Capítulo I:
Un californiano vuelve a Los Ángeles

El Alicia echó el ancla en el fangoso puerto de San Pedro y los pasajeros se agolparon en la borda para contemplar la tierra de California. Un hombre y una mujer que se encontraban en la parte de popa, de pie junto a la bandera mejicana que ondeaba a impulsos de las caricias del viento, cambiaron una mirada.

—¡Qué poco ha cambiado todo! —murmuró el hombre.

—Hemos cambiado mucho más nosotros —replicó la mujer, que no representaba más de treinta y seis o treinta y siete años—. Cuando salimos de aquí tú tenías veintidós años.

—Y tú dieciocho —sonrió el nombre—. Pero tú no has cambiado nada. Si acaso estás más joven.

—Gracias por tus lisonjas; pero no son más que palabras hermosas. La verdad no está con ellas.

—Sí que está. No hay mujer más hermosa que tú, ni más joven, ni más amada. Volverás a ser la más bella de Los Ángeles.

—Tendré que competir con las bellezas modernas y con las que habrán traído los yanquis.

—Veremos qué han hecho esos yanquis de nuestro querido Pueblo de Nuestra Señora de Los Ángeles.

—De momento le han acortado el nombre, y me extraña que no le hayan aplicado una de sus horribles denominaciones.

Un oficial del barco acercóse en aquel momento a ellos.

—Señor Segura, la lancha que ha de llevarles a tierra está ya preparada. Su equipaje ha sido colocado en ella.

—Muchas gracias —replicó don Adolfo Segura, que con su esposa había ocupado el mejor camarote del barco que hacía la travesía entre Mazatlán y Los Ángeles, Monterrey y San Francisco.

Descendieron a la lancha y partieron hacia el tosco embarcadero, en el que ya esperaba un coche tirado por cuatro mulas, y en cuyo techo fue colocado todo el equipaje de los viajeros, en tanto que éstos se acomodaban en las dos acolchadas banquetas del interior. Cuando terminó la carga, el cochero y el chiquillo que le ayudaba sentáronse en el pescante y comenzó el viaje hasta la ciudad de Los Ángeles, distante unos veintitrés kilómetros de su puerto.

Teniendo enfrente un par de horas de monótono recorrido, el cochero decidió invertirlas en averiguar lo posible de sus viajeros. El hombre vestía una severa levita negra, pantalones a cuadros oscuros y corbata de plastrón. Con las enguantadas manos sostenía sobre las piernas un elegante sombrero de copa. Su cabello era negro y rizado, y se advertían algunas hebras blancas. La mujer, en cambio, conservaba intensamente negra toda su abundante cabellera, y aunque no debía de ser muy joven, era hermosa, de cutis terso, vestida de negro y luciendo en las orejas dos hermosos diamantes que parecían hermanos del que adornaba su mano izquierda.

—¿Conocen la ciudad los señores? —preguntó el cochero, volviendo la cabeza hacia el interior del vehículo.

—Estuvimos en ella hace muchos años. Antes de que la ocupasen los… los americanos.

El cochero adivinó que su oyente había estado a punto de llamar a los americanos por el nombre más habitual de «los yanquis», pero que se había contenido, temiendo, acaso, que el cochero fuese partidario de los conquistadores.

—La encontrarán muy cambiada —dijo el conductor—. Ha crecido algo, hay muchos yanquis y las buenas familias se han mezclado un poco con ellos.

—No deben quedar muchas de las antiguas —comentó Segura, cambiando una rápida mirada con su mujer.

—¡Ya lo creo que quedan! Los Picos, lo Garfias, los Varela, los Echagüe.

—¿Vive aún don César? —preguntó, con fingida indiferencia, el viajero.

—¿Don César de Echagüe? ¡Ya lo creo que vive!

—¿Es posible? —preguntó la mujer.

—Ustedes quizá pregunten por don César, el viejo. No, él no vive ya. Murió hace mucho tiempo. Viven su hijo y su nieto.

—¿Se casó César de Echagüe? —preguntó Adolfo Segura.

—Con Leonor de Acevedo. La última de los Acevedo. La pobre murió hace unos años. Dejó un hijo llamado también César.

—Los Echagüe eran muy ricos —comentó la mujer.

