Cuando la diligencia que conducía a su destino a Jorge Azcón se perdió de vista, César de Echagüe notó que Alicia Paredes estaba llorando silenciosamente. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas como si fuesen gotas de agua rebosando de un vaso demasiado lleno.
—¿Qué te pasa, Alicia? —preguntó.
La joven volvióse hacia él y con voz enronquecida por la angustia, declaró:
—Tengo miedo, don César. Cuando le vi marchar tuve la impresión de que nos separábamos para siempre. ¡Es horrible!
—¿Por qué piensas esas cosas? —preguntó César.
—Porque a Jorge le ocurre algo raro. Temo que no me haya dicho la verdad. Ha resuelto sus problemas; pero no lo ha hecho como él explica.
—¿Qué dices?
—No puedo hablar, don César. Le prometí no decir nada; pero si usted no hubiese venido quizá me habría marchado con él. Si yo estuviera a su lado seguramente le haría resistir mejor las tentaciones o los peligros; pero si vive solo allí…
—Creo que exageras —sonrió César—. Vuelve al hotel y prepárate para regresar a Los Ángeles. Yo subiré a ver a un antiguo amigo.
César de Echagüe entró en las oficinas de Wells y Fargo y se hizo anunciar al señor Watkins. Y como era el poseedor de un buen fajo de las acciones de la agencia de banca y transportes, el señor Watkins le recibió en seguida y durante un par de horas le estuvo informando de todo lo relativo a los envíos de oro desde Cordillera.
Cuando César volvió al hotel iba preocupado y pensativo. Jorge Azcón habíase librado de la ruina de una forma inexplicable, ayudado por alguien que permanecía en el anónimo, y después de salvar sus fincas y su pequeña fortuna, Jorge lograba ingresar en la agencia Wells y Fargo obteniendo un empleo que le llevaba al pueblo más castigado por los ladrones de oro. La suma de todos estos detalles sólo podía dar un resultado: Jorge Azcón había ingresado en la banda de salteadores para ocupar un puesto dejado vacante por un hombre de quien sus superiores sospechaban que estaba en connivencia con los ladrones. Era muy probable que el oro que había comprado aquellas acciones fuese una parte del que fue robado en Cordillera y Látigo.
—Tendré que intervenir —murmuró—. Y preferiría no hacerlo.
*****
Una semana más tarde, por las oscuras calles de Los Ángeles avanzaba un jinete. Su rostro desaparecía bajo las alas de un sombrero y el embozo de una larga capa. Si un observador hubiese podido llegar hasta treinta centímetros del rostro del jinete, hubiera podido ver que un negro antifaz completaba la barrera que el hombre interponía entre su identidad y la curiosidad ajena.
El jinete había entrado en el distrito mejicano y al poco rato se detuvo ante una puerta, a la que llamó con tres golpes espaciados y dos seguidos, dados con la culata de un revólver, llamada que fue repetida unos dos minutos más tarde.
Por fin una voz de mujer preguntó desde dentro:
—¿Quién llama?
—Soy yo, Adela —replicó el jinete[1].
Abrióse la puerta y apareció una india muy gruesa, de cabellos enteramente blancos, que sostenía con trémula mano un candil.
—¡Don Coyote! —exclamó, haciéndose a un lado y dejando que el jinete entrara en la casa.
El enmascarado desmontó y volviéndose hacia la india preguntó:
—¿Sabes dónde están los Lugones?
—Sí, señor.
—Necesito verlos inmediatamente.
—¿A todos?
—Sí. Hace tiempo que no han trabajado para mí.
La india no replicó nada más y desapareció en el interior de la casa, donde se la oyó hablar con alguien. El Coyote acercóse a la puerta y se asomó al exterior. La calleja estaba desierta. Nadie parecía haber advertido su presencia en aquellos lugares. Cerrando de nuevo, fue a sentarse en un banco y durante diez minutos permaneció allí, inmóvil, semejante a una sombra más de las muchas que llenaban la estancia.
Al fin se oyeron unos pasos recios, muy distintos de los de la india, y ésta apareció de nuevo, abriendo la puerta por donde había salido y dejando pasar a cuatro hombres de recio aspecto que se alinearon respetuosamente ante El Coyote.
