Capítulo IV:
Rebelión

—¿Cómo te ha ido, papá? —preguntó César de Echagüe a su padre, cuando éste regresó de la entrevista con Gillespie.

El propietario del rancho lanzó un bufido:

—Ese hombre está loco y pagará muy cara su locura. Y puede que todos la paguemos.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó César.

—Que seguirá como hasta ahora. Eso provocará una rebelión.

—Lo cual será una tontería.

—¿Por qué?

—Porque no dará ningún resultado práctico, como no sea unos cuantos muertos y el endurecimiento de las condiciones de vida en la población. Los yanquis son muy desagradables, pero son poderosos. Lo mejor es acostumbrarse a ellos.

—Por lo visto tú eres capaz de acostumbrarte a su presencia.

—Desde luego, papá. Están deseando un poco de comprensión por nuestra parte. Si los admitiéramos en nuestros círculos, si les sonriésemos, si cuando se acercan a nuestras mujeres no las cogiéramos del brazo y las encerrásemos en las habitaciones más seguras, como para protegerlas de todo contagio; si fuésemos un poco humanos con ellos, ellos también se humanizarían; pero nos saben vencidos…

—No lo estamos —replicó el viejo—. Podrá doblársenos, como a las buenas espadas de Toledo, pero no se nos quiebra y en cuanto la presión ceda un poco o sea excesiva nos enderezaremos violentamente y… ¡ay de los americanos!

—Estoy seguro, papá, de que nuestros compatriotas son capaces de comerse a Gillespie y a sus cincuenta soldados; pero ¿y luego? En vez de cincuenta enviarán quinientos, o mil, o diez mil. Y a última hora tendremos que aceptar su dominio en unas condiciones mucho más malas que las actuales. A mí, particularmente, los yanquis no me molestan. Me saludan, les saludo; me ofrecen sus detestables cigarros y yo les ofrezco habanos legítimos. Somos buenos amigos.

—¡Demasiado buenos! Por fortuna, tu hermana tiene más sentido que tú.

—El día en que se presente un oficial soltero y atractivo, Beatriz sonreirá y hasta es posible que acabe casándose con un yanqui.

—¡Antes la veré muerta! —rugió don César.

—Sospecho, papá, que algún día tendrás que rectificar esas palabras. Yo creo que entre los yanquis también debe de haber algunos que serán más agradables que la soldadesca actual. No niego que el pobre Gillespie es un tonto; pero es de suponer que no todos serán como él. De lo contrario nunca se les hubiera ocurrido presentarse tan oportunamente. Si tardan unos meses más se hubieran encontrado con una República de California reconocida por Inglaterra, por España y por otros cuantos Estados, alguno de los cuales hubiera establecido algún tratado de alianza con California, cosa que habría resultado muy molesta.

—Tu intelectualidad me resulta a veces insoportable, César —replicó el anciano—. Todo lo comprendes, todo lo justificas, nada te asombra. A veces dudo de que seas hijo de quien lo eres.

—Eso es una ofensa que, de rechazo, te hiere a ti, papá.

—Ya lo sé; pero… Bueno, déjame tranquilo. Vete a leer a Homero o a quien leas.

Pero en vez del joven fue el viejo César quien abandonó la estancia, en la que entró inmediatamente Beatriz de Echagüe. Era una chiquilla de unos quince años; pero poseía ya todo el atractivo de las mujeres de su raza, que florecen pronto y tardan mucho en marchitarse.

—Papá tiene toda la razón —dijo, sin rodeos—. No sé qué clase de sangre tienes en las venas.

—Puede que no tenga sangre —replicó César—. Siempre he sido un hombre distinto de los demás.

—Ya lo sé. En tanto que Salinas, Varela y los otros se unen y se preparan para luchar por nuestra patria, tú lees estupideces.

—Las obras de Calderón no son ninguna estupidez. Beatriz. Lo que es una estupidez completa es hacer proyectos de lucha contra los yanquis. El mejor día verás a tu Salinas y a tu Sérbulo Varela colgados de una horca por haberle metido en un lío que no conducía a nada.

—Si eso llegara a ocurrir les levantaríamos un monumento y en los tiempos venideros todos los verdaderos californianos iríamos a honrarles.

—Ya sé —rió César—. Iríamos a colocar flores al pie de sus imágenes de bronce, unas imágenes que nos presentarían a Sérbulo y a Anselmo cogidos de la mano, con la cabeza erguida al cielo, muy atractivos y muy distintos de cómo fue, en realidad, la cosa. Es posible que al bronce y al granito las flores y las lágrimas les impresionaran mucho; pero a los pobres que fueron ahorcados no creo que ni lágrimas ni flores les aliviaran en nada el mal momento que pasaron mientras los colgaban.

