El teniente Crisp sabía, como todos los oficiales de la guarnición del fuerte, que el único californiano importante que en Los Ángeles abrigaba sentimientos amistosos hacia los yanquis era el hijo del señor de Echagüe. Por lo menos era el único capaz de hablar en público con un militar, de reír con él, de invitarle a una copa y de aceptar las que quisiera ofrecer su interlocutor. Todos los demás, a excepción, al principio, de Heriberto Artigas, evitaban a los oficiales y soldados como si éstos se hallaran apestados.
—Buenas tardes —saludó el teniente.
Y como César, al salir, había tomado ya el camino del Sur, Crisp agregó:
—Veo que sigue usted mi camino.
—Sí, eso parece —respondió César, disimulando su malhumor por aquel indeseado encuentro.
—¿Va muy lejos? —siguió preguntando Crisp.
—A Capistrano —suspiró César.
—¿Sin ninguna escolta?
—No. No llevo escolta.
—Hace mal. Estos caminos no están muy seguros. Aunque tal vez para usted sí lo estén.
—Dicen que Dios protege a la inocencia —sonrió César—. Tengo fe en los viejos adagios, porque todos están basados en la realidad.
—Los tiempos cambian —replicó Crisp—. No se fíe.
Avanzaban uno al lado del otro, seguidos a corta distancia por el corneta de órdenes, por un sargento y por el resto de los soldados, que también iban charlando entre sí.
—Los tiempos sólo parecen cambiar. En realidad, lo que ocurrió anteayer se repite pasado mañana. Dicen que no es bueno lo que es nuevo. Cada primavera es distinta del anterior invierno; pero idéntica a la primavera pasada. Si usted ha leído a los clásicos griegos habrá observado que varios cientos de años antes de Cristo ya existían los mismos problemas que se plantean ahora.
—¿Qué opina usted de Artigas? —preguntó Crisp.
—¿Cree que mi opinión puede servir de algo?
—¿Por qué no? Podría darme una idea acerca del hombre a quien debo prender.
César se volvió hacia la tropa que seguía detrás y después preguntó a Crisp:
—¿Lo piensa prender con veinticinco soldados?
—Sí, con estos veinticinco soldados. ¿Le parece que no podré conseguirlo?
—Estoy seguro de que no lo conseguirá.
—¿Duda del valor de los soldados norteamericanos? ¿O es que ha tomado en serio la información publicada por El Clamor Público?
—No dudo de su valor ni tomo por completo en serio a los redactores del periódico.
—Entonces…
—Conozco esta tierra y ustedes no la conocen. Don Heriberto también la conoce. Claro que guerreando se aprende a hacer la guerra. Dentro de unas semanas o unos meses la práctica les habrá enseñado cómo hay que luchar. Si para entonces aún se halla usted vivo, quizá logre detener a Artigas; pero, entretanto, si se admitieran apuestas yo las haría a favor de él.
—Tendré mucho gusto en demostrarle que se halla en un error.
—Sería una suerte para usted que me lo pudiera demostrar.
—Usted es amigo nuestro, ¿verdad?
—Soy amigo de todos los que no son mis enemigos.
—¿Es enemigo suyo Artigas?
—Creo que no.
—Entonces… ¿es que se considera amigo suyo?
—No soy su enemigo —replicó César, maldiciendo mentalmente al hablador oficial.
—¿Quiere decir que en esta contienda se mantiene neutral?
—Mi deseo es ser neutral en todas las luchas violentas.
—Todo cuanto dice El Clamor Público es mentira.
—Yo no tengo ninguna fe en la letra impresa. Hay cosas que se comprenden en seguida.
—Me han ordenado que ahorque a Artigas en cuanto lo tenga en mis manos.
—Sospecho que él hará lo mismo con usted, si le coge.
—No me cogerá.
—Si penetra usted en las montañas detrás de él, Artigas tendrá más posibilidades de ahorcarle que usted de detenerle.
