Capítulo VI:
En el abismo

El oro había sido cargado en la diligencia antes de que el carruaje fuese sacado de la cochera. En la calle fueron colocados en su sitio los equipajes de los viajeros. Uno de los tejanos se sentó junto al mayoral, mientras el otro y su compañero se instalaron dentro, al lado de Nickels. El más joven, o sea el de Louisiana, dirigía continuas aunque disimuladas miradas a Alicia, que estaba sentada frente a él, junto a la ventanilla, al lado de doña Pura, que iba entre ella y don César.

Alicia advirtió el interés que por ella sentía el joven pistolero; pero aunque no hizo nada por fomentarlo, tampoco trató de mostrarse enfadada. Aunque amaba a Jorge, era mujer y no podía desagradarle la admiración de otro hombre, siempre y cuando aquella admiración no pasara de los límites de la buena educación.

Partió al fin la diligencia, perseguida por unos cuantos perros y los gritos de los mineros que habían ido a despedir a su jefe. Perdióse al final de la cuesta que se iniciaba a la salida de Cordillera, y cada uno volvió a su tarea.

En el coche, los viajeros se iban habituando al ruido de la marcha y al polvo que penetraba por todas las ventanillas, protegidas sólo por unas cortinillas de lona, ya que en aquellas carreteras hubiera sido locura poner cristales a las ventanillas, pues en un momento hubiesen saltado hechos añicos.

Por respeto a las señoras ninguno de los viajeros fumaba, aunque hubiese sido difícil decir si el humo del tabaco podía ser peor que el denso polvo que flotaba en el interior de la diligencia.

Ésta avanzaba muy de prisa, casi persiguiendo a los caballos, cuyo único interés se hubiera dicho que era el de ponerse lejos del vehículo que, impelido más por su propio peso que por la fuerza de ellos, les seguía con ensordecedor estruendo.

En menos de media hora se encontraron a unos quinientos metros más abajo de Cordillera. En aquel punto el camino se hizo menos malo, pues la tierra había sustituido a los pedruscos que constituían la carretera. Cruzaron el vado y entraron ya en la región de los bosques. En su iniciación éstos eran poco densos; pero a medida que adelantaba el viaje se hacían más espesos y se veían ya numerosos pinos y abetos centenarios.

—Cuando yo llegué a California aún había indios por estos sitios —comentó Nickels.

—En mi infancia sólo había indios —replicó César—. Mi padre me contaba que entonces ellos eran felices. Ése fue su error.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el de Louisiana.

—Que el hombre comete un gran pecado cuando es feliz. Siempre verá que cuando se siente feliz le ocurre inmediatamente algo malo. Ustedes, los del Sur, eran felices. Y ahora tienen que andar por estas tierras sin hogar, viviendo de recuerdos.

—Si California hubiera cumplido sus deberes con la Confederación, quizá, ahora, yo no estuviese aquí —replicó el otro.

—No hables a Jules de la guerra civil —dijo el tejano—. Era demasiado joven para que lo admitieran en el ejército; pero en cuanto fue capaz de empuñar un revólver y de dispararlo con alguna probabilidad de dar en el blanco, empezó a practicar con los negros que molestaban a las damas de Nueva Orleáns. Al fin tuvo que huir a Tejas.

—Yo sentí siempre una gran admiración por ustedes —dijo Alicia—. Por méritos, debieron haber vencido. Creo que tenían la razón.

—Pero el Norte tenía todos los cañones y fusiles —dijo César—. Y en la vida una razón es más razón cuando se apoya sobre un buen surtido artillero. Lo he observado en distintas ocasiones: cuanta más fuerza se tiene, más razón se posee. Y cuando no se tiene fuerza, la razón no sirve más que para molestar al que es dueño de la fuerza. El Sur debió haberse preparado mejor.

—Una derrota como la nuestra es siempre honrosa —replicó Jules.

—Pero no deja de ser una derrota. En fin, todas las batallas que se tenían que perder ya fueron perdidas. Ahora están peor que antes, y los que no nos metimos en el jaleo aquel hemos salido bien librados y tenemos algo más de lo que hubiésemos tenido si California también se hubiera puesto a hacer guerra.

—Yo estuve en unas cuantas batallas de las buenas —dijo el tejano—. Creo que fui uno de los pocos que salieron de aquellos infiernos sin un rasguño.

—¿Se cometen muchos asaltos, señor Nickels? —preguntó Alicia.

