Capítulo X:
La primera aventura del Coyote

Junto a la playa de Santa Mónica, allí donde terminaba la polvorienta carretera de Los Ángeles, cuatro hombres aguardaban. Los cuatro vestían uniforme militar, pero así como tres de ellos iban armados con sables y revólveres, el tercero sólo iba provisto de un maletín de cuero negro: era el médico.

A los pies del capitán Potts se encontraba el estuche de las pistolas de desafío.

—Su contrincante se retrasa, capitán —dijo uno de los compañeros de Potts.

—Sin duda cree que la carta que me hizo enviar habrá surtido efecto —replicó Potts.

—¿Cree que se la ha enviado él? —preguntó el otro oficial.

—¿Es que alguien ha oído hablar alguna vez de ese Coyote?

—El nombre tiene cierta similitud con el del Zorro —dijo el teniente que antes había hablado.

—Se advierte en seguida que aquel nombre fue tomado como modelo. Sin duda el señor Salinas se arrepintió de haber aceptado el desafío y me envió la carta para asustarme… Pero me parece que aquí llega.

Tres jinetes acababan de doblar el recodo que formaba la carretera. Al frente, vestido de negro y envuelto en una larga capa, iba Anselmo Salinas. Dos amigos suyos le seguían a corta distancia.

Al llegar ante los oficiales que esperaban, Salinas frenó su caballo y saltó a tierra. Sus amigos le imitaron.

En tanto que el californiano y Potts permanecían a un lado, los oficiales y los compañeros de Salinas, o sea los testigos del duelo, se reunieron y después de un breve saludo comenzaron a tratar los pormenores del duelo. Los testigos de Salinas traían también un estuche de pistolas de duelo, modelo Gastine-Renel del mismo tipo que las traídas por los testigos de Potts. Tratándose de armas exactas en todos los detalles, se decidió que la suerte determinara qué pistolas debían utilizarse. Se echó una moneda al aire y salieron elegidas las de Salinas.

Con el mayor cuidado se contaron los granos de pólvora que debían impulsar las balas y cada pistola recibió la cantidad. Luego, con los mazos, se metieron las balas esféricas, se aplicaron los fulminantes y se montaron los percutores.

Reunidos los rivales y los testigos, en tanto que el cirujano preparaba su instrumental para atender a aquel que resultase herido, se preguntó a Potts y a Salinas si existía alguna posibilidad de arreglo amistoso. Los dos hombres movieron negativamente la cabeza y se procedió a dar comienzo al lance. Los colocaron uno de espaldas al otro y a la voz de mando del director del combate comenzaron a alejarse, dando los pasos a medida que los contaba el testigo. Cuando hubieron recorrido veinticinco se detuvieron en espera de la orden de volverse. Tanto uno como otro permanecían con la pistola en alto.

La voz de mando del director del combate coincidió con el galope de un caballo. En el momento en que Potts se volvía y alargaba el brazo para disparar sonó una detonación y la pistola que empuñaba voló de su mano.

—¡Quietos todos, señores! —ordenó una potente voz.

El médico, los cuatro testigos, Potts y Salinas, miraron hacia el autor de la interrupción. Vieron a un hombre vestido a la moda mejicana, cubierta la cara con un antifaz y montado en un brioso caballo. Con la mano derecha empuñaba un humeante revólver.

—Hizo mal en no atender mi aviso, capitán Potts —dijo.

—¡El Coyote! —exclamaron a la vez los cuatro militares, en tanto que Salinas y sus amigos miraban, desconcertados, al desconocido.

—Por un momento temí que la carta no hubiera llegado a su destino —siguió el del antifaz—. ¿Por qué no ha hecho caso?

—Porque no acostumbro a tomar en cuenta los anónimos —respondió Potts.

—No era un anónimo, puesto que iba firmado —dijo El Coyote.

—Una firma como aquélla no valía más que un anónimo.

—Para usted tal vez, capitán; pero de ahora en adelante todos sabrán lo que vale un mensaje del Coyote.