—No se puede comparar el arte militar con la improvisación guerrillera.
—No, no se puede comparar —replicó, irónicamente, César.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Crisp, advirtiendo la burla.
—Si a mí me preguntasen quién iba a vencer en una batalla entablada entre un buen general con pocos soldados y un mal general con muchos, diría que el triunfo sería del buen general; pero, en cambio, si la lucha estuviese formalizada entre un buen general y un buen guerrillero, diría que el vencedor sería aquel que más suerte tuviese. Es tan distinta la manera de pelear de unos y de otros, que sólo la fortuna puede decidir la victoria.
—¿Insiste en que Artigas me puede vencer?
—Sí.
—¿Se alegraría?
—No.
—¿Por qué?
—Porque perdería a un amigo.
—¿Puede darme algún consejo?
—Si lo hiciese dejaría de ser neutral.
—Esta noche la pasaremos en San Gabriel. Mañana daremos unas batidas por los alrededores. Ya hay otras fuerzas que persiguen a Artigas por las montañas; pero son poco importantes. Las hemos enviado para que Artigas las busque y termine por caer contra nosotros.
—Hermosa tarde, ¿no?
—¿Por qué lo dice?
—Porque es hermosa.
—Pero estábamos hablando…
—Usted hablaba de lo que le interesa. Yo hago lo mismo.
—Dicen que usted es amigo nuestro. Usted también lo ha dicho. Usted conoce estas regiones. ¿Por qué no nos ayuda?
—Cualquier indio les ayudará mejor que yo. Y sólo tendrán que darle una botella de licor y unos cigarros.
—No me fío de los indios.
—Hace mal. Son pocos los que sienten simpatía por don Heriberto. Le ayudarían muy bien.
—Me fío más de los blancos. Los indios no son buenos. En la academia nos decían que un indio sólo es bueno cuando está muerto.
—¿No cree, teniente, que viajaría más velozmente si se adelantara con sus hombres? Yo no tengo prisa alguna y me está usted haciendo marchar como si se hubiera incendiado mi casa.
—Iremos más despacio —replicó Crisp—. No quiero dejarle sin protección. Puede haber gente de Artigas por aquí y… ya me entiende, ¿no?
—Le entiendo, aunque está usted equivocado, teniente —replicó César—. ¿Sabe cuál es una de las medidas elementales de precaución contra los rayos cuando le sorprende a uno una tormenta en pleno campo? Pues no colocarse junto a ningún árbol. Los árboles atraen al rayo, y los uniformes azules atraerán a Artigas. La verdad es que no me siento seguro a su lado, a pesar del número de hombres que le acompaña. Estoy temiendo que de un momento a otro descargue el rayo.
—Si he tratado de acompañarle ha sido por su bien —respondió, altivamente, Crisp.
—Y yo agradezco su buena intención; pero… La verdad, preferiría viajar solo. Y no lo tome como una ofensa personal.
—No; lo tomaré como una muestra de aprecio. Buenas tardes, señor.
—Adiós, teniente. Hasta la vista. Y siga el único consejo que le puedo dar. No hable tanto. No explique a nadie lo que piensa hacer. Debieron habérselo advertido en la academia.
—Señor Echagüe: cuando fui destinado a California se me repitió hasta la saciedad que debíamos ser amables con los californianos, ganarnos sus simpatías y evitar los choques con ellos. Estoy tratando de cumplir esas órdenes; pero me cuesta mucho hacerlo.
—Lo imagino. Siempre ha costado más ser sensato que insensato. —Al decir esto, César sonrió alegremente.
—A usted no le cuesta mucho ser sensato.
—No. Es mi mejor cualidad.
—¿Sabe cómo llamamos en nuestra tierra a la sensatez?
—¿Cómo la llaman?
—Cobardía. —Y el teniente Crisp no sonrió al pronunciar estas palabras.
—¡Qué originales! —replicó César—. Son ustedes un pueblo muy curioso.
