Jorge Azcón miró nerviosamente al individuo que estaba ante él. Mentalmente repitió el nombre que había escuchado en sus labios.
—James Kalz.
Era el mismo nombre que le diera Jedd Truman para identificar a su emisario.
—Salieron tres remesas sin importancia —siguió Kalz— y no fueron interceptadas. Todos creen que ya pasó el peligro. ¿Cuándo se enviarán los cuatrocientos mil dólares que Nickels guarda en su sótano?
—Pasado mañana por la mañana —murmuró Jorge, después de asegurarse de que nadie podía verle.
—¿Alguna novedad? —preguntó Kalz.
—Irán protegidos por una escolta de doce hombres.
—¡Oh! Nickels no quiere correr riesgos innecesarios. Bien. ¿Cuántas diligencias saldrán?
—Dos.
—¿Irá el oro repartido?
Jorge Azcón había llegado al momento en que su destino se tenía que decidir. Llevaba unos quince días en Cordillera. Había intimado con los altos empleados de la compañía «Minas de Cordillera». Todos le tenían por un hombre honrado; y podía seguir siéndolo si replicaba que el oro iría en la diligencia custodiada por los doce jinetes. En vez de eso, contestó:
—Irá en la primera, sin ninguna protección, escondido debajo de los asientos.
James Kalz sonrió.
—Bien —dijo—. El jefe estará contento. Adiós. —Oyendo pasos a su espalda, agregó—: Luego te traeré la carta.
Al salir cruzóse con un mejicano que avanzó tímidamente hacia el mostrador tras el cual se encontraba Jorge, quien movió negativamente la cabeza, declarando:
—No, no ha llegado ningún paquete para usted, señor López.
—¡Qué mala suerte! —suspiró el mejicano—. Hasta mañana, señor.
Volvió a salir y Jorge experimentó la misma sensación de otras veces. Estaba seguro de haber visto en otro lugar a aquel hombre; pero ni su rostro ni su manera de vestir le eran familiares. Y mucho menos la voz, que era la de cualquier mejicano. Sin embargo, el tipo… Al principio temió que fuera El Coyote; pero no podía haber dos seres más distintos que aquel López y El Coyote.
El mejicano salió de la agencia de Wells y Fargo y marchó lentamente calle abajo, siguiendo, a bastante distancia, al hombre que acababa de salir de la agencia después de haber sostenido una breve conversación con el factor, durante la cual este último dio muestras de un visible nerviosismo. ¿Por qué? ¿A qué obedecía aquella turbación?
El hombre a quien López iba siguiendo se había detenido frente a una de las tabernas de Cordillera y estaba desatando su caballo. Cuando el mejicano llegó cerca de él, un minero que había salido de la taberna le estaba preguntando:
—¿Te marchas, James?
—No, sólo quiero llegar hasta el río.
Sin duda era una excusa; pero tal vez no lo fuese. El río se encontraba a unos nueve kilómetros de Cordillera, y si James Kalz no volvía antes de la noche y ocurría algo, le sería muy difícil justificar su tardanza en regresar de un sitio tan próximo.
—Que sea lo que Dios quiera —decidió López, en quien un observador atento hubiese reconocido a Evelio Lugones.
Siguió adelante, torció por una calle transversal y llegó donde guardaba su caballo. Montó en él de un salto y picó espuelas. No buscó la carretera, sino los caminos que ya había estudiado, y sin preocuparse de si alguien le observaba, lanzóse al galope, acortando terreno. En menos de una hora alcanzó el río, mucho más arriba de la carretera, por la cual hubiese tardado demasiado. Ató el caballo a un árbol, descolgó el rifle de repetición, introdujo una bala en la recámara, colocó el percutor en el seguro y lanzóse a través de la espesura que bordeaba el río, hacia la carretera, procurando ocultarse a fin de pasar lo más inadvertido posible.
El jinete que aguardaba en la carretera, sentado en el suelo, junto a su caballo, y ocupado en convertir en humo un largo y apestoso cigarro, no le oyó llegar. Toda su atención estaba fija en el camino, ya que a lo lejos había vislumbrado a otro jinete que avanzaba sin prisa, aunque sin ir despacio.