—¿A qué ha venido? —preguntó uno de los oficiales.

—A evitar un asesinato, caballeros. El capitán Potts maneja muy bien la pistola y valiéndose de su destreza ha querido asesinar al señor Salinas.

—Un duelo no es un asesinato —protestó el cirujano.

—Cuando uno de los contendientes apenas sabe manejar la pistola y, en cambio, el otro posee una puntería infalible, el duelo es un asesinato. ¿No opinan ustedes igual?

—El mejor tirador puede fallar el blanco —dijo el médico.

—Pero tiene más probabilidades de no fallarlo si es un buen tirador que si es uno muy malo, ¿no?

—Tal vez; pero si el señor Salinas no sabe tirar, podía haber elegido otra arma.

—El señor Salinas es un caballero y no habría aceptado una ventaja sobre su adversario. ¿No es cierto, señor Salinas?

Anselmo Salinas escuchaba atentamente las palabras del enmascarado. ¿Quién era aquel hombre que trataba de ayudarle? Su voz no le era conocida. Su figura tampoco. Aquel bigote no lo había visto en ninguno de sus amigos…

—No; prefería que se utilizara la pistola —respondió.

—Pero al aceptar eso se condenaba a muerte —dijo El Coyote—. Yo propongo al capitán Potts, ya que es tan aficionado a las armas de fuego, que cambie unos disparos conmigo. Allí veo otro estuche de pistolas. Pueden cargarlas y colocarnos a la distancia que quieran.

—Usted no ha hecho nada para obligarme a matarle —dijo Potts.

—¿No? Sospecho, capitán, que en sus palabras influye la sensación que habrá tenido cuando mi bala le ha arrancado la pistola de la mano. ¿Verdad?

—¿Qué quiere decir? —preguntó Potts.

—Está bien claro, capitán —dijo El Coyote—: Le estoy llamando cobarde, porque no es lo mismo batirse a pistola con un hombre que no sabe utilizarla que hacerlo con otro que sin necesidad de apuntar le metería una bala entre las cejas.

—He venido a batirme con el señor Salinas, y si dicho señor quiere salvar su vida recurriendo a la protección de un bandido enmascarado…

—¡Capitán, le juro que yo no tengo nada que ver con esto! —gritó Salinas.

Potts se encogió de hombros.

—Está bien —dijo—. Creeré que dice usted la verdad; pero con lo ocurrido mi honor queda a salvo. Por esta vez ha salvado usted la vida.

Y Potts volvió, despectivamente, la espalda a Salinas.

Éste corrió hacia él y le obligó a volverse.

—¡Capitán! Le juro que yo no sé quién es este hombre. Yo no le he hecho venir. Estoy dispuesto a batirme con usted.

Luego, volviéndose hacia El Coyote, siguió:

—Por favor, caballero, sea usted quien sea, márchese y déjeme terminar con honor este asunto. Su ayuda me perjudica…

—Señor Salinas, si quiere usted que las cosas sucedan como tenían que suceder, apoye en su sien la pistola y dispárela. El resultado será el mismo que si hubiera llevado a cabo el duelo.

—Sería un suicidio… —empezó Salinas.

—Lo mismo que sería batirse a pistola con el capitán Potts. No insista más. Indudablemente él tampoco quiere suicidarse y no acepta batirse conmigo.

—Pero estoy dispuesto a hacerlo con el señor Salinas —dijo Potts, que había empezado a ceñirse el sable.

El Coyote desmontó del caballo y, sin dejar de empuñar su revólver, dijo, dirigiéndose a los testigos de Potts:

—Señores, las cosas han cambiado y ahora seré yo quien dicte las condiciones del duelo. Va a realizarse; pero la distancia que separará a los dos contendientes será de tres metros. Así no habrá ventaja por ninguna parte. ¿Acepta, señor Salinas?

—Sí —replicó, prontamente, Salinas.

—Piense que es casi seguro que morirá —advirtió El Coyote.

