Rosario abrió la puerta de su dormitorio y la cerró tras ella sin darse cuenta de que no estaba sola. Fue al sentarse ante el espejo de su tocador cuando un leve carraspeo la advirtió de la presencia de otra persona en la habitación. Sofocando un grito, Rosario volvióse hacia el punto donde había sonado el carraspeo y vio, sentado en un silloncito, al hombre que poseía la clave de todo aquel misterio.
—¿Usted? —preguntó, emocionada—. ¿El Coyote?
—Para servirla —respondió el enmascarado, inclinando la cabeza.
—¿Qué… qué desea? —inquirió la mujer.
—Hablar con usted. Supongo que está desconcertada, ¿no?
—Sí; realmente no puedo creer que lo ocurrido sea verdad.
El Coyote rió silenciosamente, mostrando su dentadura; luego, de un bolsillo extrajo una larga sarta de perlas.
—¿Lo conoce? —preguntó.
—¿Es el… el otro? —preguntó a su vez Rosario.
—Sí, el falso.
—Todo esto es una locura —murmuró Rosario, escondiendo el rostro entre las manos.
—¿Por qué es una locura? —preguntó El Coyote, levantándose y cerrando con un pestillo la puerta del cuarto.
—Usted me quitó un collar falso y me devolvió uno legítimo, ¿verdad?
—Sí, es un sistema nuevo de robar.
—¿Por qué lo ha hecho? ¿Qué fin persigue? ¿Qué se propone? ¿Qué desea a cambio de su acción?
—Es usted una mujer práctica… Desde luego, todo lo que se hace tiene un precio. El collar de perlas que le he entregado vale doscientos mil dólares, pues se trata de las mejores perlas que había en el mercado. Además, fue preciso hacerlo muy de prisa, lo cual aumentó su precio A cambio de esos miles de dólares le pediré dos cosas: la segunda, que mañana a las diez de la mañana, acuda a la iglesia de la Merced.
—¿Para qué? —preguntó Rosario.
—Temo que sospeche usted unas malas intenciones que jamás he alimentado. Si quiero que vaya a esa iglesia es porque en ella se casan unos amigos míos. El capitán Farrell y una jovencita de veinte años, que es…
El Coyote movió varias veces la cabeza como para observar mejor a Rosario.
—¿Qué es? —preguntó ésta.
—Luego se lo diré. ¿Irá usted?
—¿Cree que puedo negarme?
—Una mujer hermosa tiene derecho a todo.
—Iré.
—Gracias.
—¿Qué más quiere de mí? —preguntó Rosario—. Me ha expresado su segundo deseo, pero no el primero. ¿Cuál es el primero?
—¿Le gustan los cuentos?
—¿Se burla usted de mí?
—Conteste a mi pregunta.
—No sé. —Rosario se encogió de hombros—. Puede que sí. Todo depende de la clase del cuento.
—El que yo voy a contarle es de los que gustan a las mujeres. Sobre todo a las mujeres que tienen secretos.
—¿Por qué dice eso?
—Escuche mi cuento. ¿Cree que subirán a interrumpirnos?
—Supongo que no.
—El cuento empieza allá por el año mil ochocientos cincuenta y, detalle curioso, en la ciudad de Los Ángeles. Usted la conoce, ¿no es cierto?
—Nací en ella.
—Lo mismo le ocurrió a la heroína de mi cuento. Era una muchacha divina. La más hermosa de la ciudad. Hace un rato, al contemplar ese daguerrotipo que tiene usted en su tocador, me pareció estar viendo a la heroína de mi cuento.
—Si es un cuento no pueden existir personajes reales —recordó Rosario.
—En efecto. Pero es que usted responde tan bien a la idea que yo tengo de Rosario, que no puedo por menos que imaginarla tal como usted era cuando tenía diecisiete años.
—¿Cómo sabe que yo tenía diecisiete años al ser impresionada esa fotografía?
—¿Los tenía usted?
—Claro.
—Es una casualidad. Como es una casualidad que mi heroína se llame Rosario.
—Ya veo que todo en usted está lleno de casualidades.
—En efecto. La casualidad es mi aliada. Pero volvamos a las desventuras de Rosario, pues la pobre fue muy desgraciada, a pesar de que con el curso del tiempo llegó a poseer una respetable fortuna. En su infancia, Rosario no pasó penalidades, porque nadie las pasaba entonces en California. Pero su familia ya no era rica. Su padre fue bastante loco y dejó que los naipes se le llevaran unos grandes bocados de su dinero. Luego, al llegar los norteamericanos y hacerse la revisión de las propiedades, perdieron otro buen trozo de su hacienda y sólo les quedó lo justo para ir viviendo.
