan y Timoteo vayan a vigilar la hacienda de don Goyo. Evelio y Leocadio me acompañarán. Dentro de unos días vosotros les relevaréis. Preparadlo todo. Especialmente las armas. Vamos hacia San Gabriel y hemos de llegar lo antes posible.

Los dos hermanos necesitaron muy poco tiempo para estar listos. A las ocho y veinte minutos tres jinetes abandonaban la calle y poco después salían de Los Ángeles en dirección a San Gabriel.

****

Luis Martos había reunido veinte hombres en menos de tres horas. Pastores, pequeños rancheros, vaqueros y cazadores se unieron a él en cuanto les contó lo que había ocurrido en el rancho de don Heriberto. Eran gente brava, acostumbrada a la vida difícil, a comer y a resistir toda clase de fatigas sin perder el humor ni la alegría.

Dirigiéronse a la ermita que indicara Artigas y llegaron a ella antes que el mensajero que debía guiarles hasta el campamento del proscrito. Cuando apareció aquel hombre asombróse al ver ya reunida tanta gente.

—El patrón no esperaba que estuviesen listos tan pronto —dijo—. Les aguarda cerca de San Gabriel.

—¿Habrá armas largas para todos? —preguntó Luis—. Mi gente ya tiene, pero son armas antiguas.

—No se apuren. Hay de todo para todos. Y si llegamos a tiempo habrá choque con los yanquis. Han enviado a una patrulla hacia allí.

En California un caballo valía entonces muy poco. El tener uno estaba al alcance de cualquiera que supiese manejar el lazo. Los montes estaban llenos de potros salvajes a los cuales había que perseguir a veces a tiros, pues llegaban a constituir un peligro para los rebaños. Por eso cada uno de los hombres que Luis Martos, con su impetuosidad, había unido a las fuerzas de Artigas iban bien montados, aunque mal armados.

En continuo galope descendieron hacia San Gabriel, llegando, cuando ya era de noche, al campamento que los de Artigas habían establecido a una legua de la Misión.

Artigas les recibió jubiloso.

—Bien, muchachos, bien —felicitó a Luis—. Veo que no me equivoqué al juzgarte. Quizás esta noche tengamos la oportunidad de enfrentarnos con nuestros enemigos. Estoy esperando los informes de uno de mis hombres a quien he enviado allí a que los vigile. Mientras tanto comed algo.

—He prometido a mis amigos que les proporcionaría usted armas buenas.

—Si todo sale bien, mañana tendrán armas excelentes —replicó Artigas—. Por esta noche no las necesitan. Con las que tienen les basta.

—Pero ¿las tendremos mañana?

—Sí. Aunque fallasen mis planes, las tendrán. Dejad descansar a los caballos, porque al amanecer pienso atacar a los yanquis.

Luis Martos y sus compañeros se instalaron alrededor de una hoguera después de recoger la comida que se había preparado para ellos, consistente en tortas de harina con tocino, fritas en manteca.

Cuando terminaban de cenar oyóse un vivo galope y a la luz de las hogueras se vio llegar a un jinete que desmontó de un ágil salto frente a Heriberto Artigas, con quien habló un momento en voz baja. Así que terminó, Artigas levantó las manos y, yendo hacia el grupo formado por los californianos de Martos, anunció:

—Ha ocurrido lo que me temía, muchachos. Un grupo de soldados al mando del teniente Crisp, que me persigue despechado por no haberme podido capturar cuando atacó mi rancho, llegó esta tarde a San Gabriel y se instaló en una de las dependencias de la Misión. Creyendo que fray Eusebio podía saber algo de nosotros le interrogaron, y luego, sin duda para apoderarse de alguno de los objetos de valor que aún quedan en la Misión, le han asesinado. Basilio lo ha visto.

Gritos de furor brotaron de las gargantas de los californianos.

—¡Venganza! ¡Venganza! —clamaban.

