Pero la tranquilidad le duró muy poco a Jay Martin. Sólo el tiempo necesario para ir trasladando a su casa el oro escondido en el bosque. Cuando el último lingote de la fortuna robada estuvo en su oficina, encerrado en un cuarto cuya puerta estaba blindada, Jay Martin recibió una nota que le trajo un muchachito. La abrió, sin imaginar ni remotamente la sorpresa que le aguardaba. Antes de llegar al final, sintió como si una mano de hielo se cerrase en tomo de su corazón.
Jay Martin: Yo también sé la verdad y no me dejaré asesinar. He llegado esta noche a Látigo, directamente desde Salt Lake City. Vengo a recoger mi parte del oro robado. Jedd me lo contó todo, porque temía que algún día le matases. Ve en seguida al parador de la diligencia. Allí te aguardo. Pero no vayas con la idea de que puedes engañarme. No lo harás.
DANIEL HOBART.
—¡Aún quedaba uno! —murmuró—. Si lo hubiera sabido a tiempo…
No había un momento que perder. Iría al encuentro de Hobart; pero no le daría oro… Cogió un Winchester e introdujo una bala en la recámara; luego, cogiendo otro sombrero que pertenecía a uno de sus presos, Jay Martin salió de la cárcel y marchó hacia el parador. Al llegar a un centenar de metros del mismo se detuvo, asombrado. Sentado junto a la puerta, bajo un farol de petróleo, y leyendo un periódico, estaba Daniel Hobart.
Un violento temblor sacudió el cuerpo del sheriff. No cabía duda. Aquel era Hobart, y le estaba aguardando en el mejor de los sitios para…
Jay Martin levantó lentamente el percutor del rifle y…
Daniel Hobart no se dio cuenta de nada. Sintió un golpe en el pecho y perdió la noción de las cosas y de la vida. Cayó de la silla y quedó tendido en el umbral de la puerta.
El sheriff retrocedió hacia un callejón cercano tratando de ocultar el rifle para acudir luego a examinar el cadáver y apoderarse de las pruebas que pudiera llevar encima el muerto y que pudiesen comprometerle.
Se oían voces. Nervioso, Jay tiró el rifle a un rincón y quiso volver a la calle Mayor. Un grito de ira brotó de sus labios al ver que un grupo de hombres le cerraba el paso. Pero sobre todo le aterró ver, al frente de aquellos hombres, a uno vestido de mejicano, con el rostro cubierto por un antifaz negro.
—¡El Coyote! —gritó.
—Doce testigos te han visto matar a tu cómplice, Martin —dijo El Coyote—. Ahora ya saben todos quién asesinó a Jedd Truman y al pobre Jorge Azcón, que había logrado descubrir quiénes eran los jefes de los bandidos.
Jay empezó a comprender. El Coyote, por algún ignorado motivo, quería hacer pasar a Azcón por un hombre honrado… Ya nada importaba. Se daba cuenta de que estaba descubierto, de que había caído en una trampa, de que podía encontrarse el oro robado… Pero al menos mancharía para siempre la memoria de Jorge Azcón. Si El Coyote quería hacerle aparecer como un héroe…
—Bien —dijo—. Fuiste muy listo, Coyote. Pero si crees que podrás ocultar lo que fue en realidad Jorge…
El Coyote adivinó la intención de Martin.
—Un momento —interrumpió—. No sigas hablando, o te mataré como a un perro rabioso. Te concedo la oportunidad de empuñar tu revólver y defenderte. Apartaos todos.
—¡No! —chilló Jay Martin—. Yo diré la verdad. Diré quién era ese…
Nadie vio cómo El Coyote empuñaba su revólver. El movimiento desafió a la más aguda de las miradas; pero, de pronto, de la mano del enmascarado brotó una llamarada y la voz murió en la garganta de Jay Martin, que durante unos segundos aún quiso mantenerse en pie, como si le horrorizara la idea de que iba a caer para siempre en el fango en que hasta entonces había vivido. Por fin, con un estertor que terminó en un gemido, rodó por tierra y quedó de espaldas en un charco de agua, con los ojos sin luz reflejando las estrellas del firmamento.
—Tuve que hacerlo —dijo El Coyote, volviéndose a los demás—. Debía proteger la paz de unos seres inocentes y que han sufrido muchísimo.
Sam Nickels adivinó la verdad. El Coyote se refería a los padres de Jorge Azcón; pero también él corrió un piadoso velo sobre la memoria del muerto.
—Todo fue muy fácil —siguió El Coyote—. Jay Martin tenía unas minas que no valían nada; pero le servían para remitir oro a los bancos de San Francisco. Era una tapadera. En su oficina encontrarán el restante oro robado. Seguramente usted podrá identificarlo, Nickels, si hizo lo que le aconsejé.
—Sí que lo hice —replicó el gerente—. Y me salva usted, pues ya iba a presentar mi dimisión…
—No la presente ni me dé las gracias. Hoy he matado a dos hombres, y no me gusta el oficio de verdugo.
—¿A quién más ha matado? —preguntaron varios de los allí reunidos.
—Hobart vino a Látigo creyendo que Martin le llamaba. Recibió una carta que parecía de él; pero que escribí yo. Y Martin recibió una carta de Hobart que en realidad le envié yo. Era lo que hacía falta para descubrirle, hacerle castigar a Hobart y cerrar sus labios. Ahora, adiós. Y en adelante procuren mantener la ley y el orden en Látigo. Ya no tienen bandidos, ni sheriff, pero no creo que les cueste mucho encontrar uno mejor que Jay Martin.
Nadie replicó. Cuando El Coyote echó a andar, todos se apartaron para cederle el paso. Había un premio de cincuenta mil dólares para quien entregara vivo o muerto a aquel hombre. Sin embargo, nadie intentó ganarlo.
La alta figura del Coyote se fue perdiendo por la mal alumbrada calle, en dirección al sitio donde había dejado su caballo cuando se dispuso a anunciar a todos que iba a entregarles al verdadero jefe de la banda.
Cuando montó, la luz de un farol cercano reflejóse en la culata de uno de sus revólveres. Luego se oyó el galope del caballo, amortiguado por el barro que llenaba la calle, y, por fin, ya no se oyó nada.
Después de su victoria, El Coyote, como un ser de la noche, se fundía con la oscuridad sin dejar otra huella de su paso que la de su inexorable justicia.