Capítulo II:
Cordillera

En la suave frescura del pequeño patio, que en el hotel se llamaba jardín a causa de los grandes tiestos de flores y plantas que lo adornaban, había sido dispuesta una mesa para Jorge y Alicia. La dama de compañía se instaló algo más lejos, frente a una mesita abundantemente provista.

Hacia el final de la cena, Alicia posó una mano sobre la de su novio y preguntó súbitamente:

—¿De veras no has hecho nada malo?

Jorge se sobresaltó ante lo inesperado de la pregunta.

—¿Por qué dices eso? ¿Qué cosa mala podía yo haber hecho?

—No sé; pero tengo miedo. Me asaltan presentimientos muy tristes. Ya comprendo que es una tontería; pero… no puedo evitarlo. Te creo cuando me dices que pudiste arreglar por ti mismo todos tus asuntos de Los Ángeles; pero cuando no estoy a tu lado y no oigo tu voz, escucho otras que dentro de mí me dicen que has mentido.

Jorge inició un gesto de enfado y Alicia le contuvo, rogando:

—Perdóname. ¡Te quiero tanto! Nadie te ha defendido como yo; pero sé que hace un mes estabas muy apurado. Tú lo reconociste. Y, de pronto, se resolvieron tus problemas, pagaste tus deudas y aún te sobró dinero. A mis preguntas respondiste con evasivas. ¿Por qué? Dime la verdad. Por terrible que fuera, yo te seguiría queriendo, porque mi amor por ti es más fuerte que el bien y que el mal, que la razón y la sinrazón. Por muy bajo que cayeras, hasta allí bajaría yo para estar a tu lado. Y aunque escalaras los cielos, yo subiría contigo.

—En ese caso no debes preocuparte. Acepta la situación que se ha creado y supón lo mejor.

—Quiero saber la verdad. De antemano te digo que nada en mí ha de cambiar cuando lo sepa.

—Entonces, ¿por qué quieres saberla?

—Porque el ver que no tienes confianza en mi me hiere muy hondo. ¿Quién te dio el dinero para pagar tus deudas?

Jorge vaciló unos instantes. Si algo bueno había en su vida, era su amor por Alicia. Y porque nada le asustaba tanto como perder aquel amor y además sabía que de confesar la verdad la perdería o veríase obligado a retroceder, y el retroceso le estaba vedado, tras una larga vacilación, durante la cual los ojos de la joven trataban de leer en el fondo de su alma, Jorge contestó en voz muy baja:

—Me ayudó El Coyote.

Los ojos de ella se iluminaron.

—¿De veras? ¿Fue él?

—Si —contestó débilmente Jorge.

La muchacha interpretó la vacilación de su novio como una repugnancia muy lógica. Jorge no quería faltar a la promesa que debía de haberle exigido El Coyote al entregarle el dinero.

—¡Cuánto me alegro! —exclamó—. Ahora ya no temo nada. Si él te ayuda, saldrás adelante y triunfarás en la vida. Sí antes le admiraba, ahora le adoro.

Jorge sintió desprecio por sí mismo. Aquella mentira podía haber sido una verdad. Y no lo era por un estúpido orgullo que le impidió aceptar la ayuda de un hombre honrado y preferir la de un canalla. Pero ya era demasiado tarde para volverse atrás. ¡Demasiado tarde!

Una hora después, Jorge subía a su dormitorio. Había dejado a Alicia y a su dama de compañía ante la habitación que ocupaban, y a medida que se alejaba de su novia veía crecer su culpa. Una mentira le había evitado una vergüenza…; pero aquella mentira no borró la realidad.

Abrió la puerta de su cuarto, la cerró tras él, con llave, y acercándose a la mesa donde estaba la lámpara de petróleo, la encendió. Cuando hubo colocado en su sitio la chimenea de cristal y se volvió para entrar en la alcoba, un grito de asombro se escapó de sus labios:

—¡El Coyote!

Estaba sentado en uno de los sillones, vistiendo su inconfundible traje, cubierta la cabeza con el sombrero mejicano y el rostro con un negro antifaz. En la mano derecha sostenía, indiferente, un revólver de largo cañón.

—¡El Coyote! —repitió Jorge, sin atreverse a dar un paso más.

—Buenas noches, Jorge —replicó el enmascarado—. No me esperabas, ¿verdad? Vengo a darte las gracias.

