Capítulo VIII:
Expiación

Jedd Truman vio alejarse al Coyote y se dio cuenta de que había estado pasando el mayor terror de su vida. Clavó la mirada en los cuatro bandidos y el terror volvió a atenazarle la garganta. Cada uno de aquellos cuatro hombres le conocía, podía pronunciar su nombre y hundir todo el edificio de su ingenio.

—¿Por qué hemos de esperar a que se les juzgue? —dijo, dirigiéndose a los hombres que estaban junto a él—. ¿No tenemos una ley mejor contra ellos? La del juez Lynch. Una cuerda y un árbol. Era una chispita insignificante; pero prendió en un momento en aquel ambiente propicio, convirtiéndose en destructor incendio que envolvió a los cuatro bandidos y los arrancó de la protección del sheriff, que no pudo hacer nada por ellos. Los gritos de los infelices se ahogaron en medio del clamor de los hombres ansiosos de imponer una justicia primitiva y salvaje.

Aquel clamor fue en continuo aumento y culminó en un alarido que se fue calmando poco a poco, mientras un árbol de recio tronco mostraba el fruto de la ley de Lynch, o sea la ley del Oeste salvaje.

*****

Cuando dos horas más tarde Jorge Azcón llegó a Látigo y su mirada encontró las muestras de aquella bárbara justicia, un escalofrío le recorrió el cuerpo. A James Kalz lo había visto pocas horas antes lleno de vida. Ahora sus ojos sin luz le miraban desde el más allá.

Jorge tuvo que apoyarse en una valla de madera, porque las piernas se le doblaban como si no fuesen capaces de sostener su culpa.

—¡Dios mío! —susurró.

Cuando todos se retiraron a descansar, allá en el parador, él había entrado en el cuarto y se había detenido junto al cadáver de Alicia. Como si le tuviera junto a él, oyó al Coyote repitiéndole las palabras que el enmascarado le dirigiera en San Francisco: «Sólo el camino recto es bueno. Si la justicia humana no te castiga, te castigará la justicia divina, cuyos golpes son mucho más horribles porque a veces nos hieren de rechazo en los seres a quienes más queremos. Piensa en Alicia… tal vez algún día sea ella la que te castigue». Las recordó con tal exactitud que tuvo la impresión completa de que El Coyote se hallaba a su lado. El pronóstico se ha cumplido. Y ante él estaba la mujer a quien él tanto había amado. Sin embargo, él era su asesino. Tan asesino como si hubiera disparado el revólver que terminó con la vida de Alicia.

Inclinóse, tímidamente, como si fuera a cometer un sacrilegio, y acarició la mano de la muerta. Estaba helada. ¡Tan distinta de cuando su dueña estaba llena de vida!

Salió del cuarto y salió también del parador. Notaba que una fuerza le impulsaba lejos de allí, lejos del cuerpo de su víctima y del escenario de su crimen.

—¡Dios mío! Perdón… perdón.

Sabía que no merecía ningún perdón, y porque le habían enseñado que Dios siempre perdona no quiso seguirle pidiendo piedad. Tenía que hacer algo. Tenía que purgar su crimen…

Caminaba con paso mecánico, incansable, sin notar ni el contacto del suelo, siempre en dirección hacia Látigo, sin darse cuenta de que iba hacia allí.

Cuando al cabo de dos horas hallóse a la entrada del pueblo, quedó hondamente turbado. ¿A qué había ido allí? Trató de recordar. Había caminado sin haber tomado ninguna decisión. Fue hacia allí como hubiese podido dirigirse hacia Cordillera.

De súbito comprendió a qué había ido. Jay Martin, el sheriff, le había pedido su ayuda. Él nunca se la otorgó; pero ahora todo había cambiado. Ahora le diría quiénes eran los bandidos y le daría la oportunidad de coronar con un ruidoso triunfo aquellos años de perseguir en vano a los salteadores.

