Don Diego Rivera había nacido en Hierbabuena, que luego se llamó San Francisco, en un momento bastante inoportuno. Lo hizo en 1806, cuando su padre, el comandante Rivera, había marchado a la cabeza de medio centenar de soldados peninsulares a enterarse de cuáles eran las verdaderas intenciones de ciertos tramperos rusos que habían descendido desde Sitka, estableciendo una factoría y un fuerte en Bodega y haciendo ondear sobre él la bandera del zar y diciendo, sin más trabas que las impuestas por su desconocimiento del idioma español, que se mal hablaba en aquellos lugares, que la Alta California pasaba a ser dominio del zar de todas las Rusias.
Mientras su hijo era sacado a este mundo, el comandante Rivera y sus cincuenta soldados procedieron a demostrar a los nuevos colonos que si los españoles habían llegado hasta allí no era con el fin de permitir que unos colonos de Alaska se establecieran en lo que era propiedad de ellos.
La eficacia con que incendiaron el fuerte y la factoría y lo dispuestos que se mostraron a dejar entre las llamas a todos los que debían haber defendido el puesto, convencieron a los rusos de que con toda su crudeza, el clima de Alaska era para ellos más saludable que el templado sol de California.
Cuando el comandante Rivera regresó a su casa, su hijo Diego ya había echado los primeros dientes. El valiente militar no pudo hacer otra cosa que aceptar las tierras que le fueron ofrecidas como premio a su hazaña y dejando que su mujer cuidase de ellas y de sus otros cinco hijos se despidió de ella y marchó hacia Nueva España, de donde se le llamaba con urgencia. Una vez en la ciudad de Méjico, el comandante se enteró de que en la Vieja España estaban ocurriendo cosas muy desagradables entre sus compatriotas y los franceses de Napoleón.
Deteniéndose sólo el tiempo necesario para escribir una breve carta a su esposa, el comandante Rivera embarcó hacia la península, llegando a tiempo de intervenir en las batallas más sangrientas de la Guerra de la Independencia, con la mala suerte de que en la acción ante Vitoria, cuando ya había alcanzado el grado de coronel, recibiera en el pecho una bala fundida en Francia y que si fue una condecoración más para aquel pecho, también fue la penúltima que el bravo militar recibió, ya que dos días más tarde era enterrado en el cementerio vitoriano. Años después le era concedida la Gran Cruz Laureada de San Fernando, cuya pensión recibió su viuda, a quien el Gobierno informó, con harto retraso, de que su esposo se había quedado para siempre en su tierra natal.
Doña Concepción Saavedra de Rivera pensó, por un momento, en regresar a España; pero sus tierras exigían toda su atención, los hijos eran aún muy pequeños y, además, la buena mujer tenía muy mal recuerdo del viaje desde España a Méjico, por lo cual prefirió quedarse allí.
El pequeño Diego se enteró, a los catorce años, de que debido a unas guerras civiles, California ya no era de España, sino de cierta República Mejicana, cuya bandera vio izar mezclado entre los novecientos vecinos que por entonces tenía la ciudad.
Durante los veintiocho años siguientes, don Diego Rivera asistió a todo el desorden que acompañó a la soberanía mejicana. Se casó, tuvo hijos y un buen día vio cómo la bandera verde, blanca y roja era arriada por unos marinos extranjeros que habían llegado hasta la pequeña plaza y sustituida por otra compuesta de estrellas y barras rojas y blancas. Era en 1848 y la soberanía norteamericana sustituía a la mejicana. Una nueva era empezaba para California.
Un año después, en el 1849, un tal Marshall encontraba oro en el molino del suizo Sutter. Don Diego escarbó un poco sus tierras y también encontró oro, y con él un sin fin de preocupaciones acentuadas por el alud de extranjeros que desde todos los puntos del mundo llegaban a San Francisco, que estaba enloquecido por la fiebre del oro, y en cuyas calles dormían los que no encontraban otro alojamiento.
