King Colin se paseaba nerviosamente por la estancia. Desde hacía tres años vivía en Arbolado y hasta poco antes había echado terriblemente de menos a San Francisco. Sin embargo, en aquellos momentos sentía las mismas inquietudes que le obligaron a poner tierra de por medio entre San Francisco y él.
—¿Estáis seguros de que se trata de Farrell? —preguntó, volviéndose hacia sus tres compañeros.
—Claro que era él —replicó Buck Blanton—. ¿Crees que olvidaría su cara?
—Era él —asintió Red Gamer, encendiendo un cigarrillo en la llama del quinqué colocado sobre la mesa—. Además, no trata de ocultar su identidad.
—Menos miedo me da Farrell que El Coyote —dijo Clay Abbot.
—Pues a mí nada me placería tanto como encontrarme cara a cara con El Coyote —dijo Red Garner—; pero no es probable que nos dé la cara.
—¡Claro que nos la dará! —gruñó Clay Abbot—. ¿Crees que si no estuviese dispuesto a luchar se habría molestado en contestar a la demanda de Gallagher? Desde el momento en que contestó tan pronto es que piensa luchar contra nosotros.
—¿Y qué puede un solo hombre contra cuatro bien decididos? —insistió Red—. Hasta ahora sólo ha peleado contra gente débil…
—Si los de la Calavera te parecen débiles —se burló Abbot.
—En aquello le acompañó la suerte. Además, al principio luchó contra miembros aislados. Contra toda la banda sólo peleó una vez.
—Y la exterminó —dijo Blanton.
—Un tiro de suerte —insistió Garner.
—Hace muchos años que la Suerte acompaña al Coyote —recordó Abbot—. ¿Por qué no ha de seguirle favoreciendo?
—Algún día le abandonará, y ese día será aquel en que Red Garner le tenga frente a sus revólveres.
—Recuerda, Red, que Gort Gallagher era mil veces más rápido que tú —dijo Clay—. Sin embargo, El Coyote le arrancó el revólver de la mano y luego le señaló. Si hubiese querido le habría matado.
—¿Queréis callaros de una vez? —gritó King Colin—. Tenemos otros problemas más importantes. Ese Farrell puede estropearnos el buen negocio que estamos realizando. ¿Creéis que habrá venido para investigar los asaltos a las diligencias?
—No —respondió Garner—. Sólo el sheriff tiene autoridad para hacerlo y es nuestro de pies a cabeza.
—Puede traicionarnos.
—Le costaría la vida.
—Entonces, ¿a qué ha venido?
—En busca de un corazón —dijo Blanton.
—¿Qué corazón? —preguntó King.
—El de Ida —respondió Blanton—. ¿Es que no te has dado cuenta de que la chica no está enamorada de ti?
—Hablas mucho, Buck, y te expones a que un día… te haga callar.
—¿Cómo hiciste con Gort? ¡Bah! Él estaba encariñado con la chica y no quiso descubrirnos por no perjudicarla con la publicidad, pero yo no estoy enamorado de Ida ni de nadie, y para hacerme callar tendrías que matarme con tu propia mano, para lo cual te faltaría hombría.
Entornando los ojos, King advirtió:
—Si quieres que te demuestre que no me falta hombría lo haré cuando quieras.
—¿Ahora? —preguntó Buck, llevando velozmente la mano derecha a la nacarada culata de su revólver.
Red Garner le impidió empuñar el arma y, al mismo tiempo, se interpuso entre él y Colin, que, muy pálido, había hecho, también, intención de sacar su revólver.
—No seáis loco —ordenó—. Después de la muerte de Gort, de Mike, de Lang y de Karpis, hemos quedado reducidos a la mínima expresión. Y vosotros aún queréis reducir más nuestras fuerzas. No sobra ninguno de nosotros y, por el contrario, aún faltan unos cuantos. Tenemos un buen negocio y nos conviene vivir para disfrutar de sus beneficios. Dejad, pues, los personalismos y trabajemos unidos. Unos tenéis miedo del Coyote y otros de Fred Farrell. El Coyote aún no ha aparecido por aquí, y Farrell no parece venir con malas intenciones. Dejémosle tranquilo y atendamos a nuestros asuntos. En primer lugar, hoy nos hemos reunido no para discutir temores más o menos infundados, sino para repasar las cuentas. ¿Cómo andamos de dinero, King?