—Me parece que lo acertaste, Evelio —se dijo López, que extremaba sus precauciones a medida que se iba aproximando a la carretera. Los últimos cuarenta metros los recorrió en diez minutos; pero tuvo la satisfacción de comprobar que una serpiente hubiese hecho mil veces más ruido que él, a menos que el tipo que aguardaba en la carretera fuese sordo como una tapia.
Con las mismas precauciones que si estuviera sentado sobre un lecho de cristales, Evelio Lugones se acomodó en una hondonada protegida por una cortina de arbustos que se hallaba a unos cinco metros del que esperaba. No se oía otro rumor que el del agua al acariciar las piedras del vado, y el de los cascos del caballo que se aproximaba. Al fin también cesó este ruido; pero entonces se oyó una voz que saludaba:
—Buenas tardes, James. Creí que no llegabas nunca.
—Hola, Paul —replicó Kalz—. He venido tan pronto como me ha sido posible. Dile al jefe que pasado mañana por la mañana sale el oro en la primera diligencia, que irá con pasajeros. Más tarde saldrá otra custodiada; pero no llevará nada y lo más probable es que interrumpa su viaje a mitad del camino, cuando calculen que la primera ya ha llegado a Látigo.
—¡Cuánta astucia! —rió el llamado Paul—. Se supone que estaremos enterados de que sale una diligencia protegida y que creeremos que en ella va el oro. Están convencidos de que evitaremos atacar a la primera a fin de que los de la segunda no sospechen que andamos cerca, ya que entonces volverían todos grupas y nos escamotearían el oro.
—Eso es lo que ellos imaginan; pero nosotros asaltaremos la primera, nos guardaremos el oro y dejaremos que la segunda y su escolta hagan el ridículo. Bien. Da la noticia y ya os encargaréis vosotros de lo que se debe hacer. Yo vuelvo a Cordillera. No conviene que noten que me he marchado. Por lo menos, que no se den cuenta de que he estado demasiado tiempo fuera.
—Buena suerte. Puedes contar con tu parte.
Los dos hombres se separaron después de cambiar un apretón de manos. Mientras uno regresaba hacia Cordillera el otro emprendía la marcha hacia Látigo.
—No estoy muy seguro de que no debiera haber probado en vosotros este Winchester —soliloqueó Evelio Lugones—. Si ahora tuviese yo a mano mi caballo seguiría a ese pícaro; pero no lo tengo, y aunque lo tendré dentro de muy poco, me parece que no lo alcanzaré, pues ya galopa como si le persiguieran dos diablos. Su caballo debe estar cansado de tanto descansar, lo cual aumenta sus probabilidades de fuga.
Lugones abandonó su escondite, se echó el rifle al hombro y partió a buen paso en busca de su montura. Montó en ella y alcanzando la carretera la siguió, porque hasta el parador 125 era el camino más recto para llegar adonde iba.
Cuando ya el sol casi se ocultaba tras las cercanas cumbres, llegó a la vista del parador 126, ante el cual estaba el caballo que antes había visto en la carretera.
«Pronto se cansaron el caballo o su amo», pensó el californiano.
Y como él no estaba cansado y no estaba tampoco dispuesto a consentir que su caballo lo estuviese, siguió adelante, después de dar un rodeo que le permitiera evitar el parador.
Cuando estuvo de nuevo en la carretera galopó sin descanso, mientras la noche iba llegando lentamente. Una lejana lucecilla le indicó la situación del parador 125, que también evitó, adentrándose en la sierra y dirigiéndose hacia un punto que alcanzó cerca de la media noche. En la última parte de su marcha fue guiado por la luz que brillaba a través de la ventana de una choza. Cuando llegó ante ella le aguardaban ya sus hermanos Timoteo y Juan.
—Ocurre algo —dijo—. Pasado mañana asaltarán una diligencia; pero no sé cómo ni dónde. Sin embargo, lo importante es que ya podemos decirle al Coyote quién suministra los informes. Es el chico. Lo hace como si tomara una purga; pero lo hace.
—¿Y qué tenemos que hacer nosotros? —preguntó Timoteo—. ¿Impedir el asalto?
—El jefe sólo quiere saber —recordó Evelio—. Debierais procurar enteraros de adonde van los bandidos cuando tengan el oro; pero nada de entrometeros en lo demás. ¿Qué sabemos nosotros de lo que El Coyote quiere hacer?