—Si quiere que le dé una satisfacción por mis palabras, estaré a sus órdenes cuando regrese con Artigas.
—Me ofrece usted una fácil oportunidad de mostrarme valiente; pero mi prudencia va muy lejos y, por si llegara a ocurrir un milagro, prefiero no aceptar su oferta. Adiós, teniente.
Crisp no respondió. Picando espuelas a su caballo adelantóse sin volver la cabeza. Los soldados hicieron lo mismo y César de Echagüe quedó atrás. Al poco rato los jinetes habían desaparecido camino adelante.
El teniente estaba tan furioso que obligó a su caballo y a sus soldados a avanzar a un paso vertiginoso, llegando ante el curioso y bajo campanario de San Gabriel, con sus seis distintas campanas, una hora antes de lo que había calculado.
El franciscano que tenía a su cargo la Misión salió al encuentro de los soldados, atraído por el galope de sus caballos.
—Necesitaremos alojamiento para esta noche, padre —dijo Crisp.
—No se lo puedo ofrecer muy bueno, teniente.
—No importa. Un techo que nos cubra es todo cuanto necesitamos.
—Tal vez estarían mejor en el pueblo.
—Sólo le molestaremos esta noche. Perseguimos a unos bandidos.
El franciscano vaciló. No podía hablar porque exponía la vida de unos hombres que eran de su propia raza; pero también le repugnaba exponer la vida de otros hombres que, si no eran de su raza ni de su religión, en cambio eran, según Dios ordena, hermanos suyos.
—Es mejor que siga su camino, teniente. Aquí carecemos de todo.
—Traemos víveres suficientes, padre —contestó Crisp. Después señaló un viejo edificio, aislado, a alguna distancia de la Misión—. Allí nos podremos instalar. Perseguimos a Heriberto Artigas.
El franciscano dirigió una rápida mirada a un hombre que, a corta distancia, estaba arreglando su caballo. Era un mestizo y no parecía sentir ningún interés por lo que hablaban el fraile y el teniente. El viejo fraile esperó unos instantes. El mestizo volvió al fin la cabeza y apartóse del caballo, como dispuesto a esperar.
Crisp no aguardó más. Le habían aconsejado que tuviera el mayor respeto posible con los ministros de la religión predominante en California; pero también le previnieron de que no debía dejarse dominar por ellos. Ya había pedido cortésmente. Ya había cumplido la orden. Ahora debía demostrar que si estaba dispuesto a ser cortés, no por ello dejaba de ser el amo. Había pedido alojamiento. Lo había elegido. Y ahora iba a ocuparlo. Saludando militarmente y con una ligera inclinación de cabeza al fraile, hizo que su caballo diera media vuelta y se dirigió hacia la casa en que se instalarían él y su gente.
El fraile miró al mestizo y éste le devolvió la mirada, luego avanzó hacia él y en voz baja le advirtió:
—Si nos traiciona…
—Ya viste que no os traicioné.
—Pero estuvo a punto de decir demasiado.
—No. Dile a don Heriberto que no intente nada contra ellos.
—Don Heriberto vendrá a verle. Mírele.
Un jinete se acercaba sin prisa a la Misión. Se cubría con un ancho sombrero e iba embozado con una larga capa parda.
—Buenas tardes, fray Eusebio —saludó, desmontando.
El franciscano miró hacia donde estaban los soldados.
—No tema por mí —sonrió Heriberto Artigas—. No imaginan que me tienen tan cerca.
—Corres peligro.
—Seré prudente.
Artigas volvióse hacia el mestizo y agregó:
—Apártate un poco. Debo hablar con el padre.
Se alejó el mestizo y Artigas prosiguió:
—Le estuve viendo con el catalejo, fray Eusebio. ¿Por qué vacilaba?
—Temía por ti y por ellos.
—¿Por qué temer por ellos? Son nuestros enemigos.
—Nuestra religión nos obliga a amarlos mucho más por eso, porque son nuestros enemigos.
—¿Ha estado usted a punto de decirles que yo iba a llegar?