—Dejémoslo para otro día, Red. Hoy no estoy de humor para discutir de dinero. ¿Necesitas algo? Te daré…
—No me des nada más que lo legal. Quiero que hagamos cuentas y que a cada uno se le dé lo que es suyo. La señora Kreider nos entregó cien mil pesos. De acuerdo con lo convenido, veinte mil a cada uno de nosotros y cuarenta mil a ti. Empieza a repartirlos.
—¿No crees que es mejor esperar algún tiempo?
—¿Para ver si entretanto nos morimos y todo queda para ti? Anda, empieza a sacar el dinero y a repartirlo. Si deseas tener una reserva de capital, confórmate con lo que se obtuvo de los asaltos a las diligencias que transportaban oro no asegurado.
—Ese dinero no se puede tocar —se apresuró a decir Colin—. Podría ocurrir algún accidente y entonces necesitaríamos responder de los seguros.
—¿Quién puede asaltar las diligencias? —preguntó burlonamente, Blanton—. Hasta ahora sólo nosotros lo hemos hecho.
—Pero entonces teníamos más gente —dijo Abbot—. Podíamos mantener una vigilancia que ahora resulta imposible. King tiene razón. Si algún bandido independiente nos robase tendríamos que abonar el seguro.
—Está bien —dijo Garner—. Repartámonos sólo el dinero del chantaje.
King Colin abrió una caja de caudales y de ella sacó una cartera llena de billetes de banco. Comenzó a contarlos y Abbot le ayudó en la tarea. Cuando terminó Colin, cada uno de los tres bandidos tenía ante él veinte mil dólares, y Colin, dos montones que sumaban cuarenta mil. Los cuatro guardaron el dinero que les había correspondido. Luego King anunció:
—Hoy la mina «Resolución» hace un envío asegurado en treinta mil dólares.
—¿Es ése su valor real? —preguntó Garner.
—No. El valor exacto es de veinticinco mil.
—Ya se han convencido de que es preferible valorar el oro que envían en mucho más del valor real. Así no sufren ningún asalto. Al principio lo valoraban en menos y se encontraron con que algunas veces recibieron de nosotros veinte mil dólares por un cargamento robado por nosotros mismos que valía, en realidad, cincuenta mil.
—¿Quién vigilará el cargamento? —preguntó Colin—. ¿Alguno de vosotros?
—No es necesario —dijo Garner—. Pueden ir los hombres de costumbre. ¿Algo más?
—Nada más. Vigilad a Farrell.
—Y al Coyote —rió Red Garner—. No temas.
En aquellos momentos, Ida Hubbard permanecía, vacilante, a la puerta del almacén de Loewenstein. A través del sucio cristal del escaparate había visto a Fred Farrell. La noticia de la llegada del capitán a Arbolado le fue comunicada por el chino encargado de lavar la ropa de Colin y de su gente. En cuanto lo supo, Ida se apresuró a salir en busca del hombre en quien no había dejado de pensar desde que saliera de San Francisco. Pero ahora que ya sabía dónde estaba, una súbita timidez le impedía entrar y fingir como ya había decidido, que el encuentro era casual. Al ir a mirar de nuevo a través del cristal, una voz la contuvo.
—Buenos días, señorita Hubbard.
—¡Oh! —casi chilló Ida. Y en seguida—. ¿Usted aquí, capitán?
—Sí, señorita —sonrió Farrell—. ¡Cuánto tiempo sin vernos!
—Sí… mucho tiempo. E… entraba a comprar…
—No quiero estorbarla.
—No importa, ya volveré luego. En realidad no era nada urgente; pero como Loewenstein suele tener artículos de mercería… Pues… Pero ya lo compraré mañana. No se trataba de nada que me hiciese mucha falta.
—Entonces, ¿puedo acompañarla?