—Más de los que nosotros quisiéramos —replicó el gerente—. Ya pasa bastante del millón lo que nos han quitado.

—¿Y puede su compañía resistir tantas pérdidas? —preguntó César.

—Al principio, la única perjudicada fue la agencia Wells y Fargo, que entonces tomaba el oro, entregaba un cheque sobre Nueva York y se encargaba de trasladar el metal a San Francisco, a su riesgo; pero cuando hubo perdido casi un millón desistió y nos dijo que no podían seguir soportando unas pérdidas que sobrepasaban los cálculos más optimistas. Entonces tuvimos que correr los riesgos nosotros y hemos sufrido unas cuantas pérdidas muy grandes.

—¡Ya se ve el parador! —gritó en aquel momento el mayoral.

Desde las ventanillas los viajeros pudieron ver, a lo lejos, la construcción de ladrillos y troncos que servía de parador a las diligencias. Además de la casa donde vivían los empleados, había una cuadra donde estaban los caballos que sustituían a los que llegaban rendidos. Eran unos quince y sus viajes se limitaban a ir hasta Cordillera y volver, o hasta el parador 125.

Cuando la diligencia se detuvo, después de cruzar la empalizada que defendía el parador, un hombre que fumaba un cigarro acercóse al carruaje. Al fijarse en el viajero que se encontraba junto a una de las ventanillas, lanzó una exclamación de asombro:

—¡Don César! ¿Usted aquí?

Antes de que César de Echagüe pudiera replicar, se oyó un grito de:

—¡Jorge!

Jorge Azcón palideció mortalmente. Casi sin voz, musitó:

—¡Alicia!

Fue al otro lado del carruaje en el momento en que se abría la portezuela y Alicia saltaba al suelo para correr hacia él.

—¿Cómo estás aquí?

—Vine a verte —explicó Alicia—. Don César me acompañó. Tenía que venir para unos negocios y le pedí que me trajera con él.

—¿Adónde vas ahora? —preguntó Jorge.

—A Látigo. Allí está mi tía…

—Sí… pero… ¿Cómo vas en esa diligencia?

—Nos costó mucho convencerle, pero al fin el señor Nickels consintió en dejarnos subir.

—Debes quedarte aquí, Alicia. No continúes el viaje.

—¿Por qué no?

—No debes seguir. Hay peligro.

César de Echagüe había descendido del carruaje y, acercándose a los dos jóvenes, saludó:

—¿Qué tal, Jorge? Parece que no te prueba mucho la estancia aquí. Tienes muy mal aspecto y, sin embargo, esto es muy sano.

—Don César, debe usted convencer a Alicia para que no siga en esa diligencia.

—¿Por qué? —Preguntó César, mirando fijamente al joven—. ¿Qué motivos existen que impidan seguir el viaje?

—Es que pueden… ¡Oh! No sé cómo decirlo. En esa diligencia —agregó Jorge, bajando la voz— va una gran cantidad de oro. Pueda ser asaltada por los bandidos.

—Aunque así fuera —dijo Alicia—, a nosotros no nos ocurriría nada malo. Todo el mundo nos ha dicho que esos bandidos no matan a nadie.

—Pero en esa diligencia van unos hombres que son pistoleros profesionales y resistirán. Pueden cambiarse algunos disparos y…

—Creo que exageras tus inquietudes, muchacho —dijo César—. Veo que ya han enganchado los caballos. Vamos a continuar el viaje.

Jorge Azcón quedó inmóvil unos momentos. Al fin, tomando una decisión, fue hacia Nickels y le pidió:

—No siga el viaje, señor Nickels. He oído rumores de que los bandidos piensan atacar…

—Yo también los he oído —replicó el gerente—; pero de todas formas he de seguir adelante. Usted no ha de correr ningún riesgo.

Tras una vacilación, Jorge se dirigió hacia Alicia, diciendo:

—Está bien, os acompañaré. Me instalaré en el techo de la diligencia.

—Puede ocupar mi sitio, caballero —dijo Jules, saltando del carruaje—. A mí me gusta ir arriba.

Empuñando un rifle Henry, el joven encaramóse sobre el techo del vehículo, mientras Jorge, después de recoger su reducido equipaje, ocupaba el puesto que le había sido cedido.

Reanudóse el viaje y César no fue el único en advertir el nerviosismo de Jorge, aunque tal vez fue el único que lo interpretó debidamente. En el cerebro de Alicia iba introduciéndose la sospecha de que su novio era un cobarde.

