Henry Wells y William Fargo habían contribuido como nadie a la conquista del Oeste. En San Francisco, entre las calles de California y Sacramento, junto a los muelles, tenían sus oficinas centrales. Éstas se componían, en primer lugar, de las oficinas bancarías, instaladas en un edificio de planta baja y un piso; junto al Banco estaba la oficina de ensayos —donde se contrastaba la pureza del oro— que en los tiempos de mayor auge de las explotaciones mineras llegaba a comprobar la pureza de un millón diario. A continuación se encontraba una posada y restaurante; los establos donde se guardaban los caballos de los correos y de las diligencias; una taberna; un hotel de dos pisos, cuyo picudo tejado se disimulaba con una falsa fachada, y, por último, un almacén donde se vendía y se compraba de todo.
Más de seiscientas diligencias del tipo «Concordia» se encargaban del tráfico entre San Francisco y las poblaciones mineras, a las cuales los agentes de Wells y Fargo iban a buscar el oro que desde San Francisco se distribuía por todo el mundo.
Semejante empresa de transportes y negocios bancarios no podía existir sin una formidable organización, en la que intervenían un número considerable de empleados.
Cuando Jorge Azcón se detuvo frente a las oficinas de Wells y Fargo, una diligencia acababa de llegar y se encontraba detenida frente al hotel. La curiosidad de los allí reunidos estaba dirigida hacia aquel punto, y casi nadie advirtió la entrada del joven en el edificio.
—¿El señor Hobart? —preguntó al empleado que acudió a su encuentro.
Unos momentos más tarde, Jorge era introducido en una de las oficinas del primer piso y se encontraba frente a un hombre vestido con gran elegancia, quien, después de examinarle, preguntó:
—¿Es usted el señor Azcón?
—Sí.
—El señor Truman me ha hablado de usted. Me dijo que deseaba invertir cien mil dólares en acciones de la empresa.
—Sí, señor. Traigo el cheque. Es de su Banco.
—Perfectamente. Le tengo ya preparadas las acciones. Pero me dijo el señor Truman que usted había insistido en que se extendieran a nombre de su padre. ¿Puedo preguntarle el motivo?
—Desde luego. Nosotros teníamos unas fincas que fueron vendidas por mí para reunir el dinero necesario para la compra de estas acciones. Al mismo tiempo que adquiero estas acciones, desearía obtener un empleo en alguna de las agencias de la Wells y Fargo. Así yo tendría un sueldo suficiente para mis necesidades y mis padres disfrutarían de una renta que bastase para asegurarles la vejez.
—Comprendo. Usted quiere dedicarse al comercio, variar su vida, convertirse en un financiero. ¿No es así?
Jorge, convencido de que la sangre se agolpaba en sus mejillas, contesto con un movimiento de cabeza.
Hobart sonrió levemente, replicando:
—Me alegro de poder ayudarle, señor Azcón, y, al propio tiempo me alegro de poder hacer un favor al señor Truman —que tanto interés demuestra por usted. El hecho de ser accionista de la compañía permite que le concedamos el puesto solicitado, a pesar de que son muchos los aspirantes. Wells y Fargo siempre ha preferido tener como empleados a sus accionistas, pues nadie mejor que ellos pueden velar por los intereses de la casa. Existe ahora un puesto vacante en Cordillera, una de las agencias de más importancia, pues se encuentra en pleno distrito minero, desde donde se remite más de un millón mensual en oro. Aún tengo atribuciones para concederle este puesto, pero de haber tardado unos días más no hubiese podido complacerle, porque se me traslada a Salt Lake City, para ocupar un puesto de mayor responsabilidad. Tengo extendido también su nombramiento. Si me permite, iré añora a hablar con mi superior.
Hobart salió del despacho y pasó a otro.
—Hola Hobart —saludó el ocupante de aquella oficina—. ¿Ocurre algo?
—Ha llegado el señor Azcón, de Los Ángeles. Viene por el nombramiento de Cordillera.
—¡Ah, sí! Me he informado acerca de él. Parece ser que pertenece a una importante familia que vive en Los Ángeles casi desde todo el tiempo de la colonización. Han ocupado importantes cargos públicos durante la época española, mejicana y también bajo el gobierno americano. Creo que ha hecho bien en aceptar su aportación y en ofrecerle el cargo. Necesitamos en Cordillera a un hombre honrado, aunque no conozca bien el trabajo que ha de realizar. Cordillera nos ha producido grandes pérdidas.
