El comodoro Stockton miró severamente a Potts.
—Lo ocurrido ayer noche fue muy vergonzoso, capitán —dijo—. Me duele tener que reprender a uno de mis oficiales y, sobre todo, me duele tener que reconocer que la razón no nos ha asistido. ¿Por qué ordenó el registro del rancho de La Mariposa?
—Recibí informes fidedignos de que se guardaban armas de guerra —contestó Potts, dándose cuenta de lo endeble de su excusa.
—¿Quién le proporcionó esos informes?
—No puedo revelar su identidad.
—Potts, hasta mis oídos han llegado ciertos rumores acerca de un desafío entre usted y Anselmo Salinas. Ya sé que ese Salinas fue, en un tiempo, enemigo nuestro; pero después de haber firmado la capitulación, su comportamiento ha sido intachable. No me gusta que los asuntos personales se mezclen con los oficiales. No olvide que por la conducta del capitán Gillespie fuimos expulsados de aquí y nos costó mucho tiempo reconquistar esta ciudad. Realizando registros sin ton ni son, sólo conseguimos molestar a las personas decentes y crearnos dificultades.
—Si la información no hubiera sido muy segura no hubiese ordenado el registro —declaró Potts.
—Ya ve que no tenía nada de segura —replicó el comodoro—. Molestó a un ciudadano respetable, estropeó muebles y tapicerías, y ahora tenemos una reclamación por tres mil pesos de daños y perjuicios. Y no se encontró más que una vieja espada.
—Sin duda debió de esconder el arma.
—¿Para qué quería el señor Salinas un fusil? Para nada. Y si lo hubiera querido para atacarnos alguna vez, lo habría escondido en un sitio mejor. Tendrá que ir a pedirle excusas, Potts. Si no lo hace me veré obligado a informar a Washington de su conducta.
—¿Me va a perjudicar en beneficio de un asqueroso californiano?
—Lo haré si no me queda otro remedio Potts. No quiere el gobierno que los habitantes de California vean en nosotros una horda sin disciplina de ninguna clase y sin respeto a la libertad ajena. Le repito que tendrá que presentar sus excusas a Salinas. Y puede retirarse. No quiero entretenerle más.
Potts salió del fuerte cegado por la rabia. Mientras descendía hacia la población maduró diversos planes de venganza. Iría en busca de Salinas y lo molería sablazos…, le arrancaría la lengua…, le cortaría la cabeza… Pero a medida que se acercaba a Los Ángeles, el plan que había trazado durante la noche se impuso a los otros y al entrar en la ciudad, en vez de dirigirse al rancho La Mariposa se dirigió a la iglesia de Nuestra Señora, que se levantaba en la plaza.
Eran las cuatro de la tarde y el sacristán acudió a su encuentro, extrañado por la presencia de un oficial norteamericano.
—¿Qué desea, caballero?
—Ésta es la iglesia principal de Los Ángeles, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Se celebran aquí todos los bautizos importantes?
—Casi todos. Algunos se celebran en la iglesia de la Trinidad; pero muy pocos.
—Me interesaría examinar el libro de las partidas de bautismo del año mil ochocientos veinticinco.
—¿No conoce la fecha exacta?
—Creo que debe de ser entre el cinco y el diez de julio.
—¿Y el nombre de la persona?
—Eso es asunto mío. Enséñeme el registro.
El sacristán estuvo a punto de replicar con alguna violencia, pero al fin se encogió de hombros y pidió al capitán que le siguiera al despacho parroquial, donde, de un estante, bajó un grueso volumen encuadernado en piel, en cuyo lomo se veía la fecha: enero 1806-diciembre 1836.
—En seguida lo encontraremos —dijo.
El sacristán hojeó rápidamente el libro y comenzó a leer nombres:
—El día cuatro se bautizó a Tomás Valverde, que luego murió en una riña…
—No me importa cómo murió ese Valverde —interrumpió Potts—. Continúe.
—Rosario Palacios fue bautizada el día cinco. ¿Es ésta?
—No; es una mujer, pero no se llama Rosario ni Palacios.