—Calma —ordenó Artigas—. Vengaremos a fray Eusebio; pero hemos de procurar que la venganza sea efectiva y eficaz. Atacaremos mañana al amanecer. A las tres de la madrugada saldremos hacia la Misión. Iremos despacio y sin hacer ruido. Antes de que empiece a clarear el día rodearemos la casa y a una señal atacaremos por los cuatro lados.

—Nosotros iremos en vanguardia —declaró Martos.

—Habrá un puesto para todos —replicó Artigas—. Ellos son veintiséis. Nosotros seremos más de cincuenta. No se han de hacer prisioneros. Quienes a hierro han matado a hierro han de morir. Descansad, si podéis. Pensad que os serán necesarias todas vuestras fuerzas.

Acompañado de Basilio y de otros dos de sus hombres, Artigas se retiró a la cabaña que se había improvisado para él. Cinco centinelas mantenían a distancia a los curiosos.

Basilio anunció en voz innecesariamente baja:

—La diligencia se quedó en la casa que ocupan los soldados. El teniente insistió en ello.

Artigas frunció el ceño.

—Entonces habrá que retirar a los hombres que colocamos en el camino.

—Si quiere los iré a avisar.

—Es mejor. Ve en seguida y dirigios a San Gabriel por la carretera. Esperad nuestra llegada junto al álamo roto.

Partió Basilio para su nueva misión y Artigas se dirigió a los otros dos hombres. En defectuoso inglés explicó:

—Ya había yo previsto eso. Crisp no ha dejado que la diligencia siguiera su camino. Sin duda, llevaba órdenes de evitarlo.

—Entonces… no nos perseguía a nosotros —dijo uno de los dos hombres.

—Creo que no. En la diligencia se transportan doscientos mil dólares en oro desde San Diego a Los Ángeles. Es dinero del Gobierno y debía ir custodiado por cinco soldados y un sargento. Diez hombres hubiesen dado buena cuenta de ellos, pero al ocurrir lo mío han tenido miedo y, fingiendo que enviaban un escuadrón contra mí, lo que han hecho ha sido enviar una escolta más numerosa para proteger ese oro. Al mismo tiempo supusieron que yo, al enterarme de que me perseguían los soldados, me dirigiría hacia el monte y de esa forma dejaría libre el paso al oro. Se han equivocado.

—¿Y no sería mejor atacarlos por el camino? —preguntó el otro compañero de Artigas.

—No. Debéis tener en cuenta que en esta tierra nadie nos apoyaría si creyesen que no peleamos por la gloria de California. Asaltar diligencias es cosa de bandidos. Vengar a un fraile asesinado es una empresa propia de un californiano. Dentro de pocos días toda California sabrá que Artigas y su gente han vengado el asesinato de fray Eusebio.

Los dos norteamericanos se echaron a reír.

—Es una buena idea —dijo uno—. En todos los ranchos nos recibirán como liberadores.

—Nos darán todo cuanto necesitemos; pero hay que ocultar lo de la diligencia. No conviene que ese ingenuo de Martos lo sepa. Mientras él se bate con los soldados, nosotros nos llevaremos la diligencia a un sitio seguro y esconderemos el oro. Yo calculo que con un poco de buena suerte en un año seremos riquísimos. Luego, si todavía quedan algunos californianos entre nosotros, los haremos caer en una emboscada de los soldados y dejaremos que los exterminen. Pero no se lo digáis a nadie. Ni siquiera a los otros. La parte del león nos corresponde a nosotros. A ellos, con cien pesos por cabeza les pagamos de sobra.

—¿Y el resto?

—Tres partes iguales. Una para ti, Mark, otra para ti, Harries, y otra para mi.

—¿Y si uno de nosotros muere en el combate? —preguntó Mark.

—Debemos evitar que así suceda; pero si ocurriese, el que cayera no podría disfrutar de su parte, se sobreentiende. Ahora vamos a planear el ataque. No olvidemos que los soldados no son como nosotros. Ellos tienen una idea equivocada. Nos han visto huir una vez. Nos desprecian. Es una suerte para nosotros y será una desgracia para ellos.

