Capítulo V:
El marido de doña Rosario

Don Diego de Rivera tenía los brazos cruzados sobre el pecho y su expresión era la de: «Bien, supongo que ahora estará convencido de que es usted un imbécil, ¿verdad?». Pero no decía nada y continuaba observando al capitán Farrell, que se estaba convenciendo de que no faltaba ninguna ballesta ni ningún dardo.

—Todo está en orden —declaró Farrell, cuando hubo terminado la investigación—. Debo pedirle perdón por las molestias que le he ocasionado.

—Desde luego. Tiene que pedirme perdón. ¡Claro! No faltaba más. Ha cometido un atropello…

—Sí, sí, he cometido un atropello —replicó Farrell—. Y si usted lo desea me dejaré descuartizar en su honor.

—Sería una buena idea.

Conteniendo la risa, Farrell abandonó la sala donde don Diego guardaba su colección de armas antiguas y al regresar al salón cruzóse con César de Echagüe que bostezaba como si en vez de ser la hora de levantarse fuera la de irse a la cama.

—Buenos días, mi señor capitán —saludó César entre dos bostezos—. ¿Encontró ya al bandido que se escondió en esta casa?

—No buscaba a ningún bandido —replicó Farrell que sentía un cordialísimo desprecio contra César de Echagüe.

—¿No buscaba al Coyote?

—Buscaba algo que utilizó El Coyote.

—Pero El Coyote se le anticipó y se lo quitó en sus propias narices, ¿verdad?

—¿Cómo sabe…? —preguntó, violentamente, Farrell.

—Los fracasos se conocen antes que los éxitos. El criado que me despertó me dijo en seguida que El Coyote se… Bueno, se había tomado la libertad de entrar en las oficinas de Los Vigilantes, llevándose de allí el cuchillo que lanzó contra la horca. ¿O no era un cuchillo?

—No, no lo era —gruñó Farrell—. Y deje que le aconseje que atienda a sus asuntos y no se meta donde no le llaman.

—Perdone si he herido su amor propio, capitán. Ya sé que soy muy… Muy… ¿Cómo diría usted que soy?

—Muy imbécil, señor Echagüe. Adiós.

Y volviéndose hacia el señor Rivera, Farrell pidió:

—Le ruego me perdone, señor Rivera. A sus órdenes.

Cuando Rivera y Farrell hubieron salido, César de Echagüe soltó una carcajada y luego, mientras se dirigía al comedor, murmuró:

—Un imbécil… sí… Un completo imbécil. Pero no soy yo ese imbécil, capitán Farrell, no.

Poco después don Diego Rivera entraba en el comedor. Dirigiéndose a Echagüe, dijo:

—Don César, debió usted haberle cruzado la cara a ese impertinente capitán.

—¿Por qué?

—Pues… porque le insultó.

—¿A mí?

—Claro. Fue a usted a quien llamó imbécil, ¿no?

—¿De veras? Creí… Bueno, pues me llamó imbécil. No es el primero que lo hace.

—¡Ni el último! —bramó don Diego—. ¡Porque yo también se lo llamo!

—¿Y ahora se encuentra mejor?

—¿Yo? ¿Por qué me he de encontrar mejor? ¿Es que le he dicho que me encontrase mal?

—No, no me ha dicho eso; pero como parecía estar reventando por llamarme imbécil, supongo que ahora que lo ha soltado se encontrará perfectamente.

—¿Quiere decir que yo soy un… basilisco que de cuando en cuando tiene que reventar?

—¿Basilisco? No, nunca se me hubiera ocurrido llamarle así. No tiene ningún aspecto de eso. Más bien… No vale la pena.

—¿Qué es lo que no vale la pena?

—Decirle cuál es su aspecto.

—¿Cuál es mi aspecto?

—Ya le digo que no vale la pena. Si yo le digo lo que usted parece, usted se ofenderá y yo no me encontraré mejor.

—¡Quiero conocer su opinión acerca de mí, don César! ¡Y si no habla le… le…!

—¡Cuidado! —reprendió don César—. Estoy bajo su techo y soy tan sagrado como una astilla de la vera cruz. Si me hiere cometerá una acción tan reprobable que todos sus amigos le volverán la espalda.

—No tenga miedo. Puede insultarme impunemente. No olvido la ley de la hospitalidad.