Cuando vio que la justicia se había ya cumplido, quedó sin saber qué hacer. Con un esfuerzo miró los cuatro cadáveres. ¡No! No estaba entre ellos el peor, el del jefe… Aún le quedaba un triunfo…

Volvió sobre sus pasos y encaminóse a la oficina del sheriff. Había luz dentro de ella y cuando llamó, Jay Martin, en persona, le abrió la puerta.

—¡Oh! ¿Es usted, señor Azcón? ¿No estaba…?

—Sí, iba en la diligencia cuando la asaltaron —replicó Jorge—. Venía a decirle quiénes eran los bandidos…

—Ya nos lo trajo un hombre. El Coyote.

—¿El Coyote? ¿Él?

—En persona. Me entregó a los cuatro bandidos que quedaban; luego se marchó y aunque yo quise defenderlos, el pueblo estaba tan furioso que los arrancó de mis manos y los ahorcó…

—Pero falta uno —murmuró Jorge—. El peor de todos.

—¡Eh! ¿Qué dice?

—Falta el jefe y… yo sé quién es. He venido a decírselo.

—¿Quién es? —preguntó Martin, visiblemente excitado—. ¡Pronto, dígame quién…! Pero ¿cómo puede usted saberlo?

—Porque yo era cómplice de esa banda —replicó Jorge, con cansado acento, como quien ya no siente interés por nada, ni por la propia vida.

—¿Usted cómplice de la banda? —tartamudeó Martin.

—Sí. Yo les facilitaba los informes. Ahora, si usted quiere, podrá detener al principal culpable.

—¿Quién es?

—Jedd Truman.

—¡Imposible! —exclamó el sheriff—. Está usted loco…

—Es él. Oculta su piel de lobo bajo una de cordero; pero es el más culpable de todos.

—No puedo creer que Jedd Truman, uno de los hombres más importantes de Látigo, sea… Sin embargo… ahora que lo dice… Me pareció que él fue quien incitó a la gente a ahorcar a aquellos hombres… Lo debió de hacer para impedirles hablar.

—Vaya a detenerle, sheriff.

—¿Qué le ha ocurrido a usted? —preguntó Martin—. ¿Por qué hace esto ahora y no lo hizo antes?

—Mi prometida fue asesinada por esos bandidos —replicó Jorge.

—¡Ah! Comprendo.

Jay Martin se puso en pie y dio unos pasos por la estancia. Iba pensativo, como abrumado por lo que acababa de averiguar.

—¿Se da cuenta de lo que tendrá que hacer? —preguntó, al fin—. Usted tendrá que declarar su culpa para poder acusar a Truman.

—Estoy dispuesto a todo. Ya nada me importa.

—¿Quiere acompañarme a casa de Truman? Le detendré y puede que al verle a usted él diga algo que le comprometa. Soy casi un viejo, muchacho, y he aprendido a perdonar las locuras de la juventud. Quisiera, si fuese posible, evitarle un castigo material.

—Mi castigo moral es demasiado terrible para que me importen los demás castigos.

—Vamos. De veras le compadezco.

Jay Martin cogió su sombrero, comprobó si su revólver estaba cargado y saliendo de la oficina cerró la puerta. La calle estaba desierta y oscura. Los dos hombres se dirigieron hacia el almacén de Truman. Sus pasos resonaban como si los ecos se hubieran endurecido. Un gato negro cruzó, espantado, frente a ellos. Jorge sonrió pensando en la superstición que anuncia muerte cuando un gato negro…

—Aún debe de estar despierto —dijo Martin, señalando el almacén de Truman, una de cuyas ventanas aparecía iluminada.

Cruzaron la calle y Jay Martin llamó a la puerta. Transcurrieron unos minutos y por fin se oyó la voz de Jedd Truman que preguntaba:

—¿Quién?

—Soy Martin —contestó el sheriff—. Se me ha roto la pipa y me estoy muriendo de ganas de fumar.

—Ya abro. Un momento.