Jorge buscó apoyo en el respaldo de una silla.

—¿Las gracias? —tartamudeó—. ¿De qué?

—Vengo a darte las gracias por haberme achacado un favor que no te hice.

—¿Qué está usted diciendo?

—¿No me entiendes? No hace mucho le has asegurado a tu novia que yo te presté el dinero para salir de tu apuro.

—Es que… —Jorge no sabía cómo continuar.

—Sigue hablando —invitó El Coyote—. Me interesa saber por qué lo hiciste.

—¡No tengo por qué darle ninguna explicación!

El Coyote sonrió.

—Podría obligarte a que lo hicieras. Has llegado a ser accionista de Wells y Fargo. Y, además, empleado suyo. Dos cosas importantes. Te vas a Cordillera, o sea, a un lugar salvaje y peligroso. ¿Quién te ha ayudado? Yo no he sido, aunque así lo crea Alicia.

—¿Se lo ha dicho ella? —preguntó Jorge, tratando de hallar una explicación a aquel misterio.

—Sí. En cuanto supo que yo te había hecho tan gran favor le faltó tiempo para ir a verme y expresarme su agradecimiento.

—No es posible. Alicia lo ha sabido hace poco más de una hora. Y la acabo de dejar en su cuarto.

—No, no ha sido ella quien me ha contado tu mentira. Unos oídos que están a mi servicio te escucharon. No trates de recordar quiénes se hallaban cerca de la mesa cuando mentiste. No viste a nadie.

Tras una breve pausa, El Coyote siguió:

—Jorge, te has lanzado por un mal camino. Ese camino te conduce a un abismo. Lo sabes tan bien como yo. No sé, aún, cuáles son tus proyectos, ni lo que esperas; pero sí te anticipo cuál será tu suerte. Mentiste a Alicia porque no le podías decir la verdad. Y la verdad sólo se oculta cuando perjudica a uno mismo, o al ser a quien más se quiere, o a aquella persona con quien se está hablando. En este caso, la verdad te perjudicaba a ti. ¿Qué vas a hacer en Cordillera?

—Voy a trabajar.

—Ya sabes que no vas a eso sólo; pero no pretendo que me digas lo que vas a hacer. Hace tiempo rechazaste mi ayuda apoyándote en un falso orgullo. Si fueses de otra madera más recia, creería que un orgullo de raza te salvaba, sobradamente, de todos los peligros; pero sé de muchos que se sienten humillados cuando un hombre honrado les tiende la mano y en cambio se aferran a la que les ofrece cualquier canalla; que prefieren la compañía de un bandido, que no puede echarles nada en cara, a la de un amigo que, acaso, podría reconvenirles. Por última vez te ofrezco mi ayuda. Cuéntame la verdad y yo te sacaré del lío en que estás metido.

—¡No estoy en ningún lío! —protestó Jorge—. Y, si lo estuviera, me sabría arreglar yo solo, sin necesidad de ningún mascarón.

—Hablas muy fuerte, Jorge. Sigue adelante, ya que insistes en ello; pero no esperes poderte salvar. Sólo el camino recto es bueno. Si la justicia humana no te castiga, te castigará la justicia divina, cuyos golpes son mucho más terribles, porque a veces nos hieren de rechazo en los seres a quienes más queremos. Piensa en Alicia. Ella te ama con toda su alma, y tal vez algún día sea la que te castigue.

Por un momento, Jorge sintióse profundamente conmovido; luego, reaccionando, replicó:

—Si sólo ha venido a esto, puede marcharse, señor Coyote.

—Está bien. Que Dios te proteja. Creo que necesitarás su misericordia.

Levantándose, El Coyote se acercó a la lámpara y la apagó de un soplo. Luego, deslizóse hacia la ventana y Jorge vio un instante su silueta recortada contra el cristal. Pasaron unos segundos y al fin encontró fuerzas para volver a encender la lámpara. La habitación estaba vacía, y no se atrevió a intentar averiguar hacia dónde había escapado El Coyote.

Algún día tendría que recordar sus últimas palabras y maldecirse por no haber tenido el valor de aceptar la ayuda que por segunda vez le ofrecía aquel misterioso personaje.

Cuando a la mañana siguiente entró a verle Jedd Truman, Jorge tampoco se atrevió a informarle de la visita que la noche antes había recibido.