—El mismo día bautizaron a Bartolomé Ferrero… No, no es una mujer. El día seis bautizamos a… a nadie. Al día siguiente… Ese día se bautizó a Antonia Gonzaga… ¿Es ésta?
—¿Antonia Gonzaga? A. G. Tal vez. ¿Se indica la fecha del nacimiento?
—Sí, fue el cinco de julio. Una muchacha muy linda, con una voz hermosísima. Antes de que muriera su padre solía cantar en los oficios solemnes; pero desde que la pobre quedó huérfana no tiene humor para nada.
—¿De veras?
—Claro. Su padre, el señor Gonzaga, era un hombre muy bueno; pero lo perdió todo en la guerra.
Potts tomó las notas que necesitaba y al salir de la iglesia fue en busca de Juan el Flaco (Lean John), quien había sido muy útil a los norteamericanos durante la campaña y la ocupación.
—¿Los Gonzaga? —Juan ordenó sus recuerdos—. Una de las mejores familias de Los Ángeles. Antonio Gonzaga fue un gran defensor de los derechos franciscanos de las misiones. Cuando todo el sistema fue estúpidamente destrozado, él apoyó a los franciscanos y les proporcionó los medios para abandonar California. En eso gastó gran parte de su fortuna, y luego, en la revolución, gastó el resto. En la guerra contra nosotros contrajo algunas deudas y cuando entrarnos por primera vez en Los Ángeles murió, creo que de vergüenza.
—¿Y su hija? —preguntó el capitán Potts.
—Una muchacha muy hermosa… Debió de heredar algo, porque en poco tiempo ha pagado casi todas las deudas de su padre. Hay quien dice que los frailes la apoyan, pues antes cantaba para ellos en los oficios religiosos; pero no creo que los frailes conserven mucho dinero después de todo lo que ha ocurrido. ¿Es que está usted enamorado de Antonia Gonzaga, capitán?
—No la conozco; pero si es tan hermosa como todo el mundo dice, tendré que ver de conocerla.
—Vaya con cuidado, capitán —advirtió Juan—. Esta gente no es como la nuestra. Antonia Gonzaga tiene bastante familia, especialmente primos y tíos que considerarían un deber vengar ofensas que a ella se le hicieran.
—Ya sé que en California se tiene un gran sentido del honor —dijo Potts—. Y creo que una muchacha de buena familia no puede hacer según qué cosas si no quiere exponerse a que la repudien y la conviertan en una paria con la que ninguno de los suyos querrá trato alguno.
—¿Qué quiere decir?
—Nada; es sólo una reflexión sobre el sentido del honor de los españoles. Recuerdo que me contaron hace tiempo que una muchacha de la aristocracia mejicana se dejó llevar por su afición a la música y llegó a cantar en un teatro, ganándose con ello la repulsa de todos los de su clase, que ya nunca más la admitieron en su círculo.
—Es natural que lo hicieran. También en Filadelfia y en Boston harían lo mismo.
—Desde luego. Bien, Juan, hasta la vista.
Aquella tarde Potts no regresó al fuerte. No quería encontrarse de nuevo con el gobernador militar de la plaza, y además, tenía que llevar a cabo todo el plan que se había trazado. En primer lugar visitó a Marenas y se informó de si Mariquita cantaría aquella noche.
—¡Claro que cantará! ¡Y bailará! Es un éxito inmenso.
Después de eso, Allen Potts escribió unas cuantas cartas y las hizo llevar a su destino. Los apellidos de casi todos los destinatarios eran «Gonzaga».
****
Aquella noche la posada Internacional estaba repleta de público. Si el local hubiera sido doblemente grande, habría estado doblemente lleno. Los camareros iban de una mesa a otra, sirviendo vino, cerveza y licores. Algunos clientes entretenían la espera jugando a los naipes o a los dados; pero así como en otros momentos la atención estaba fija en los azares del juego, entonces se manejaban las cartas maquinalmente, porque el interés estaba en la mujer cuya presencia en el tablado todos esperaban con ansia.