Se oyó al otro lado el descorrer de unos cerrojos y por fin la puerta se abrió, apareciendo en ella Jedd Truman. Al ver a Jorge el hombre lanzó una exclamación de asombro.

—¿Qué hace usted aquí, señor Azcón? —preguntó.

—Entremos —interrumpió el sheriff—. Lo que hemos de decir no debe oírse en la calle.

—Pero… No comprendo…

Martin empujó hacia atrás a Truman y cerró la puerta tras él, después de haber hecho entrar a Jorge.

—¿Qué significa todo esto…? —empezó Truman.

—¡Asesino! —Gritó Jorge—. ¡Quisiera tener valor para matarle con mis manos lo mismo que usted hizo asesinar a mi Alicia…! ¿Cómo puede usted ser tan canalla? Sheriff, deténgale y…

Jorge se había vuelto hacia Jay Martin y se interrumpió, aturdido, al ver el cambio que se había operado en el noble rostro del sheriff de Látigo. Su expresión era la de un odio infinito, mientras levantaba el revólver que había desenfundado.

—¿Qué…? —empezó Jorge.

El disparo ahogó su voz y cortó su vida; luego, guardando el arma, Jay Martin se volvió hacia Truman, diciendo:

—¡Fuiste un imbécil! Desde el primer momento comprendí que ese hombre era un ser débil que no estaba capacitado para el trabajo que requeríamos de él.

—No teníamos otro a mano, jefe —protestó Jedd Truman—. Y, mientras tanto, nos ha sido muy útil.

—Pero hoy venía dispuesto a denunciarte. Casi estuve a punto de hacerle caso y dejar que el pueblo repitiera en ti lo que hizo con los otros.

—Yo no hubiese callado —amenazó Jedd—. Aunque nadie más te conoce, yo habría dicho que tú eras el…

—Ya sé lo que puedes decir —replicó Jay Martin, tirando a los pies de Truman el revólver con que había asesinado a Jorge—. ¿Conoces ese revólver? —preguntó luego.

Jedd miró al suelo y lanzó una exclamación.

—Es mío… —tartamudeó—. ¿Qué pretendes?

Cuando miró al jefe supremo de los bandidos, le vio empuñando otro revólver. Quiso gritar y no pudo, porque sonaron dos disparos y Jedd Truman doblóse como partido por la mitad. Cayó de rodillas y quiso empuñar el arma que estaba en el suelo. Logró cogerla; pero ya no quedaba vida en su cuerpo, y con un último estertor cayó contra el polvoriento entarimado. Ni siquiera llegó a oír las últimas palabras que le dirigió el hombre a quien tan sumisamente había servido:

—¡Imbécil! ¿Creíste que iba a compartir contigo el oro?

Dejó caer el otro revólver junto al cuerpo de Jorge Azcón. El plan era magnífico y había sido desarrollado hasta el menor detalle. Todos crearían que Jorge Azcón había hecho dos disparos contra Jedd, hiriéndole en el vientre, pero dejándole la suficiente vida para que Jedd pudiese atravesarle el corazón de un balazo. La explicación sería muy sencilla. Dos cómplices se habían peleado por el botín. Y los dos habían muerto.

Jay Martin salió de la tienda. No se oía nada. Sin duda los tres disparos quedaron ahogados dentro de la casa. El sheriff sonrió. Estaba muy contento. Aquél había sido el más espectacular y mejor de los finales. Todos habían muerto, pero él quedaba limpio de culpa y de sospechas.

Regresó a su oficina. Había dejado la luz encendida, y si alguien pasó ante ella debió de suponerle trabajando. Entró en el edificio y cerró la puerta. Se detuvo un momento ante el espejo del botiquín y sonrió a la imagen reflejada en el cristal.

—Más vale tener cara de hombre honrado que ser un hombre honrado —comentó.

Aseguró las puertas, apagó la luz y fue a tenderse en un camastro. Ni por un momento dudó de que se dormiría en seguida. Y así fue.