Mientras seguía a don Diego, el capitán Farrell volvió a sacar la carta que había recibido y la releyó. Cada palabra parecía escrita con fuego y todas ellas le abrasaban el corazón.
«CAPITÁN: Hace tres años recibió mi primer mensaje. Lo recuerda, ¿verdad? Ahora recibe el segundo y con él la oportunidad de pagar aquel pequeño favor. Es necesario que no vea nada, que no encuentre nada y que abandone la idea de abrillantar, su carrera con un gran descubrimiento. Necesito el dardo que le ha puesto sobre la pista. Esta noche, a las dos de la madrugada, podrá encontrarme junto a las ruinas de la misión Dolores, para entregarme el dardo. Usted sabe dónde está. En su lugar deje esta nota, como recibo del dardo».
Tomando el otro papel que iba dentro de la carta, el capitán Farrell leyó:
«He recibido un objeto de mi propiedad».
—Un momento, don Diego —pidió Farrell.
—¿Qué quiere?
—¿Es ésta la habitación donde guarda sus colecciones de armas antiguas? —preguntó el capitán, señalando una recia puerta de roble.
—Sí.
—¿Es la única entrada?
—La única.
—Entonces deme la llave y mañana por la mañana examinaré mejor las armas.
—¿Por qué le he de dar la llave? —preguntó don Diego.
—Para evitar que se cambie nada —contestó el capitán. Y agregó—: Le aseguro que lo hago por su bien y que ningún perjuicio se le reportará de ello… Le doy mi palabra de honor.
Don Diego Rivera vaciló un momento y, por fin, tendió la llave al capitán, diciendo:
—No entiendo nada; pero confiaré en usted.
—Gracias —replicó Farrell, guardando la llave—. Así no le entretendré más. Buenas noches.
—Buenas noches.
Encerrado en su despacho, el capitán Farrell jugueteó distraídamente con el dardo arrancado del cadalso de Gort Gallagher. Jos Taylor se lo había entregado por ser él el jefe de Los Vigilantes, la organización civil dedicada a imponer la ley en la ciudad, y cuya jefatura había recaído en el capitán Farrell, que era considerado como el más enérgico de los militares de la costa del Pacífico.
Varias veces habían tenido que reunirse Los Vigilantes para dominar a los que trataban de alterar el orden en la famosa ciudad. En un principio fueron sólo una fuerza desordenada, mal armada y peor dirigida; pero al fin habían constituido una perfecta organización militar, provista, incluso, de artillería. Desde que Farrell estaba al frente de Los Vigilantes, la actividad de éstos había sido sumamente eficaz, hasta el punto de que después de un par de choques, los elementos subversivos de la ciudad convenciéronse de que era mucho más saludable no enfrentarse con Los Vigilantes.
—Sólo ustedes pueden luchar contra El Coyote y vencerlo —le había dicho unas horas antes Jos Taylor, entregándole el dardo.
El capitán había vacilado y, de buena gana, hubiese rechazado el encargo que le hacía Taylor; pero no podía explicar a éste los motivos que le impulsaban a sentir una gran repugnancia por chocar contra El Coyote. Al fin había aceptado el encargo; pero antes de terminar la primera investigación, un mensaje del Coyote le había frenado.
—¡El Coyote! —murmuró Farrell.
Releyó la carta y los recuerdos regresaron a su cerebro.
Tres años antes había recibido el primer mensaje del Coyote. Entonces aquel mensaje fue su salvación. Ida Hubbard. La Bella Unión. Dos nombres y un mismo pecado. La Bella Unión era uno de los más famosos garitos de San Francisco. Allí se jugaban las partidas más arriesgadas y el dinero no corría en ningún otro lugar con la abundancia que allí. Por muy alta que fuera la apuesta, la casa siempre la aceptaba. Una mujer arrebatadora, Ida Hubbard, tenía a su cargo una de las mesas de ruleta. Por verla, por recibir una sonrisa suya, Fred Farrell acudió noche tras noche a aquella mesa. Y para poder permanecer unas horas frente a Ida jugó y perdió primero su dinero, luego el que no era suyo y, una noche, a la invitadora sonrisa de Ida Hubbard, Fred Farrell no pudo responder con ninguna moneda más. Había gastado todo el dinero que le fue confiado a su custodia. Al día siguiente tenía que presentar el estado de cuentas y no podría justificar en modo alguno la desaparición de casi cuatro mil dólares. Desde tres noches antes había acudido a La Bella Unión con la esperanza de recuperar todo el dinero tan locamente perdido; pero aunque tuvo algunas fugaces rachas de buena suerte, éstas no duraron el tiempo suficiente para permitirle rehacerse, y a las doce de aquella noche, el capitán Farrell vio cómo el asistente de Ida Hubbard se llevaba la última moneda de veinte dólares.