—Entonces le diré, ya que insiste en ello, que me recuerda a un perrazo que tuve. No, no se ofenda porque lo compare con un perro. Al fin y al cabo, es uno de los animales más nobles que existen. Más noble que el animal humano. Aquel perro era muy grande. Siempre estaba de mal humor. Siempre gruñía. En todo momento parecía dispuesto a echarse encima de sus semejantes y de los hombres. Cualquier cosa le arrancaba un gruñido de mal genio. Un día… un día trajeron un perrillo mejicano. Era un animalito odioso, siempre se estaba moviendo. A mí me recordaba a una lagartija. Al otro perro no le hizo ninguna gracia. A cada momento le echaba de su lado y parecía jurar que iba a comérselo; pero no se lo comió, y hasta le hizo sitio en su caseta, y le dejaba comer los mejores pedazos de su comida, porque creía que su delgadez y pequeñez eran debidas a la falta de alimento; pero siempre gruñía, siempre estaba de mal humor.

—¿Ya ha terminado?

—Sí. ¿No le ha hecho gracia?

—Ninguna.

—Pues siga pensando en ello y quizá dentro de algunos meses descubra la gracia. Adiós.

César salió lentamente del comedor, dejando a don Diego Rivera con la mano en la barbilla y el pensamiento fijo en el perrazo que le había hablado don César. Cada vez estaba más convencido de que su huésped se había reído de él.

Entretanto, don César, vestido con una elegante levita, sombrero hongo y sosteniendo entre los dientes un largo y aromático cigarro puro, se había instalado cómodamente en uno de los coches de don Diego y ordenó al cochero que le paseara por la ciudad.

Cuando desembocaba en la calle de Stockton una aglomeración de tráfico hizo detenerse el coche de don César junto a otro que iba en la misma dirección y que estaba ocupado por una dama de unos treinta y ocho años, cuya belleza era la de una mujer de veinticinco.

—¡Rosario! —exclamó César, levantándose.

—¡César! ¿Eres tú? —La mujer estaba dominada por una legítima alegría—. Pero ¿qué haces en San Francisco?

—Es mucho menos extraño que César de Echagüe se traslade desde Los Ángeles a San Francisco…

—Sí —interrumpió la mujer—. Resulta más extraño que doña Rosario Pedraza de Kreider deje su casa de Filadelfia para venir a San Francisco. ¡Cuánto he pensado en ti!

—Gracias. ¿Hacia dónde vas?

—Pues… Iba a ese barrio donde viven todos los chinos…

—Te acompañaré. ¿Puedo instalarme en tu coche? ¿No me expongo a que un marido celoso me tome por blanco de su revólver?

—No temas. Walter es muy comprensivo… —En este momento los pensamientos de Rosario parecieron alejarse. Con un esfuerzo se rehizo y, sonriendo invitó—: Siéntate a mi lado. Tenemos que hablar de muchas cosas.

César ordenó al cochero que le siguiera y pasó al otro coche. Acariciando la mano de Rosario, comentó:

—¡Qué poco has cambiado!

—Gracias; pero no me engañas. He cambiado mucho. ¿Y tu hijo?

—Creciendo como el trigo. Pronto me sentiré pequeño a su lado. Mi visita a San Francisco no tiene nada de particular. De cuando en cuando abandono la tranquilidad de Los Ángeles por el desorden de esta ciudad. Pero tu presencia aquí es inesperada. ¿A qué obedece?

—Asuntos de negocios. De mi marido. Es uno de los principales accionistas del ferrocarril Union Pacific. Están tendiendo la vía hacia Los Ángeles, y ha venido a inspeccionar unas obras. Quiso traerme para que volviese a ver mi tierra.

—¿La añorabas?

—No.

Rosario dio esta contestación con la mirada fija ante ella, como contemplando un lejano y amargo recuerdo.

César de Echagüe no pareció extrañarse de la respuesta. Como si en ella no hubiese encontrado nada anormal, siguió:

—¿Cómo está Walter?

—Cada vez más triunfante.

—Cuando os casasteis nadie tenía fe en él.

—No, nadie tenía fe en él —repitió Rosario—, pero triunfó, sus sueños se hicieron realidad, lo imposible se hizo posible. El ferrocarril atravesó todo el continente. Su insignificante fortuna se convirtió en una de las mayores de la nación. Hoy su voz es obedecida en los consejos de accionistas del ferrocarril.

——¿Y tú?