Un río de gente llegaba cada día a la ciudad para dirigirse a los campos auríferos. Otro río de mineros descendía a San Francisco para gastar alegremente el oro encontrado con tanto esfuerzo. Don Diego Rivera despreciaba a los yanquis; pero como tenía la mano muy fuerte y la inteligencia muy despierta, reclutó indígenas y les hizo derribar árbol tras árbol, en tanto que una serrería mecánica transformaba en casas que eran alquiladas inmediatamente a razón de mil dólares mensuales cada habitación. Sus beneficios fueron enormes y cuando cesó la fiebre del oro don Diego se encontró convertido en uno de los hombres más ricos de California. Sus recuerdos de aquella época eran constante tema de conversación.
—¡Qué tiempos aquellos, don César! —explicaba en aquel momento a su distinguido visitante de la Baja California—. No volveremos a ver nada comparable.
César de Echagüe, sentado frente a don Diego, se tragó un bostezo y sonrió débilmente. Siempre que acudía a San Francisco tenía que ser huésped del famoso don Diego, quien le cobraba el hospedaje, repitiéndole siempre las mismas historietas. Por fortuna en aquel momento el relato tenía un oyente interesado en el pequeño César, que, sentado junto a su padre, devoraba las palabras del viejo.
—Cada noche mataban a alguien. En el cincuenta y cuatro calculamos que morían un total de doce personas cada día. Claro que no siempre morían doce, a veces sólo eran uno o dos; pero hubo sábados y domingos en que murieron cincuenta y tantos mineros. Una noche pasaba yo frente a la Bella Unión, que era un verdadero infierno donde se bebía licor a dos dólares el vasito, se jugaba a todos los juegos y se pecaba de todas las formas. Frente al local vi a tres hombres tendidos en el suelo. Creí que estaban dormidos; pero alguien me dijo que eran unos borrachos que al salir de la Bella Unión tropezaron y cayeron en el barro que llenaba la calle. ¡Y murieron ahogados en él! ¡Qué tiempos, don César! Usted no debe de recordarlos, pues entonces era muy chiquillo, ¿no?
—Era bastante hombre —logró decir César de Echagüe a través de un inoportuno bostezo.
Por fortuna don Diego no se preocupaba de las respuestas, le bastaba con tener a alguien que le escuchara.
—A veces, cuando está solo, se sienta frente a un espejo y habla con su imagen —había dicho una vez doña Consuelo Ribas, la peor lengua de San Francisco. Y agregó—: Entonces es cuando más se enfurece, pues acaba convenciéndose de que su imagen le lleva siempre la contraría.
—Pero vivía en Los Ángeles —siguió don Diego—. Y no es que quiera ofender a su pueblo; pero aquello aún no es una ciudad como San Francisco y tardará mucho en serlo.
—Realmente, don Diego, si para ser ciudad ha de pasar por lo que está pasando San Francisco, prefiero que siga siendo un pueblo —sonrió César.
Los que estaban cerca sonrieron también y don Diego, como ocurría siempre que le llevaban la contraría, torció el gesto.
—No es Los Ángeles un lugar muy pacífico, tampoco —refunfuñó.
—Por poco que lo sea no alcanzará nunca el carácter de San Francisco —dijo César, bostezando abiertamente—. Esto está lleno de bandidos de la peor especie.
—Y en Los Ángeles tienen al Coyote —bufó don Diego—. ¿Es que El Coyote no es un bandido de los peores?
—Desde luego —replicó, visiblemente aburrido, don César—; pero El Coyote no es propiedad exclusiva de Los Ángeles. Que yo recuerde, ha actuado en toda California y en algunos lugares bastante alejados de esta tierra.
—Sí, usted lo sabe bien, don César —rió Diego Rivera—. En Monterrey le quisieron cargar el muerto a usted, ¿no?
—Creo que sí —replicó César.
Diego Rivera echóse a reír.
—¡Debieron de estar soñando! Es usted el hombre menos Coyote que he visto en mi vida.
—De lo cual me alegro mucho —replicó Echagüe.
—¿De quién hablan? —preguntó la señora Ribas, acercándose al grupo—. ¿Del Coyote?
—Sí; lo mencionábamos —replicó Rivera—. Nos acordábamos de cuando confundieron a don César con el terrible Coyote.
—¡Fue algo muy cómico! —rió también, la señora Ribas—. ¡Confundir a un caballero tan simpático con un bandido tan terrible!