—¡Seguro que sí! —exclamó el cochero—. No ha habido fortuna mejor que la de ellos. La conservan aumentada. Ahora se han juntado las fortunas de los Echagüe y la de los Acevedo. Además, don César compró muchas tierras, y como su hermana se casó con uno del Gobierno; pues nadie los ha molestado mucho. Ni El Coyote.

—¿Aún existe El Coyote? —preguntó Segura.

—¡Ya lo creo que existe! —exclamó el cochero—. ¡Y que no se mueve poco desde hace algún tiempo! Aún no hace nada que terminó con la banda de la Calavera.

—¿Y no se ha descubierto en todos estos años la identidad del Coyote?

—¿Cómo se va a descubrir? El Coyote no tiene rival ni hay quien se atreva a medir sus fuerzas con las suyas. Los de la Calavera lo intentaron y los exterminó a todos.

—Es extraño que operando siempre en Los Ángeles no hayan conseguido aún descubrirle —dijo el viajero.

—Pues no han podido. Supongo que habrá muchos que le conocerán; pero ésos saben callar y no dicen nada que pueda poner a los yanquis sobre la pista del Coyote. Claro que algún día le cazarán… Pero Dios quiera que antes de que ocurra eso pase muchísimo tiempo.

—Observo que continúa siendo el ídolo de los habitantes de Los Angeles —comentó Segura.

—Pues, ¿cómo no? Si no hubiera sido por él, los yanquis hubieran cometido muchísimas tropelías con nosotros; pero aunque dicen que nos tienen miedo, en cambio al Coyote sí que le temen de veras. Y por miedo a su venganza se moderan un poco.

—Veo que, por lo menos, la fama del Coyote no se ha reducido y sigue siendo la misma. En eso Los Ángeles no ha cambiado. ¿Y qué tal está de posadas?

—El señor Yesares estableció una muy buena en la plaza. La del Rey Don Carlos. Siempre la tiene llena de clientes. Se sirve muy buena comida, buen vino y excelentes atracciones. Dicen que es la mejor posada de toda la costa del Pacífico.

—¿Quién es ese Yesares? ¿Algún mejicano?

—No, señor. Es alguien de Paso Robles, de muy buena familia; pero dice que hay que vivir y que no se pueden sentir repugnancias cuando el hambre aprieta. En la ciudad le aprecian mucho; pero los verdaderos señores opinan que no debía haberse rebajado hasta ejercer el oficio de posadero y admitir en su casa a toda clase de gente. ¡Y si el señor no ha estado en Los Ángeles en veinte años, no puede imaginarse lo que quiere decir aquí eso de «toda clase de gente»!

—Ya supongo que con lo del oro no habrán venido personas muy recomendables.

—Nosotros hemos sufrido poco a los buscadores de oro. Nuestras tierras son más agrícolas que otra cosa; pero también han llegado algunos matachines que nos hubieran hecho la vida imposible si El Coyote no los hubiera metido en cintura.

—¡Siempre El Coyote! —rió Adolfo Segura—. Es casi la divinidad protectora de Los Ángeles.

—Más de una vez nos hemos preguntado todos qué hubiera sido de nosotros sin él, señor —replicó el cochero—. ¡Oh!

—¿Qué sucede? —preguntó Segura, inclinándose hacia el hombre, que acababa de detener sus caballos.

—¡El… el… Co… yote!

Un jinete acababa de surgir de entre unos floridos arbustos y con dos negros y largos revólveres apuntaba a la vez al cochero y a los viajeros.

—Buenos días, Gregorio —saludó—. ¿A quién traes ahí dentro?

—A… a…

Segura asomóse a la ventanilla y anunció:

—Don Adolfo Segura y su esposa, doña Adelaida González de Segura, señor Coyote. ¿Desea saber algo más?

El jinete que ocultaba sus facciones con una negra máscara, sonrió y, saludando con una inclinación de cabeza a Adela, replicó:

—Sólo deseo saber de dónde vienen.

—De Mazatlán, Méjico.

—¿Y antes de embarcar en Mazatlán dónde vivían?

—Es mucho preguntar, señor —replicó Segura, aunque, por algún motivo, en su voz no vibraba la irritación que hubiera debido acompañar a sus palabras.

—Creo que puedo hacerlo, ¿verdad? —sonrió el enmascarado, haciendo girar sus revólveres en torno a sus manos—. ¿De dónde proceden?