—La chiquilla que te molestaba cuando los dos éramos niños y nos reuníamos en el jardín de tu rancho se ha convertido en una dama importante que tiene todo cuanto desea…

—Menos el amor —murmuró César con la mirada fija en uno de los tejados de pagoda de las típicas construcciones del barrio chino de San Francisco.

—¿Qué dices? —preguntó, bruscamente, Rosario.

César se volvió hacia ella y vio la profunda alteración que se acusaba en su rostro.

—Perdona —pidió—. Me pareció notar cierta amargura en tu voz.

—¡Ojalá no le amara! —exclamó Rosario—. ¡Ojalá nunca le hubiera llegado a amar! ¡Así todo sería más sencillo!

—Cuando te casaste con él no le amabas mucho, ¿verdad?

—No. Entonces sólo él me quería. Pero es tan bueno, tan honrado, tan noble… Es imposible no acabar amándole. No es como…

—¿Cómo quién? —preguntó César.

Rosario pareció no oírle y al cabo de unos instantes César siguió:

—No es como Julio Laselva, ¿verdad?

—No…, no es como él… —Volviéndose hacia César, Rosario preguntó, inquieta—: Pero ¿cómo sabes…?

—¿Que estuviste enamorada de Julio Laselva? —César soltó una suave carcajada—. Todo el mundo, en Los Ángeles, lo sabía, Rosario. Pero él se casó con Adela Méndez… O con la fortuna de Adela Méndez, ¿no?

—Sí. Ni él ni yo éramos ricos…, pero si él hubiera esperado…

—La primera noticia que recibió al salir de la iglesia de Nuestra Señora fue la de que en su ranchito se había encontrado un filón de oro. De conocer la noticia una hora antes… tú serías ahora la viuda de Laselva.

—Sí; pero no hubiera sido tan feliz. No lamento aquello. Walter posee muy buenas cualidades. Es de esos hombres que se apoderan poco a poco del corazón de una mujer.

—¿Por qué te casaste con él?

—Tal vez por desengaño; pero ahora… ahora me dejaría matar antes que causarle un dolor.

—Cuando Julio Laselva murió lo hizo pronunciando tu nombre.

—No me hables de él. ¿Fue feliz?

—No. Adela Méndez comprendió la verdad y se vengó terriblemente. Hizo un infierno de su vida. Ella sabía que Julio no la amaba y que se casó con ella por su dinero. Al principio luchó por conquistar su amor; pero Julio era ya rico, no pudo retenerle por los lazos del dinero. Murió poco después que él.

—¡Pobre Adela! Todos sufrimos las consecuencias de la debilidad de Julio. Él, Adela y yo.

—Pero tú fuiste más afortunada.

—No, César. No basta en la vida cerrar los ojos. Si lo hacemos, podemos borrar la visión de las cosas que ocurren; pero no podemos detenerlas. Las cosas siguen ocurriendo y cuando volvemos a abrir los ojos encontramos las circunstancias mucho peores que al cerrarlos. Mientras no hemos querido ver, han seguido sucediendo cosas.

—¿Qué te ocurre, Rosario?

—Nada que tú puedas arreglar, César. Hace unos días aún hubieras podido solucionar mi problema; pero no me acordé de ti.

—¿Qué hubieses hecho de haberte acordado?

—Te habría pedido… Pero no vale la pena hablar de ello.

—¿Por qué?

—¿Puedes prestarme cien mil pesos?

—Sí. Vayamos al Banco de California y…

Rosario Pedraza movió negativamente la cabeza.

—Ahora ya es tarde. Debí haberlo hecho antes; pero no me acordé de ti. Te iba a preguntar si me hubieras prestado ese dinero; pero como ya ha pasado el momento, pensé que me dirías que sí; por eso te he preguntado si podías prestármelo ahora.

—¿Ya no lo necesitas?

—No. Desgraciadamente, otro me lo dio.

—Prefiero que tengas una deuda conmigo, Rosario. Devuelve el dinero y salda la deuda.

—Aquel dinero no fue prestado. Me lo dieron a cambio de otra cosa. Ya hemos llegado.

El coche se había detenido frente a una tiendecita en la que se veía un rótulo con caracteres chinos y otro con esa inscripción: AH SING–Joyero.

—Aguarda un momento, César.

Rosario descendió del coche y entró en la joyería. Unos cinco minutos después volvía a salir con un largo estuche en la mano. Dirigiéndose al cochero, ordenó:

—A casa.

Como César no preguntara nada, Rosario explicó al cabo de un momento:

—Llevé mi collar de perlas a arreglar.

