P-ara los jóvenes la amplia terraza del rancho ofrecía dilatada y cómoda pista para danzar a los acordes de la orquesta que mezclaba los aires populares de California y Méjico, con valses, polcas y mazurcas. Y si después de un agitado baile las bellas damitas necesitaban refrescar sus gargantas, en un lado del amplio salón se había dispuesto un bufete en el que se servían refrescos de todas clases, así como fiambres y pasteles. De todo ello hacían buen consumo la juventud y la madurez, representada esta última en el salón, donde las damas y los caballeros preferían la comodidad de los sillones y divanes al nerviosismo de la danza.
El extremo del salón opuesto a aquel en que estaba instalado el bufete hallábase más concurrido que el resto de la amplia estancia, pues allí se agrupaban especialmente las madres que hacían comentarios acerca de mil cosas sin importancia que ellas juzgaban importantísimas. También había algunos hombres, aunque la mayoría estaban reunidos en grupos, discutiendo sobre la posibilidad de que los demócratas se impusieran a los republicanos y que el presidente Grant fuera derrotado en el resto del país si intentaba la reelección, como antes lo había sido en California, que votó, por una gran mayoría, a Seymour. También se habló del antiguo alcalde Aguilar y se criticó al actual, Joel Turner, como en tiempos de Aguilar se había criticado a Aguilar y alabado a Mascarel.
César de Echagüe trataba de responder a cuantas preguntas se le hacían, y procuraba responderlas a gusto de todos los presentes, cosa nada fácil, teniendo en cuenta que las mujeres eran las que más preguntas hacían y las más difíciles de conformar.
La llegada de los Segura alivió un tanto al dueño de la casa.
¿Qué sucedía en Méjico? ¿Qué noticias podía proporcionar el señor Segura de aquel país que para los californianos era poseedor de todos los atractivos?
Adolfo Segura y su esposa habían llegado poco después de dar comienzo la fiesta y fueron recibidos por César de Echagüe, que les agradeció su presencia en la casa, presentándolos luego a todos los invitados.
De pronto, la señora de Anguita, poseedora de una gran fortuna, pero de un número también muy grande de hijas que, unidas a su marido, constituían su máxima preocupación y eran la fuente de sus disgustos, preguntó:
—¿Es verdad lo que ha dicho Gregorio, señor Segura?
—¿Qué ha dicho Gregorio, señora?
—Que el terrible Coyote les dio el alto.
—Sí, es cierto; pero no me pareció nada terrible.
—¿Es posible que El Coyote no le haya parecido terrible? —preguntó, asombrada, la señora de Anguita.
—No. Se portó muy correctamente y no nos robó nada.
—Porque debió de ver que no llevaban encima nada de valor —replicó la mujer—. A mí una vez me detuvo a las puertas de Los Ángeles y me quitó todas las joyas.
Bostezando, César de Echagüe intervino:
—Señora, si El Coyote hizo eso fue porque, según malas lenguas, aquellas joyas pertenecían a su hermana.
—¡Eso es una calumnia! —protestó, muy sofocada, la mujer.
—Sin duda —replicó César—. Ya he dicho que eso lo aseguraban malas lenguas.
—Además, mi hermana no recibió ni una sola de aquellas joyas.
—Pero un desconocido benefactor le regaló unas tierras y unas casas cuyo valor era, aproximadamente, el de las joyas que le robaron a usted —intervino don Francisco de Atienza, próspero hacendado.
—No se ha probado que fuera El Coyote —se defendió la mujer.
—Claro que no; pero es muy significativo —dijo Atienza—. Usted heredó de su familia todas las joyas y dicen que, en el lecho de muerte, su madre le pidió que las compartiera con su hermana menor, que por haber nacido del segundo esposo no tenía derecho a la parte principal de la fortuna de los Anguita.
—Aunque me lo hubiera dicho —replicó la señora, muy sofocada—, habría sido una tontería repartir lo que era mío con quien no tenía derecho a nada.
—Es posible que tenga usted razón —dijo César de Echagüe—. Pero el padre Sebastián le aconsejó varias veces que ayudara a su hermana.
—El padre Sebastián puede ser muy dadivoso porque no tiene nada que dar —replicó la mujer—. Pero si tuviera una fortuna y diez hijas, lo pensaría dos veces antes de desprenderse de lo que puede significar la dote de dos o tres de ellas.
—Creo que yo le aconsejé que diera una parte de joyas a su hermana —dijo César.
—Mi hermana fue una loca en todos los sentidos —gruñó Carmen Anguita—. En vez de casarse con un hombre rico, eligió a un pobre abogado y se portó muy rudamente conmigo cuando, por ser la hermana mayor, le aconsejé que no se casara con aquel hombre, habiendo otro que la quería tanto o más y por añadidura era rico.