Angustiado, Fred Farrell acudió a King Colin, dueño del garito. La conversación sostenida con él la recordaba con toda claridad.
—Necesito que me preste dinero, King —le había dicho.
—¿Quinientos dólares? —preguntó sonriente, el dueño del garito—. ¿Quiere probar mejor fortuna?
—No, ya me he convencido de que mi fortuna es mala. Pero necesito cuatro mil dólares. Se los devolveré dentro de dos o tres días.
King Colin era un hombre de modales suaves, sonrisa fácil; pero de una energía que se reflejaba en sus claros ojos y en su firme boca.
—Cuatro mil dólares… —murmuró pensativo; y por un momento Farrell alimentó la esperanza de que el propietario de La Bella Unión se dejara ablandar; pero las intenciones de Colin eran muy otras—. Cuatro mil dólares son muchos dólares —dijo—. Son seiscientos menos de los que ha perdido usted en los últimos días.
—He perdido casi cinco mil.
—¿Y quiere usted que le devuelva una parte?
—No me entiende usted, señor Colin —replicó Farrell—. No se trata de que me devuelva el dinero que he perdido. Présteme cuatro mil dólares por tres días. Luego se los devolveré. Los mismos. Y hasta le pagaré intereses…
King Colin le había interrumpido con un ademán.
—No siga, capitán. No me dedico a prestar dinero con usura. Mi negocio es de muy distinta clase. Creo conocer los motivos que le impulsan a pedirme ese dinero. Mañana hay revisión de cuentas y las suyas no están claras. Circula por todo San Francisco el rumor de que el capitán Farrell se está jugando el dinero que le confiaron. Aunque es grande, San Francisco no lo es tanto como para que las noticias no corran velozmente por toda la ciudad. Todo se sabe y… sus jefes están tan bien enterados como yo de la clase de vida que usted lleva… No, no trato de ofenderle, capitán. Sólo quiero hacerle ver las cosas tal como realmente son y justificar mi comportamiento. Usted confía en salir del mal paso en que anda metido reponiendo los cuatro mil dólares que le faltan. Llegará la revisión de cuentas, se encontrará todo conforme y usted continuará administrando el dinero. En cuanto los inspectores vuelvan la espalda, usted retirará los cuatro mil dólares y vendrá a devolvérmelos, y luego, ahorrando, haciendo mil esfuerzos, irá reponiendo lentamente la suma que faltará en la caja.
—Así es. Le felicito por su sagacidad.
—Muchas gracias; pero el caso es, capitán Farrell, que se ha decidido que usted no vuelva a administrar el dinero de su regimiento.
—¿Qué dice?
—Que a partir de mañana el capitán Farrell no volverá a administrar un centavo. Se ha decidido ya retirarle de ese puesto.
—¿Es que saben…?
—No, no. Sus jefes no saben con certeza si usted ha sustraído el dinero o no. Lo sospechan y lo temen; sobre todo lo temen.
—¿Por qué?
—Porque si el capitán Frederick Farrell resulta culpable de desfalco, entonces tendrán que buscar a otro para que ocupe el puesto de jefe de la milicia ciudadana llamada Los Vigilantes.
»Sí, los señores vigilantes desean un militar de carrera que los mande, y nadie mejor que usted, que tanto se ha distinguido en las últimas campañas contra los pieles rojas y en la pasada guerra. A su sueldo piensan agregarle quinientos dólares más; pero a condición de que usted los instruya militarmente y los convierta en una fuerza eficaz.
—Está usted muy bien informado, señor Colin.