—¿Y cómo vamos a saber dónde se cometerá el asalto? —preguntó Juan—. Me parece que nos ha tocado la parte más difícil del trabajo.
—En mi puesto os quisiera ver yo —replicó Evelio—. A mí nadie me ha dado ninguna pista ni ninguna indicación. He tenido que agenciármelas yo sólito. Haced lo mismo. Abrid los ojos, aguzad los oídos, y ya veréis como algo se pesca.
—¿Te puedes quedar con nosotros? —preguntó Juan.
—Claro, y que mañana se den cuenta en Cordillera de que el peón López desapareció el día antes del asalto —gruñó Evelio—. En cuanto me volvieran a ver me ahorcaban sin mayores vacilaciones. Adiós. Cambiadme el caballo por otro que me pueda llevar a Cordillera en cuatro o cinco horas.
*****
Sam Nickels en persona, ayudado por Jorge Azcón, fue colocando los lingotes de oro debajo de los asientos de la diligencia. Aún faltaban dos horas para que se diera la señal de marcha y por lo menos una para que el coche fuera sacado de allí y llevado ante la puerta dé la agencia.
—Creo que esta vez les sorprenderemos —declaró el gerente de la mina—. No esperan esto. Dejarán pasar este coche, porque no se atreverán a dar la voz de alarma deteniéndolo. Y se cansarán de esperar al otro, pues no llegará hasta ellos. Pienso que se detengan en el parador 126. Para entonces esta diligencia ya estará en Látigo. Y desde allí el viaje es seguro.
—¿No sería preferible enviar también una escolta con la primera?
—¡Qué locura! —exclamó el gerente, colocando en su sitio las tablas y la colchoneta de crin que servían de asiento y que tapaban el hueco en que iba el oro—. Entonces sospecharían la verdad. No. Así todo saldrá bien. Además, ahora ya no tienen quien les informe.
—¿Cómo lo sabe?
—Su antecesor era el que daba las noticias a los bandidos. Usted, en cambio, es muy distinto. Yo siempre he dicho que nacer en el seno de una buena familia es la mejor garantía de honradez. Si, como decimos nosotros, todos los hombres son iguales, lo único que los debe distinguir es el lugar de su nacimiento. El que nace entre bandidos, será un bandido; pero si naciese en medio de gente honrada, sería honrado.
Jorge asintió:
—Claro. Es una buena idea.
—Lo es, lo es. Bien, ya está arreglado. Los viajeros se sentarán ahí encima, sin sospechar que viajan sobre trescientos mil dólares en oro.
Cuando dos horas después la diligencia partió hacia Látigo, Jorge Azcón sintió que allí se sellaba definitivamente su destino.
A las once de la mañana, después de cargar delante de todo el mundo que quiso verlo, varías cajas que se suponían llenas de oro, la segunda diligencia, escoltada por diez jinetes armados y por otros dos guardas instalados en el techo, partió en la misma dirección. Sólo tres hombres sabían que no llevaba nada de valor.
Dos de ellos eran Jorge Azcón y Sam Nickels. El tercero un mejicano que aguardaba pacientemente a que llegase la diligencia de San Francisco que debía traerle un imaginario paquete.
*****
Los Ángeles dormía bajo las brillantes estrellas. Un jinete se detuvo ante la casa de la india Adelia y llamó a la puerta con la culata de un revólver. Tres golpes espaciados y dos seguidos. Luego, al cabo de dos minutos, repitió la llamada y la puerta se abrió, permitiéndole entrar, sin descender del caballo, en la casa.
Leocadio Lugones le aguardaba ya en pie.
—Hola, muchacho —saludó El Coyote, cuando hubo desmontado—. ¿Hay alguna noticia?
—Muchas, señor; y puede que sean buenas para usted; pero no lo parecen.
—Cuenta. —Volviéndose hacia la india, El Coyote ordenó—: Adelia, puedes marcharte. Y procura no escuchar lo que vamos a decir.
—Seguro que no —sonrió la india, marchando con lento paso hacia el interior de la casa.
—Explícalo todo lo más de prisa que puedas —indicó El Coyote—. Luego ya te pediré que me aclares algunas cosas.