Al bajar al vestíbulo encontró a Alicia, vestida ya para acompañarle hasta la diligencia. Jedd se separó de él, despidiéndose con un hasta luego, seguido del consejo de que no se retrasara, pues el carruaje tenía que partir a una hora ya fijada.

Acompañado de Alicia, Jorge salió a la calle, cruzándose con un hombre que entraba en el hotel.

—¿Qué tal Alicia? —saludó el recién llegado, quien, volviéndose hacia Jorge, agregó—: ¿Cómo estás Jorge?

—Muy bien, don César —replicó el joven, aceptando la mano que le tendía César de Echagüe—. Perdone que no me entretenga, pero debo salir en la diligencia.

—Supongo que no pretenderás raptar a mi sobrina, ¿verdad?

En el momento, apareció la dama de compañía de Alicia y don César sonrió con fingido alivio, declarando:

—No; ya veo que aquí está doña Pura. ¿Cómo está usted, señora? ¿Le gusta San Francisco?

—Lo suficiente para no volver a poner los pies en esta terrible ciudad —replicó la mujer—. ¿Cómo está usted, don César?

—Perfectamente. Acabo de llegar de Los Ángeles. Mi prima me dijo que las encontraría a ustedes aquí y me pidió que las escoltase a su regreso. La pobre está algo inquieta por su hija y… por usted.

Mientras hablaban, César se había colocado junto a la dama de compañía, siguiendo a los dos jóvenes, que habían reanudado la marcha hacia el parador de las diligencias.

—¿Por mí? —preguntó doña Pura—. ¿Por qué ha de inquietarse la señora por mí?

—Porque esto es San Francisco, una ciudad donde por cada mujer hay veinticinco hombres, o sea una proporción escandalosa, en la cual ven los padres de la patria el origen de todos los desórdenes que la caracterizan.

—¿Y cree acaso que yo…? —empezó doña Pura.

—Sí, sí, aún está usted muy bien conservada y no tendría nada de extraño que algún minero enriquecido hallara en usted la esposa soñada. De ocurrir una cosa así, Alicia se habría encontrado en una situación bastante desairada. Y eso es lo que mi prima ha querido evitar. Me dijo: «Si Pura encuentra al hombre por quien viene suspirando»…

—¡Yo no suspiro por ningún hombre, don César! —protestó la mujer.

—No ha interpretado bien mis palabras, doña Pura —dijo César de Echagüe—. Mi prima quiso decir que si al fin encontraba usted al hombre ideal, podría abandonarlo todo por él. Además —aquí don César bajó la voz—, mi prima también estaba inquieta por haber sabido que Jorge Azcón estaba en San Francisco. Supongo que no habrá usted perdido de vista a la muchacha, ¿verdad?

—Ni un minuto —aseguró la mujer, no muy segura de ceñirse absolutamente a la verdad.

—¿Hacia dónde marcha Jorge Azcón? —preguntó César.

—A Cordillera, un pueblo minero perdido en las montañas.

—¿Cordillera? ¡Caramba! Allí vive otra de mis primas. ¿Está segura de que Alicia no ha proyectado ir a visitar a su tía?

—Creo… que no —dijo, alarmada, la mujer—. De todas formas, me alegro de que haya venido usted, don César. Si Alicia hubiese pensado en hacer eso, creo que no la habría podido contener. Ya sabe usted que es una muchacha enérgica, que no se detiene ante nada.

—En ese caso, yo tampoco podría contenerla —replicó César.

Habían llegado a la calle de California y se veía ya la gente reunida en torno a la diligencia que iba a partir hacia Cordillera.

—Sólo faltan cinco minutos —anunció Jedd Truman, acudiendo al encuentro de Jorge.

César de Echagüe le miró curiosamente. Conocía a aquel hombre, a quien había visto antes peor vestido y en una compañía nada recomendable. Truman, aunque le miró un momento, no pudo reconocerle; porque en aquella lejana ocasión don César iba encubierto por el antifaz del Coyote.

Jorge, estrechando fuertemente las manos de Alicia, decía:

—Pronto volveremos a vernos… En cuanto pueda disfrutar de unas pequeñas vacaciones, iré a Los Ángeles.

—Antes procuraré ir a visitarte. Mi tía vive allí. Su marido poseyó unas minas que vendió a la sociedad que ahora las explota. Al poco tiempo murió y ella no ha querido marcharse de Cordillera.