—Hola, muchachos —saludó éste, levantando la cabeza y mirando a los cuatro hermanos que habían sido sus primeros colaboradores, aunque ninguno de ellos le conocía bajo su verdadera personalidad. Eran los Lugones, o sea: Timoteo, Leocadio, Evelio y Juan Lugones. Tenían fama de ser los mejores tiradores de rifle de la ciudad y quizá de California, y nadie se atrevía a enfrentarse con ellos. Nominalmente se ganaban la vida vigilando algunas haciendas en las épocas de la recolección o de la reunión de los ganados, pero su principal ingreso les venía del Coyote, que en algunas de sus operaciones los había utilizado para que le auxiliaran en sus empresas. En los últimos tiempos habían trabajado casi en exclusiva para don Goyo, obedeciendo la orden de su jefe secreto.
—Muchachos, os necesito —siguió El Coyote.
Los cuatro hermanos asintieron con la cabeza, indicando que estaban dispuestos a hacer lo que su patrón les mandase.
—¿Dónde tenemos que ir, señor? —preguntó Leocadio Lugones.
—¿Conocéis Cordillera? Está sobre San Francisco, en las montañas, cerca de Látigo.
—Lo conocemos, señor —respondió Leocadio—. ¿Hemos de ir allí?
—Sí; pero en vez de ir a Cordillera os instalaréis en Látigo. Uno de vosotros buscará un empleo en Látigo, otro irá a Cordillera y… Puedes ir tú, Evelio. Tienes un hermoso bigote sin el cual nadie te ha visto jamás. Te lo afeitarás.
—¡Oh! —gimió Evelio Lugones—. Pero… Bueno, está bien, señor; perdone.
—Estás perdonado, Evelio —sonrió El Coyote—. Sé lo que significará para ti perder tu bigote. Recibirás mil dólares por él. Sin el bigote, Jorge Azcón no te reconocerá, porque no creo que te haya visto muchas veces, ¿verdad?
—No; me parece que nunca se ha fijado en mí.
—Conviene tomar toda clase de precauciones, pues si Azcón llegara a reconocerte todo se perdería. Vestirás a la mejicana. Recibirás lo necesario para el traje. Juan y Timoteo se presentarán en Látigo como cazadores, vagarán por los bosques y averiguarán dónde tienen su escondite los bandidos que operan por allí. Ya sé que el trabajo no es fácil; pero debe hacerse bien. Sé que puedo confiar en vuestra inteligencia. Los bandidos deben tener, además de un escondite en los bosques, alguna relación en Látigo y otra en Cordillera. Quiero conocerlas. Sospecho que Jorge Azcón está complicado en los robos. Pero no tengo la seguridad. Me interesa saber con certeza si lo está o no. ¿Comprendéis? Si es culpable, se relacionará con algún emisario de los bandidos. Ese emisario partirá de Cordillera e irá a Látigo o al escondite de la banda para comunicar el mensaje o la información. Iréis, pues, a los lugares que os he señalado. Dentro de un mes necesito resultados prácticos que me permitan hacer algo. Uno de vosotros vendrá aquí y yo hablaré con él. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Entre Cordillera y San Francisco circula una diligencia con cargamentos de oro. Esa diligencia es asaltada de cuando en cuando, especialmente cuando lleva mucho oro. Nadie ha podido averiguar quiénes son los salteadores. Yo quiero saberlo. Aquí tenéis cinco mil dólares. Mil para cada uno y mil más para Evelio, a cambio de su bigote. Variad vuestras ropas; pero no lo hagáis en Los Ángeles. Marchad a San Francisco, no digáis que sois hermanos y, en días distintos, salid los cuatro hacia Látigo. Juan y Evelio pueden ir a caballo. Como es necesario que sean buenos caballos y en Los Ángeles don César es el único que los tiene buenos, comprádselos a él. Sé que tiene unos cuantos aún no marcados que son de muy buena raza. Os los venderá por quinientos dólares. Presentaos mañana en su casa. Aquí van los otros quinientos dólares.