—Sí…, sí, claro. Iba a dar un paseo.
—Mejor. Yo también deseaba pasear. Sólo he entrado a comprar un poco de tabaco. Arbolado es muy hermoso.
—Antes lo era más —contestó Ida—. Cuando aún no había minas.
Comenzaron a caminar por las desiguales y estrechas aceras de tablas. A su alrededor se desarrollaba una vida semejante a la de todas las poblaciones mineras.
—¿Ya sabe que Gallagher ha muerto? —preguntó, de pronto, Farrell.
Ida inclinó la cabeza.
—Fue usted quien le detuvo, ¿verdad?
—Sí. Mató a tres compañeros suyos.
—Eran tres canallas —declaró fogosamente, Ida—. Mike, Lang y Karpis eran casi los peores de todos.
—¿Casi? —preguntó Farrell.
—Sí. Los peores son King y Garner. Blanton y Abbot son malos; pero no tanto.
—¿Por qué vive usted con ellos? —preguntó Farrell.
Ida le miró con los ojos llenos de angustia.
—King es mi tutor —murmuró—. Gallagher era el único algo bueno. Parecía sentir un gran cariño hacia mí… No, no era que estuviese enamorado. No me miraba como… como me mira King. Pero siempre me decía que hasta llegar a mi mayoría de edad no podríamos hacer nada. Yo creo que le tenía algo de miedo a King Colin.
—Si King Colin no hubiera entregado al fiscal que llevó la acusación contra Gallagher ciertas pruebas de pasados delitos, a Gort le hubiesen dejado en libertad —dijo Farrell—. Pero había algo en el pasado de Gort que sólo podía ser purgado con la muerte.
—Sin embargo, Gort también sabía muchas cosas de Colin. ¿Por qué no habló?
—Por usted. Temió perjudicarla. No quiso decirnos nada que pudiera comprometerá King Colin.
—¡Y el día de la ejecución, King y sus tres cómplices fueron a ver cómo le ahorcaban! —murmuró Ida—. ¡Quisiera matarlos a todos!
—Si me ayuda podremos terminar con ellos.
—Imposible. Son más fuertes de lo que usted se puede imaginar. El sheriff de este condado está a sus órdenes. King me compró la línea de diligencias porque dijo que era un mal negocio, y ahora la explota con beneficios fabulosos.
—¿Qué hace?
—Sólo él puede transportar oro y hace pagar los portes que quiere.
—¿Y por qué sólo él?
—Tiene la cesión de la línea y nadie puede establecer otra. Al principio los mineros transportaban ellos el oro a San Francisco; pero Mike, Lang y los otros los asaltaban y les robaban su oro. Y si alguno se resistía lo asesinaban. Al fin, como a la diligencia nunca la asaltaban, los mineros se vieron obligados a confiarle el traslado del oro; pero entonces King tuvo la idea de establecer un seguro. Por cada diez mil dólares que se trasladan, se pagan mil, y en el caso de que ocurra algún asalto, la compañía abona el importe del cargamento. Como la prima era muy elevada, nadie quiso pagarla; pero entonces volvieron a producirse los asaltos y al fin todos han accedido a pagar el seguro.
—¿Cuánto oro han robado?
—Los primeros asaltos le dieron a Colin un beneficio de doscientos mil dólares. La explotación de la línea de diligencias le proporciona unas ganancias inmensas.
—Sabiendo todo eso podría usted haber acudido a mí y hubiésemos terminado con King Colin.
—No poseo pruebas palpables. Sé que es así: pero con ello no basta. Un tribunal exige siempre pruebas. Además, siendo yo menor de edad, estoy a cargo de King Colin. Puede hacerme detener y lo haría en cuanto me atreviera a escapar de aquí.
Farrell inclinó la cabeza. Al cabo de un rato de caminar en silencio declaró:
—La muerte de Colin la libertaría, ¿verdad?
—No intente matarle.
—¿Por qué?
—Porque… temo por su vida. Colin es un traidor y siempre se hace proteger por sus cómplices. No reconoce ningún código de honor. En cuanto sepa que usted ha llegado le hará asesinar. Desconfíe de todo el mundo. No debiera haber venido.