—Creo que es un lugar peligroso —dijo el joven—. No cometas ninguna locura.

—No la cometeré; pero… no podré pasar muchos meses sin verte, ¿sabes?

Jedd Truman hizo subir a Jorge a la diligencia, ayudándole a acomodarse frente a los otros pasajeros. Cerráronse las portezuelas, se cambiaron los últimos adioses y el vehículo, con gran estrépito, partió hacia su destino.

Durante toda la mañana la diligencia prosiguió su marcha hacia las montañas. En las primeras horas tuvo siempre a la vista la bahía, que dejó atrás poco después de San José. El viaje prosiguió por las estribaciones de las montañas. Por tres veces se detuvo la diligencia para cambiar los caballos, y en la segunda parada los viajeros tuvieron la oportunidad de comer de lo que llevaban o de lo que ofrecían en el mesón del parador.

Azcón y Truman se decidieron por lo último, ya que no llevaban provisiones, y lo mismo hicieron otros dos compañeros. Los restantes se sentaron al sol para comer lo que habían preparado para el viaje.

—¿Van ustedes a Látigo? —preguntó uno de los viajeros que se habían sentado a la misma mesa que Truman y el californiano.

—Yo sí —respondió Jedd—. Mi amigo va a Cordillera.

—Buen trayecto para hacerlo desde San Francisco —comentó el otro—— pero no me gustaría hacerlo al revés, desde Cordillera. Hay muchos bandidos. Claro que hasta ahora han evitado matar a nadie. Sólo roban oro. La gente lo sabe y procura no hacer resistencia. Si no se hace resistencia, no ocurre nada.

—¿Cómo está tan bien informado? —preguntó Truman.

—He visto dos veces a los ladrones —replicó el hombre—. Se portaron muy bien conmigo. No me robaron nada. Sólo se ocuparon del oro.

Jorge sintió un profundo alivio. Si sólo se trataba de facilitar los robos… Robar a una compañía poderosa no era tan grave como ser cómplice de unos asesinos. Jedd no le había engañado.

Al anochecer llegaron a Látigo, la más importante población del trayecto. Situada a poco más de la mitad del camino de Cordillera, la diligencia interrumpía allí su viaje y los pasajeros que continuaban hasta Cordillera debían pasar la noche en el parador.

—Yo me quedo aquí —dijo Jedd a Jorge—. Mañana deberá seguir solo, porque no hay nadie que continúe hasta Cordillera. Es lo mejor del viaje; pero no conviene que nos vean juntos.

Jorge estrechó la mano de su compañero y al verle partir sintió a la vez alivio e inquietud. Encargó la cena y entró en el cuarto que le fue destinado, tendiéndose un rato sobre la rústica cama. Látigo estaba a bastante altura y a partir de la puesta del sol el frío se dejaba sentir, a pesar de lo avanzado de la estación. Al cabo de un rato, Jorge tuvo que levantarse. Sentía escalofríos y recordó el alegre fuego que ardía en la chimenea de la sala. Arreglándose el traje, salió del cuarto y bajó a la sala. Estaba vacía y oscura, alumbrada sólo por el reflejo de las llamas. Sentándose en uno de los sillones de madera que se encontraban junto al hogar, Jorge encendió un cigarro y fumó lentamente, con la mirada fija en las siempre cambiantes llamas. El aroma del pino quemado le trajo lejanos recuerdos de su hogar, cuando, siendo un niño, se sentaba a los pies de su padre y le oía relatar las leyendas que ya eran viejas cuando América aún se ocultaba a los hombres más allá de las brumas atlánticas…

—Buenas noches, forastero…

La inesperada voz le arrancó violentamente de sus meditaciones. Sobresaltado, volvióse y vio a un hombre de mediana estatura, ancho de hombros, vestido con un traje de pana, con los pantalones embutidos en unas botas altas, y una ancha chaqueta en la cual relucía una estrella de plata.

—Buenas noches… sheriff —contestó Jorge.

—Soy Jay Martin —explicó el hombre, sentándose frente al californiano en otro sillón.

El joven adivinó la interrogación del sheriff y replicó:

—Me llamo Jorge Azcón.

—Me han dicho que se dirige a Cordillera —comentó el sheriff, y Jorge interpretó sus palabras como una pregunta relativa al motivo de su viaje al poblado minero.

—Sí, voy allí —contestó—. Pertenezco a la agencia Wells y Fargo. Debo ocupar la plaza vacante.