—De ciudad de Méjico. ¿Está usted satisfecho?

—¿Y a qué vienen a Los Ángeles?

—A visitar la ciudad. Y ahora, ¿puedo preguntar a qué obedece su interés por nosotros, señor?

—Puede hacerlo; pero yo no le contestaré. Buen viaje, señor Segura. A sus pies, señora.

Enfundando sus revólveres, El Coyote tiró a las manos de Gregorio una moneda de oro y, saludando con una inclinación a los viajeros, picó espuelas y desapareció en dirección a Los Ángeles.

—¡Qué susto! —exclamó el cochero, secándose el sudor.

—Pues no le ha ido mal —comentó Segura—. Por el brillo me ha parecido una moneda de oro, y por el tamaño la juzgué de a veinte pesos.

—Sí; pero el susto…

Crujieron los muelles del coche, restalló el látigo y prosiguió el viaje. Adolfo Segura volvióse hacia su mujer y comentó en voz baja:

—No nos ha conocido.

—Tal vez no sea él —replicó, con voz igualmente baja, su esposa.

—¿Crees que en tanto tiempo no habría podido subsistir?

—Creo que, lógicamente, no puede ser éste el mismo Coyote cuya primera…

—Silencio —recomendó Adolfo Segura, indicando con un movimiento de cabeza al cochero. Y agregó—: Se está esforzando por oír lo que decimos.

Prosiguió el viaje y, sin nuevos tropiezos, se llegó a las calles de la población, a ambos lados de las cuales se levantaban las típicas construcciones de una planta o las más ambiciosas de planta baja y un piso en torno del que corría una galería o balcón que rodeaba toda la casa y a la cual daban las habitaciones.

Según la costumbre española, las casas eran de ladrillo; pero ya se veían bastantes de madera, construidas por los yanquis, que preferían la rapidez a la solidez.

—¿Le llevo a la posada del Rey Don Carlos? —preguntó el cochero.

—Claro —replicó Segura.

El coche se detuvo frente al famoso establecimiento y un criado acudió a atender a los viajeros. Adolfo Segura entregó un par de pesos a Gregorio, que se consideró el hombre más afortunado del mundo por lo provechosa que la jornada le había resultado, pues aunque el pago de Adolfo Segura no se podía comparar al del Coyote, era más de lo que solía cobrarse en aquellos viajes.

Don Ricardo Yesares, el propietario de la posada, salió al encuentro de los viajeros y se informó de si habían disfrutado de un buen viaje. Les aseguró luego que podría ofrecerles una de las mejores habitaciones de la posada y, por último, les acompañó hasta ella, anunciándoles que dentro de una hora se les serviría la comida en la habitación, si no preferían tomarla en el comedor.

—Bajaremos al comedor —dijo el señor Segura.

Retiróse Yesares y al quedar solos los viajeros se miraron.

—Parece imposible que hayamos regresado —dijo la mujer—. Pero no estoy tranquila. ¿Y si te reconociesen?

—Aunque para ti no he cambiado, para los demás debo de ser muy distinto del que era. Ni el propio Coyote se ha acordado de mí. Y eso que tendría que recordarme mejor que nadie.

—No me asustaría que El Coyote te reconociera; pero sí alguno de los que estuvieron aquí…

—No temas, mujer. Las tropas de ocupación se marcharon hace muchos años. No creo que nadie recuerde al capitán Potts. Por lo menos no habrá ningún norteamericano que lo recuerde. Y de los habitantes de Los Ángeles no debemos temer.

—¿Ni de César de Echagüe? —preguntó la mujer.

—¡César de Echagüe! —El rostro de Segura se endureció—. No sé qué pensar de él. Nada bueno, desde luego. Era mi amigo; pero…

—No hizo nada por ti.

—Nada en absoluto. Si no hubiera sido por El Coyote

Maquinalmente, Segura se llevó la mano a la garganta y su esposa le abrazó fuertemente, exclamando:

—¡No, no! No me recuerdes aquello… ¡Fue horrible! Veintitrés años no han podido borrar aquel terrible recuerdo.

—Ya pasó. Creo que la Ley condona a los veinte años todo delito cometido, y el vivir lejos de aquí ha sido más que suficiente castigo. Bajemos a comer.