Artigas estuvo detallando el plan a sus dos lugartenientes. A la una de la madrugada se despidió de ellos y se dispuso a dormir un par de horas antes de emprender la marcha hacia San Gabriel.

Hubo un momento en que le pareció oír un leve rumor de hojas movidas. Pero sin duda se trataba de un animal nocturno, ya que su cabaña estaba bien custodiada. Nadie se podía acercar a ella sin ser visto.

****

Leocadio contó detalladamente cuanto había oído. El Coyote cerró furioso los puños y vaciló unos instantes.

—Vayamos ante todo a la Misión Quiero asegurarme de que fray Eusebio ha muerto.

—Me dieron ganas de matar a Artigas —aseguró Leocadio.

—Hiciste bien en no dejarte llevar de tus impulsos —replicó El Coyote—. Ese hombre me pertenece. Vamos.

Montaron a caballo y galoparon por los lugares cubiertos de hierba, a fin de ahogar el batir de los cascos de sus caballos, dirigiéronse hacia la Misión. La puerta de la iglesia estaba cerrada; pero encontraron abierta la de la sacristía. Dejando los caballos al cuidado de Evelio, El Coyote y Leocadio penetraron en la vieja Misión. El enmascarado conocía perfectamente aquella casa. A la débil luz de una vela que encendió en la sacristía llegó recto a la humilde habitación de fray Eusebio.

Este se encontraba tendido en la cama, y, de momento, era tanta su palidez y tan abundante la sangre que manchaba las pobres ropas del lecho, que, efectivamente, parecía muerto. En su pecho se veía hundido hasta la empuñadura un cuchillo.

—Hay esperanzas —dijo El Coyote en cuanto vio cómo estaba clavado el cuchillo—. No le ha atravesado el corazón.

—Yo diría que está muerto —musitó Leocadio—. Eso lo ha hecho el canalla de Basilio, el mestizo de Artigas.

—No. Artigas es el verdadero culpable.

El Coyote se arrodilló junto a la cama y aplicó el oído al pecho del franciscano.

—El corazón todavía le late —dijo.

—Avisaremos a un médico… —empezó Leocadio.

—No lo hay aquí, ni cerca. Y si lo dejamos en la Misión, Artigas lo rematará. Hay que llevarle a Los Ángeles.

—¡Imposible! ¡Se nos morirá por el camino!

—Muerto por muerto vale la pena hacer la prueba. A las diez de la mañana puede estar en el rancho de San Antonio. Es el primero de confianza que se encuentra. El señor de Echagüe le atenderá y le defenderá. Tu hermano y tú lo llevaréis allí. Va a ser difícil; pero no queda otro remedio. No me atrevo a arrancarle el cuchillo. La hemorragia podría ser fatal. Mientras el arma siga clavada impide la salida de la sangre.

—¿Lo llevamos en un carro? —inquirió Leocadio.

—No. Los traqueteos le matarían. En algún sitio de la Misión hay hamacas indias. Colgaremos una de ellas entre los dos caballos y a fray Eusebio lo colocaremos en ella. Marchando sin demasiadas prisas no le ocurrirá nada. Es lo único que se puede hacer. Dios le protegerá. Ven.

Recorrieron tres habitaciones y en la última hallaron un montón de hamacas de hilo tejidas muchos años antes por los indígenas que estudiaban oficios en la Misión. El Coyote eligió la que juzgó más resistente y más larga y salió con ella adonde esperaba Evelio, junto a los dos caballos. Con unas cuerdas la hamaca fue atada a la parte trasera de la silla de Evelio y a la delantera de la silla de Leocadio.

—Tendréis que mantener los caballos a la misma marcha. Tú, Leocadio, no debes ir más de prisa que tu hermano. Vayamos en busca de fray Eusebio.

Los tres entraron en la casa y con todo cuidado sacaron al herido. Era un milagro que no hubiese muerto, pues su palidez era tan extrema que se advertía, incluso, en la oscuridad de la madrugada.

Con unas mantas indias El Coyote arregló una colchoneta para el franciscano. Con otra improvisó una almohada. Por fin, fray Eusebio fue tendido en la hamaca, entre los dos caballos.