—Pues llegamos a los sitios que usted nos indicó y mis hermanos fueron a Cordillera y al bosque. A los nueve días de haber llegado, Evelio dio la noticia de que iban a asaltar la diligencia. Jorge Azcón es el que da los informes. Se los transmite a un tal James Kalz, y ése los pasa al resto de la banda. Para engañar a los bandidos, el jefe de las minas hizo cargar el oro en una diligencia en la cual sólo iban pasajeros, mientras que hacía preparar otra, muy custodiada, en la que aparentemente iban trescientos mil dólares. Pero los bandidos asaltaron la primera, se llevaron el oro y se burlaron de las astucias de Nickels, quien está completamente desconcertado, pues no sospecha de Jorge y empieza a creer que tiene espías en su propia casa.
—¿Está seguro Evelio de la culpabilidad de Jorge Azcón? —preguntó El Coyote.
—¡Pues claro que está seguro! —Y Leocadio explicó detalladamente lo que había descubierto su hermano.
—¿Habéis dado con el escondite de los bandidos?
—Sí, jefe; pero no lo descubrimos en el primer asalto. Entonces sólo averiguamos el camino que seguían a través del bosque; pero cuando Evelio nos avisó que iban a asaltar otra diligencia, nos apostamos allí y ¡ya lo creo que encontramos la cabaña donde se esconden! Está junto a un camino de carro que conduce a Látigo.
—¿Cómo se desarrolló el segundo ataque?
—El gerente de las minas necesitaba hacer llegar el oro a San Francisco y envió ciento cincuenta mil dólares en lingotes. Detrás de la diligencia iban quince jinetes armados, y dentro de ella otros tres; pero Jorge dio el soplo, y los bandidos esperaron, por primera vez en mucho tiempo, más allá del parador 125, que es el primero que se encuentra después de Látigo, yendo hacia Cordillera. La cosa fue muy sencilla. Colocaron unos barrenos en la falda de la montaña. Usaron nitroglicerina. La metieron en una cueva y ataron a los frascos un cordel muy largo cuyo extremo sostenía uno de los bandidos. En cuanto la diligencia pasó por debajo de donde estaba la carga y dobló el recodo de la carretera, el bandido tiró del cordel, echó al suelo aquellos frascos y voló media montaña. Por suerte para ellos, los guardas iban un poco retrasados y tuvieron tiempo de echarse atrás y salvarse del alud de piedras que se les venía encima; pero ya no pudieron seguir adelante, pues la carretera quedó interceptada. Entretanto, los de la diligencia, medio atontados por la explosión, no se dieron cuenta de que se les echaban encima los bandidos y se encontraron desarmados antes de saber quién les arrancaba los fusiles y los revólveres de las manos. Más tarde los encontraron atados dentro de la diligencia.
—¿Qué va a ocurrir ahora?
—No se sabe; pero Nickels no se atreve a enviar el oro, a pesar de que tiene los sótanos llenos. La agencia Wells y Fargo no quiere cargar con la responsabilidad de trasladarlo, y el sheriff de Látigo hace lo humanamente posible por pescar a los bandidos. Le hubiésemos podido decir dónde están; pero…
—Ya sé que no os dije que lo hicierais. Callad. En ese asunto debo intervenir yo. Que Evelio abandone Cordillera y se una a los que están en el bosque. Allí recibirán mis órdenes. ¿Qué has averiguado tú en Látigo?
—Allí hay un tal Jedd Truman que está en muy buenas relaciones con todo el mundo, especialmente con James Kalz y Paul Brandon, que son dos de los miembros de la banda. Kalz opera en Cordillera. El otro, en Látigo. Visitan muy a menudo a Truman.
—Ya sé que es el jefe —replicó El Coyote—. Antes averiguaban los envíos de oro por mediación de un tal Hobart que ahora se encuentra en Salt Lake City; al marcharse él, la tarea fue traspasada a Jorge, después de hacer recaer sospechas sobre el infeliz que antes estaba en su puesto.
—¡Vaya niño que les ha salido a los Azcón! —comentó Leocadio—. Suerte para él que su padre no puede verle.
