Capítulo VIII:
El Coyote

Cuando las nieblas matinales se ceñían a los picachos de la sierra, una vieja diligencia de tipo Concordia marchaba entre crujidos, chirridos y gemidos en dirección a San Francisco, tirada por seis fuertes caballos. Don Martin sostenía las riendas. De cuando en cuando hacía restallar el látigo sobre las cabezas de los animales y soltaba una sarta de juramentos, dirigidos a los caballos, que no turbaban a éstos ni al «Soñoliento». Bray, que se sentaba junto a él, con las manos apoyadas en el doble cañón de una escopeta cargada de perdigones casi hasta la boca. De su cinto pendía un viejo Colt reliquia de la guerra.

Un joven judío, el único ocupante del vehículo, se veía lanzado tan pronto a un lado como a otro, esforzándose, inútilmente, por encontrar un punto donde los movimientos de la diligencia fueran menos intensos.

Sólo «Soñoliento». Bray era capaz de dormir en medio de tanta sacudida y, por algún milagro, no perdía ni por un momento el difícil equilibrio.

De súbito, su tranquilo sueño fue interrumpido por una recia voz que ordenó:

—¡Levanten las manos, caballeros!

La orden fue dada en español, pero fue apoyada significativamente por un revólver de seis tiros que empuñaba un hombre vestido a la moda mejicana que, de pronto, surgió de detrás de unos abedules.

Pero «Soñoliento». Bray era hombre de acción que se había encontrado en más de un apuro semejante, saliendo siempre bien librado gracias a su prodigiosa puntería y rapidez de tiro. Casi antes de ver al que daba la orden de levantar las manos, Bray echóse la escopeta al hombro y llevó el pulgar hacia los gatillos.

No pasó de ahí. Con el revólver a la altura de la cintura, el mejicano disparó y antes de ver el fogonazo, Bray sintió en su oreja izquierda el abrasador mordisco de un moscardón de plomo que siguió su camino hacia el cielo. Al mismo tiempo, el desconocido levantó la cabeza y Bray, con los ojos desorbitados, descubrió el antifaz que cubría el rostro del salteador.

—¡El Coyote! —gimió y la escopeta resbaló de entre sus manos, al mismo tiempo que Don Martin echaba de un puntapié los frenos de la diligencia, que se detuvo en medio de una nube de polvo.

—Muy bien, amigos —rió el enmascarado—. Veo que habéis aprendido la lección. Tú, viejo, tira esa escopeta que llevas debajo del asiento…

La orden iba dirigida a Don Martin, que se apresuró a obedecer, tirando a tierra una escopeta algo más corta que la de Bray. Dirigiéndose a éste, El Coyote ordenó:

—Y tú tira ese revólver que te asoma por la funda. Así hablaremos mejor.

«Soñoliento». Bray obedeció presuroso, sin intentar demostrar su agilidad en el manejo del revólver.

—Perfecto —rió El Coyote—. Lo malo de los mayorales y sus guardas es que insisten en creer que las escopetas de caza se deben utilizar contra los seres humanos en vez de reservarlas para los conejos. A ver ese viajero que lleváis dentro.

El israelita asomó su asustado rostro enmarcándolo entre sus manos, bien abiertas como para demostrar que no guardaba en ellas ninguna carabina ni revólver.

—¿No lleva armas, Abraham? —preguntó El Coyote.

—No… no, señor bandido, no llevo nada, ni un arma, ni un cuchillo, nada…

—Está bien. Baje. Y vosotros también. Y daos prisa, no me vaya a poner nervioso y sin querer le vuele la cabeza a alguno.

En dos segundos, los tres hombres estuvieron alineados junto a la inmóvil diligencia.

—Señor bandido —gimió el hebreo—. No tengo dinero, sólo un mal reloj de plata…

—No me llame señor —respondió El Coyote, haciendo girar el revólver en torno al dedo índice de su mano derecha.

—No… no… le llamaré más señor, don bandido —tartamudeó el judío.

—No me llame bandido, tampoco. No me gusta.

El joven cayó de rodillas y levantando las manos hacia el jinete, preguntó casi llorando:

—¿Pues cómo quiere que le llame, señor?

El Coyote, y puedes guardar ese reloj. No me interesa la plata, sino el oro. Sube a la diligencia y aguarda a que termine con este par de buenas piezas. ¿Qué lleváis en el pescante?

—Nada importante —replicó, sin gran convencimiento, Don Martin.

El revólver que giraba en torno al dedo del Coyote interrumpió súbitamente su movimiento, y dos agujeros quedaron abiertos en la copa del sombrero del conductor de la diligencia. A través de la nubecilla del humo de su disparo, El Coyote declaró:

—La próxima vez que trates de engañarme, no me molestaré en evitar que la bala atraviese tu estúpida cabeza. ¿Entiendes?

Don Martin se encogió cansadamente de hombros y, volviéndose, levantó las manos hasta el pescante, haciendo caer al suelo una recia caja de roble asegurada con gruesas bandas de hierro y cerrada con un enorme candado. Luego, secándose el sudor que perlaba su frente, declaró:

—No llevamos nada más. Pero ya es bastante, señor Coyote. Se lleva uno de los mejores botines que se han perdido por aquí.