A medida que iba quedando atrás el parador, los nervios de Jorge se hallaban más y más tirantes, hasta que al fin, volviéndose hacia Nickels, gritó:

—¡No debía usted haber traído a dos mujeres! ¡Sabe que las expone a la muerte!

—¡Cállese! —Gritó Nickels—. ¿No le da vergüenza ser tan cobarde?

—¡No soy cobarde, ni soy de los que buscan protegerse detrás del cuerpo de una mujer!

—¿Qué está insinuando?

—Cálmense, caballeros —aconsejó César—. Los dos están nerviosos y no creo que exista motivo.

—¡Ya le he dicho lo que llevamos encima! —replicó Jorge—. Medio millón en oro. La compañía no ha querido hacerse responsable. Sólo ha cedido el coche. Y ese hombre quiere hacerlo llegar a San Francisco…

—El señor Nickels hizo lo humanamente posible por impedir que realizásemos este viaje —explicó César—. Si hubieras estado en Cordillera, es posible que Alicia no hubiese tenido ninguna prisa por ir a ver a su tía.

—¡Oh! —Jorge inclinó la cabeza y quedó callado. Prosiguió el viaje sin que se volviese a reanudar la discusión; pero el ambiente dentro del vehículo habíase hecho más tenso, y el aire parecía más enrarecido que cuando el polvo penetraba a raudales por las ventanillas.

César de Echagüe observaba indistintamente a Jorge, Alicia y Nickels y percibía claramente las reacciones de los tres. El gerente de las minas estaba arrepentido de haber tolerado que ellos viajaran en la diligencia. Alicia estaba viendo a su prometido bajo una nueva faceta, desconocida hasta entonces. Lo veía como un cobarde, porque no sabía la verdad. Y Jorge se sentía abrumado por su propia obra, que ahora estaba poniendo en peligro la vida de la mujer a quien amaba por encima de todas las cosas, pero cuyo amor no fue suficiente para permitirle enfrentarse valientemente con los resultados de sus locuras.

Los que de cuando en cuando posaban la mirada en César de Echagüe pensaban exactamente lo mismo; aquel era un hombre feliz, un hombre rico, sin problemas, que aceptaba lo bueno y lo malo de la vida con un espíritu cínico que le colocaba a cubierto de esas terribles sorpresas que alcanzan, a veces, al hombre que vive con ilusiones o ideales, negándose a reconocer la realidad de las cosas.

El sol, que durante la última parte del viaje había caído de plano sobre la diligencia, comenzó a penetrar lateralmente en ella. Se iniciaba la tarde. Dentro de muy poco llegarían al parador 125, donde podrían comer y disfrutar de media hora de reposo antes de emprender la última etapa del viaje hasta Látigo. Nickels empezaba a sentir alivio. Habían sido dejados atrás los puntos más peligrosos, donde se realizaron casi todos los anteriores asaltos. Cuando la puerta de troncos del parador se cerró tras la diligencia, el gerente lanzó un suspiro de alivio. Claro que aún quedaba la última parte del viaje, en la cual fue asaltada la diligencia una vez; pero el caso era distinto.

El mejicano que cuidaba del mesón del parador abrió la portezuela y saludó con voz ronca a los pasajeros, invitándoles a que descendieran, pues la comida estaba ya aguardándoles.

Saltaron a tierra todos, ansiosos de desentumecer las piernas y el cuerpo; luego entraron en el parador.

Las mujeres iban delante. De súbito escucharon una imperiosa orden y al volverse vieron que detrás de los tres pistoleros, de Jorge, de Nickels y de don César, habían aparecido unos hombres con el rostro cubierto por unos pañuelos anudados a la nuca, en cuyas manos se veían negros revólveres con los que tenían dominados a los viajeros.

—¡Quietos todos y levanten las manos! —ordenó el que parecía el jefe—. Sigan hasta el comedor.

Empujados por los desconocidos, los hombres avanzaron hasta el comedor del parador, mientras el propietario era también obligado a entrar hasta allí. Rápidamente los bandidos libraron a los viajeros de sus armas, que tiraron a un rincón.

—Ahora, atadles —dijo el jefe, cuya voz resonaba claramente en los oídos de Jorge, aunque él no hizo nada por demostrar que le conocía.