—¿Estaba estropeado?

—Se le rompió el cierre. Es un collar muy hermoso.

César tendió la mano y, tras una leve vacilación, Rosario le entregó el estuche.

—Muy hermoso —comentó César, abriendo el estuche y contemplando el collar de gruesas perlas que estaba dentro de él—. Debe de valer una fortuna.

—Creo que costó cincuenta mil dólares.

—Regalo de tu marido, ¿no?

—Sí. Me lo dio el día diez de mayo del sesenta y nueve.

—¿El día en que en Promontory, Utah, se unieron la vía que llegaba de San Francisco con la que procedía del Este?

—Sí, en el momento en que se remachaba el último roblón, Walter me entregó este estuche. Era… era el premio que, según él, me correspondía por haberle ayudado. Los hombres a veces creen que nosotras les ayudamos por el solo hecho de no exigirles que nos dediquen toda su atención.

César sacó el collar y dejó que la luz del sol lo acariciara. Durante unos segundos lo estuvo sopesando y con el rabillo del ojo advirtió que Rosario había palidecido intensamente y que apretaba las manos como conteniendo la tentación de arrancar aquella joya de las manos que la sostenían.

—Muy hermoso —dijo al fin César, guardando el collar en el estuche—. No había visto nunca unas perlas tan gruesas. Las del centro parecen avellanas. Hace unos años no hubiera podido resistir la tentación de ofrecerte doscientos mil pesos por él; pero ahora… Si en vez de un muchacho tuviera una hija…

—Leonor debió de ser muy feliz contigo —murmuró Rosario, lanzando un leve suspiro cuando César cerró el estuche.

—Y yo también lo fui con ella —replicó César de Echagüe, recostándose contra el respaldo del asiento—. Pero en esta vida tenemos muy tasada la felicidad, Rosario. Los inteligentes, la consumen poco a poco y así les dura más. Leonor y yo devoramos nuestra dicha en unos pocos años. Y ahora… ¡Qué tontería! Debe resultarte cómico ver que un escéptico se emociona.

—¿Quién es el escéptico? ¿Tú?

—Sí. Por lo menos eso es lo que dicen todos.

—Yo nunca lo he creído.

—Tú no conoces al César de Echagüe actual. Recuerdas al niño que fue. A veces pienso que deberíamos vivir la vida al revés, terminando en la dichosa edad en que no se tienen angustias, inquietudes, tristezas y problemas.

—Entonces la muerte sería más terrible —contestó Rosario—. En cambio, ahora, cuando llega el momento de abandonar este mundo, nos resulta muy fácil. Al fin y al cabo, sólo dejamos atrás una tierra de sufrimientos.

Soltando una carcajada que sonó a falso, César exclamó:

—¡Bonita reunión de dos viejos compañeros de juegos! Estamos tan amargados como si para nosotros el futuro sólo tuviera pronósticos negros. Y al fin y al cabo, la esperanza, aunque dicen que es verde, yo la considero rosada. Pero me parece que ya hemos llegado. ¿Es ésa tu casa?

—Sí. La compró Walter. Dice que ahora viviremos bastante a menudo en San Francisco y que nos conviene tener una casa. La hizo construir sin decírmelo y me la regaló.

—Tienes todo cuanto puedes apetecer, Rosario —comentó César. Y como hablando para sí, agregó—: ¡Qué duro debe de ser ver en peligro una posición tan segura!

—¿Qué dices? —preguntó, angustiada, Rosario.

—¿Yo? —César aparentó sorpresa—. Nada. He pensado… Pero ¿es que he hablado en voz alta?

—Sí, César. Hace rato que hablas de una forma muy extraña, como si supieses todo lo que me ocurre.

—¿Qué te ocurre?

—¡Algo horrible! No se puede pecar y tener luego la esperanza de que nuestro pecado quedará bajo la tierra que van dejando caer los años que pasan. El pecado se niega a dejarse enterrar y continuamente resucita, y todos nuestros esfuerzos por volverlo a ocultar son, en realidad, como un alimento para él. En lugar de empequeñecerlo, lo aumentan.

César miró fijamente a Rosario, en cuyos ojos brillaban ya las lágrimas.

—¿Sigues siendo católica? —preguntó.

—Claro. ¿Por qué había de cambiar de religión?

—Vives en una tierra donde el catolicismo está en minoría y, por como acabas de hablar, he sospechado que tenías otra religión.

—¿Qué quieres decir?

