Capítulo IX:
Retorno

A la mañana siguiente se advirtió en el parador 125 la ausencia de Jorge Azcón. De Látigo habían llegado caballos y otro carruaje, en el que fueron colocados los cadáveres de Jules y Alicia. Cuando, a pesar del tiempo transcurrido, no apareció Jorge, se decidió partir sin él.

Don César ayudó a doña Pura a subir a la diligencia y se emprendió la marcha hacia Látigo. Los que habían llegado de allí anunciaron la intervención del Coyote y el castigo de los bandidos; pero no pudieron dar a Nickels ninguna esperanza acerca de su oro.

El viaje transcurrió en silencio. Nadie sentía deseos de hablar y casi parecía que cada uno de los viajeros lamentara la presencia de los otros.

César de Echagüe fumaba un cigarro, sin preocuparse, por una vez, de si había alguna dama cerca. Y en cuanto a doña Pura, tenía demasiadas preocupaciones para molestarse por un poco de humo. ¡Menuda polvareda se armaría en Los Ángeles cuando se supiera la muerte de Alicia!

Don César preguntábase qué habría sido de Jorge. Estaba casi seguro de que el joven había marchado a Látigo con algún fin; pero le extrañaba que los que aquella mañana habían salido de la población no hubieran dicho nada.

Entraron en Látigo y por la multitud que se agolpaba frente al almacén de Jedd Truman era fácil comprender que algo había ocurrido. Casi antes de que la diligencia se detuviese, los viajeros supieron la noticia.

—¡El señor Azcón y el señor Truman se mataron a tiros!

Jay Martin explicó a Nickels lo sucedido.

—Sin duda el muchacho debió de sospechar de él y ayer noche o esta madrugada vino y disparó dos tiros contra Truman. Pero no le mató en el acto y Jedd Truman tuvo tiempo de atravesarle el corazón. Encontramos a Truman empuñando el revólver con que mató a Azcón. ¡Pobre chico!

—¡Dios mío! ¡Esto es espantoso! —chilló doña Pura.

César de Echagüe bajó de la diligencia y acompañado de Nickels y de Martin entró en el almacén, cuyas puertas estaban guardadas por unos cuantos agentes del sheriff.

—¡Pobre Azcón! —comentó Nickels, quitándose el sombrero—. Sin duda quiso vengar a su novia.

—Eso hemos creído nosotros —dijo Martin—. Hemos encontrado bastantes pruebas de la culpabilidad de Truman. Era el jefe de la banda.

—¿Y el oro? —preguntó Nickels.

—Hemos recuperado unos sesenta mil dólares en lingotes. El resto debe de estar escondido en algún sitio; pero temo que los únicos que conocían el escondite hayan muerto y ya no pueda descubrirse nunca.

—Por lo menos usted ha salido triunfante —dijo Nickels al sheriff—. Le felicito.

—Pero nunca imaginé que Truman fuese un bandido. A no ser por las pruebas que hemos encontrado, no sospecharía…

—Estaba bien disfrazado —sonrió César de Echagüe—. Y la gente de California se olvida de que en un tiempo fue española y olvida, también, los sabios refranes de nuestra madre patria. El hábito no hace al monje. Eso debe tenerlo en cuenta un sheriff, señor Martin.

Tras una pausa, César siguió:

—Pensaba llevar a Los Ángeles el cuerpo de Alicia; pero habiendo ocurrido esto creo que será preferible que los enterremos juntos aquí. Ya convenceré a mi prima de que era lo mejor que se podía hacer. Con su permiso, me marcho. Tengo muchas cosas que hacer. La primera, quitarme de delante a esa llorona de doña Pura.

Aquella tarde, mientras la dama de compañía regresaba a San Francisco, César de Echagüe acompañaba hasta su última morada los cuerpos de Jorge Azcón y de Alicia Paredes. Guardó unas flores de las que crecían junto a la sepultura para dárselas a la madre de Alicia. Luego, a la mañana siguiente, don César emprendió también el regreso hacia San Francisco; pero no en la diligencia, sino en el coche que, conducido por Matías Alberes, había llegado después de una larga serie de peripecias.

Látigo volvía a quedar en paz. Tía Adelaida ni se enteró de lo ocurrido. El médico insistió en que la noticia de la muerte de su sobrina podría afectarla peligrosamente.

Aquella noche, Jay Martin, al encender su pipa, sonrió. El Coyote se había cruzado en su camino y ni le había visto. La fama del enmascarado había sufrido un rudo golpe. Claro que él no se iba a molestar en anunciarlo. Si alguien alababa al Coyote en Látigo, ese alguien era el sheriff.