Capítulo III:
Los Ángeles, 1846

En el año 1846, en el mes de abril, las hostilidades se habían roto entre Méjico y los Estados Unidos; el 13 de mayo se declaró la guerra entre ambas naciones; pero Los Ángeles no supo nada de ello hasta el 12 de agosto. Entretanto se había estado desarrollando la revolución encaminada a convertir California en una república independiente. La bandera del Oso, insignia de la república californiana, fue izada en el fuerte de Sonoma, del que se apoderaron los revolucionarios. Anselmo Salinas era el más joven de ellos y, por lo tanto, el más fogoso.

En el fuerte había cañones, fusiles, pólvora y balas. El movimiento contra Méjico estaba iniciado. Los californianos, que no podían perdonar al Gobierno la ruina que provocó entre ellos al destruir el viejo sistema de las misiones, que era la fuente de toda la pasada riqueza de California, estaban dispuestos a imponer su ley, que sería la antigua, la que el Gobierno quería anular.

Los consejeros del Gobierno norteamericano preveían desde hacía tiempo aquel suceso.

—California, igual que Tejas, se separará de Méjico —había dicho el famoso guía Christopher (Kit) Carson al Consejo de generales cuando fue llamado a Washington para informar sobre lo que ocurría al final de la famosa Ruta de Santa Fe.

El general Wallace replicó, burlonamente:

—Si eso ocurriera, si California llegara a ser una república, acabaría uniéndose a nosotros.

Carson movió negativamente la cabeza.

—No, mi general. Tejas estaba poblada por una minoría mejicana y por una mayoría norteamericana; por eso, después de unos años de independencia, terminaron por solicitar el ingresar en la Unión; pero California es muy distinta. La influencia española es allí enorme. Las grandes familias, o sea las más poderosas, no han tenido tiempo de sentirse mejicanas. Apenas se han dado cuenta de que España ya no domina allí. Y lo poco que han visto de la República mejicana no les ha dejado ningún buen recuerdo. Por eso todos aspiran a la independencia. El movimiento será apoyado por la gente rica, y si España quisiera podría recuperar su antigua colonia. Creo que al Gobierno no puede interesarle que España regrese a América y se coloque cerca de Méjico, donde, por desgracia, las cosas van de mal en peor. La proximidad de España podría redundar en que Méjico, para librarse del desorden que allí impera, regresara a lo antiguo, acaso como reino independiente, pero unido por lazos muy estrechos a España.

—¿Entonces el señor Carson cree que no debemos apoyar el movimiento de rebeldía de California? —preguntó uno de los miembros del gobierno que asistía a la reunión.

—Creo que sería una solemne locura. Las armas y la ayuda que prestásemos a los sublevados, se volverían contra nosotros. Nos queda mucho Oeste que colonizar, y no nos conviene que lo colonice España. A la lentitud de nuestros progresos se opondría la increíble rapidez de los colonizadores españoles… No debemos olvidar que en tanto que nuestros colonos apenas ocupaban unas playas del Norte, los españoles habían conquistado todo el Sur y casi la mitad de lo que lógicamente habrán de ser, en el futuro, los Estados Unidos.

—Pero España anda ahora metida en guerras civiles —objetó uno de los militares—. No tiene fuerzas que distraer.

Kit Carson dirigió una despectiva mirada al que había hablado.

—Creo que mi general olvida que cuando España conquistó América no andaba sólo metida en guerras civiles, sino que además ocupaba media Europa y aún le sobraban fuerzas para extenderse hacia Asia y África.

—Opino que el señor Carson tiene razón —dijo un representante del Gobierno—. El presidente desea confiar en el juicio de un hombre que, en realidad, es el único que conoce aquellas regiones. ¿Qué aconseja el señor Carson?

—La guerra contra Méjico es inevitable.

—Los estados del Norte no la desean —advirtió un senador por Connecticut.

