Capítulo V:
Sam Nickels toma una decisión

Tenemos que hacer lo que le he dicho —declaró Sam Nickels—. Si eso fracasa, dimito de mi cargo y me encierro en cualquier rincón del mundo.

—¿Por qué no tiene algún tiempo más el oro? —preguntó Jorge Azcón.

—¿Y qué resolvemos con ello? Tengo medio millón de lingotes. He de enviarlo a San Francisco. Mis jefes lo exigen.

—Pero la compañía no quiere hacerse cargo de ese oro hasta que el tráfico sea menos peligroso —recordó Jorge.

—He solicitado que se nos envíe un escuadrón de caballería para defender nuestro oro. No han querido ni hacerme caso. El ejército está para molestar a los ciudadanos del Sur e imponerles el dominio de los negros; pero en cambio no pueden desprenderse de medio centenar de hombres para restablecer el orden en esta región.

—¿Y cree que es prudente enviar el oro protegido sólo por los que irán en la diligencia?

—No puedo hacer otra cosa. Correré los riesgos que sean precisos; pero he de hacer algo. Iré yo en persona y así acabaré de una vez. Si fracaso, me matarán.

Jorge recordó las palabras de Jay Martin, el sheriff de Látigo. ¿No sería Sam Nickels el jefe que se ocultaba detrás de Jedd Truman? En tal caso él estaría sirviendo de tapadera a alguien que estaba mucho mejor enterado que él de cuándo y cómo iba a ser enviado el oro.

—Yo también quisiera acompañarle —dijo Jorge—; pero he de ir a examinar la carretera. La voladura la dejó muy mal, y se me encargó que hiciera un viaje de inspección antes de proseguir el tranco. Empezaré por el parador 126, porque creo que necesita reformas.

—Puede marcharse. En este envío la compañía no tendrá nada que ver. Pagaré la diligencia y utilizaré caballos nuestros. Así Wells y Fargo no arriesgarán nada —Jorge abandonó poco después el despacho de Sam Nickels, y éste, al quedar solo, abrió uno de los cajones de su mesa y de entre varios documentos sacó una carta que había recibido unos días antes. Abriéndola, la releyó, aunque se la sabía de memoria, si bien no lograba identificar la extraña firma:

Señor Nickels. Ha perdido usted mucho oro y le va a ser difícil recuperarlo. El único medio de conseguirlo está, tal vez, en marcar los lingotes que envía con una señal que sólo usted conozca y que sea lo bastante pequeña para que pase inadvertida. Si lo hace y esos lingotes aparecen, se encontrará al que organiza su robo. Éste es el consejo de un amigo.

No había enseñado a nadie aquella carta. Porque consideró acertado el consejo, todos los lingotes que esperaban en el sótano el momento de ser enviados a San Francisco, tenían grabado un número tan pequeño que para leerlo se necesitaba una lupa y conocer el sitio exacto donde se encontraba. Tal vez no diera ningún resultado, pero valía la pena tomarse la molestia, ya que si perdía otro cargamento de oro y no era recuperado, él tendría que ceder el puesto a otro, pues la paciencia de sus jefes estaba agotada.

Entretanto, Jorge Azcón había llegado a la agencia, donde encontró, esperándole, a James Kalz, a quien anunció:

—El oro irá en una diligencia dentro de la cual viajarán dos pistoleros contratados exclusivamente para ese trabajo. Otro irá en el pescante, al lado del cochero. También irá Nickels. Yo me he excusado diciendo que debo visitar la línea. El oro irá oculto dentro del coche.

—¿Cuándo tendrá lugar el envío? —preguntó Kalz.

—Pasado mañana por la mañana.

—Bien. Avisaré al jefe. Adiós.

Jorge Azcón siguió arreglando los asuntos pendientes, guardó las cartas recibidas de la central, y a la mañana siguiente partió hacia el parador 126.

Una hora después de su marcha, tres jinetes llegaban a Cordillera, seguidos por un par de caballos en los que llevaban el equipaje. Uno de los jinetes era la muchacha más bonita que se había visto en Cordillera desde la fundación del poblado. El segundo jinete era la mujer menos atractiva que se podía imaginar, y el tercero era don César de Echagüe, quien explicó al propietario del único hotel del lugar:

—Veníamos en coche desde Los Ángeles; pero llegamos a un sitio donde era imposible seguir adelante y más imposible volver atrás, porque no había espacio para dar la vuelta. Como teníamos que llegar hasta aquí, alquilamos estos caballos y, aunque con algún retraso, ya hemos llegado. Supongo que no le faltarán habitaciones para nosotros, ¿verdad?