Cuando hubieron terminado la apetitosa comida que les fue servida, los Segura fueron a sentarse en el patio, junto a unos naranjos. Yesares se acercó a ellos y preguntó:

—¿Han quedado satisfechos los señores?

—Mucho. Le felicito por la comida, por el servicio y por el hermoso local en que está instalado. Por cierto que hace unos años esto no era una posada. Creo recordar que pertenecía a…

—Esta casa era de la familia Echagüe —explicó Yesares—. Don César me la cedió para ayudarme a fundar este negocio. Le estoy muy agradecido.

—Yo conocí a su padre —dijo Segura—. Pero eso fue hace muchos años.

—Si fue usted amigo de don César, hoy se le presenta una buena oportunidad. Se celebra una importante fiesta en el rancho de San Antonio y el actual propietario tendrá un gran placer recibiendo a quien fue amigo de su padre. Además, el hecho de que venga usted de Méjico es otro motivo que bastaría para abrirle las puertas del rancho de San Antonio y de todas las demás haciendas de la ciudad. Don César me encargó que si el barco llegaba antes de la fiesta que dará esta noche, pidiera a todos los viajeros que hubiesen llegado que acudieran a su casa, donde serán muy bien recibidos.

—Pero… el hecho de que yo conociese hace veintitantos años al padre del actual propietario del rancho no me parece suficiente motivo para que me presente ahora allí…

Yesares acalló con un ademán las protestas de Segura.

—Usted se olvida, señor, de que estamos en California, donde hay demasiados yanquis para que los verdaderos californianos no nos sintamos alegrados por la presencia en nuestra casa de quienes pueden ofrecernos la agradable cualidad de hablar nuestro idioma. Vaya usted al rancho de San Antonio. Inmediatamente enviaré a un criado para que anuncie su visita. Así no le sorprenderá su llegada.

—Bien —sonrió Segura—. Sospecho que no tendré más remedio que aceptar, si no quiero exponerme a parecer descortés.

—Claro que sí.

—Saldré a pasear un rato por la ciudad. Mi esposa y yo deseamos ver los cambios que se han verificado en ella. ¿A qué hora debemos ir al rancho de San Antonio?

—Las siete de la tarde es una excelente hora para llegar allí.

—Muy bien, tendremos tiempo de visitar la población.

Media hora después los viajeros de Méjico salían de la posada; pero no parecían sentir gran interés por las escasas bellezas de la población. En vez de buscarlas, dirigiéronse directamente al Juzgado, donde pidieron al encargado del archivo que les permitiera examinar el plano de las propiedades y fincas de los habitantes de la población. Una moneda de oro adormeció las protestas que empezaban a formularse en los labios del empleado, que al momento se convirtió en un celoso auxiliar.

¿Qué propiedades deseaban investigar? ¿Tenían, acaso, alguna reclamación que hacer? Nadie mejor que él conocía la historia de las fincas de Los Ángeles.

—Y es mucho decir, pues desde la ocupación por los norteamericanos ha habido cambios a montón.

—Me interesaba saber a quién pertenece actualmente La Mariposa. Era un hermoso rancho que yo visité hace unos años y que me gustaría volver a visitar. La familia a quien pertenecía creo que se extinguió…

—Dice usted muy bien —interrumpió el empleado, ansioso de hacer una demostración de sus conocimientos—. Fue un suceso muy lamentable, en el que anduvieron complicadas dos de las mejores familias de la ciudad. Hubo un crimen y un proceso que produjo mucho ruido.

—Estoy enterado de todo —dijo Segura—. La Mariposa debió de ser confiscada, ¿no?

—Pues… a eso se iba ciertamente; pero antes de que las autoridades pudieran confiscarla se presentó don César de Echagüe, el joven, pues entonces aún vivía su padre, y mostró un documento en el cual el propietario de La Mariposa reconocía haber recibido un préstamo de cien mil pesos, dando como garantía la finca.

—¿Qué dice…? Pero… Bien, bien, continúe.

—La finca pasó a manos de don César y en ellas sigue. Por cierto que así como antes no era ciertamente una hacienda próspera, y cien mil pesos eran tres veces más de lo que valía, ahora está valorada en medio millón, y a ese precio se encontrarían un montón de compradores.

—Claro… Pero… a mí me pareció una hacienda muy hermosa —declaró Segura, con tembloroso acento.