—Lo estoy por necesidad. Si no supiese todo lo que ocurre en la ciudad no tardaría ni una semana en estar arruinado.
—Si es verdad lo que usted dice, Colin, en ocho meses le puedo devolver, sin ningún esfuerzo, el dinero que le pido. Le entregaré mensualmente los quinientos dólares…
—No, no, capitán. Usted no me entiende. No se trata del dinero en sí. Cuatro mil dólares no significan tanto para mí. Puedo tirarlos si quiero. Pero… lo que más me importa es… poder conservar la situación actual, o sea poder seguir ganando veinte o treinta mil dólares cada noche. Si yo supiera que alguien me garantizaba que mi situación no iba a cambiar, le daría no cuatro mil, sino hasta diez mil.
—No lo entiendo…
—Sí que me entiende, capitán. Usted va a ser nombrado jefe de Los Vigilantes. Ya conoce su manera de ser. En un momento dado se reúnen y marchan contra los establecimientos de mala nota, especialmente casas de juego y tabernas y los clausuran violentamente, o sea rompiéndolo todo. Hasta ahora yo me he librado de esa suerte; pero nadie puede asegurarme que el día de mañana no seré, también, víctima de los afanes puritanos de Los Vigilantes.
—Bien, señor Colin, usted me ofrece diez mil dólares si yo le prometo que al ser nombrado jefe de Los Vigilantes haré cerrar otros locales, pero nunca el suyo. Si acepto usted me salva de la vergüenza de ser acusado de desfalco. Si no acepto me deja a mi suerte.
—En este lamentable mundo, nadie da nada por nada. Firme usted un documento mediante el cual se comprometa a no molestarme en agradecimiento a los diez mil dólares que le entrego para cubrir su desfalco. Al momento recibirá el dinero, y sólo si algún día trata de olvidar su promesa será utilizado contra usted el documento.
Fred Farrell quedó pensativo. Al cabo de un rato levantó la cabeza y, mirando fijamente a King Colin, declaró:
—No trato de aparentar una fácil indignación que tal vez usted creyera destinada a disimular mis verdaderos sentimientos o a salvar mi cara, como decimos. No trato de aparentar que aún conservo el honor, pero sí le diré que si de todas formas he de cometer una canallada, prefiero que esa canallada sea la que ya he cometido. Si para disimularla cometiera otra, habría cometido dos, y con el tiempo, para borrarlas, tendría que seguir cometiendo otras, hasta que para huir de mi vergüenza tendría que saltarme la tapa de los sesos. No, King Colin, no acepto su dinero. Y si por un milagro lograra salir del atranco en que me hallo metido, lo primero que haría sería cerrar La Bella Unión y echarle a usted de San Francisco. Buenas noches.
—Un momento, capitán —llamó King, cuando Farrell había vuelto la espalda.
—¿Qué quiere?
—Tengo costumbre de no aceptar el «no» por respuesta. La inspección no tendrá lugar hasta mañana a las doce. Hasta entonces estoy dispuesto a entregarle el dinero en las condiciones ofrecidas.
—Buenas noches, señor Colin.
—Buenas noches, capitán.
Aquella noche, el regreso hacia su casa fue, para el capitán Farrell, terriblemente penoso. Para él era como marchar hacia la muerte, y como si todo el tiempo que tardara en llegar allí fuese ganado para la vida, retrasaba el momento en que tendría que enfrentarse con la realidad.
Al fin llegó a su casa, situada en la parte más antigua de la ciudad, y subiendo la oscura escalera entró en sus habitaciones. Cerrando la puerta, dejóse caer en una silla, frente a su mesa de trabajo, y escondió el rostro entre las manos. No lloraba; pero sentía una angustia tan grande, que hubiera recibido con alivio y alegría las lágrimas.
Su carrera estaba deshecha. Cuando se descubriera el desfalco… No, no quería pensar en ello, y no podía dejar de pensar porque su suerte estaba echada y sólo le quedaban tres caminos y cada uno de ellos era tan amargo como los otros. Podía hacer frente a la situación creada por él y aguantar las consecuencias de su locura. Podía aceptar la oferta de Colin y esconder su vergüenza infinitamente mayor y, por último, podía huir a las tierras fronterizas de California, mal conocidas aún, donde un hombre podía vivir sin que nadie investigase su verdadera identidad ni se le exigieran certificados de buena conducta. Sería una huida, pero… pero quizá fuese lo mejor.