—Me alegro. Ahora subid otra vez al pescante y llevad a este hijo de Israel a su destino. Os advierto que sería muy peligroso para vosotros cometer la locura de regresar antes de tiempo a Arbolado.

—Adiós —gruñeron Don y Bray.

—Hasta la vista —rió El Coyote— No os olvidéis de decírselo a King Colin. ¡Hasta la vista! Nos volveremos a ver más de una vez.

Cuando la diligencia iba a doblar el próximo recodo de la carretera, Don Martin volvió la cabeza. En medio del camino junto a la caja que contenía los veinticinco mil dólares en oro, El Coyote permanecía inmóvil, empuñando su revólver y con la mirada fija en el carruaje que se alejaba. Asustado, Don Martin no se atrevió a volver de nuevo la cabeza, a pesar de tener la seguridad de que el salteador ya no podía verle.

Cuando el sheriff, acompañado por veinte hombres y por Blanton y Garner, llegó al lugar donde había sido asaltada la diligencia, la pista dejada por El Coyote estaba tan fría que era inútil intentar seguirla. Buck Blanton y Red Garner instaron al sheriff para que examinara todos los rastros próximos al lugar del asalto, pero todos se perdían a poco en el rocoso suelo de la sierra.

Varios jinetes llevaban cuerdas a las que se había hecho ya el nudo para ahorcar al Coyote; pero, al fin, hubo que deshacer los nudos y todos volvieron, fracasados, a Arbolado, donde les aguardaba una noticia sumamente desagradable.

Aprovechando la ausencia del sheriff y de la mayoría de los hombres del poblado, El Coyote había surgido cuando menos se le esperaba, en las oficinas de la agencia de transportes, donde sólo se encontraban los empleados, ya que Clay Abbot y King Colin habían ido a prometer a los propietarios del oro que ellos les pagarían el importe del seguro.

—Hijos míos, no deseo haceros ningún daño —les dijo por encima de sus dos revólveres—. Colocaos de cara a la pared y no me obliguéis a aumentar con plomo vuestro peso en unas cuantas onzas.

Los empleados se dejaron convencer en seguida y hasta ayudaron al Coyote a cargar los sacos de oro que la mina «Oro Grande» había entregado unas horas antes, recibiendo un resguardo de seguro por sesenta mil dólares. Sin que nadie soñara en molestarle, El Coyote abandonó Arbolado llevando tras él dos caballos cargados con su botín.

—¡Ha firmado su sentencia de muerte! —rugió Red Garner, cuando el abatido King Colin le dio la noticia del segundo robo.

—Tal vez la hayamos firmado nosotros —suspiró Clay Abbot.

—No. La mina «Soledad» quiere enviar un cargamento de cincuenta mil dólares —dijo Red—. ¿Qué piensas hacer, King?

—No lo acepto —gimió King—. El Coyote dijo a Don y a Bray que volvería a asaltarles. Sería una locura enviar ese oro…

—Se enviará. No estamos para tirar estúpidamente quince mil dólares.

—Prefiero no ganar quince mil antes de perder ciento cincuenta mil —declaró King.

Red Garner se inclinó, amenazador, hacia King.

—Escúchame —dijo—. Estamos metidos todos en este juego y vamos a seguir juntos hasta el fin. Tú expondrás el dinero que hemos ganado y yo expondré mi vida.

—¿Qué quieres decir? —preguntó King.

—Yo vigilaré el transporte del oro. Iré en el pescante, con un revólver en cada mano, y ya veremos si el señor Coyote se atreve a detenerme.

Un profundo silencio siguió a estas palabras. Al fin King declaró:

—Es tu vida lo que expones, Red, pero también nuestro dinero.

De un bolsillo Red sacó un fajo de billetes y lo tiró sobre la mesa, diciendo:

—Aquí van mis veinte mil. Si tuvieras que pagar el seguro, esto te ayudará a hacerlo. Avisa que ya pueden traer el oro.

Al día siguiente, cuando la noche pesaba aún sobre la tierra, la diligencia abandonó Arbolado. Don Martin la conducía, pero «Soñoliento». Bray no quiso por nada del mundo acompañar a Red Garner.

—Es un imbécil —dijo Don Martin—. Aunque El Coyote nos vuelva a detener, a mí no me hará nada. De haberlo querido me hubiese matado entonces. Si no lo hizo es que seguramente no le interesa mi muerte…

—Además, ahora yo estoy contigo —dijo Garner—. Vas seguro.

—Eso es lo de menos —replicó Don Martin—. Por muy de prisa que usted tire, no aventaja al Coyote. Es algo de miedo verle cómo tira. En un momento dado su mano está jugando con el revólver. De pronto, ¡pam!, ya tiene usted una bala silbándole por encima de los sesos. ¡Y menos mal si puede oírla silbar!

—¡Ojalá nos encontremos con él! —declaró Red Garner—. Te demostraría cómo le haría callar para siempre.

La diligencia había salido ya del pueblo y avanzaba con intenso fragor por la carretera, bordeando un profundo despeñadero que se abría a su derecha.