—Oye una cosa —interrumpió El Coyote—. Lo que hace Jorge Azcón sólo debo saberlo yo. ¿Entiendes? Repíteselo a tus hermanos. Si alguien llega a enterarse alguna vez de lo que está haciendo… —Con una amplia sonrisa que heló de espanto a Leocadio, el enmascarado terminó—: ¡Si alguien llegara a enterarse de eso, me enfadaría mucho con vosotros! ¡Me enfadaría mucho! No lo olvides. Con los cuatro.
—Ya sabe que… que somos prudentes —tartamudeó Leocadio.
—Sólo deseo que lo sigáis siendo. ¿Sospecha alguien en Cordillera de Jorge?
—No, nadie. De él es de quien menos sospechan. En cambio, del pobre Nickels dicen muchas cosas malas. Él no es el dueño de las minas, sino un gerente, y hay quienes dicen que se está forrando para el día en que le echen.
—Perfectamente. Vuelve a Látigo y aguarda allí mis noticias. Indícame dónde se esconden tus hermanos en el bosque.
—Le traigo un plano que hizo Juan.
—Dame el plano.
El Coyote tomó la hoja de papel en que estaba dibujado el bosque y la estudió un buen rato. Hizo algunas preguntas a Leocadio y, por fin, se levantó.
—Os felicito a todos por vuestro trabajo. No creí que lo realizarais con tal perfección. Adiós. ¿Necesitáis dinero?
—No. Timoteo y Juan han encontrado un yacimiento de oro y lo están explotando. Es una lástima que no podamos quedarnos allí hasta que…
—¿Dónde venden el oro? —interrumpió El Coyote—. ¿O es que lo guardan?
—Lo venden en el Banco de Látigo. Es un Banco muy importante, que compra mucho oro y lo envía a San Francisco. Desde Látigo a San Francisco no hay peligro, porque aquellos sitios están muy concurridos. En cambio, de Látigo hacia arriba el territorio está desierto, a pesar de que parece haber oro.
—¿Tiene muchos clientes el Banco?
—Muchísimos. Todos los buscadores de por allí venden su oro.
—¿De quién es el Banco?
—Es una sucursal del Banco Astor, de Nueva York.
—¿Quién la dirige?
—Un señor muy viejo que aún no se ha acostumbrado a los tiros y que todo lo ha llenado de rejas.
—Está bien. Ya averiguaremos más cosas. Vuelve a Látigo y abre mucho los ojos. Averigua todo lo que te sea posible del sheriff. ¿Cómo es que no ha dado con el escondite de los bandidos?
—Porque nadie le ayuda. Un cazador que vivía en el bosque le dio una vez una pista; pero antes de que terminase de hablar le pegaron un tiro y por poco matan al sheriff, pues le obligaron a permanecer en un hoyo hasta que se hizo de noche. Después de aquello, por más que el sheriff ha pedido ayuda, nadie se la ha prestado. A Timoteo y a Juan también les fue a pedir que le ayudasen, pero ellos, como ya estaban advertidos, no dijeron nada.
El Coyote se puso en pie y, después de unos minutos de inmovilidad, volvióse hacia Leocadio Lugones y le dijo:
—Puedes decir a tus hermanos que estoy muy satisfecho de vosotros. Seguid vigilando.
—¿No sería preferible que Evelio siguiese en Cordillera?
—No. Va a ir allí alguien que le conoce, y no quiero que se sepa que Evelio ha estado en Cordillera.
—¡Pero si no lleva bigote y ni el mismo Jorge Azcón le ha reconocido!
—Haced lo que os digo. Y no olvidéis que nadie ha sido sorprendido por un exceso de precauciones.
El Coyote montó a caballo y abandonó la casa de la india, perdiéndose en la noche.
Aún no había transcurrido una hora cuando ya se encontraba en su casa, sentado en el salón, frente a una bandeja en la que había pollo frío, una taza de caldo y una copa de vino. Junto a la mesa, Guadalupe permanecía inmóvil, con la inquieta mirada fija en César, tratando de adivinar los pensamientos que se agitaban en el cerebro del dueño del rancho de San Antonio.
—Debo marcharme, Lupita —dijo de pronto César.
—¿Por qué? —preguntó Lupe.
—Debo resolver un asunto.
—¿Y exponer su vida?
—Acaso.