Al mover el brazo, su codo tropezó con la culata del revólver de reglamento. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Aún quedaba otra solución. Aún existía otra fuga.
Lentamente, como si el arma pesara cien kilos, sacó el revólver y lo dejó sobre la mesa. Era un Colt de simple acción, niquelado, de excelente mecanismo y gran precisión. En las cachas se veía el escudo de su nación. En el cilindro había seis cartuchos del 44. Una sola de aquellas balas bastaría para abrirle el camino hacia la fuga. Una bala en el corazón… Pero… aquel corazón latía debajo de un uniforme militar. Y aquel uniforme quedaría manchado, no sólo por la sangre, sino por una vergüenza que él no tenía derecho a verter sobre aquella representativa prenda.
—Sin embargo… no puedo hacer otra cosa —musitó.
En aquel instante sonó una débil llamada a la puerta. Farrell empuñó el revólver y avanzó, lentamente, hacia ella.
—¿Quién llama? —preguntó.
—¡Por favor, abra! —pidió una vocecilla.
Farrell, sin enfundar el revólver, abrió la puerta y cuando la luz que brillaba sobre la mesa dio en el rostro del visitante, el capitán no pudo contener un grito:
—¡Ida!
Ida Hubbard dio un paso adelante y preguntó:
—¿Puedo entrar?
Luego su mirada se posó en el revólver que empuñaba Farrell. Éste, sonrojándose, guardó el arma y tartamudeó:
—Sí… sí, entre…
La joven entró en el aposento. Vestía el mismo traje que luciera en La Bella Unión, pero se había echado encima una capa con capucha. Farrell no la había visto nunca tan hermosa.
—Capitán… quería hablarle —dijo.
—¿La envía Colin?
—No… No. Vengo por mi propia voluntad. Claro que King me ha hablado de… de lo que ocurre. Ha perdido usted mucho dinero.
—Sí.
—¿Por qué lo ha hecho?
Farrell se encogió de hombros.
—No le pregunte nunca a un loco por qué comete sus locuras. Las comete porque está loco, y son locuras porque las comete un loco.
—Hay otro motivo… Noche tras noche, usted se ha sentado a… a mi mesa. Le he visto jugar como si no le importara ganar ni perder. Creí que era usted rico.
—En aquellos momentos lo era, señorita Hubbard.
—¿Por qué?
—Porque la veía a usted. En realidad he estado comprando mi derecho a verla. No considero caro el precio que he pagado.
—Entonces… eso quiere decir que yo tengo la culpa…
—No, no. Usted no tiene ninguna culpa, señorita.
—Involuntariamente yo he sido la causa de que usted perdiera un dinero que no era suyo…
—Sólo yo tengo la culpa. Un hombre no puede buscar la excusa de sus culpas en sus debilidades.
—Capitán. Yo no tengo dinero. Gort y Colin no me dejan nada. En realidad no necesito nada, y Gort, sobre todo, insiste mucho en que no tenga dinero a fin de que no pueda salir sola.
—¿Gort Gallagher? —preguntó Farrell.
—Sí. Es mi tutor. King y él son socios en La Bella Unión y en otras cosas. Gort administra mi herencia, o sea la línea de diligencias de Arbolado. Fue lo único que me legó mi padre. Gort es bueno y estoy segura de que si estuviese aquí me prestaría el dinero que usted necesita.
—¡Señorita…! —protestó Farrell.
—Ya sé que un caballero no puede aceptar dinero de una mujer, capitán; pero yo tengo una culpa más grave de lo que usted se imagina… Óigame. Le daré este anillo…
Al decir esto, Ida Hubbard se quitó el anillo de brillantes que adornaba su mano izquierda.
—¡No, de ninguna manera! —protestó Farrell.