—Iré a buscar licor —siguió el enmascarado—. Cada hora le haréis beber un poco. Tan pronto como lleguéis al rancho de San Antonio uno de vosotros irá a buscar al doctor García Oviedo; él quizá pueda hacer algo por este pobre hombre. Decid que llegasteis aquí persiguiendo a alguna res fugitiva, o que ibais a ver a algunas chicas, o lo que os parezca. Y que al entrar en la Misión hallasteis a fray Eusebio malherido y que le llevabais a Los Ángeles; pero como teníais miedo de que muriese antes de llegar allí, pensasteis en dejarlo en el rancho.

—El hijo del señor de Echagüe quizás se enfade —advirtió Leocadio.

—No lo creo; pero aunque así fuera me tiene sin cuidado. Su padre es el amo y se impondrá. No mencionéis a Artigas para nada. Y mucho menos me nombréis a mí. Para todos debo seguir muerto, por ahora.

—Bien, patrón. No tenga miedo. Ya sabe que somos de confianza.

—Pues a demostrarlo. Buen viaje. Y pensad que de vosotros depende la vida de ese hombre que siempre ha sido bueno con todos.

Los dos hermanos montaron a caballo y, saludando con la mano a su jefe, emprendieron el camino de Los Ángeles, siguiendo un sendero que se unía con la carretera principal mucho más allá del álamo roto, junto al cual esperaban los hombres de Artigas que debían haber detenido la diligencia.

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El teniente Crisp estaba muy inquieto. Tenía la seguridad de que el plan que le confiaran sus jefes saldría a la perfección, pero, de todas formas, no se sentiría tranquilo hasta que se hallase de nuevo en Los Ángeles.

Había dormido un par de horas y ahora, a las tres de la madrugada, recorría los alrededores de la casa en que estaban sus hombres. Por su gusto hubiese regresado aquella noche a Los Ángeles; pero las órdenes habían sido categóricas. El regreso debería hacerse en pleno día, cuando pudieran vigilar los lados del camino y evitar una sorpresa.

Ahora, como ya había hecho otras dos veces, recorría el círculo de centinelas establecido en torno del edificio, comprobando que todos estaban en sus puestos. Sentía grandes deseos de fumar para calmar sus alterados nervios; pero se conformó con chupar un cigarro, sin encenderlo. Miró hacia Oriente. Aún faltaba bastante para que amaneciese.

—¿Puedo hablar con usted, teniente?

La voz sonó tan cerca de él que Crisp dio un respingo y buscó con nerviosa mano su revólver.

—Soy amigo, teniente —agregó la voz—. Si le hubiese querido hacer daño no necesitaba avisarle.

Crisp vio aparecer junto a él a un hombre cuyo rostro desaparecía tras el embozo de un oscuro sarape.

—¿Quién es usted? —preguntó, nervioso.

—Un amigo.

—¿Es usted californiano?

—A pesar de eso, en estos momentos soy su amigo. Mañana o pasado tal vez sea su enemigo.

—¿Le conozco?

—No.

—Entonces, ¿por qué se oculta el rostro?

—Porque podría reconocerme en otra ocasión. Se hallan ustedes en peligro.

—Ya lo sé.

—No, no lo sabe.

—¿Y usted sí?

—Sí. Entre otras cosas, sé que en esta casa tiene usted una diligencia cargada con doscientos mil dólares en oro que se envían desde San Diego a Los Ángeles.

—¿Cómo…? —empezó Crisp.

—No perdamos el tiempo en preguntas tontas. Lo sé y basta. Usted y sus hombres han sido enviados aquí, no a perseguir a Artigas, como usted ha querido hacer creer a todos los que le han escuchado, sino a proteger ese dinero del ataque de Artigas o de otros bandidos. Por eso ha hablado tanto de ahorcar a Artigas. Le ha querido dirigir hacia los montes, conservando así libre el camino en la parte más peligrosa del recorrido de la diligencia.

—Está usted soñando.