—No me importa.

—Y usted, capitán, ¿acepta?

Potts estaba pálido. Durante unos segundos se esforzó por cobrar aliento. AI fin contestó:

—No. No puedo aceptar un desafío reñido con todas las reglas caballerescas.

El Coyote estaba frente a Potts, mirándole fijamente, y en el momento en que el capitán pronunció las últimas palabras el enmascarado apretó el gatillo de su arma. Sonó la detonación y Potts se llevó vivamente la mano a la oreja izquierda, cuyo lóbulo había sido arrancado por la bala.

—Cirujano, ya tiene usted trabajo —dijo El Coyote.

Y dirigiéndose a los oficiales agregó:

—Ya se ha derramado sangre y el duelo no puede celebrarse. Creo que ustedes serán los primeros en evitarlo. Si el desafío se llegara a realizar, a todos ustedes los señalaría con la marca del Coyote, y al capitán Potts le atravesaría la cabeza de un balazo. Adiós.

Saltando sobre su caballo, El Coyote picó espuelas y partió en dirección a Los Ángeles antes de que ninguno de los testigos del suceso pudiera hacer nada para detenerle.

—Capitán, cuando quiera estaré a su disposición —dijo Salinas.

Los dos oficiales le miraron fijamente y uno de ellos contestó, con un esfuerzo:

—No es necesario, señor. Si necesita que alguien certifique su honor, estamos dispuestos a hacerlo; pero si es posible…

—Por mí nadie sabrá nada —replicó Salinas, adivinando los deseos de los oficiales—. Y mis amigos también callarán. Ya sabemos que no todos los oficiales del ejército son como el capitán Potts.

Los tres californianos saludaron a los testigos del capitán y, montando a caballo, regresaron a Los Ángeles.

—¿Quién puede ser ese misterioso Coyote? —preguntó uno de los amigos de Salinas—. Yo nunca había oído hablar de él.

—Creo saber quién es —replicó el joven—; pero no puedo decir su nombre.

Mas cuando Anselmo Salinas llegó al rancho de San Antonio y preguntó por César de Echagüe, Julián Martínez le dijo que estaba en su cuarto, de donde no se había movido en toda la tarde.

—¿Estás seguro? —preguntó Salinas, mirando fijamente a Julián.

Y éste, sin mentir, replicó:

—Le juro que yo no le he visto salir. ¿Quiere que le anuncie?

—Sí… Dígale que deseo verle.

Un momento después, César de Echagüe bajaba corriendo la escalera y estrechaba entre sus brazos a su amigo.

—¿Es posible que le hayas matado? —preguntó.

—No…, no le maté —contestó Salinas, tratando, en vano, de hallar algún parecido entre el débil César de Echagüe y el audaz Coyote—. El duelo no se celebró. El Coyote lo interrumpió.

—¿El Coyote? —preguntó César—. ¿Y quién es ese coyote?

—Un enmascarado que estaba al corriente de que se iba a celebrar el duelo. ¿No le conoces?

—No; pero si era un enmascarado, seguramente será un amigo de Mariquita. A una enmascarada nadie la defenderá mejor que un enmascarado, ¿no te parece?

—No sé. Por un momento… No, no te lo digo. Te reirías de mí.

—¿Qué ibas a decir?

—Que por un momento creí que El Coyote eras tú.

—¡Qué locura! —rió César—. ¿Y cómo quedó la cosa?

—Los padrinos de Potts me dijeron que mi honor estaba a salvo y volví a Los Ángeles deseando encontrar al Coyote para darle las gracias y pedirle que otra vez no trate de ayudarme. Si le ves, díselo.

—Sigues creyendo que yo soy El Coyote —sonrió César—. Pero te equivocas. Hoy no he salido de casa, y además soy le bastante serio para no disfrazarme cuando no es carnaval. Lo mejor que podemos hacer es ir esta noche a la posada Internacional a disfrutar del espectáculo de Mariquita, la cantante enmascarada.