—Déjeme hablar —insistió Ida—. Este anillo no vale tanto como usted necesita, pero en cualquier casa de préstamos le darán quinientos dólares por él. En cuanto tenga el dinero diríjase de nuevo a La Bella Unión y en mi mesa de ruleta apueste los quinientos dólares al número trece. Recuerde bien el número. El trece. Diga bien alto que se trata de una corazonada. Ganará infinitamente más de lo que necesita para salir de su apuro. Márchese en seguida, recupere el anillo y vuelva a La Bella Unión. Yo saldré a una de las ventanas y lo recogeré.
—¿Y cómo sabe que la bola se hundirá en el número trece?
—Porque así ocurrirá.
—Entonces… usted. ¿Es posible que se preste a hacer trampas?
Farrell miraba, incrédulamente, a Ida, cuya negra cabellera reflejaba la luz de la lámpara.
—Sí. Hace años que así sucede…
—¿Qué edad tiene usted?
—Dieciocho años. Represento mucho más, ¿no?
—El colorete y el maquillaje… la hacen parecer mayor.
—Mi alma es mucho más vieja. Desde los catorce años estoy utilizando mi… mi cara, que dicen que es hermosa, para atraer a los hombres.
—¡Nunca hubiera imaginado que usted… que usted fuese capaz de sonreír como lo hace para obtener los beneficios…! No, no es necesario que se moleste, señorita. En realidad…
—¿Qué? —preguntó anhelante, Ida.
—He resuelto ya mi problema.
—¿Ha encontrado dinero?
—Sí. Un amigo me lo prestará.
—Pero… ¿Es verdad eso?
—Lo es: Un buen amigo que me ha sacado de muchos apuros y de muchos peligros me solucionará ese problema.
—Perdone que insista, pero ¿es cierto?
—Se lo juro por mi honor de militar.
—Entonces… —Ida vacilaba—. Entonces… he sido un poco indiscreta viniendo a verle.
—No, señorita. Ver su rostro y besar su mano son los más grandes deseos que alimentaba cuando usted ha llamado. ¿Me lo permite?
Tímidamente, Ida tendió la mano a Fred Farrell, que la besó levemente, y tomando luego la otra mano colocó en ella el anillo.
—Muchas gracias y buenas noches —dijo con una sonrisa—. La acompañaré hasta la calle…
—No es necesario.
—El barrio está poco concurrido. Permítame.
Encendiendo una larga y delgada velita, Farrell abrió la puerta y descendió por la escalera, alumbrando con la vela para que Ida no tropezara ni cayese.
Cuando llegaron a la calle, la joven insistió en marchar sola, pero Farrell insistió, también, en acompañarla hasta la próxima calle, mucho más concurrida, donde nuevamente besó la mano de la joven a quien vio alejarse rápidamente.
Sintiendo una gran debilidad en las piernas y una profunda angustia en el corazón, Farrell regresó a su casa. Subió lentamente por la escalera y empujando la puerta que había dejado abierta entró en la habitación. Cerró con llave y respirando hondamente se dejó caer de nuevo en la silla. Al inclinar la mirada sobre la mesa lanzó un grito de asombro y de incredulidad. Reunidos en un perfecto fajo se veía un montoncito de billetes de banco sobre los cuales descansaba una cartulina.
Por un momento, Farrell no se atrevió a tocarlos, por miedo a que se desvanecieran; pero como no advirtiera ninguna variación en los billetes, empezó a creer que eran una realidad y, casi tímidamente, cogió la cartulina depositada sobre ellos. Como ya había notado, estaba en blanco, pero al volverla vio que la otra cara aparecía cubierta por una serie de letras desiguales que decían:
Capitán Farrell: Le adjunto el dinero que necesita… Me gustan los hombres que saben rechazar la ayuda de una mujer. Algún día podrá pagarme el favor que hoy le hago. No quiero que Los Vigilantes se vean privados de un excelente jefe.
EL COYOTE.
Dejando la cartulina a un lado, Farrell contó maquinalmente el dinero… Había tres mil novecientos cincuenta dólares. Exactamente lo que le faltaba.
Cuando al fin se serenó de su infinita alegría, Farrell buscó una explicación a aquello. Como todos los habitantes de California había oído hablar infinidad de veces del Coyote. Conocía algunas de sus hazañas y había escuchado las encontradas opiniones existentes acerca de aquel personaje que unos calificaban de héroe y otros de vulgar bandido. Había visto algunos de los mensajes escritos por El Coyote y recordaba la similitud de la firma, es decir, de la cabeza del coyote; pero ésta no era nada difícil de imitar, y cualquiera podía trazarla, incluso Ida Hubbard… Pero no, no podía ser Ida, a quien él había dejado un momento antes en el otro extremo de la calle.
