Ninguna señora que se preciase de serlo debiera haber entrado en Petit París, el local más depravado de San Francisco. ¡Qué ya es decir! Quizá por eso ninguna dama de las que visitaban la ciudad dejaba de sentir una curiosidad irresistible por Petit París, por lo que ocurría en torno a las mesas que llenaban la platea. Y eso que por aquel suelo había corrido en más de una ocasión la sangre, unas veces de hombre, otras de mujer. Crímenes pasionales, riñas entre rivales amorosos, homicidios producidos por una bala perdida… En Petit París tenía lugar lo peor de lo mucho malo que sucedía en el barrio de la Barbary Coast.
Y, sin embargo, eran infinitas las señoras que deseaban ir a echar una miradita al establecimiento.
Guadalupe Martínez no fue una excepción. Ella no había estado nunca en un local semejante. Deseaba verlo y comprobar si era tal como se lo habían descrito. Por eso César de Echagüe había accedido a llevarla.
El espectáculo resultaba agradable. A Guadalupe no le disgustaba, por lo menos; en cambio, don César parecía estar como sobre ascuas, temiendo que, de un momento a otro, Lupita descubriese el significado de ciertas cosas.
En el escenario comenzó a bailarse la última danza de París. Era bastante bonito ver aquel coro de muchachas mover las piernas con perfecto ritmo. De pronto, la estrella, que vestía un traje idéntico al que llevaban las otras chicas, exceptuando que el suyo era blanco y los de ellas negros, entonó una canción. ¡Y qué canción! La música era pegadiza y alegre, más la letra hizo ruborizar a Lupe.
—Tenía usted razón —le dijo con voz baja a César—. Vámonos. No sé cómo dejan decir estas cosas.
Pero César se mostró un poco rudo.
—No —dijo—. Siéntate.
—¿No quería que nos marchásemos?
—No.
Don César respiraba con dificultad. Sus puños se habían cerrado y su rostro, que por regla general sólo demostraba indiferencia o escepticismo, expresaba ahora un intenso odio. Lupe supuso que no iría dirigido a la actriz que por sus lindos labios dejaba escapar tantas palabras horribles, coreadas, casi con rugidos, por los ocupantes de la platea.
—No me gusta estar aquí —musitó—. Quisiera esconderme. ¿Qué van a creer de mí los que me vean oyendo eso?
Con un esfuerzo, don César se volvió hacia la mujer y dijo:
—Debemos quedarnos, Lupita. Luego te explicaré.
Respiró mejor y se fue serenando. La sonrisa volvió a sus labios; pero no a sus ojos, que seguían expresando odio. Lupe intentó seguir aquella mirada; pero la perdió entre los grupos de hombres que junto al escenario agitaban sus sombreros en honor de la actriz.
—¿Ha visto a alguien? —preguntó.
—Sí.
—¿A quién?
—Tú ya le habrás olvidado; yo, no. Prometí matarle y… ¡Por Dios que no sé cómo no lo hago ahora mismo!
—No sea loco —suplicó Lupe, apretándole el brazo.
—No tengas miedo. No le mataré ahora; pero sí mañana.
—¿Quién es y por qué motivo le odia usted así?
—Fue hace años, cuando murió mi padre. ¿Te acuerdas de Heriberto Artigas?
—¿El héroe de California?
—El mismo. Ahí le tienes. Como uno más de esos juerguistas.
—¿Cuál es?
—Ha cambiado mucho desde que le viste por última vez. Tiene ya cabellos blancos. Mira; aquel que va de gris.
La mirada de Guadalupe buscó entre el grupo que indicaba César al hombre que éste le había descrito. Había unos cuantos de cabellos canosos. Pero sólo uno vestía traje gris. Era alto, recio, con aspecto de quien goza de todos los placeres de la vida.
—No se parece… —musitó Lupe.
—Es él. Estoy seguro.
—Pero Artigas fue un patriota y, por serlo, se colocó fuera de la ley. Se fue del país. Debe de estar equivocado.
Don César de Echagüe no estaba equivocado. Aquel hombre era Heriberto Artigas.
—¡Y habrá vivido en San Francisco durante estos años sin que lo adivinara!
—Pero… ¿Qué motivos de enemistad tiene contra él? Su padre le admiraba. Estuvo a punto…
—¡Calla! —casi gritó don César—. ¡Pobre papá! Creo que ésa fue la causa de su muerte. Una deuda más que tenemos pendiente el señor Artigas y yo. Pero eso sería lo de menos. ¿Te acuerdas de Luis Martos? ¿Y de Esther García?
—Claro que me acuerdo. Lo que les sucedió fue horrible.
—Sí, horrible —musitó don César—. Parece que todo ocurrió ayer y… ¡tanto tiempo! Ya había perdido la esperanza. Creí que la Muerte se me había anticipado. Y ahora, un capricho tuyo, casi infantil, ha traído la solución.
—Pero, en realidad, ¿qué pasó? Yo entonces no comprendí casi nada.
Pensó que en la época a que se remontaban aquellos hechos ella era una simple doncella de confianza del matrimonio Echagüe-Acevedo, que se había celebrado seis meses antes. En la casa aún dictaba las órdenes el viejo don César. El mayordomo era Julián Martínez, su propio padre. Leonor, la nueva señora, se mostraba amable con todos y locamente enamorada de su esposo. Ella sabía la verdad. En el pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles había poca ley; pero aún estaban en mayoría los viejos californianos. Todo el mundo se conocía y se saludaba en la plaza al salir de la iglesia o al pasear cerca del quiosco de la música. La bandera de las barras y de las estrellas resultaba extraña. En el juzgado, los norteamericanos necesitaban usar intérprete para hacerse entender. Se decía que El Coyote había muerto y, con él, las esperanzas de California.
Guadalupe quedó sorprendida cuando don César, respondiendo a la pregunta que ella había formulado, empezó a comentarle:
—Era un domingo de primavera. Papá y yo estábamos en el salón del rancho, cuando, interrumpiendo una de nuestras continuas discusiones, un criado nos anunció que don Heriberto Artigas deseaba hablar con don César de Echagüe. Con mi padre.