—En cuanto le tenga delante —siguió Red—, verás cómo le destrozo a tiros. No me conformaré con una sola bala —agregó—. Le meteré doce en el cuerpo. Y en seis segundos.

—Será algo maravilloso —comentó una burlona voz detrás de Garner, quien sintió contra su espalda un duro e inconfundible contacto—. Eres magnífico, Red. Hola, Don, me olvidé de darte cuarenta dólares para que te compraras un sombrero nuevo.

Red Garner había quedado inmóvil, como transformado en hielo. El desconocido continuó, apretando con más fuerza su revólver contra la columna vertebral del bandido:

—Es delicioso oír hablar a los que son tan valientes como tú. Sigue adelante, Don, haremos el viaje casi hasta San Francisco; pero Red no vendrá con nosotros. Estoy seguro de que su presencia te molesta tanto como a mí.

—¿Qué piensa hacer, señor Coyote? —preguntó Don Martin—. ¿Le asesinará?

—He estado reflexionando sobre eso —replicó El Coyote.—. De momento pensé en aguardaros por el camino y darle a Red la oportunidad de morir con los revólveres en la mano.

—Eso es lo que hubiese hecho un hombre valiente —gruñó Red.

—Tal vez —admitió El Coyote—. Pero yo no tengo necesidad de demostrarte a ti ni a los demás que soy capaz de llenarte de balas el corazón. Resulta ya tedioso el ir matando gente a tiros. Y además, resulta caro. Si te tomamos a ti como ejemplo, todos reconocerán que no vales el plomo que se necesitaría para echarte de este mundo. Claro que te podría matar con uno de estos revólveres —siguió El Coyote, arrancando de sus fundas los revólveres de Garner—. Pero de todas formas sería malgastar el plomo.

—¿Me va a matar sin darme una oportunidad? —preguntó Garner—. Si tan seguro está de matarme, ¿por qué no quiere que resolvamos el asunto cara a cara?

—Pienso darte una oportunidad, Red. ¿Ves el hermoso despeñadero que tienes a tu derecha? Pues ésa es tu oportunidad. Salta. Si te partes la cabeza, estará muy bien partida. Si te salvas… otra vez nos encontraremos cara a cara. ¿Aceptas?

—¿Quiere que salte? —preguntó, horrorizado, Garner.

—Sí. Te resultará muy divertido.

—Pero… me mataré.

—Así lo espero.

—Usted no puede hacer eso. Es un crimen…

—Tal vez. Contaré hasta tres. En cuando diga «tres» dispararé y entonces sí que nada te salvará de la muerte. En cambio, si saltas, quizá te libres con una pierna o un brazo rotos.

—Eso es un crimen —gimió Garner.

—Uno.

—No tiene derecho a hacer…

—Dos —interrumpió El Coyote, hundiendo con más fuerza el cañón del revólver en la espina dorsal de Garner—. Y voy a contar…

Lanzando una maldición, Garner saltó de su asiento y lanzóse hacia el despeñadero, por el que rodó entre un alud de piedras que le acompañaron hasta el fondo. Don Martin había detenido la diligencia y, como El Coyote, escuchaba con atención. Oyóse un grito de agonía y luego un sordo golpe, que llegaba del fondo del abismo. Cuando se hubo apagado el rodar de las piedras, el silencio reinó en absoluto.

—En paz descanse —comentó Don Martin.

—Era un hombre muy malo, Don; pero como Dios es tan compasivo, quizá le haya perdonado. Continúa.

Sin replicar nada, Don Martin soltó los frenos y juró descuartizar a los seis caballos si éstos se negaban a galopar como demonios. Luego, volviéndose hacia El Coyote, preguntó:

—¿A dónde quiere que le lleve?

—A un sitio donde tengo unos cuantos caballos para trasladar el botín. Creo que es de los buenos.

—Ciento cincuenta mil dólares. Creo que con esto hunde al jefe.

—Aún le queda bastante; pero cuando termine con él no tendrá ni para las flores de su tumba.

—¿Cómo ha aparecido tan de repente? —preguntó Don Martin—. Donde menos me lo imaginaba era detrás de nosotros.

—En la guerra, Don, conviene presentarse por el lugar más inesperado y en el momento más inoportuno para el enemigo.

—Empiezo a creer que no debe usted sus triunfos a la casualidad, señor Coyote. Y me alegro de no figurar entre sus enemigos.

—Es una suerte para ti; pero si sigues, mirándome de reojo y tratando de descubrir algún detalle que te permita luego identificarme, me veré obligado, muy contra mi voluntad, a volarte la cabeza. ¿Entiendes?

—Sí, sí… no le miraré más.

—Eso debes hacer. Si no miras, no verás lo que no debes ver. Cuando llegues al final de la cuesta, detente.

Y como para entretener el tiempo que faltaba, El Coyote comenzó a tararear una popular tonada mejicana.

Don Martin, sintiendo una serie de continuos escalofríos, guió los caballos hasta el final de la larga pendiente. Entonces se detuvo bajo unos abetos que cubrían con sus ramas la carretera y muy cerca de los cuales se veían tres caballos.