»Aquella linda muchacha estaba enamorada de un hombre que no era digno de ella. Hubiese necesitado un hombre enérgico y encontró un ser débil que sólo sabía amarla con todas sus fuerzas, que no eran muchas.
—¿Se llamaba Julio? —preguntó emocionada, Rosario.
—Sí, Julio era su nombre. ¿Cómo lo adivinó?
—Por casualidad. Continúe.
—Julio y Rosario se amaban, pero eran dos locos, y, por una parte, ella no pensó en las consecuencias que suelen traer las locuras, y por otra, Julio sólo pensó que amaba con locura y con pasión a Rosario. El resultado fue que…
—Su cuento no tiene nada de original, señor Coyote —dijo la mujer—. Seguramente me dirá que Rosario se encontró con que iba a tener un hijo.
—Es usted muy sagaz. En efecto, esa desgracia era la que amenazaba caer sobre Rosario. ¡Pobre chiquilla! Estoy seguro de que ella no había pensado ni por un momento en que el amor pudiese tener unas consecuencias tan feas.
—No se esfuerce por adivinar los sentimientos de Rosario en aquellos momentos —dijo, con amargura, Rosario Kreider—. No sabría explicarlos.
—Es posible que no —suspiró El Coyote—. En cuanto Julio se enteró de lo que iba a llegar…
—Julio no se enteró antes… —empezó Rosario.
—Esta equivocada, señora. Usted, como mujer, podrá adivinar o comprender los sentimientos de una mujer; pero no podrá nunca adivinar ni comprender los de un hombre débil. Julio supo en seguida lo que iba a ocurrir. Iba a llegarle un hijo y él no tenia ni cien malditos pesos que utilizar para aquel hijo que dentro de poco se presentaría en el mundo exigiendo atención y armando un escándalo de todos los demonios.
—¿Y qué hizo Julio?
—Era un chiquillo y tenía el cerebro un poco trastornado. Eso le hacia ver las cosas deformadas y encontrar soluciones tan peregrinas como la que al fin utilizó. Una tal Adela, no recuerdo su apellido, estaba locamente enamorada de Julio. Tenia unos añitos más que él; pero no muchos. Era algo feúcha; pero no asustaba. En cambio, era una formidable administradora y, sobre todo, tenía casi ochocientos mil pesos, de los cuales estaba dispuesta a ceder una buena parte a su esposo. Cuando Julio le dijo que la amaba y que quería ser su marido, la pobre Adela casi se murió de la emoción. Se aceleró la boda y se procuró guardar el secreto: pero el guardar un secreto semejante en Los Ángeles era más difícil que guardar un elefante en un armario ropero. Rosario supo la verdad y creyó morir. Julio le dijo que había hecho aquello por su hijo, a fin de que no le faltara nada.
«Rosario estaba en un violento estado de depresión moral, y juró que su hijo le importaba menos que un zapato viejo. Y que si llegaba al mundo lo echaría de él a puntapiés. Tal vez no dijera exactamente eso, pero el sentido fue ése. Julio se casó y a la media hora se enteró de que su rancho, o sea la última propiedad que le quedaba, estaba lleno de oro, pero ya era tarde para que se separase de Adela. Lo único que pudo hacer fue ayudar a Rosario, que marchó a Utah, donde a su debido tiempo tuvo un hijo. Una hermosa chiquilla a la cual ni siquiera quiso ver».
—Por favor, no hable así.
—¿No digo la verdad?
—Sí, dice usted la verdad. No quise ver a mi hija, La odiaba. Odiaba a Julio, a Adela, a mis padres, a los yanquis, a todo el mundo. Creí que ya nunca podría rehacerme. Me imaginaba caída en el pecado o en un abismo. No sé. Fueron unas semanas terribles.
—Julio estuvo junto a usted, ¿verdad?
—Sí. El se encargó de buscar quien quisiera llevarse a la niña. Pagó muy bien a un par de viejos. Una familia llamada Hubbard.
—Exacto. Mediante una entrega mensual de cincuenta dólares se comprometieron a criar y cuidar a la criatura. La mujer no podía tener hijos y se moría de deseos de tener uno, aunque no fuera de ella. Inscribieron a la niña con el nombre de Ida Hubbard, y como su verdadera madre no quiso saber nada de ella, el padre la atendió hasta el momento de su muerte. Entonces le legó todo el dinero que era suyo: unos trescientos mil dólares que fueron debidamente colocados en un Banco a nombre de la chiquilla, en espera de que fuese mayor de edad y pudiera retirarlos.