—¡Sssssssttt! —siseó don César, inclinándose hacia delante y adoptando la expresión de un hombre asustado—. ¡Cuidado!
—¿Qué… qué ocurre? —tartamudeó la señora Ribas en tanto que los demás también se sobresaltaban.
—¡El Coyote! —exclamó don César.
—¡Eh! —gritó don Diego, levantándose de un salto—. ¿Dónde está?
—Aquí —replicó don César.
—¿Dónde? —preguntaron todos.
—En San Francisco —respondió don César, recostándose en su sillón—. Y juraría que está también aquí. Tiene el vicio de aparecer en los sitios donde menos se le espera y como se ha hablado mal de él… a lo mejor se enfada…
—No bromee, don César —reprendió don Diego—. Esta es una casa honorable y en ella no se reciben personas como El Coyote. ¡Yo conozco bien a mis invitados! Además, no acabo de creer en la realidad del Coyote. ¡Ha habido tantos!
—Pero ya sabe lo que ha ocurrido hoy cuando ahorcaron a aquel Gallagher —dijo uno de los invitados—. Antes de morir, el condenado pidió auxilio al Coyote, y antes de que muriera, El Coyote aceptó el encargo.
—¿Cómo pudo tirar el cuchillo? —preguntó otro—. Necesitaron unas tenazas para arrancarlo.
—¿Cómo era ese cuchillo? —preguntó César de Echagüe.
—Muy raro —contestó el más informado de todos—. Era una hoja triangular, como de un estilete, y estaba adornada con un penacho de plumas.
—Entonces debía de ser un dardo de esos que antes se lanzaban con las ballestas —contestó César—. Creo que don Diego tiene algunas hermosas ballestas en su colección de armas antiguas, ¿verdad?
—¿Eh? —don Diego lanzó un bufido—. Sí, tengo ballestas y dardos… Pero ¿qué quiere insinuar usted con eso, don César?
—Yo nunca insinúo nada, mi querido don Diego… —Aquí César de Echagüe bostezó ampliamente—. Sólo he dicho que usted es el feliz poseedor de la mejor colección de ballestas españolas y alemanas que existe en América. Y como desde el desván de esta casa se divisa perfectamente el lugar donde ejecutaron a aquel Gallagher, no tendría nada de extraño que alguno de los que estábamos en casa cuando se realizó el ahorcamiento del reo hubiera subido al desván, provisto de una de sus ballestas, y disparando el dardo hubiera creado esta situación.
—¿Qué está insinuando usted acerca de mis invitados? —bufó don Diego Rivera—. ¿Acaso me va a decir que uno de ellos es El Coyote?
—Ya le dije que yo nunca insinué nada, mi querido don Diego. Además, entre sus invitados figuro yo, y si echo algo de tierra encima de ellos, la echo también encima de mi cabeza, pues soy uno de sus invitados.
—Pero ¿quién diablos va a sospechar de usted? —estalló el dueño de la casa—. Si hay alguien que no pueda ser El Coyote, ese alguien es usted.
—Sospecho que eso es una ofensa —sonrió don César.
—Sospeche lo que quiera; pero no repita a nadie esa historia de la ballesta…
En aquel preciso momento entró en el salón uno de los criados de don Diego, anunciando:
—El capitán Farrell desea hablarle, señor.
—¿El capitán? ¿Y qué demontres quiere a estas horas…?
—A lo mejor desea hablarle de la ballesta —bostezó don César.
—¡Mamarracho! —gruñó don Diego, que no se distinguía por ser bien hablado. Y volviéndose hacia el criado, ordenó—: Hazle pasar.
El capitán Farrell era un hombre alto, delgado, de rostro duro, que se había distinguido durante la guerra de Secesión y también en las luchas contra los indios. Tenía fama de ser hombre enérgico; pero también se le conocían diversas pruebas de buen corazón. Vestía levita negra, sombrero de anchas alas, con el distintivo de su regimiento, y llevaba espada y revólver.
—¿A qué debo este honor, si es un honor? —preguntó don Diego.
—Mi visita no se debe a ningún motivo de cortesía —replicó Farrell—. Hoy ha ocurrido algo extraño que necesita justificación y aclaración.
—¡Cómo apesta a coyotes! —comentó don César desde su sillón.