—No. Quise que se alejaran porque me das miedo. Has de prometerme que no intentarás nada contra ellos.
—Son mis enemigos y yo soy un hombre, no un santo. Existe una guerra entre ellos y yo.
—Pero que esa guerra sea noble, ya que no puedes evitarla.
—Pertenezco a una raza noble, fray Eusebio. Ellos han de decidir la clase de guerra que ha de haber entre nosotros.
—Ya que no les dije que tú estabas cerca, al menos prométeme que mientras estén aquí no los atacarás.
—¿Y si no lo prometiese?
—Mi deber es advertirles de que están en peligro.
—¿Sabe a lo que le expone una traición así?
—Debo evitar que se derrame sangre. Si no me das tu palabra de honor les diré en cuanto te hayas alejado, que Heriberto Artigas se dispone a atacarlos esta noche. Ya estás prevenido. Si atacas te recibirán con las armas en la mano. No habrá ventajas para ninguno de los dos. Ahora vete.
—Es usted un santo, padre. Creo que desaprovecha su bondad; pero usted gana. Le doy mi palabra de honor de que no les atacaré mientras estén aquí.
—¿Te atreverías a jurarlo sobre este crucifijo? —Y fray Eusebio mostró a Artigas el crucifijo de ébano y cobre que pendía de su cuello.
Por toda respuesta Artigas apoyó la mano sobre el crucifijo y declaró:
—Lo juro.
—Que el Señor te guíe, hijo mío —replicó fray Eusebio.
—¿Me puede dar las raciones que le envié a pedir?
—Sí. Acompáñame. Ya no nos queda mucho; pero podré ayudarte.
Seguido por el proscrito, fray Eusebio se dirigió al almacén de la Misión. Sesenta años antes en aquel almacén se amontonaban hasta el techo los víveres y los demás productos de la tierra. Ahora sólo una mínima parte del mismo estaba ocupada por unos sacos de fríjoles, otros de harina, varios barrilitos de vino y unas barricas de manteca. Del techo colgaba tocino curado.
Heriberto Artigas indicó lo que necesitaba. Luego, ayudado por el mestizo, cargó sobre un caballo un saco de harina y otro de fríjoles, así como unos pedazos de tocino y una barrica de manteca.
—Gracias, padre —dijo Artigas, besando la cruz sobre la cual había jurado.
—Adiós, hijo mío. Y que Dios te proteja.
Cuando se alejaba de la Misión de San Gabriel, Artigas pensó que si Dios debía proteger a alguien, este alguien debía ser fray Eusebio, cuya vida se hallaba muy en peligro.
—Basilio —llamó, dirigiéndose al mestizo, cuando ya habían dejado atrás la casa donde se estaban instalando los soldados.
—Dígame, patrón.
—¿Tienes confianza en fray Eusebio?
—No —replicó, el mestizo.
—Yo tampoco. Estoy seguro de que se propone descubrirnos a los soldados. Querrá ganar algún premio.
—Estoy seguro.
—Deberías evitar que hablase.
La mano del mestizo se acercó al lugar donde Artigas sabía que guardaba su cuchillo.
—¿Así? —preguntó.
—Es un buen remedio para los que hablan demasiado. Ya sabes que pago bien a los que bien me sirven. Pero no te des prisa. Aguarda a que se cierre la Misión. Entonces… ya sabes. Vuelve al campamento y habla conmigo. Sólo conmigo. Con una misma piedra mataremos dos pájaros.
Y Artigas soltó una alegre carcajada.
Luego comentó:
—Es para nosotros una suerte que El Coyote haya muerto. A él no le hubiese gustado esto.
Basilio sonrió mostrando sus amarillos dientes.
—Pero aunque viviese no me daría miedo —dijo.
—Claro que no; pero así te da menos miedo, ¿no es cierto?
Siguieron marchando y al llegar a las estribaciones de la sierra, Basilio se despidió de su jefe y regresó hacia San Gabriel.