El Coyote sacó del bolsillo un fajo de billetes de banco y después de contarlos se los tendió a Evelio Lugones, preguntando:
—¿Lo habéis entendido todo o es necesario que os dé más explicaciones?
—No, señor. Está todo entendido.
—Entonces, hasta dentro de un mes. Recordad que necesito resultados, y que no me conformaré con vaguedades.
El Coyote se puso en pie y, montando a caballo, aguardó a que Juan Lugones saliera a ver si la calle estaba desierta. Cuando recibió la señal de que ya podía irse, picó espuelas. Unos minutos después, el galope de su montura era sólo un lejano rumor.
—Me parece que nos ha encargado algo difícil —comentó Evelio Lugones.
—¡Habéis estado ganduleando un montón de tiempo! —gruñó Adelia—. Y mientras tanto él os ha mantenido. ¿Es que os asusta un poco de trabajo?
—Ya sabes que no —sonrió Leocadio—. Por mi parte estaba deseando que El Coyote se acordara de nosotros.
—Quinientos dólares por dos caballo —comentó Timoteo Lugones—. Es mucho dinero, ¿no, hermanos?
—Don Coyote merece que se los obtengamos más económicos —replicó Juan—. No creo que sea muy difícil.
*****
Tadeo Barrera, nuevo capataz del rancho de San Antonio, entró a la mañana siguiente en el comedor, donde César de Echagüe terminaba su desayuno en compañía de Guadalupe y del pequeño César.
—Señor… —empezó.
—¿Qué ocurre? —preguntó don César.
—Han venido Timoteo y Juan Lugones a comprar unos caballos.
—¡Ah! ¿Desde cuándo compran caballos los Lugones?
—Creo que es la primera vez, y han elegido a «Centauro» y «Centella», de la manada «C».
—Veo que tienen buen ojo. Son los mejores, ¿verdad?
—Sí, señor. Usted dijo que si alguien los quería debía pagar por ellos doscientos cincuenta pesos.
—Sí. ¿Y qué?
—Yo les pedí trescientos por cada uno, y se han echado a reír. Los Lugones, quiero decir.
—Ya imaginaba que no se habrían echado a reír los caballos. ¿Por qué les pediste tanto?
—Porque así he podido rebajar cincuenta pesos; pero dicen que no pagan más de ciento cincuenta por cada uno.
—Échalos a puntapiés —replicó César, reanudando el desayuno—. Me refiero a los Lugones, ¿sabes? No vayas a echar a puntapiés a los caballos.
Guadalupe y el niño se echaron a reír, pero Tadeo Barrera siguió muy seno.
—Son los Lugones, señor —recordó.
—¿Y qué? —preguntó don César.
—Pues… que no creo que encontremos a nadie capaz de echarlos a puntapiés.
—¡Ah! —Comentó don César—. ¿Es que en mi rancho no hay hombres capaces de echar a unos impertinentes?
—Cuando esos impertinentes se llaman Lugones la cosa varía un poco —sonrió Guadalupe—. Ya saldré yo a decirles lo que deben hacer.
—Aguarda, Lupe —interrumpió don César—. Saldré yo. Seguramente los convenceré.
Timoteo y Juan Lugones dejaron de acariciar a los dos hermosos caballos y cambiaron un guiño de inteligencia al ver acercarse a don César en compañía del capataz.
—Hola, muchachos —saludó César.
—Excelentes días, señor Echagüe —replicó Timoteo Lugones, mientras él y su hermano saludaban con una profunda inclinación al dueño del rancho.
—Me dice mi capataz que no podéis pagar lo que valen estos caballos.
—En efecto, señor, aunque lo sentimos en el alma, no podemos pagar los doscientos dólares que nos han pedido…
—Doscientos cincuenta —interrumpió Tadeo Barrera.
—¿Cómo? —Preguntó Juan—. ¿Es que ahora vas a decir…?
—Los caballos no se pueden vender por menos de doscientos cincuenta dólares —dijo César—. Y creo que eso es lo que valen.
—Es posible que valgan mucho más, don César —replicó, suavemente, Timoteo—, pero no podemos pagar tanto.
—Entonces elegid otros caballos —sonrió César, muy divertido—. Hasta los tengo de cinco dólares.