—Pero sí la quieren los estados del Sur, que son los que han de proporcionar las más importantes fuerzas. Los del Norte sacarán beneficios comerciales, que es lo que más les importa. Pero aunque no fuera así, la guerra estallaría. Cuando se ve una casa abierta a todos los vientos, llena de riquezas y cuyos dueños, en vez de unirse para defenderla, se desunen para pelear, es inevitable que, y perdonen la comparación, digo que es inevitable que los ladrones se presenten y se lleven las riquezas. Lo mismo ocurre con Méjico. Primero fue Tejas, pero aún quedan muchos territorios más allá de El Paso y de San Diego que a Méjico sólo le sirven de estorbo y, en cambio, darían una unidad perfecta a nuestro futuro mapa. Son territorios deshabitados, pero que algún día serán riquísimos. Yo aconsejo, pues, que se comiencen a hacer los preparativos y que se envíen algunos buques de guerra a la costa del Pacífico para que sus tripulantes, en el momento convenido, se apoderen de los puertos de California.

El consejo de Kit Carson fue seguido y el comodoro Sloat fue enviado a Mazatlán. En el puerto mejicano aguardó pacientemente las noticias del rompimiento de las hostilidades y en cuanto llegaron hasta él los rumores que esperaba, aunque sólo se trataba de noticias vagas, como confirmaban sus órdenes, zarpó rumbo a Monterrey. Al llegar allí se informó de lo que sucedía. Nadie pudo darle noticias. Sólo se hablaba de la revolución contra Méjico; pero, como dijo más tarde, prefirió pecar por hacer demasiado antes que pecar por hacer muy poco, y en nombre de su Gobierno tomó posesión de todo el territorio, aunque, efectivamente, sólo lo hizo en Monterrey.

La rebelión contra Méjico recibía un terrible golpe. Los sublevados pensaron por un momento que los Estados Unidos acudían a ayudarles, pero Fremont y Sloat se dieron prisa en sacarles de su error. Los Estados Unidos no intervenían para apoyar una república independiente; pero en cambio ofrecían lo mejor a trueque de la total independencia: el ingreso como un estado más en la Unión norteamericana, con todos los inmensos beneficios que de ello se deducirían.

Los rebeldes replegáronse del Norte de California, donde la bandera norteamericana ondeaba ya en Yerba Buena, Sonoma, Sacramento, Santa Cruz y San José y se trasladaron a Los Ángeles, de donde procedía la mayoría.

Anselmo Salinas fue elegido jefe de uno de los grupos armados; mas las noticias del Norte, unidas a la prudencia de que hacían gala los conquistadores, obligaron a los californianos del Sur a mantener una postura prudentemente inactiva; pero el comodoro Stockton acudió a reemplazar a Sloat, y, aunque éste ya había dicho todo lo que podía decirse, Stockton, imitando su ejemplo, lanzó una proclama en la cual dijo muchas cosas que ya estaban dichas y muchas más que mejor hubiera sido no decir. El resultado fue la unión de todos los habitantes de la California del Sur contra los que ya no se presentaban como portadores de la libertad, sino de una clara esclavitud.

No había dinero para comprar armas ni uniformes, ni ninguna organización militar digna de tal nombre. Sin embargo, los esfuerzos de Salinas y de otros jefes consiguieron formar un batallón de doscientos hombres, cuya única eficacia estribaba en que los norteamericanos lo creían seis veces más fuerte de lo que en realidad era, y el resultado fue que Stockton y Fremont marcharon contra Los Ángeles, ciudadela de los patriotas, con unos seiscientos hombres provistos de artillería.

Fue inútil resistir, pues sólo se habría conseguido atraer más males sobre la población. Desbandáronse las fuerzas, y Salinas se encerró en su casa para no presenciar la entrada de los norteamericanos en Los Ángeles, que tuvo lugar el 13 de agosto.