—Más de un millón de dólares, señor —replicó Hobart.
—Y lo peor es que al tener que negarnos a pagar las entregas de oro en Cordillera, como habíamos hecho hasta ahora, desprestigiamos el nombre de Wells y Fargo.
—No podemos seguir exponiéndonos a perder tanto dinero —dijo Hobart.
—Ya sé que obró usted cuerdamente al advertir que el oro se pagaría contra recepción en San Francisco; pero me gustaría mucho más que pudiera volverse al sistema de antes, o sea al de abonarlo contra entrega en nuestra agencia. Alguien ha estado informando exactamente a los bandidos, y aunque no se ha probado nada contra Joyce, opino que fue un acierto retirarle de Cordillera. Si era culpable, ha quedado anulado, y si no lo era, se alegrará de estar en un sitio menos comprometido. Cuando haya terminado con ese joven, hágalo pasar a mi despacho. Quiero conocerle.
Regresó Hobart a su oficina y le anunció a Jorge:
—Todo está arreglado. Mi jefe da su visto bueno. Mañana podrá usted partir hacia Cordillera para hacerse cargo de su puesto. Aquí tiene las acciones a nombre de su padre y dos mil dólares para sus gastos de traslado e instalación. Le aconsejo que deposite estos valores en nuestro Banco y mensualmente remitiremos a su padre quinientos dólares a cuenta de sus rentas.
Jorge Azcón preguntábase si aquel hombre era cómplice de Truman o bien, si, inconscientemente, hacía el juego al misterioso sujeto que le había salvado de la ruina, aunque exponiéndole a algo mucho peor.
—Aquí tiene su nombramiento y unas instrucciones impresas. Léalo en su hotel y esté preparado para iniciar con éxito su nueva vida. Ahora le acompañaré al despacho del señor Watkins. Me ha dicho que desea hablar con usted.
Cuando Hobart regresó de la oficina de su superior, fue a abrir una puertecita que daba a un cuartito donde había unas perchas y un lavabo. Jedd Truman estaba allí, sentado en una silla y jugueteando con un cigarro que no había encendido, sin duda para no denunciar con el aroma del tabaco su presencia en aquel lugar.
—Todo arreglado —dijo Hobart.
—Sí, ya lo oí —replicó Jedd—. Creo que hemos hecho una buena adquisición. El muchacho nos ha costado cincuenta mil dólares de deudas y más de cien mil de soborno; pero nadie dudará de él. Los asaltos a las diligencias continuarán, y aunque alguien llegue a sospechar quién nos da los informes, como ya se cometían antes de la entrada en escena de Azcón, no podrán figurarse que él sea, simplemente, un sustituto del antiguo confidente… Y tampoco sospecharán de ti, ya que, a pesar de haberte marchado, los robos seguirán como antes.
—¿No podríamos organizar algo en Utah? —preguntó Hobart.
—Tal vez más adelante —replicó Truman—; pero de momento explotaremos hasta el final la ruta Cordillera–San Francisco. Estamos demasiado bien organizados ahora para dejarla abandonada.
—¿No te dio el jefe ningún encargo para mí?
—Me pidió que te saludara de su parte y que te preguntase si habías recibido tu comisión.
—Claro. Pero me gustaría continuar trabajando en Utah.
—Todo se hará a su debido tiempo. Precipitar los acontecimientos es peligroso. Ahora me marcho, porque no quiero que Azcón me vea aquí. ¿No es peligroso que hable con Watkins?
—No. Sólo hablarán de lo referente a su trabajo. Watkins está convencido de que el muchacho es tan decente como lo fueron su padre y sus abuelos. Además, ingresa en la compañía como accionista.
—Entonces, adiós. Buen viaje y que disfrutes mucho en la tierra de los mormones.
Mientras Jedd Truman salía de la casa, Jorge Azcón escuchaba los consejos del señor Watkins.