—Si olvidas los preceptos de nuestra vieja fe…

—No los olvido; pero… ¿Qué me aconsejas?

—Confesión.

—Es tarde.

—Cada vez será más tarde… La confesión descarga nuestra alma. Si pecaste, confiésate.

—Un sacerdote me perdonaría… porque no es un hombre.

—Te equivocas. Los hombres a veces somos también sacerdotes.

—Durante muchos años he callado. Y este silencio ha aumentado mi culpa. Walter no podría perdonarme.

—¿Es a él a quien deberías confesarte?

—Sí.

—Bien. Entonces confía en Dios. A veces Él nos ayuda mucho mejor de lo que nosotros nos imaginamos. Pero… ¿No es aquél don Walter Kreider?

Un coche que llegaba en dirección opuesta habíase detenido frente a la casa y un hombre de unos cuarenta y cinco años había saltado a la acera y se dirigía hacia el coche de Rosario y César.

—Buenos días, Rosario —saludó. Y mirando interrogadoramente a César, siguió—: Creo recordarle a usted, caballero.

—Es César, Walter —respondió Rosario, poniéndose en pie y bajando del coche.

Kreider trató de hacer memoria. Al fin preguntó:

—¿César?

—De Echagüe —dijo César, bajando también del coche—. Compañero de juegos de su esposa.

—¡Es cierto! ¡El famoso don César de Echagüe, de Los Ángeles! Precisamente acabo de regresar de su ciudad. Es usted el afortunado poseedor de unos terrenos que necesitamos para levantar la estación.

—¿Afortunado?

—Sí, porque estamos dispuestos a pagar lo que nos pida. Le estuve buscando por Los Ángeles y al fin me dijeron que estaba usted aquí.

—Entonces tendremos que discutir de negocios, ¿no?

—No, don César, no habrá discusión, porque estamos dispuestos a pagarle lo que usted nos pida.

—¿Un millón?

Por toda respuesta, Walter Kreider sacó su cartera y de ella un cheque ya extendido que tendió a César, diciendo:

—Conforme; aquí está el millón.

César echóse a reír.

—Ustedes, los del Este, son terribles. Ahora comprendo cómo han podido tender el ferrocarril a través de todo el continente. Bien, no quería vender aquellos terrenos, pero me ha cogido usted la palabra y suyos son. Si me permite entrar en su casa, le extenderé el documento de venta. Hace usted un buen negocio.

—No creí a los californianos de pura cepa tan buenos comerciantes —dijo Walter—. ¿Cómo sabe que hago un buen negocio?

—Porque los terrenos que me compra son los únicos que le sirven para lo que usted desea… Hace unos años, cuando se empezó a hablar del tendido del ferrocarril, llamé a un buen ingeniero, que lo sería mucho mejor si le gustase menos el alcohol, y le encargué que estudiase el tendido de una vía férrea hasta Los Ángeles.

—¿Por qué lo hizo?

—Porque, inevitablemente, algún día el ferrocarril tenía que llegar a Los Ángeles, y quise estar preparado para ese día… Aquel ingeniero trazó cuatro proyectos. Uno, desde San Francisco; otro, desde Carson City; otro, desde Sacramento; el último, desde Salt Lake City. Por todos esos proyectos adquirí terrenos para venderlos en su día a los ferroviarios. Y cuando se trató de elegir un emplazamiento para la estación, me aseguró que, a menos que las compañías estuvieran locas, sólo había cuatro sitios lógicos para las estaciones terminales de los cuatro tendidos de vía. Compré por menos de cincuenta mil dólares los cuatro terrenos. A él le fijé una pensión de cincuenta dólares mensuales, y vive tan contento en mi rancho…

—Le doy cien mil dólares por ese ingeniero, señor Echagüe —dijo Walter.

—Acepto. Yo no lo necesito, y muchas veces me he asombrado de que los del Union Pacific no lo hubiesen descubierto. Le daré su nombre, pero les prevengo que deben mantenerlo alejado del alcohol… Cuando quieran que les resuelva un problema, prométanle una botella de ginebra. Entonces trabajará mejor que nunca.

—Entremos, Walter —sonrió Rosario—. Me atontas con esa facilidad para ofrecer millones.