—Encantado de conocerle, Azcón —replicó el sheriff, tendiendo la mano a Jorge, como si hasta entonces no le hubiera considerado digno de ello.

Luego, Jay Martin sacó una corta pipa y la cargó de tabaco. Inclinándose hacia el fuego, cogió una ramita encendida y acercó la llama a la cazoleta. Durante estas operaciones su rostro quedó claramente visible. Era el de un hombre de unos cuarenta y cinco años, de enérgicas facciones, frente despejada, cabello y bigote grisáceos. Jorge había visto a otros muchos semejantes. Eran los sheriffs del Oeste, los hombres que representaban a la Ley y que la imponían por la fuerza, apoyándose en el derecho. Por primera vez, Jorge se dio cuenta exacta de su posición. Aquel hombre, que ya le miraba como un amigo, era su enemigo. Los dos estaban en campos opuestos, y si algún día Jay Martin descubría la verdad, Jorge debería luchar contra él.

—Tendremos que hablar mucho —siguió Martin—. Ocurren demasiados robos y tenemos que terminar con esos bandidos; pero hasta ahora ellos han llevado la mejor parte. Nadie los conoce. Tienen un territorio inmenso donde esconderse. Un territorio poblado por media docena de cazadores o buscadores de oro que en nada quieren comprometerse y que no nos ayudan. Claro que no se les puede culpar demasiado. Viven solos, apartados del mundo, y si alguno traicionara a los bandidos, ellos terminarían con él. Se inhiben de todo y dejan que yo, con siete u ocho hombres, y a veces la ayuda de unos cuantos habitantes del pueblo, busque a los ladrones por estas sierras y bosques. No es extraño que no cacemos a ninguno. Lo extraordinario sería que alguna vez tuviésemos éxito.

—La compañía me ha encargado de organizar de nuevo el transporte de oro —dijo Jorge—. Tendré que ponerme de acuerdo con usted.

—Y con Sam Nickels —replicó el sheriff—. Nickels es el gerente que la compañía Minas de Cordillera tiene allí. Es un hombre de mucha acción; pero a veces… No sé…

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Jorge.

—Nada; sólo quiero aconsejarle que en Cordillera no deje de observar a Sam. Si no fuese usted un Azcón, o sea, miembro de una familia honradísima, no le hablaría así. A su antecesor, la compañía Wells y Fargo le ha sacado de Cordillera porque sospechan que él era quien suministraba ciertos datos a los salteadores; pero yo sospecho de otra persona. Vigile, y, si descubre algo, avíseme.

—Lo haré; pero no acabo de comprender…

—Ya comprenderá cuando esté en Cordillera. Verá cosas inexplicables. Cosas que yo no puedo ver cuando subo allí en viaje de inspección, porque cuando yo llego todo cambia.

Jay Martin se pasó, con expresión de cansancio, una mano por la frente. Parecía un hombre vencido en una lucha contra una potencia infinitamente superior.

—¿Lleva usted mucho tiempo aquí, señor Martin? —preguntó Jorge.

—Varios años. Unos diez, por lo menos. Vine a buscar oro, encontré algunos yacimientos bastante buenos y los sigo explotando. Nickels me los ha querido comprar varias veces; pero no quiero venderlos. Dentro de dos o tres años habré reunido lo suficiente para retirarme. Entonces me iré a Nueva York, Chicago o a Europa y viviré en paz el tiempo que me quede de vida. Bien, señor Azcón, he tenido mucho gusto en conocerle. Si alguna vez averigua algo, recuerde que yendo unidos podremos triunfar de todos nuestros adversarios.

De nuevo estrechó Jorge la mano del sheriff, que poniéndose en pie se arregló el revólver que colgaba de su cinto y salió lentamente de la posada. Un momento después, el dueño del establecimiento anunciaba a Jorge que su cena estaba ya preparada.

—Ya he visto que hablaba con Jay Martin —agregó, mientras guiaba a Jorge hasta el comedor—. Es un gran hombre. Es una lástima que no tengamos dos docenas como él. Entonces no quedaría ni un bandido en estas tierras.

Jorge se sentó a la mesa y comenzó a tomar la sopa que le había sido ya servida. A la tercera cucharada recordó que no había replicado al comentario del posadero y asintió:

—Sí, sí, parece un hombre muy entendido… y valiente.