—Siendo usted un joven californiano —decía el jefe de la agencia en San Francisco—, tendrá menos dificultades que otros en amoldarse al ambiente. Cordillera no es un lugar civilizado; pero es menos salvaje que otros puntos. Existen varías minas de oro controladas por la empresa «Minas de Cordillera», que ha ido adquiriendo todos los yacimientos y utiliza maquinaría muy moderna. Han llegado a enviarnos hasta un millón de dólares en oro mensualmente; pero en los últimos tiempos las remesas bajaron mucho. La compañía paga ahora a los empleados con oro, a fin de reducir al mínimo sus envíos. Entre Cordillera y San Francisco se encuentran las tierras del condado de Látigo, cuya capital es Látigo. Es una región desolada. Sólo existen bosques y algunas cabañas de cazadores. La frecuentan los tramperos y buscadores de oro y en ella se refugian los bandidos. Es imposible atacarles, porque no se dispone de las fuerzas necesarias. El sheriff de Látigo, Jay Martin, ha intentado por todos los medios terminar con la banda. No lo ha conseguido. Especialmente porque, al estar la región despoblada, los salteadores pueden moverse por ella sin que nadie los vea. En una región más habitada serían muchos los que podrían informar a las autoridades de los movimientos de los bandidos. Allí nadie los ve. Usted tendrá que ponerse en relación con Samuel Nickels, gerente de las minas, y decidir con él lo que se debe hacer para reorganizar el envío de mineral. Póngase también en contacto con Jay Martin, el sheriff. Entre los tres deben terminar con los asaltos. Y ahora, joven, le deseo mucha suerte. No olvide que los intereses de Wells y Fargo son sus intereses.
Antes de salir de las oficinas, Jorge Azcón regresó a saludar a Hobart, que le acompañó hasta la puerta y le vio alejarse hacia un destino que sólo podía ser trágico.
*****
Jorge Azcón llegó al hotel Frisco y encaminóse hacia dos mujeres que estaban sentadas en uno de los duros sofás del vestíbulo.
—Buenos días, doña Pura —saludó a la más vieja, que le replicó con una fría mirada, muy distinta de la que le dirigió su compañera, infinitamente más joven y atractiva, y a la cual Jorge se dirigió con estas palabras—: ¿Qué tal, Alicia?
Alicia Paredes era una de las muchachas más lindas de Los Ángeles. Los Paredes habían llegado a California en los albores de la conquista española, se instalaron en Monterrey y, más adelante, debido a una de las sublevaciones que distinguieron la época del dominio mejicano, viéronse obligados a buscar refugio en Los Ángeles. De su importantísima hacienda quedaba ya muy poco, pues entre los enemigos políticos, en los tiempos mejicanos, y más tarde a causa de las irregularidades de la revisión norteamericana, las propiedades de los Paredes se redujeron al mínimo. La única esperanza de la señora de Paredes estribaba en que su hija se casase con un rico hacendado que diera nuevo lustre a las viejas heredades; mas Alicia había cometido la locura de enamorarse de un hombre que no estaba en mejor situación que ella y del que, además, se decían en voz alta muy pocas cosas buenas y muchas malas en voz baja. Pero Alicia Paredes fue más firme que su madre y continuó el noviazgo. En aquellos momentos Alicia se encontraba en San Francisco acompañada de doña Pura, su dama de compañía, aparentemente con el fin de adquirir telas y algunas otras tonterías que no se podían hallar en Los Ángeles; pero en realidad para despedir a Jorge si éste se marchaba a su nuevo empleo.
Alicia había ganado una completa victoria cuando, contra lo que todos esperaban, la ruina de Jorge no se hizo efectiva y no sólo fueron liquidadas sus deudas, sino que, además, pudo vender sus tierras en muy buenas condiciones. Nadie sintió alivio tan grande como la muchacha que, levantándose, preguntó ansiosamente a Jorge:
—¿Ha salido todo bien?
Éste le mostró los documentos que traía.
—Ya está todo arreglado. Mañana salgo para Cordillera. Pero esta noche quiero que estemos juntos todo el tiempo que nos sea posible.
—Lo estaremos, Jorge —prometió Alicia—. Cenemos en el jardín. Allí no nos molestarán.
—¿Y doña Pura? —musitó Jorge.
—La dejaré donde pueda vernos; pero no oírnos —sonrió Alicia.