Pero ¿y si ella hubiese encargado a otro para que depositara el dinero? No, no podía ser tampoco eso, porque Ida Hubbard había insistido en que él no la acompañara hasta la calle. Y había sido durante su ausencia cuando el dinero le fue dejado allí… ¿Por El Coyote? ¿Por King Colin? No, puesto que King Colin le había colocado en la difícil situación en que se encontraba, de la cual sólo le hubiera salvado a base de que él aceptara las duras condiciones que le imponía.
Pero ¿cómo se había podido enterar El Coyote de su situación? Tal vez hubiera escuchado alguno de los rumores que debían de circular.
Nuevamente leyó Farrell la breve misiva. El Coyote, si era él, demostraba que había escuchado la conversación entre Ida y él. Sabía lo referente a su supuesto ingreso en Los Vigilantes y, además, indicaba claramente que, por aquel favor, algún día exigiría un pago. ¿Cuál?
El capitán Farrell dejó caer el dardo sobre la mesa. Por fin había llegado el momento de pagar la deuda pendiente con El Coyote. Al cabo de más de tres años, cuando ya él casi no se acordaba del oportuno auxilio recibido del misterioso enmascarado, llegaba una carta a recordarle la deuda.
—Si obedezco cometeré una traición —murmuró.
Y una voz pareció susurrarle al oído:
—No seas tonto. No hagas caso. Él no tiene ningún arma contra ti. No te exigió ningún recibo. No tiene prueba alguna que te comprometa.
En efecto, El Coyote no poseía ningún arma que esgrimir contra él. Aún recordaba el alivio que evidenciaron sus jefes cuando al repasar los libros de cuentas comprobaron que éstas eran exactas y que no faltaba ni medio centavo. No supieron fingir y sus rostros revelaron a las claras que habían temido que las cuentas dieran otro resultado. En seguida le comunicaron su nombramiento para el cargo de jefe de Los Vigilantes. Inclinándose, Farrell abrió un cajón de su mesa y de él extrajo una pesada caja de acero y, abriéndola con una llave, sacó de su interior un sobre de papel manila. De dentro del sobre sacó unos cuantos billetes. Casi cuatro mil dólares. Al fin podría devolverlos al Coyote.
Pero aunque pagase el dinero, no pagaría el favor. Porque aquel favor había significado su vida. Por lo tanto, si devolvía al Coyote la suma recibida, no por ello dejaría de continuar en deuda. Por lo tanto, no podía salir del paso devolviendo un dinero que para El Coyote no debía significar gran cosa desde el momento que en todos aquellos años no había hecho nada por recobrarlo.
De nuevo la mano de Farrell acarició el afilado dardo. Aquello era lo que deseaba El Coyote. ¿Por qué? Sin duda, porque aquel dardo podía significar el descubrimiento de la verdadera identidad del Coyote. Si él consiguiera semejante triunfo, su prestigio llegaría al máximo. El Coyote había realizado empresas muy meritorias, entre las cuales se citaba el exterminio de la banda de la Calavera; pero también había cometido otros delitos que exigían un castigo ejemplar.
Mas ¿podía él convertirse en el verdugo del hombre que le salvó no sólo la vida, que valía muy poco, sino el honor, que valía más que todo el oro del mundo? No. Si aquel dardo era una pista para el descubrimiento del Coyote, su deber moral era entregarlo al hombre que tres años antes le salvó.
Recogiendo el dardo, lo guardó en un bolsillo de su levita, y en la caja de cartón que lo contuvo depositó la nota que El Coyote le había enviado con aquel fin. En seguida apagó la luz y saliendo del despacho cerró con llave la puerta.
—Vigilad bien mi despacho —ordenó a uno de los soldados—. Que no entre nadie.
Cinco minutos después partía al galope en dirección a la vieja iglesia de la misión de San Francisco de Asís, conocida popularmente por el nombre de misión Dolores.