Alicia, con los ojos desorbitados por el horror, parecía no ver nada; pero Jules, que la observaba atentamente, la vio acercarse a uno de los revólveres que habían sido tirados al suelo y colocarse sobre él, de forma que su larga falda lo ocultase. Jorge también vio la acción de su prometida y tuvo que contenerse para no gritar y pedirle que no hiciese ninguna locura más.

—No les ocurrirá nada malo —dijo el jefe de los bandidos—. Les aseguro que no deseamos perjudicarles. Nos llevaremos el oro y ni siquiera tocaremos sus equipajes. Estarán aquí hasta que venga alguien a liberarles. Puede que antes de la noche ya estén libres. Hasta es posible que dejemos a las señoras sin atar; pero deben prometernos que no intentarán ninguna acción contra nosotros.

Nadie contestó. Nickels parecía haber envejecido veinte años en otros tantos segundos. Jorge tenía la barbilla hundida en el pecho. Jules conservaba su actitud arrogante y su mirada estaba intensamente fija en Alicia. Ésta parecía hallarse muy lejos de allí, mientras que su dama de compañía habíase dejado caer en un cofre, en apariencia desmayada. Los dos tejanos acusaban claramente su rabia e impotencia, y César de Echagüe, con las manos atadas a la espalda, parecía estar asistiendo a una divertida comedia.

—Mientras recogemos el oro —explicó Jedd Truman—, tendrán que soportar la presencia de uno de mis hombres. No es muy agradable y además tiene una peligrosa afición a las armas de fuego. Se lo advierto. Adiós.

Cuando el jefe de los bandidos hubo salido, Alicia preguntó al que quedaba de guardia:

—¿Puedo sentarme en el taburete que tengo a mi espalda?

—Desde luego, reina —contestó el bandido.

Alicia sentóse. Jorge y Jules comprendieron su intención. Con sólo que se inclinara un poco hacia delante alcanzaría el revólver escondido debajo de su falda.

—Marcelino, eres un canalla —dijo Nickels, dirigiéndose al mejicano encargado del mesón.

—¡Señor Nickels! —Protestó el hombre—. ¿Qué quería usted que hiciese, si me habían amenazado con matarme al menor intento que hiciera de avisarles?

—Marcelino tiene toda la razón del mundo —comentó César de Echagüe—. No se le puede exigir que, además de ser mesonero, sea un héroe.

Mirando luego a Alicia, movió negativamente la cabeza; pero la joven había tomado ya una decisión e inclinándose como para arreglarse la falda recogió el pesado revólver y, levantándolo rápidamente, disparó contra el centinela, que en aquel momento le volvía la espalda.

Lanzando un ronco grito, el hombre cayó de bruces, mientras que la joven, horrorizada por lo que acababa de hacer, quedaba inmóvil, sin decidirse a continuar su obra. Fue Jules quien, saltando hacia ella, le indicó:

—Dispare sobre las cuerdas que me atan las manos. No pierda un segundo.

Alicia apoyó el cañón del arma en la cuerda que inmovilizaba al joven y apretó el gatillo. La bala segó la cuerda y Jules, ya libre, corrió a apoderarse de las armas del bandido a quien había matado Alicia; pero se había perdido ya un tiempo precioso, y cuando Jules tuvo el revólver en su mano, por el pasillo llegaban los bandidos. Sólo pudo hacer un disparo, antes de que varias balas le derribasen contra el suelo, sobre el cadáver del centinela. Después los bandidos entraron, en el comedor.

—¡Suelta esa arma, Alicia! —pidió Jorge.

Pero Alicia, con la mirada perdida y la boca entreabierta, parecía hallarse fuera de su propio cuerpo. Había amartillado de nuevo el revólver y lo disparó contra el bandido que iba hacia ella.

—¡Maldita perra! —rugió el hombre, en cuyo brazo la bala había abierto un sangriento surco. En seguida disparó dos veces.

Cuando Jorge, a pesar de estar maniatado, quiso lanzarse sobre él, el hombre le golpeó en la cabeza con el cañón de su arma, haciéndole caer de bruces.

Jorge sintió el golpe y notó que los sentidos huían de su cerebro; luego tuvo la impresión de que se Hundía en un abismo. Todo giró a su alrededor y en medio de aquel torbellino vio la burlona sonrisa del Coyote que parecía recordarle que al fin se había cumplido su pronóstico.

Luego todo fueron tinieblas. El último deseo de Jorge Azcón fue el de no despertar jamás.