Se instalaron los yanquis en un edificio de ladrillo, tomaron posesión de Los Ángeles, establecieron un Gobierno militar, y Stockton no perdió ni un momento en enviar a Washington, por conducto de Kit Carson, un amplio informe sobre su hazaña. Luego, acompañado por sus marineros, descendió a San Pedro y embarcóse hacia Monterrey. Fremont y sus hombres regresaron hacia el Norte, y en el pacífico pueblo de Nuestra Señora de Los Ángeles quedó un grupo de cincuenta soldados mandados por el capitán Gillespie. Tanto éste como Fremont y Stockton estaban convencidos de que el territorio estaba definitivamente pacificado y de que el oso republicano se hallaba muerto definitivamente.

Pero ninguno de aquellos hombres, aparte de Carson, que se hallaba demasiado lejos para poder aconsejar, conocía la capacidad de los californianos para rehacerse de los golpes recibidos y reanudar la lucha por su independencia. Tal vez bajo otro jefe más prudente las cosas hubieran seguido un curso más tranquilo; pero Gillespie era todo menos prudente.

—¿Por qué voy a tenerles consideraciones? —replicó un día en que el viejo don César de Echagüe le aconsejó un poco más de moderación en su trato a los californianos, y sobre todo, a los habitantes de Los Ángeles.

—Porque, aunque usted no quiera verlo, está sobre un volcán que el día menos pensado comenzará a echar fuego.

Gillespie se echó a reír.

—Le ciega a usted su patriotismo, don César —dijo—. Si ese volcán fuese capaz de echar lo que usted dice, tuvo una buena oportunidad de hacerlo el día en que entramos en la población. Si entonces no entró en actividad, ¿por qué ha de hacerlo ahora?

—Porque las cosas han cambiado, capitán. Entonces la ciudad estaba desunida; ahora, en cambio, sus equivocados decretos han provocado la indignación de todos. ¿Por qué no permite las reuniones a que tan acostumbrados estamos?

—No las permito porque deseo evitar lo que usted teme. Si no hay reuniones, no habrá confabulaciones ni se sublevará nadie.

—Las reuniones pueden celebrarse de la misma forma, capitán. Se celebrarán en secreto, y entonces sí que darán lugar a una sublevación.

Gillespie echóse a reír. Lo que menos podía imaginarse era que los habitantes de Los Ángeles provocaran una rebelión.

—También les ha molestado que prohiba usted la venta de vinos y licores.

—No quiero cabezas calientes —replicó Gillespie.

—En ese caso, cierre todas las tabernas, capitán; porque no es justo que los habitantes de la ciudad no puedan beber en los locales propiedad de californianos, y, en cambio, las nuevas tabernas propiedad de norteamericanos estén abiertas y en ellas se pueda beber tanto como se quiera.

—No tengo autoridad para impedir a los súbditos norteamericanos dedicarse a un comercio legal —fue la débil excusa de Gillespie.

—Pero, en cambio, tiene autoridad para evitar las continuas detenciones de ciudadanos importantes. Por cualquier motivo, por insignificante que sea, detiene y humilla a los hombres más ilustres de Los Ángeles.

—Precisamente quiero humillar su arrogancia.

Don César se encogió resignadamente de hombros. Había acudido allí con una vana esperanza de poder ayudar a sus conciudadanos, aprovechando la oportunidad de que él, por su estado de salud, no había tenido la oportunidad de intervenir en ninguna de las conspiraciones contra los yanquis y de que su hijo César, por su carácter, tampoco se mostraba aficionado a aquella clase de empresas.

Gillespie, en aquellos instantes, pensaba también en el joven César de Echagüe.

—Ojalá todos los jóvenes de la ciudad fueran como su hijo, don César —declaró—. Entonces mis medidas no serían necesarias. Es un muchacho tranquilo, aficionado a la lectura, que jamás va armado… Creo que en él tendrá usted un magnífico sucesor.

Don César frunció el ceño. Su opinión era muy distinta de la del capitán; pero no quiso admitirlo, y considerando que su paso había sido en falso, abandonó el cuartel general de los norteamericanos y regresó a su casa.