El hotelero aseguró que eran habitaciones lo que más le sobraba y se dispuso a prepararlas en seguida.

—¿Dónde está la agencia Wells y Fargo? —preguntó Alicia, antes de que el hotelero se alejara.

—Si sale usted a la calle la verá a menos de cincuenta metros; pero si quieren tomar pasaje en la diligencia no podrán hacerlo. El factor se ha marchado.

—¿Jorge? —preguntó Alicia.

—Sí, el señor Azcón se marchó a revisar no sé qué. Creo recordar haber oído decir que estaba en alguno de los paradores. El servicio de diligencias anda algo desordenado.

Alicia miró, como atontada, al hombre.

—¡Y yo que creí…! —empezó.

—La señorita es la prometida del señor Azcón —explicó César—. Venía a verle y a ver a su tía Doña Adelaida…

—Tampoco está aquí, señorita —dijo el hotelero, dirigiéndose a Alicia—. En cuanto la vi me dije que me recordaba a alguien. Claro que es usted el vivo retrato de su tía cuando era joven. Yo la conocí al poco tiempo de casarse… Pero tuvo mucha desgracia. Ahora está delicada del corazón y ha ido a pasar algún tiempo en Látigo. Allí la encontrarán.

—¿Tampoco está mi tía?

—Ya sabía yo que este viaje no saldría nada bien —refunfuñó doña Pura, que no acostumbrada ya a viajar sobre caballo, tenía el cuerpo deshecho y el humor mucho más deshecho todavía.

En un esfuerzo para ayudarles, el hotelero propuso:

—¿Por qué no hablan con el señor Nickels? Él organiza mañana una diligencia y tal vez les pueda ofrecer un puesto. Si no tienen nada que hacer aquí, Cordillera es muy aburrido. Látigo ya es otra cosa. Existe algo más de vida. Aquí sólo la tenemos los sábados por la noche y los domingos durante todo el día, aunque entonces suele abandonarnos violentamente alguno de nuestros amigos que tropieza con una bala o recibe alguna que no iba dirigida a él.

—¿Y quién es el señor Nickels? —preguntó César de Echagüe, que parecía profundamente aburrido.

—El gerente de las minas. Les indicaré dónde está su casa. Ahora le podrán encontrar, pues le vi entrar no hace mucho. Vean…

El hotelero indicó, desde la puerta, la casa de Nickels, y hacia ella se dirigieron don César y Alicia, en tanto que doña Pura se dejaba caer en un sillón, prometiendo no abandonarlo en varías horas.

Cuando iban a entrar en casa de Nickels, éste apareció en la puerta, acompañado de tres hombres.

César los identificó en seguida. Dos de ellos eran pistoleros tejanos. El otro vestía también a la moda tejana; pero su rostro y su aspecto eran propios de los naturales de la Louisiana. Los tres se hacían notar, sobre todo por cómo llevaban los revólveres. En primer lugar llevaban dos, cosa poco corriente en California, donde escaseaban muchísimo los hombres capaces de disparar a la vez dos revólveres y hacerlo contra dos blancos distintos. Aquellos revólveres mostraban las culatas abrillantadas por el mucho uso. En parte de ellas había desaparecido el pavón, dejando a la vista el brillo del acero pulido por el roce de la mano. Además, las fundas en que estaban metidos habían sido muy engrasadas, para facilitar la salida de las armas. Y como no era de suponer que aquellos hombres estuvieran continuamente disparando contra enemigos, lo más lógico era pensar que se adiestraban diariamente para estar preparados cuando llegase el momento de entrar en acción.

—Hasta mañana, señor Nickels —dijo uno de los tejanos.

—Adiós —les despidió el gerente.

Cuando los tres hombres pasaron junto a Alicia, los dos tejanos la saludaron sin dejar de mirarla fijamente. En cambio, el tercero le hizo casi una reverencia que hacía pensar en que alguno de sus antepasados había hecho lo mismo en Versalles.