—¿Hasta cuándo seguirá así? ¿Por qué ha de correr siempre riesgos terribles? ¡Cómo si su vida no tuviera ningún valor!
—Sólo vale algo para ti y para el niño.
Guadalupe estuvo a punto de preguntar si no era suficiente; pero se contuvo.
—¿Adónde ha de ir? —inquirió.
—A Cordillera. A un par de días de San Francisco.
—¿No está allí ese bala perdida de Jorge Azcón?
—Sí.
—¿Y es por él por quien va a exponerse?
—Por él menos que por su padre y por Alicia Paredes. La muchacha le ama y tal vez aún sea posible salvarlo. Ella está convencida de poder sacar partido de él.
—¿Y con qué excusa irá a Cordillera?
—Eso es lo que me preocupa. Podría decir que voy a ver a mi prima Adelaida. Vive allí desde que se casó. Pero hasta ahora jamás se me había ocurrido visitarla.
—Creo que la excusa es menos difícil de lo que usted imagina.
—¿Cómo? ¿Se te ocurre alguna?
—Le creí mejor administrador de sus bienes.
—¿Tenemos algo por Cordillera?
—Heredó usted unas montañas…
—¡Oooh! —Gritó César—. Pero, cómo he podido olvidarme de eso. ¡Claro! Por cierto que esta noche, cuando Leocadio me dijo que en los bosques y montañas había oro que nadie explotaba, me extrañó. Y no lo hacen porque los yacimientos están en terreno privado y nadie quiere trabajar en beneficio ajeno. ¡Claro! ¿Y cuánto hace que tengo esas tierras?
—Casi unos diez años.
—¡Qué barbaridad! Y a lo mejor paso un mes entero sin encontrar la solución que tenía continuamente al alcance de la mano. Esas tierras deben encontrarse en el condado de Látigo, ¿verdad?
—Sí. Un hermano de su señor padre se las compró a los indios por un puñado de cuchillos. Luego el señor Greene arregló todo lo referente a los títulos de propiedad, pero como eran tierras sin valor, nunca se ocupó usted de ellas.
—En estos momentos me serán muy útiles —sonrió César—. Y como, según me han dicho, abunda el oro, en adelante nos ocuparemos un poco más de ellas. Mañana iré a despedirme de Alicia. Y como Leocadio aún estará en Los Ángeles, ve a verle y pregúntale si doña Adelaida está todavía en Cordillera.
*****
—Yo iré con usted, don César.
Alicia pronunció estas palabras con una firmeza tan grande que César de Echagüe comprendió que todos sus esfuerzos por hacerla variar de opinión serian inútiles.
—¿Qué estás diciendo? —protestó la señora Paredes.
—Quiero ir, mamá. Jorge está allí. Puedo estar en casa de tía Adelaida. Y si voy con don César y me acompaña doña Pura, nadie podrá encontrar ningún mal en mi viaje.
César de Echagüe empezó a arrepentirse del impulso que le había llevado allí. Estaba seguro de que Alicia no pensaría en acompañarle, y de pronto se encontraba con que la joven, muy firme, le anunciaba su propósito de ir con él hasta aquel poblado minero donde había tenido la mala ocurrencia de ir a pasar los últimos días de su vida prima Adelaida.
Y no era esto lo peor, sino que, de acuerdo con los informes que le había conseguido Guadalupe, prima Adelaida estaba pasando un mes y pico en Látigo, donde el médico del pueblo le curaba unas afecciones cardíacas, motivadas, sin duda, por la altura a que se encontraba Cordillera. Pero habiendo puesto como una de las excusas de su viaje el ir a visitar a su prima, aprovechando la ocasión de tener que poner en orden sus propiedades, no era cosa de decir ahora que Adelaida no estaba en Cordillera.
Aún luchó algún tiempo; pero al fin, como ya sabía, fue vencido, y con él la señora Paredes y hasta doña Pura, que al saber que pretendían arrastrarla hasta un poblado minero puso el grito en el cielo, para, al fin, quedar amansada y vencida.
Dos días después, Alicia Paredes, acompañada de su tío don César y de su señora de compañía, abandonaban Los Ángeles siguiendo el camino directo, sin necesidad de pasar por San Francisco, viajando en un coche conducido por el mudo pero fiel Matías Alberes[2].