Mientras entraban en la casa, Walter Kreider explicó:

—Yo sólo ofrezco el dinero cuando se trata de obtener algo que vale mucho más de lo que yo ofrezco. Un ingeniero capaz de predecir con exactitud los planes secretos del Union Pacific, vale millones… Los planos del tendido de esas cuatro líneas, señor Echagüe, nos han costado cinco millones y un año entero de trabajo de veinte secciones. Un ingeniero capaz de haber hecho por sí solo el trabajo de cuatro mil hombres, vale su peso en brillantes.

—Si es así, empiezo a creer que he sido un mal comerciante, señor Kreider —replicó César, cuya mirada recorría todos los rincones de la casa—. Bonita vivienda ésta.

—No la elegí yo —confesó Kreider—. Lo dejé todo en manos de un artista y he quedado satisfecho. Me costó mucho, pero todo es poco para mi mujer. Sin ella yo no hubiese sido nada.

—Ya sabes, Walter, que todo te lo debes a ti —dijo Rosario.

—No, chiquilla —replicó el financiero—. Hubo momentos en que me dejé llevar por el desánimo, y si tú me hubieras pedido que abandonara un trabajo que parecía tan inútil, lo habría hecho sin protestar. Nunca me pediste nada, siempre te portaste honradamente conmigo y por eso triunfé. ¡Qué poco es lo que te doy a cambio! Por cierto que antes de marchar a Los Ángeles, estuve buscando ese collar.

—¿Por qué? —preguntó Rosario con voz estrangulada.

—Quería darte una sorpresa —siguió Walter, que no había advertido nada—. Pero no pude encontrarlo y tuve que marcharme sin él. Estoy viendo que no podré darte la sorpresa.

—¿Qué sorpresa? —preguntó, débilmente, la mujer.

—¿No recuerdas lo que te prometí aquel día, en Utah, mientras se estaba poniendo fin a mi obra? Cada éxito mío iría señalado por una hilera de perlas, hasta que ese collar fuese el más valioso del mundo. El tendido de la vía hasta Los Ángeles ha sido otro éxito y quiero que quede señalado en el collar. He encargado ya otras cuarenta perlas. Dame el collar y las haré colocar en él. Tendrás que privarte de él durante algún tiempo. Ya sabes que las perlas que forman ese collar son muy raras y nada fáciles de encontrar. Lo tendrás dentro de un mes o dos.

Sintiendo que le faltaba el aliento, Rosario pudo decir, al fin:

—Si lo llevas ahora a arreglar no podré lucirlo en la fiesta que piensas dar a tus amigos y a los accionistas de San Francisco.

Walter hizo un gesto de contrariedad.

—¡Es verdad! —exclamó—. Me olvidaba… Faltan sólo veinte días. Y no podrás tenerlo para entonces. Bueno, siendo así, retrasaremos un poco el arreglo. No quiero que dejes de lucir el mejor collar de perlas de América. Don César, queda usted invitado a la fiesta. Aunque no sea usted accionista del Union Pacific, basta con que sea amigo de mi esposa.

—También soy accionista —rió César—. Tuve fe en el ferrocarril y compré tantas acciones como pude. Creo poseer unas seis mil.

—En ese caso, insisto en mi invitación.

—Gracias, pero no me será posible asistir a su fiesta. Para entonces tendré que estar en Los Ángeles, y en tanto que no circule el ferrocarril entre esta ciudad y aquélla, el viaje seguirá siendo muy lento.

—De todas formas, procure hacer un esfuerzo y venir.

—Lo procuraré, pero no confíe demasiado en mi venida. Ahora, si no tiene inconveniente, extenderemos el contrato de venta. Supongo que bastará que le extienda un documento reconociendo haber recibido un cheque por un millón de dólares a cambio de los terrenos de Santa Lucía.

—Desde luego. Su firma vale una fortuna. No necesitamos nada más. ¿Quiere que celebremos nuestro primer y rápido contacto comercial? Tengo en la bodega una colección de botellas de vino español más viejo que la conquista de California.

Un cuarto de hora más tarde, después de haber brindado por la felicidad de Walter y de su esposa, César salía de la casa, y, subiendo a su coche, que durante todo el rato había ido detrás del de Rosario, ordenó al cochero:

—Llévame al Barrio Chino. Al mismo sitio donde antes nos detuvimos. ¿Lo recuerdas?

—Sí, señor —respondió el cochero, haciendo restallar el látigo sobre las cabezas de los dos caballos que tiraban del ligero cochecillo.

César de Echagüe recostóse en el asiento y, sacando otro cigarro, lo encendió, pausadamente, contemplando, abstraído, las nubéculas de azulado humo que brotaban del habano.