Pero, lentamente, Jorge Azcón fue recobrando el conocimiento y, al abrir los ojos, vio inclinado sobre él a César de Echagüe.
—Por esta vez no te han matado —dijo, fríamente, el californiano—. Aunque tal vez hubiera sido mejor para ti.
Jorge no se atrevió a preguntar nada. Esperó unos minutos, y como Alicia no se acercaba, comprendió la verdad.
—¿Ha muerto? —preguntó.
—Ha muerto —replicó César, cuya mirada habíase desviado del joven que estaba tendido ante él—. Y también murió aquel muchacho que quiso defendernos.
—Yo también debiera haber muerto —sollozó Jorge.
—Para tus padres hubiera sido un bien muy grande.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Jorge—. ¿Por qué habla así?
—Hay muchas cosas demasiado claras, Jorge —respondió César.
—¡Si usted no la hubiese traído! —chilló el joven, tratando de incorporarse; pero desistiendo al notar que la cabeza parecía a punto de estallarle en mil pedazos.
—No me achaques culpas que no son mías —replicó César, poniéndose en pie y acercándose a sus compañeros.
Nickels estaba sentado frente a una mesa, con el rostro escondido entre los brazos. Los dos tejanos paseaban por la habitación, fumando unos cigarrillos que acababan de encender. Marcelino estaba derrumbado en un sillón frailuno, y en su rostro se leía un profundo atontamiento. En una habitación vecina se oían los gimoteos de doña Pura y de la mujer de Marcelino, que había sido la encargada de liberarlos media hora después de la partida de los bandidos con todo el tesoro que se guardaba en la diligencia.
César entreabrió la puerta. Sobre el lecho descansaba el sueño eterno Alicia Paredes. La muerte había sido piadosa con ella. Parecía dormida, a punto de despertar. En el suelo, sobre una manta, estaba Jules. El pistolero había muerto siguiendo su código. Otro hombre le había precedido en su último viaje.
Los bandidos se habían llevado a sus dos compañeros muertos y, además, todos los caballos del parador, que utilizaron para cargar el oro.
Saliendo al patio, César descolgó su equipaje. El de Alicia quedó donde estaba.
Cargado con su maleta, César entró de nuevo en el parador y buscó una habitación. Eligió la más apartada y después de cerrar la puerta con llave abrió la maleta. No parecía haber sido examinada. Los bandidos habían cumplido su palabra. Encontró una cartera con dinero y por último abrió un fondo secreto. Menos el sombrero, allí estaba todo el equipo del Coyote. Y lo principal eran los dos revólveres y el plano que le entregara Leocadio Lugones.
Cerrando de nuevo la maleta, regresó al comedor. Todos continuaban en sus mismas posturas. Nickels, rumiando su ruina. Jorge, sentado contra la pared, parecía no haber comprendido aún los efectos de su delito. Los tejanos habían terminado sus cigarrillos y estaban liando otros. Marcelino movía negativamente la cabeza, como rechazando algún pensamiento desagradable.
Acercándose al mostrador del bar que se encontraba en una habitación contigua, César cogió un par de botellas y regresó al comedor; luego buscó unos vasos y los llenó. Los primeros en aceptar el licor fueron los tejanos, después, Jorge bebió el licor que le ofrecía César, y también Marcelino bebió ávidamente. Nickels fue el único que rechazó el alcohol, estrellando el vaso contra el suelo.
Llegó la noche y la mujer de Marcelino encendió fuego en la chimenea y frió unas lonjas de tocino ahumado. Nickels y Jorge no quisieron probarlo. El segundo sólo deseaba beber y la botella que se había agenciado estaba ya casi vacía. A pesar de que había bebido lo suficiente para derribar al hombre más recio, conservaba todos los sentidos. El alcohol pasaba por su garganta como si fuera agua, negándole el consuelo del olvido.
Los tejanos y César fueron los únicos que comieron; luego el californiano retiróse a descansar, aconsejando a Jorge que hiciera lo mismo.
Tan pronto como estuvo encerrado en su habitación, César aseguró la puerta con el cerrojo y abriendo la maleta sacó de ella su traje. En diez minutos el cínico ranchero quedó convertido en El Coyote; y como no tenía el sombrero, se cubrió la cabeza con un gran pañuelo. Luego saltó por una ventana y marchó en dirección a los bosques. Caminaba de prisa, guiándose por el plano que le entregara Leocadio. Una hora después alcanzaba la cabaña de sus hombres.
—¡El Coyote! —anunció Juan Lugones.
—¿Dónde está la cabaña de los bandidos? —preguntó el enmascarado.
—Está cerca.
—Prestadme un caballo y vayamos hacia allí.
Los tres hermanos le siguieron en seguida, mientras Juan indicaba el camino.
—Esta tarde pasaron con muchos caballos cargados —explicó Evelio.
—¿Guardan el oro en la cabaña?