—Pero viejo —rió el señor Atienza.
—¿Y qué? Si me hubiera hecho caso hubiese vivido un par de años con su marido, hubiera quedado viuda y ahora podría estar casada con su esposo, después de heredar una bonita fortuna.
—Ya posee una hacienda, y su marido empieza a tener nombre como abogado —dijo César de Echagüe.
—Pero yo he perdido mis joyas. Y si supiera que ellas sirvieron para pagar la finca…
—Estoy seguro de que si su hermana creyera eso le habría entregado el rancho —dijo el señor Atienza.
—Como ve, señor Segura, fui despojada por El Coyote y, además, nadie encuentra mal lo ocurrido.
—Tal vez no lo encuentren mal porque creen que ese Coyote obró justamente; pero yo opino que no obró con justicia, pues el robar nunca puede estar justificado.
—Eso depende del criterio de cada uno —intervino César—. El Coyote parece tener una conciencia muy amplia.
—Pero la gente le apoya —dijo Atienza—. De lo contrario no habría podido continuar sus hazañas durante tantos años.
—¿Cuántos años hace que existe El Coyote? —preguntó Segura.
—Surgió al poco tiempo de la ocupación norteamericana —dijo Atienza—. Cuando empezaron a confiscar tierras y anular títulos de propiedad. No recuerdo bien cuál fue su primera aparición. Debió de asaltar algún tabernucho de los frecuentados por los yanquis.
—No —dijo otro de los invitados, que se había acercado—. Su primera actuación fue cuando asaltó la diligencia en que llegaban los jueces que debían juzgar a Teodosio Marinas. Sí, eso fue. Los secuestró.
—¡Por Dios! —protestó Atienza—. Lo de Marinas fue el cuarenta y nueve y El Coyote llevaba ya varios años haciendo de las suyas. Recuerdo que en el cuarenta y ocho estaba yo en Monterrey y por allí acababa de dar unos cuantos golpes. Por lo tanto su primera hazaña debió de ocurrir mucho tiempo antes.
—Cuando yo estuve la última vez en Los Ángeles, sobre el año cuarenta y siete, todavía no se hablaba del Coyote —dijo Segura.
—Perdone, señor Segura, pero creo que se confunde usted —dijo César de Echagüe—. Entonces ya hacía de las suyas El Coyote.
Atienza echóse a reír. Volviéndose hacia el dueño de la casa, reprendió:
—¡No diga eso, César! Pero si entonces era usted un chiquillo.
—Tenía veintitrés años menos que ahora, pero no era ningún chiquillo —protestó César—. Estoy seguro de que fue en mil ochocientos cuarenta y siete cuando El Coyote dio su primer golpe.
La llegada de un grupo de jóvenes que deseaban probar las excelencias de los licores y de los fiambres, provocó la disolución del grupo reunido en torno a César de Echagüe, junto al cual sólo quedaron los Segura.
—Tiene usted buena memoria, don César —dijo Adolfo Segura.
—¿Por qué lo dice? —preguntó con cierta indiferencia el dueño del rancho.
—Por lo de recordar la fecha en que comenzó a actuar El Coyote. Fue, en efecto, el cuarenta y siete.
—Creí que no lo sabía usted —dijo César.
—Luego he recordado que a raíz de mi partida de Los Ángeles comenzó a oírse hablar del Coyote. Bueno, no se decía que fuese El Coyote, pero se hablaba de un enmascarado que marcaba a sus enemigos con un balazo en la oreja.
—Es la costumbre del Coyote —replicó César—. Una costumbre de muy mal gusto, ¿verdad, señora?
Adela miró fijamente a César y, al fin, sonriendo, replicó:
—Hay hombres que no merecen sólo que se les agujeree el lóbulo de una oreja. El cortarles las dos orejas sería poco.
—Tal vez. Pero yo no conozco a ninguno que merezca semejante castigo.
—Yo sí —dijo secamente Adela.
—¿A quién? —preguntó César.
—Entre otros, a un hombre que prometió ayudar a un amigo, que recibió en depósito unos importantes bienes suyos y que… los guardó tranquilamente sin hacer nada por ayudar al amigo que confió en él y que, entretanto, pasaba un sinfín de privaciones. ¿Cree que un tipo así no merece algo más que un tiro en la oreja?
César de Echagüe, antes de responder, abrió una caja de cigarros, se la tendió a Adolfo Segura y cuando éste rechazó el cigarro que se le ofrecía, tomó uno y lo encendió pausadamente. Después de lanzar un par de bocanadas de humo hacia el techo, César replicó, por fin:
—Antes de disparar el tiro sería muy conveniente escuchar al supuesto culpable.