—Eres…, eres un… ¡Oh, no sé lo que eres!

—Un hombre práctico, Beatriz. Porque suponiendo que a Salinas y a Varela los ahorcaran, y tú, dentro de veinte años, fueras con tus hijos a emocionarte al pie de su supuesto monumento, lo cierto es que iríais allí al salir de misa y antes de ir a comer, y que todas tus emociones no te impedirían preocuparte de si el pollo estaba bien asado, las patatas bien cocidas, el pescado en su punto y los vinos y el agua bien frescos. ¿Crees que vale la pena dejarse ahorcar por cinco minutos de lágrimas y de emoción al cabo de veinte años? Á mí me parece que no.

—¡Imbécil!

—¿Ya has averiguado lo que soy?

—Claro que sí. Continúa leyendo a Calderón, pero no me parece que llegues a sacar nada en limpio de él.

—Precisamente estoy sacando en limpio que las precipitaciones son muy inconvenientes.

—Para eso, no necesitabas leer a Calderón; bastaba con que te mirases en el espejo. Hubieras visto al hombre que menos se precipita en este mundo.

Después de decir esto. Beatriz abandonó la estancia y César, dejándose caer en un sillón, prosiguió la lectura de un grueso volumen que contenía una selección de las obras de Calderón de la Barca; pero antes de que pudiese avanzar ni veinte líneas, una nueva interrupción llegó, personificada en Anselmo Salinas.

—¡Hola, muchacho! —saludó César, cerrando el libro y levantándose—. No esperaba tu visita.

Anselmo Salinas abrazó a César y haciéndole sentar se acomodó junto a él.

—Vengo a darte una noticia. Esta noche preparamos una buena broma contra los yanquis.

—Si sólo es una broma…

—Claro que sólo es una broma; pero ya verás el susto que les damos.

—¿Qué vais a hacer? ¿Y cómo te atreves a dejarte ver por las calles?

Anselmo Salinas se echó a reír.

—No temas. Los únicos que podrían delatarme son nuestros compatriotas, y no lo harán. Los yanquis no me conocen. Saben que un Salinas estuvo en las fuerzas de Castro; pero no sospechan de mí y, además, no me conocen.

—Te fías mucho de la honradez de tus compatriotas. En tu lugar yo no me fiaría tanto.

César de Echagüe contemplaba cariñosamente a Salinas. Éste era unos cuatro años mayor que él; pero entre los Salinas y los Echagüe siempre medió una gran amistad que de los padres pasó a los hijos.

—Tú desconfías demasiado. Vengo a ofrecerte una oportunidad de lucirte.

—¿Por qué me ofreces una oportunidad? ¿Es que quieres que limpie mi apellido de las manchas de cobardía que se han tirado encima de él?

Salinas miró un momento a César y luego, inclinando la cabeza, declaró:

—Ya sabes, César, que soy un buen amigo tuyo. Mis palabras podrán ser desagradables, pero no las mueve ningún mal deseo. En Los Ángeles se habla mucho de ti. Eres el único que hace buenas migas con los yanquis. Hablas con ellos, saludas a los oficiales y a los soldados… Eso no está bien.

—Ésa es tu opinión, o tal vez la de unos cuantos locos como Sérbulo Varela. Pero una opinión no quiere decir un acierto.

—Tal vez no; pero la gente habla, y creo que te conviene demostrar que eres un buen californiano.

—Eso es precisamente lo que estoy tratando de demostrar. No quiero, con mis locuras o indiscreciones, aumentar penalidades de mi pueblo.

—Se trata de provocar un movimiento por la libertad de California. Tenemos una bandera y queremos que sea ella no la yanqui la que ondee al sol de California.

—Muy bien dicho. Tus palabras merecerían ser grabadas en granito. Pero las palabras nunca han conseguido nada. Son muy hermosas si después de ellas se hace algo grande; pero si no se hace nada resultan ridículas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Salinas, con cierta violencia.

—Si California fuese capaz de levantarse en lucha contra los Estados Unidos y pudiera vencer, entonces se podrían pronunciar palabras altisonantes que tal vez luego serían leídas con emoción por las generaciones venideras; pero si veinte mil californianos se ponen enfrente del veinte millones de yanquis, por muy hermosas palabras que se pronuncien, el resultado sólo puede ser uno: hacer el ridículo.

—España se levantó contra Napoleón y le venció. Y él era entonces el dueño de Europa.

—Pero España tenía varios millones de habitantes y podía luchar porque tenía una organización militar y una industria que podía proporcionar armas y pólvora; pero aquí ni tenemos industria, ni armas, ni pólvora, ni quienes las proporcionen. Méjico está en guerra con los Estados Unidos y no puede ayudarnos. Es, pues, mejor no hacer nada.