Una tercera parte del público estaba constituida por soldados y oficiales de la guarnición. El resto lo componía un mayor número de californianos de buena posición, unos cuantos peones y unos pocos comerciantes llegados por la recién iniciada Ruta de Santa Fe.
Un cliente que parecía pertenecer al grupo de los peones, y que ocultaba su rostro tras un oscuro y sencillo sarape, estaba de pie, apoyado contra una de las blancas columnas que sostenían los arcos del extremo de la sala. Junto a él, alrededor de una mesa, sentábanse siete hombres. En aquel lugar la luz era escasa y las facciones de aquellos clientes eran casi invisibles; pero el hombre del sarape no necesitaba verlos con más detalle. Los había reconocido desde el primer momento. Y al reconocerlos pensó: «¡Cuánto Gonzaga viene esta noche!».
Y como no era natural que los Gonzaga acudieran en masa a la taberna, el desconocido acercóse todo lo posible a ellos para ver de enterarse del motivo que los había llevado allí.
—Es incomprensible tanta carta igual —dijo uno de ellos.
—Parece una broma —dijo otro. Y sacando un papel leyó en voz no muy alta:
Don José Luis Gonzaga averiguará, si asiste esta noche a la posada Internacional, algo que le interesa tanto particularmente como por el buen nombre de su familia.
UN AMIGO.
—Es un jeroglífico —declaró el más viejo de los Gonzaga reunidos.
—Tal vez una chanza —dijo otro.
—O una añagaza de Marenas para aumentar su clientela —sugirió un tercero—. De todas formas, creo que esa Mariquita canta y baila como una gloría.
El mejicano del sarape dirigió en aquel momento su atención a las cercanías del tablado. Anselmo Salinas ocupaba su mesa preferida y a unos cuantos metros de él se encontraba el capitán Potts con su asistente. Los dos hombres se habían mirado con mal disimulado odio; pero no cambiaron ni una palabra.
Un rasgueo de guitarras anunció la aparición de Mariquita, y al momento todos empezaron a aplaudir. La hermosa danzarina subió ágilmente al escenario y saludó con una simpática reverencia a los espectadores; luego, cuando se calmaron los aplausos, comenzó a bailar.
Se hizo un impresionante silencio y todas las miradas se fijaron en la mujer que, sobre las tablas, trenzaba el bello encaje de su danza. Como siempre, al terminar, el delirio pareció apoderarse de los clientes de Marenas, que no parecían tener suficiente por mucho que les ofreciera la joven. Cuando ésta terminó de bailar y regresó después de un breve descanso, se anunció que iba a cantar una tonada mejicana.
Inmóvil en el centro del tablado, Mariquita esperaba el momento de comenzar a cantar cuando, de súbito, poniéndose en pie sobre su silla, Allen Potts levantó en alto su copa y gritó, con voz que llegó a todos:
—¡Brindo por Antonia Gonzaga, nuestra bailarina enmascarada y la mujer más hermosa de Los Ángeles!
El grito de angustia que brotó de la garganta de la mujer que estaba en el tablado fue el más claro indicio de que Potts no se equivocaba. Sus palabras fueron, además, como la luz que despejó las tinieblas que aún hasta entonces habían cegado a los Gonzaga reunidos en la posada. El más viejo de ellos gritó con estentóreo acento:
—¡Antonia!
Potts levantó de nuevo la copa y, volviéndose hacia la joven, empezó:
—Por la más aristocrática de las bai…
Fue lo último que el capitán Allen Potts dijo en su vida. Una ensordecedora detonación cortó su voz, y la copa de vino que sostenía en alto se escapó de sus manos y se estrelló contra el suelo; luego, llevándose las manos al pecho, el capitán cayó de bruces desde lo alto de la silla y quedó, para siempre, inmóvil, en tanto que su sangre mezclábase, copiosa, con el vino vertido de su copa.
A dos pasos de él, Anselmo Salinas permanecía inmóvil, empuñando fuertemente, como si quisiera triturarla, una pistola de cada uno de cuyos cañones se elevaba una columnita de negruzco humo.