—¿Qué desean? —les preguntó Nickels, cuando sus visitantes avanzaron hacia él.

—La señorita es la prometida del señor Azcón —explicó César de Echagüe—. Venía a ver a su tía y a su prometido y se ha encontrado con que ni una ni otro están aquí. Llegamos por el camino de Los Ángeles; pero tuvimos que dejar el coche a causa de las dificultades que nos impedían seguir adelante. Yo debo trasladarme a Látigo para poner en orden unas propiedades que he tenido olvidadas durante diez años. ¡Oh, perdón! Me olvidé presentarme. Soy César de Echagüe, de Los Ángeles.

—¿El señor Echagüe? —El rostro de Nickels se iluminó—. ¡Cuánto me alegra verle aquí! El señor Azcón me ha hablado varias veces de usted. Precisamente quería hablarle de sus propiedades del condado de Látigo. Es usted propietario de toda una sierra cuya adquisición nos interesa mucho. Si no hubiera sido porque desde hace tiempo las cosas marchan muy mal aquí, hubiese ido ya a Los Ángeles a preguntarle cuánto quiere por sus tierras.

—Hubiese tenido mucho gusto en recibirle; pero le advierto que hasta hace unos días no recordé que era dueño de esas tierras. Supongo que le interesarán por el oro que hay en ellas, ¿no?

Nickels quedó desconcertado por lo directo de la pregunta.

—Cla… claro —tartamudeó—. Creemos que hay algunos yacimientos, aunque ignoramos su importancia. Algunos buscadores de oro se han metido por allí y han sacado algún oro; pero como no pueden estacar los placeres, ya que se hallan dentro de una propiedad particular, se marchan pronto.

—Lo que ahora nos interesa más es ir a Látigo —interrumpió don César—. Nos dijo el hotelero que usted organizará mañana una expedición en diligencia. Algo así entendimos.

Nickels se turbó visiblemente.

—Sí… sí… Pienso ir con unos amigos, los mismos que han salido cuando ustedes llegaban. Pero… no sé si podré… Mejor dicho, no puedo admitirles en la diligencia.

—¿Por qué? —preguntó vivamente Alicia.

—Porque… porque pueden correr peligro.

—Ya estamos acostumbrados a los peligros. Por lo que dijo el dueño del hotel, la línea de diligencias no funciona.

—No, desde luego, no funciona. Y tardará mucho en volver a funcionar.

—Tendremos que permanecer aquí —suspiró César.

—En cuanto yo regrese de San Francisco, procuraré hacerles muy agradable su estancia en este pueblo —prometió Nickels.

—Antes de que vuelva nos habremos muerto de aburrimiento —bostezó don César—. En cambio, viajando con usted podríamos llegar a algún acuerdo acerca de las tierras que tanto le interesan.

—Es que… ya les dije que es peligroso viajar.

—Pero no tenemos más remedio que hacerlo. La señorita no puede permanecer muchos días aquí, no estando su tía. Su buen nombre no se lo permite. Además, Cordillera no es el lugar más indicado para servir de residencia a una joven.

—Desde luego —admitió Nickels—; pero es que no pueden acompañarnos. Se expondrían a un grave peligro. Estos lugares no son seguros. ¿Por qué no hacen el viaje a caballo?

—¿Y cree que entonces iríamos más seguros? —preguntó Alicia—. ¿O es que así se evitaría usted el tener que velar por nuestra seguridad?

—¡Por Dios, señorita, no hable usted así! —protestó el gerente—. Me interesa su seguridad personal y por eso no quiero que nos acompañe.

—¿Teme por su responsabilidad? —preguntó don César—. En ese caso, ¿por qué no nos hace firmar un documento en el cual reconozcamos los peligros a que nos exponemos y con el que le salvemos de toda censura?

—Eso es —dijo Alicia.

—¡Está bien! —exclamó Nickels—. Lo haremos así, ya que insisten en ello; tal vez… Bueno, quizá sea mejor así.

—¿Qué quiere decir? —preguntó César.

—No puedo explicárselo, señor —replicó Nickels, por cuyo cerebro estaba pasando la idea de que la presencia de otros viajeros permitiría, acaso, librarles de las sospechas de los bandidos—. Mañana por la mañana, a primera hora, saldremos hacia Látigo. Espero que en el parador 126 encontremos al señor Azcón.