—A veces, a pesar de lo que te aprecio, te mataría, César —dijo Salinas—. Escucha. Esta noche vamos a reunimos unos cuantos e iremos a dar un susto a los yanquis. Están en su cuartel general, temiendo siempre que los ataquen. Les dispararemos unos tiros, haremos sonar unos tambores y luego nos iremos. Ya verás el susto que les damos.

—No, Anselmo, no te acompaño. Si lo que vais a hacer pudiera dar algún resultado práctico, te acompañaría; pero exponerme a recibir un balazo sólo para dar un susto a los yanquis… La verdad, me parece una tontería.

—Pues si es una tontería, yo la cometeré.

—Eres muy dueño de hacerlo; pero yo no quiero intervenir. Va en contra de mis ideas.

Salinas se puso en pie y, sin despedirse de su amigo, salió del salón. César quedó sentado, sumido en hondas meditaciones. Aquellos locos iban a complicarse en un asunto cuyas consecuencias ni ellos mismos eran capaces de prever.

Aquella noche veinte jóvenes dirigidos por Sérbulo Varela rodearon la vieja casa de ladrillos donde estaban los norteamericanos. No intentaban atacar a los soldados, pero sí darles un susto. Haciendo redoblar sus tambores y disparando sus fusiles crearon durante unos minutos una gran confusión dentro del edificio. Rehiciéronse al fin los soldados y trataron de atacar a los que creían sus sitiadores; pero no encontraron a nadie. Durante toda la noche Los Ángeles se estuvo riendo de los norteamericanos víctimas de la pesada broma.

Pero a la mañana siguiente las risas se trocaron en lágrimas cuando Gillespie, sin ningún método, comenzó a detener a los principales ciudadanos de Los Ángeles, sin preocuparse de si habían intervenido o no en el «asalto».

La llama de la insurrección prendió entonces en los ánimos de todos. Salinas, al frente de casi un centenar de hombres armados, atacó el cuartel general norteamericano, en tanto que Varela y otros organizaban otros ataques concéntricos.

—Tenemos que salir de aquí o nos asarán —gruñó Gillespie.

Y dejando a los presos en las celdas, los norteamericanos se retiraron al oeste de la ciudad, instalándose en una colina y formando allí un fuerte de sacos de tierra, en tanto que un correo era enviado al Norte para informar a Stockton de lo que estaba sucediendo en el pueblo.

La rebelión del sur de California era un hecho. Todos los hombres hábiles empuñaban las armas y corrían a intervenir en la degollina de Gillespie y sus fuerzas, que si hasta entonces habían podido repeler los ataques que fueron dirigidos contra ellos, pronto deberían sucumbir, aunque sólo fuera por falta de municiones.

Entretanto, Juan el Flaco, enviado por Gillespie a Monterrey, recorrió en cincuenta y dos horas los casi setecientos kilómetros que separan ambas poblaciones. Un disparo de Salinas mató el caballo que montaba el mensajero de Gillespie; pero antes de que el joven pudiera recargar su arma, John Brown, que así se llamaba el emisario, consiguió otro animal y pudo continuar su fuga.

—Ese va en busca de la milicia que dejó Stockton en Monterrey —dijo Salinas.

—Yo me encargo de impedir que llegue —dijo Varela. Y reuniendo un grupo de hombres decididos a todo marchó tras el mensajero. Si no lo alcanzó antes de que llegara a Monterrey, en cambio consiguió algo mejor. La milicia organizada por Stockton estaba mandada por B. D. Wilson, quien, después de unas semanas de perseguir en vano a los rebeldes, se había marchado a cazar osos en los montes de San Bernardino. Cuando Juan el Flaco consiguió dar con ellos era ya demasiado tarde y la gente de Varela llegó al mismo tiempo y rodeó a los improvisados cazadores, impidiendo que pudieran hacer otra cosa que rendirse sin otras condiciones que las de conservar la vida.

Wilson, enfrentado con la desagradable disyuntiva de morir o entregarse a los que habían previsto sus movimientos, optó por lo último.

La rendición de Wilson desanimó a Gillespie. No le quedaba otro remedio más que rendirse y aceptó todas las condiciones que los californianos le ofrecieron.

—Saldrán usted y sus soldados, conservando las armas, hasta San Pedro. Allí entregarán fusiles y cañones y se embarcarán hacia su patria.

Gillespie inclinó la cabeza y asintió. Aceptaba las condiciones.

—No puedo hacer otra cosa.

—¿Da su palabra de honor de que entregará las armas cuando llegue al puerto de San Pedro? —insistió Varela.

—Se la doy.