—Tal vez; pero, en ocasiones, soñando se adivina la verdad. Artigas también la conoce, y esta madrugada, cuando se haga de día, le atacará con cincuenta o sesenta hombres.

—No lo creo.

—Ya ve que le doy pruebas de que estoy bien enterado de todo. Le atacarán en masa y ustedes les rechazarán fácilmente.

—Entonces…

—Les rechazarán fácilmente porque ése es el plan de Artigas. Y como usted se muere de ganas de ganar renombre, le perseguirá al frente de sus soldados. Entonces, en cuanto abandone la protección de la casa, Artigas dará media vuelta y todos serán aniquilados.

—Tiene usted una idea muy elevada de sus compatriotas.

—Y usted la tiene demasiado baja. Además, entre la gente de Artigas sólo hay unos treinta californianos. El resto son compatriotas de usted. Más astutos que sus soldados. Y quizá más valientes. Enciérrese en la casa, abra trincheras y limítese a rechazar los ataques sin abandonar sus posiciones.

—Yo no me encierro entre cuatro paredes como si me asustara un bandido cobarde que huyó cuando podía haber resistido fácilmente y muerto con heroísmo.

—Eso le demostrará que no es tonto. Podía haber resistido. Pudo haber encontrado una muerte gloriosa; pero lo cierto es que se le escapó con toda facilidad y que, en vez de dejar de ser un peligro, se ha transformado en un peligro mucho mayor.

—¿Pertenece usted a la banda?

—No. Yo no traiciono a mis amigos. Artigas es un canalla que va a comprometer el buen nombre de los californianos. Por eso estoy con ustedes, a pesar de que les odio tanto como a él.

—Extraña forma de demostrar ese odio.

—Tengo mis motivos.

—Pues yo le creo un traidor y le deten…

Mientras decía esto, Crisp llevó la mano a la culata de su revólver. Casi lo había desenfundado cuando en la oscuridad brilló el reflejo de una estrella en el cañón de un Colt apuntando a su corazón.

—No sea estúpido, Crisp —dijo el desconocido—. Le estoy dando una oportunidad de salvar el oro que le han confiado y de hacerse famoso. No me demuestre que es un imbécil que no sabe darse cuenta de cuando se le avisa por su bien.

El movimiento que el hombre había hecho al desenfundar el revólver hizo caer el sarape, y los ojos de Crisp, habituados ya a la oscuridad, vieron el antifaz que cubría la cara de su interlocutor.

—Parece usted… —empezó. Y en seguida desechó la idea—. No, El Coyote ha muerto.

—No ha muerto; pero si es usted un caballero no dirá a nadie que me ha visto vivo.

—¿Es posible…? Pero El Coyote odiaba a los norteamericanos.

—Les sigue profesando la antipatía lógica que todo californiano ha de sentir hacia ustedes. Pero, en la guerra, a los prisioneros se les respeta la vida y, en cambio, a los traidores, a pesar de que son de la propia nacionalidad, se les ahorca. Artigas es un traidor. Y voy contra él. Le mataré si no le matan ustedes. Luego, cuando él ya no exista, seguiremos luchando nosotros. No olvide mis consejos. Adiós.

El Coyote dio dos pasos atrás y de un salto desapareció detrás de unos arbustos; luego se oyeron sus pisadas, alejándose, y Crisp vaciló entre seguirle o disparar contra él. Cuando decidió correr en pos del enmascarado comprendió que ya era demasiado tarde.

Regresó hacia la casa, muy perplejo e inquieto. ¿Y si el aviso era cierto? Mas, ¿y si se trataba de una añagaza de Artigas? Pero lo del oro era verdad. Sin embargo…

Existe una gran diferencia entre un teniente y un general. Al teniente se le exige valor. Al general se le exige serenidad. George Crisp no tenía serenidad. Le faltaban muchos grados para conseguirla. Debía ser capitán, comandante, teniente coronel y coronel. Y la experiencia que se adquiere con el curso de los años, experiencia que a él le faltaba por entero y que tanto necesitaba en aquellos momentos, debía pesar muy gravemente en sus decisiones.