—Hay delitos, don César, que no necesitan ser puestos en tela de juicio. Las pruebas son tan contundentes que no admiten discusión.
—Nadie es infalible, señor Segura.
—Tal vez tenga usted razón; pero yo no lo creo. Cuando se está seguro se es infalible.
César fumó unos instantes en silencio, como meditando. Por último, mirando fijamente a Adolfo Segura, dijo:
—Si ahora se presentase mi padre delante de mí y dijese que no había muerto, sino que se había marchado a dar un paseo de varios años en tanto que nosotros, después de enterrarle, le creíamos completamente difunto…
—¿Qué? —preguntó Adela cuando César, después de su brusca interrupción, no siguió hablando.
—Tendría que dudar, ¿no? —preguntó el dueño del rancho.
—Si usted vio muerto a su padre… —empezó Adolfo Segura.
—Le vi muerto y enterrado. ¿Qué haría usted en mi caso?
—Dudaría…, o creería que el hombre que decía llamarse mi padre era un impostor.
—Muy cierto. Pues lo mismo ocurre a veces. Uno está durante muchos años seguro de una cosa y de pronto ve que lo seguro es dudoso, que lo cierto parece que no lo es. Y se da cuenta de que durante veinte años ha tomado como infalible una verdad que, de súbito, se desmorona. Ante un caso así…
—¿Qué? —preguntó Adolfo.
César se encogió de hombros.
—No sé. Me gustaría reflexionar. Si mañana por la mañana quisieran ustedes trasladarse a la finca La Mariposa… Hay un grueso roble que tal vez sea milenario en el que hace unos treinta años jugaban tres chiquillos. Dos chicos y una niña. La hacienda es enorme y les costará encontrar el árbol. Sólo sabiendo su situación exacta podría encontrarse en menos de siete u ocho horas. Cerca de aquel árbol hay algo que es una justificación. Pero no quiero entretenerles más. Sin duda estarán deseando volver a Los Ángeles, y como la fiesta no es muy alegre…
Iban regresando hacia el grupo los invitados. Los Segura se pusieron en pie.
—¿Se marchan ustedes? —preguntó don César cuando los demás estuvieron lo bastante cerca para oírle.
—Sí —replicó Adolfo Segura—. Mañana quiero visitar su finca.
—¿La Mariposa? —preguntó César—. Como usted guste, pero no cometa la imprudencia de ir a visitarla esta noche. Me hablaron de que se habían visto un par de desconocidos en las proximidades de la hacienda y ordené a los guardianes que dispararan sin contemplaciones. Se expondrían a recibir un tiro… No creo que eso les agrade.
—No, no. Iremos mañana. Buenas noches a todos.
Los Segura salieron del salón y poco después oyóse el crujir de la gravilla bajo las ruedas del coche en que iban.
—¡Qué tipo tan extraño el de ese hombre! —comentó la señora Anguita—. Me recuerda a alguien, pero no recuerdo quién.
—Tal vez al Coyote —sonrió César de Echagüe.
—No, no —replicó la mujer—. Alguien. En fin, no sé; pero estoy segura de que lo recordaré antes de mañana.
—Comuníqueme su descubrimiento e cuanto lo realice —pidió César.
Una hora después el salón estaba vacío. Los últimos invitados se habían alejado ya y César de Echagüe, sentado en una gran butaca, parecía sumido en hondas y difíciles meditaciones.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó en aquel momento Guadalupe.
César la miró con sobresalto.
—No sé. Tal vez sí.
—¿Es por ese hombre y esa mujer que han venido esta noche?
—Sí. ¿Los reconociste?
—Se parecen mucho; pero los otros murieron.
—Tal vez; pero… ¿y si no hubiese muerto?
—¡Imposible!
—Parece imposible; pero… si no lo fuese… ¡Sería terrible!
—¿Y si ellos fueran unos impostores? ¿Y si por algún medio se hubieran enterado de la verdad y quisieran beneficiarse valiéndose de un leve parecido?
César de Echagüe no replicó. Su mano buscó la caja de tabaco y como, torpemente, no la hallara, Guadalupe sacó un cigarro y se lo ofreció, acercando luego una vela encendida. César encendió el cigarro y echó hacia atrás la cabeza.
—Apaga las luces, por favor —pidió.
—¿No se acuesta?
—No… Quiero recordar. Un hombre como yo, chiquilla, tiene muchas cosas que recordar. Hoy discutían aquí cuál había sido mi primera hazaña. La primera aventura del Coyote. Tú no la recuerdas. Entonces apenas habías aprendido las primeras letras. Fue en mil ochocientos cuarenta y siete; pero antes, en mil ochocientos cuarenta y seis…