Y a pesar de que en el comedor también ardía un vivo fuego, Jorge sintió un escalofrío en el cuerpo. Estaba lanzado hacia un abismo del que no podría…

Con un sobresalto contuvo sus pensamientos, dándose cuenta de que iba a pensar lo mismo que le había dicho El Coyote. Para dominarse hizo un violento esfuerzo mental y buscó otro forna de conversación que le alejara de aquél.

—¿No ha venido el señor Truman? —preguntó.

—No. ¿Le esperaba usted?

—No es que le esperase; pero pensé que vendría.

—El señor Truman tiene siempre mucho trabajo. Su almacén no le deja descansar.

—¡Ah, sí, su almacén…! ¿Es muy importante?

—Es el único de Látigo. Nadie vendo las cosas que él tiene. Es uno de nuestros ciudadanos más respetables.

—Ya lo advertí durante el camino… Esta sopa está exquisita.

—Muchas gracias. ¿Es usted amigo del señor Truman?

—Le conocí en San Francisco y luego volvimos a vernos durante el viaje.

Jorge Azcón hablaba tan concisamente que el posadero comprendió que no obtendría muchos más informes de él, por lo que le dejó para ir en busca del resto de la cena, que fue servida sin que entre los dos hombres mediasen más palabras.

A la mañana siguiente, mientras se preparaba la diligencia para el resto del viaje, Jorge fue hasta el almacén de Jedd Truman. Éste le recibió como si fuese un cliente más y le llevó hasta la vitrina donde guardaba las armas de fuego.

—Un revólver es imprescindible en estas tierras —dijo, sacando un Colt del 44 y tendiéndoselo a Jorge.

Truman cogió un cinturón canana provisto de una funda mejicana y comenzó a llenarlo de cartuchos, colocando luego el revólver en la funda y dándoselo al joven. Mientras éste se lo ceñía, Truman siguió:

—Recuerde bien lo que hablamos. Ya sabe a quién ha de avisar cuando conozca los detalles de los envíos. Alguien me ha dicho que ayer estuvo usted conversando con Jay Martin. Le aconsejo que no cometa tonterías.

—Hablamos muy poco —se excusó Azcón—. Quiso saber quién era yo y adonde iba. Me propuso que trabajase con él para terminar…

—Ya sé; pero le repito que no olvide que las traiciones se pagan muy caras. Buen viaje, Azcón, y vea de darnos pronto buenas noticias. Hace tiempo que no operamos.

Jorge salió del almacén y dirigióse hacia la diligencia. Casi no se daba cuenta de nada de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Subió al vehículo sin advertir que, apoyado contra la pared del parador, se encontraba Jay Martin, quien le observaba pensativo, preguntándose si aquel sería el hombre más indicado para el difícil puesto que iba a ocupar. En el atractivo rostro de Jorge Azcón se advertían algunas de las señales más características de la debilidad moral.

Como atraído por la fijeza de la mirada del sheriff, Jorge volvió la cabeza y su vista tropezó con la de Jay Martin, que le saludó con un movimiento de cabeza, al que respondió Jorge con otro.

Un momento después la diligencia se ponía en marcha, y unos minutos más tarde Látigo se perdía a lo lejos, tras un recodo del camino que empezaba a bordear el macizo montañoso que impedía que la carretera siguiese recta hasta su destino. Durante tres horas marcharon teniendo a la derecha las altas cumbres pobladas de abetos, y por fin, cuando la sierra quedó a la espalda, eran ya las doce y media. La diligencia, cuyos caballos estaban rendidos, se detuvo en el parador 125, donde Jorge comió mientras era sustituido el tiro.

A la una se reanudó el viaje y a las cuatro de la tarde la diligencia volvió a detenerse en otro parador, éste era el 126. Allí aguardaban ya los seis caballos que debían ser enganchados y la parada se redujo a unos quince minutos, durante los cuales Jorge tomó un par de tazas de café, compró unos cigarros y prosiguió luego su viaje hasta Cordillera, a la que llegó cuando el sol, antes de ocultarse, besaba con sus rojizos rayos los tejados del poblado minero.

—¡Cordillera, señor! —gritó con voz potente el mayoral, inclinándose hacia la ventanilla.

Jorge no sintió ninguna alegría. Cordillera era el abismo al que había llegado tal como le pronosticara El Coyote, cuya ayuda había rechazado dos veces.