El capitán volvióse bruscamente hacia él y preguntó, entornando los ojos:
—¿Qué quiere usted decir? Y ¿quién es usted?
—Me llamo César de Echagüe, soy de Los Ángeles y estoy en San Francisco de paso o, mejor dicho, para visitar a mi querido amigo don Diego Rivera.
—Le he preguntado qué ha querido decir con aquello de que apestaba a coyotes —replicó el capitán.
—Le juro, señor Farrell, que al nombrar a los coyotes no me refería a usted —aseguró César.
—Lo creo —contestó el capitán—; pero ha pronunciado usted un nombre que está relacionado con mi visita a esta casa.
Nuevamente César ocultó con la mano derecha un amplio bostezo y volviéndose hacia don Diego, cuyo rostro expresaba fuerte tormenta, declaró:
—Como ve, querido don Diego, el capitán viene a preguntarle por sus ballestas.
—¿Cómo sabe…? —empezó Farrell, y conteniéndose agregó—: ¿Quién le ha informado del motivo de mi visita?
—De su visita nos ha informado aquel criado que parece un papamoscas, y los motivos los he adivinado estrujando un poco mi cerebro. Pero explíquele a don Diego los cargos que tiene contra él.
—¿Cómo ha dicho usted que se llamaba? —preguntó Farrell.
—César de Echagüe, de Los Ángeles, donde soy propietario del rancho de San Antonio, del rancho Acevedo y de unas cuantas tierras más, valoradas todas ellas en un total de cinco millones de pesos. De acuerdo con los cánones generalmente establecidos, soy un hombre importante y además, debo ser un hombre honrado, respetable y…
—A pesar de lo cual, una vez se le acusó de ser El Coyote, ¿no?
—Tiene usted buena memoria —sonrió don César—. Sí, hace unos años, en Monterrey, se me acusó de ser… eso que usted ha dicho; pero… también a usted le acusaron de haber sustraído tres mil quinientos dólares de la caja de su regimiento y de habérselos jugado al póquer con el honorable fin de convertirlos en diez o doce mil. Pero luego, al examinarse las cuentas, se vio que todo había sido un error y que no faltaba ni un dólar.
Farrell había palidecido intensamente y por unos momentos quedó sin habla. Al fin, haciendo un esfuerzo, replicó:
—Sabe usted muchas cosas, don César.
El señor de Echagüe se encogió, modestamente, de hombros.
—Lo que todo el mundo sabe. Nada más. De la misma forma que usted sabe lo que todo el mundo sabe.
—Bien… —Farrell volvióse hacia el dueño de la casa y pidió—: ¿Podría mostrarme su colección de armas?
—¿Con qué derecho me pide eso? —preguntó don Diego.
—De momento sólo se lo pido como amigo, es decir, particularmente. Tiene usted pleno derecho a negarse, en cuyo caso conseguiremos una orden judicial y con ella procederemos a actuar por la fuerza.
—No es necesario. Soy inocente de toda culpa y puede actuar como guste. Sígame.
En aquel momento apareció el criado que anunciara a Farrell y, dirigiéndose a éste, dijo, tendiéndole un pliego sellado:
—Acaban de traer esto, capitán.
El militar tomó la carta y miró el sello y lo escrito en una de las caras. Por fin, rompió el sello, desdobló el papel y leyó rápidamente el contenido. Al terminar dobló la carta y la guardó, lentamente, en un bolsillo. Una gran transformación se había verificado en su rostro. Parecía haber envejecido diez años de golpe. Con voz apenas perceptible, dijo:
—Cuando usted quiera, don Diego.
César de Echagüe, que no perdía de vista a Farrell, sonrió casi imperceptiblemente cuando el capitán volvía la espalda. Luego, se puso en pie, y con paso lento acercóse a una de las ventanas, desde la cual miró hacia fuera. Debajo de uno de los faroles de petróleo que mal alumbraban la calle vio a un peón vestido de blanco y cubierto con un ancho sombrero de paja.
—Has sido muy oportuno —musitó. Luego volvió a su sillón y dejóse caer en él, como si estuviese muy cansado. Tres minutos después dormía profundamente, ante el escándalo de los invitados.