—No. Yo les seguí; pero al poco rato de haber llegado ellos, apareció un carro y en él cargaron todo el oro, marchando en seguida hacia Látigo. Les seguí; pero a mitad de camino hay un enorme terreno descubierto. Tuve que esperar mucho rato antes de poder cruzarlo. Cuando lo hice, el carro había desaparecido. Creo que se dirigió a Látigo.
—¿Están todos los bandidos en la cabaña?
—Hay cuatro. Otros dos llegaron muertos y ya están enterrados. Y el que parecía el jefe se marchó con el oro.
Juan Lugones calló, pues habían llegado ya a la vista de una cabaña que se levantaba junto a un mal camino de carro.
—Yo solo me encargo de ellos —dijo El Coyote—. No quiero exponeros a ningún peligro. Sólo necesito que uno de vosotros golpee la ventana de la cabaña con una rama. Cuando ellos miren hacia allí, yo entraré.
—Es gente muy peligrosa —advirtió Evelio.
—Ya lo sé. Después de este trabajo os marcharéis a Los Ángeles y olvidaréis todo lo ocurrido.
—Podemos serle necesarios…
—Ya habéis hecho todo lo que yo necesitaba de vosotros. Timoteo podrá golpear la ventana. Evita asomar la cabeza, porque te la podrían volar.
Deslizándose, como dos sombras, El Coyote y Timoteo Lugones llegaron hasta la cabaña y mientras el segundo se agazapaba al pie de la única ventana, El Coyote fue hasta la puerta y desenfundando sus dos revólveres hizo una seña a Timoteo, que levantando la mano con que sostenía una rama de pino, golpeó fuertemente con ella el cristal de la ventana.
James Kalz, Paul Brandon, Victor Happel y William Morrison se volvieron nerviosamente hacia la ventana y cada uno de ellos acercó la mano a la culata de su revólver. Durante unos segundos parecieron estatuas de piedra, pero no obstante tener todos los sentidos en tensión, ninguno de ellos oyó el suave abrirse de la puerta, ni la entrada del enmascarado con el que se enfrentaron, incrédulamente, cuando al volverse para sentarse de nuevo, convencidos de que el rumor que llegó hasta sus oídos fue producido por algún pájaro nocturno atraído por la luz de la cabaña, se vieron ante él, que les encañonaba con sus dos revólveres.
—¿Qué…? —empezó Happel, tratando de empuñar su arma.
Un disparo le interrumpió y, soltando la culata que ya había rozado, Vic Happel se llevó la mano a la destrozada oreja.
Otras tres veces disparó el enmascarado y cada uno de los bandidos sintió en la oreja derecha la dolorosa mordedura del plomo, que llevó al cerebro de todos el mismo nombre:
—¡El Coyote!
Un terror pánico se apoderó de los cuatro bandidos, que levantaron las manos, pidiendo al mismo tiempo.
—¡No nos mate, señor!
—No tengáis miedo. No os mataré. Os reservo para la horca, a menos que intentéis algo que no debéis intentar. El primero de la izquierda puede bajar las manos, soltarse el cinturón y dejarlo caer al suelo. Si intenta empuñar el revólver le mataré.
Ninguno de los cuatro bandidos intentó defenderse. Uno tras otro dejaron caer sus armas y juntos salieron de la cabaña cuando El Coyote les ordenó que lo hicieran.
—Vamos a ir a Látigo —explicó a sus prisioneros—. Montaréis a caballo y os recuerdo que soy capaz de disparar mucho más de prisa de lo que puedan galopar vuestros animales.
Los cuatro bandidos no intentaron ni por un momento escapar, y tres cuartos de hora más tarde, los noctámbulos de Látigo vieron avanzar por la calle Mayor una sorprendente comitiva formada por cuatro nombres de ensangrentados rostros, seguidos por un enmascarado que, revólver en mano, no los perdía de vista un instante.
Cuando todos comprendieron quién era el enmascarado, su nombre corrió de boca en boca.
—¡El Coyote! ¡El Coyote!
Era un héroe demasiado popular en aquella región para que nadie intentase nada contra él. Rodeado por una multitud que le aplaudía entusiasmada, llegó con sus cautivos frente a la oficina del sheriff
Jay Martin, prevenido ya de la llegada del Coyote, le esperaba en la puerta.
—¿Qué significa eso? —preguntó.
—Sheriff, le traigo a cuatro de los hombres que este mediodía han asaltado la diligencia en el parador 125. Entre ellos están los culpables del asesinato de una mujer y de un hombre, y los cuatro son culpables del robo de medio millón en oro que era transportado en la diligencia. Supongo que se hará justicia y que no me veré obligado a volver para imponerla a mi manera.
—Desde luego —replicó Jay Martin—. Nos hace usted un gran favor. Esos malditos nos han estado perjudicando durante muchos años.
—Ya no les perjudicarán más. Si los saben interrogar bien, quizá puedan descubrir el escondite del oro. Sheriff Martin, le hago responsable de ellos.
Dejando a los cuatro bandidos ante el sheriff y sus comisarios, El Coyote volvió grupas y entre las aclamaciones de la multitud partió al galope. Un momento más tarde había desaparecido. Tras él quedaba una tormenta en plena formación.