—Pero no la ha visto ahora, señor. Nosotros conocemos los beneficios que se obtienen en todas las fincas, y puedo decirle confidencialmente que los reportados por La Mariposa llegaron en el año pasado a cien mil dólares. Claro que se utiliza maquinaria moderna…

—Lo creo —replicó Segura—. El señor Echagüe hizo una buena adquisición.

—Excelente. Y eso que entonces era casi un chiquillo; pero siempre ha tenido una gran cabeza para los negocios. Aquí, al principio, los residentes no le apreciaban mucho, pues fue de los primeros que aceptaron la dominación norteamericana. Él nunca quiso ayudar a los que fraguaban conspiraciones. Su hermana se casó con el señor Greene, del Gobierno, y eso aún le ha favorecido más.

—Entonces él no debió de sufrir cuando se revisaron los títulos de propiedad.

—¡Qué va! Al contrario: se encontró con que sus haciendas aumentaban, pues al revisarse los títulos españoles se vio que se le había concedido mucha más tierra de la que los Echagüe se molestaron en ocupar.

—Muchas gracias por todo —dijo Adolfo Segura, tendiendo otra moneda de oro al servicial funcionario—. Hasta la vista.

—Cuando usted guste me tendrá siempre a su disposición, caballero —replicó el hombre, reuniendo la segunda moneda con la primera.

Al salir del Juzgado, Adolfo Segura parecía haber envejecido veinte años.

—No te dejes llevar por el desánimo —le dijo su esposa—. Todo se arreglará.

Segura se volvió hacia ella y preguntó, casi violentamente:

—¿Cómo quieres que se arregle? Esto ya no tiene remedio. ¡No!

—Tal vez sí. Vayamos esta noche al rancho y quizá… te reconozca.

—Y valiéndose de sus influencias me envíe al patíbulo, ¿no?

—No le creo capaz de semejante cosa.

—Tampoco yo le creí capaz de hacer lo que hizo; pero está todo bien claro. Durante veintitrés años hemos vivido miserablemente, creándonos una posición a costa de mil sacrificios. Y entretanto hemos esperado en vano… lo que él nos prometió.

—Pero hay alguien que no te ha traicionado. El Coyote. Tal vez él pueda hacer justicia.

—¿Cómo ponerme en contacto con El Coyote? Hace unas horas nos ha visto y no ha parecido reconocernos.

En aquel preciso instante un indio vestido con unos calzones blancos y una camisa que hacía las veces de blusa —pues los faldones quedaban encima del pantalón— y con una tira de tela ceñida a la frente, acercóse a ellos y preguntó:

—¿Es el señor Segura?

—Sí. ¿Qué ocurre?

—Esta carta para usted.

Adolfo Segura tomó la carta y al momento su mirada se fijó en el lacre que la cerraba, en el cual se veía una C. Abriéndola, leyó:

Señor Segura: Creo que esta mañana no ha sido la primera vez que nos hemos encontrado. Me gustaría hablar con usted. Vaya a la fiesta de don César de Echagüe. Cuando salga de allí recibirá noticias mías. Queme esta nota, pues podría comprometerle.

El indio había sacado ya una larga cerilla de azufre y en cuanto vio que Segura había leído la carta la encendió, ofreciéndosela a Segura, que prendió en ella el mensaje del Coyote, soltándolo sólo cuando estuvo casi consumido.

—Tenga, amigo —dijo Segura, tendiendo al indio una moneda de plata; pero el hombre movió negativamente la cabeza y, saludando con una inclinación, se alejó, confundiéndose en seguida entre el numeroso público que paseaba por las calles aprovechando lo agradable de la tarde.

—Ya hemos recibido noticias del Coyote —dijo Adela—. Estoy convencida de que te ayudará. Ya lo verás.

—Eso me obliga a acudir a casa de Echagüe —replicó su marido—. Había pensado no ir, porque no estoy seguro de poder contenerme.

—No seas loco y no destroces nuestra obra de tantos años. Vayamos a la fiesta y finjamos no saber nada. En realidad no tenemos ninguna fuerza material para apoyar tus demandas.

—Lo sé. En cambio sí tenemos fuerzas morales, y si El Coyote nos ayuda…

—Estoy segura de que nos ayudará —dijo la mujer.