—Pero es que a nosotros nos gustan éstos —dijo Juan Lugones—. Nos hemos encariñado los unos con los otros, y sin duda los pobres caballos se morirían de pena si no nos los llevásemos.
—Os prometo que los consolaré.
—¿Y a nosotros? ¿Quién nos consolará?
—Está bien, dáselos por doscientos veinticinco dólares cada uno —propuso don César—. Os lleváis una ganga.
—Es que sólo tenemos doscientos dólares cada uno, y además necesitamos comprar las sillas de montar —declaró Juan—. Usted tiene abundantes sillas, don César. Le daremos doscientos dólares por cada caballo si nos lo entrega junto con su correspondiente silla.
—¡Eso es imposible! —Protestó Tadeo—. Saldría usted muy perjudicado, don César.
—Más perjudicado puede salir si insiste en creer que estos dos caballitos valen lo que él dice —comentó Timoteo, como si hablara con su hermane—. ¿No opinas lo mismo, Juan?
—Estoy muy de acuerdo contigo —replicó el otro, sacando un recio cuchillo y acariciando la hoja de acero.
—Sois un par de bandidos —sonrió César de Echagüe—. Pero os voy a hacer una pregunta y luego una proposición. ¿Para que necesitáis esos caballos?
—Tenemos que pasar unos días fuera de Los Ángeles… Algo más de un mes.
—¿Y luego volveréis aquí?
—Sí, señor.
—¿Y seguiréis necesitando los caballos?
—No. ¿Para qué vamos a necesitarlos?
—Pues entonces, entregad a Tadeo quinientos dólares. Él os prestará los caballos con su correspondiente equipo y además colgará de las sillas de montar dos buenos rifles Winchester de doce tiros, como nunca los habéis visto. Os marcháis, estáis fuera el tiempo que os parezca necesario, y al volver venís aquí, entregáis los caballos y el equipo en buenas condiciones y Tadeo os devolverá los quinientos dólares.
—No parece mala idea —comentó Juan.
—Opino lo mismo que tú —replicó su hermano.
—Entonces, trato hecho —dijo Juan—. Don César, es usted un águila. No sabía que tuviese tan buenas ideas. ¿Y son buenos de veras esos rifles?
—Dicen que no hay cosa mejor. No tenéis más que mover una palanca y, uno tras otro, podéis disparar hasta doce tiros. Pero no olvidéis que Teodomiro Mateos, además de ser muy buen amigo mío, es el que gobierna la policía de Los Ángeles, y que si yo le digo que me habéis engañado, os cortará las orejas y luego os meterá en la cárcel.
—No tenga usted miedo —dijeron a la vez los dos hermanos—. Vamos, Tadeo, enséñanos las sillas de montar, los rifles, las municiones y todo lo demás.
—Y además diles lo que han de comer los caballos y dales un saco de avena y otro de cebada, porque si no son capaces de envenenar a esos animales. Adiós y buen viaje. ¡Ah! Y no te olvides de recoger los quinientos dólares.
—Aquí los tiene, don César —dijo Timoteo, tendiendo cinco billetes al ranchero.
—Creí que sólo teníais cuatrocientos —rió César, guardando el dinero y marchando hacia la casa, en tanto que los dos hermanos se quedaban comentando en voz baja:
—Si El Coyote supiera esto nos daba un premio.
—Pero no debe saberlo y así luego podemos guardarnos los quinientos pesos —replicó Juan.
—¡Cállate! —protestó Timoteo—. ¿Quieres que El Coyote lo averigüe y sea él quien nos corte las orejas?
—¿Cómo lo va a averiguar?
—Cosas más difíciles ha descubierto. Es un demonio.
—Pero…
—¡Si quieres suicidarte, utiliza otro sistema, Juan! Un tiro en la cabeza es mucho más cómodo.
—Pero si él no se puede enterar…
—¿Sabes lo que te digo? —Replicó Timoteo—. Pues que no me extrañaría nada sj alguien me dijese que El Coyote sabe ya lo que hemos hecho. Y conste que no me imagino cómo podría haberlo averiguado. A veces pienso que El Coyote puede esconderse hasta dentro de un caballo. Vamos y olvida esas ideas tan geniales.