—Nada me sería más grato que dar mi vida por usted, Ida.
La joven le miró con los ojos humedecidos por las lágrimas.
—Yo no deseo que usted muera.
—¿Por qué? —preguntó, anhelante, Fred.
Al cabo de unos segundos, Ida preguntó, en vez de responder:
—¿Cómo resolvió aquel apuro?
—Recibí la ayuda de un hombre que es el mismo que me ha enviado aquí.
—¿Quién es?
—Tal vez no haya oído hablar nunca de él. Es El Coyote. Nadie le conoce y hay muchos que dicen que es un delincuente.
—No, no lo es —murmuró Ida—. ¡Cuántas veces he pedido a Dios que lo enviara en mi auxilio! Hace días que le esperaba.
—¿Supo lo ocurrido cuando la ejecución de Gallagher?
—Sí. Clay Abbot habló de ello. Está asustado. Teme que El Coyote intervenga, pues entonces la suerte de todos ellos estaría sellada. ¿Ha hablado usted con él?
—Sí. Una vez me salvó la vida y otra vez me ha salvado el corazón.
—No entiendo.
—Me dijo que usted me amaba.
Ida no respondió y Fred, que la observaba ansiosamente, la vio sonrojarse.
—Me ordenó que viniese y…
Ida continuó sin volver la cabeza; pero al notar que Fred no seguía, preguntó con voz apenas perceptible:
—¿Qué le ordenó?
—Que viniese a Arbolado y… y me casara con usted.
Ida volvió lentamente la cabeza.
—¿Se burla de mí? —preguntó.
Pasando, sin transición al tuteo, Farrell aseguró:
—No, Ida, te amo demasiado para eso.
—Pero durante tres años…
—No me atreví a venir. Cuando acudiste en mi ayuda creí que te movía la piedad. Y aun ahora no me atrevo a decirte que te amo, porque he sabido que eres muy rica. Posees una fortuna de medio millón de dólares y yo… no puedo ofrecerte nada.
—A veces he deseado ser pobre, Fred. Desde que supe cuál era mi fortuna, comprendí que en ella encontraría el origen de todos mis dolores. Pero tú no debes temer que yo crea que es el interés el que te empuja hacia mí. Si rechazaste un dinero que te habría salvado, y lo rechazaste porque procedía de una mujer, no creeré que ahora has cambiado. Cuando me dijiste que ya estaba resuelta tu situación, mentiste, ¿verdad?
—Sí. Fue al volver a casa, después de separarme de ti, cuando encontré el mensaje del Coyote.
—Y noche tras noche fuiste a La Bella Unión para poder estar delante de mí.
—Sí.
—Y me miraste con ojos tan puros, que yo no pude por menos de fijarme en ti. De pie allí, junto a aquella odiosa mesa de ruleta, haciendo trampas para que la bola cayera siempre en el número menos cargado, mis ojos tropezaban siempre con miradas que eran como manos ansiosas que me desnudaran. Aquellos hombres eran bestias repugnantes. Sólo tú me mirabas como yo deseaba ser mirada. Por eso acudí aquella noche a tu casa. Al separarnos temí que no me hubieses comprendido.
—No te comprendí, porque tuve miedo de que tú tampoco me hubieras comprendido. Luego, al verte marchar de San Francisco, creí que huías por tu voluntad. Y creo que si El Coyote no me hubiese abierto un poco los ojos yo no habría comprendido nunca la verdad o nunca me hubiese atrevido a recorrer el breve camino que nos separaba. Ida, ¿quieres ser mi esposa?
—Sí, Fred, pero… no podré serlo hasta que llegue a mi mayoría de edad. Hasta entonces necesitaré el permiso de King Colin, quien podría anular el matrimonio.
—Entonces, Ida, mataré a King Colin.
Fred Farrell pronunció estas palabras con tal firmeza, que Ida no tuvo valor para protestar. Tan sólo con el pensamiento murmuró:
—Dios mío, protégele.