—Julio se portó mejor que yo —murmuró Rosario—. Pero yo era una niña, me sentía destrozada, y cuando Walter me pidió que me casara con él me asombró que hubiera alguien en el mundo que encontrase en mí algún atractivo. Le acepté.
—Pero no le confesó la verdad. No le dijo que en el mundo vivía una hija de usted y que había habido otro hombre en su vida. Debió haberlo hecho.
—Sí; pero no tuve valor. Walter me ofrecía algo más que su apellido. No le acepté porque representara el marido que todas las mujeres esperamos. Él era un hombre enérgico, que sabía lo que deseaba y, además, sabía lograrlo. Él no me dejaría pensar en mis dolores. Y así fue.
—Pero de su unión no nació ningún niño, y a medida que iban pasando los años, usted empezaba a sentir la añoranza del hijo que no había querido ni conocer, ¿verdad?
—Sí. Entonces escribí a Julio. Le envié muchas cartas pidiéndole que me dijese dónde estaba mi hija, pues yo la necesitaba. Julio me contestó que no la buscase, que la niña tenía un hogar y su vida ya formados, y que el hacerle ver que los que ella creía sus padres no lo eran le perjudicaría sin beneficiarla en nada. Se mostró tan enérgico que al fin tuve que desistir de mis esfuerzos.
—Pero dejó usted en manos de Julio una colección de cartas sumamente comprometedoras.
—Sí. No comprendo por qué no le pedí que me las devolviese. Lo habría hecho.
—Y aquellas cartas, al llegar a manos de King Colín y de sus bandidos, se convirtieron en un arma terrible contra usted, que dio todo cuanto pudo por recuperarlas, llegando incluso a vender por mediación de Ah Sing, su collar de perlas.
—¿Cómo sabe…?
—Lo sé todo, señora. Ah Sing le preparó una imitación bastante buena; pero que no podía engañar a un perito como el señor Poheim. Además, desde el momento en que su esposo le anunció que pensaba prolongar el collar, usted comprendió que no le quedaban ya esperanzas de que el secreto de su culpa quedara guardado. Cuando su esposo llevara el collar al joyero, éste le diría que era falso, y en un momento se derrumbaría el edificio de su felicidad.
—Pero, gracias a usted, no ha ocurrido así. Algún día le pagaré…
—Todo está pagado. El collar ha sido adquirido con el dinero que recuperé de King Colín y sus cómplices. Puede que algún día le digan que soy un terrible salteador de diligencias.
—¿Y cómo ha averiguado todo esto?
—Eso forma parte de mis secretos profesionales y no puedo descubrirlos —sonrió El Coyote—. ¿He cometido algún error?
—Ninguno; pero quizá las cosas no están tan solucionadas como usted se imagina. ¿Y King Colin y sus hombres? Pueden volverá molestarme.
—Es posible que sus fantasmas se presenten alguna vez en su cuarto, pero no les haga caso y verá como acabarán marchándose.
—¿Sus fantasmas? ¿Es que están… muertos?
—La última vez que los vi, cada uno de ellos tenía en su cuerpo una o dos balas disparadas por mí. Ninguno sobrevivió a su indigestión de plomo.
Rosario inclinó la cabeza. El Coyote la seguía observando atentamente.
—¿Por qué quiere que vaya a esa iglesia? ¿Es que se casa… Ida?
—Sí.
—¡Oh! Entonces podré, al fin, verla…
—Podrá verla —dijo, duramente, El Coyote.
—¿Por qué me habla así? ¿Es que no podré hacer otra cosa que verla?
—Nada más.
Rosario se puso en pie.
—¡No! —casi gritó—. No. La veré, le diré que soy su madre, que…
—¿Le dirá que fue usted quien pasó noche tras noche junto a su camita cuando estuvo ella enferma? ¿Le dirá que usted destrozó sus manos en penosas tareas para que ella pudiera tener juguetes? ¿Le dirá que día tras día no ha hecho más que pensar en ella?
—No…, eso no… Pero… Le diré que ahora todo va a ser distinto.
El Coyote movió negativamente la cabeza.
—No, señora. Si le prohíbo que hable es porque no quiero que sufra usted más. Usted trajo al mundo a Ida Hubbard; pero no hizo nada más. La echó de su lado. No quiso ni verla. No ha sufrido ninguna de las angustias que son las que cuentan en el haber de los padres. Un hijo ama a su madre porque sabe que siempre ha encontrado en ella apoyo, cariño y auxilio. Su hija no ha encontrado nada de eso en usted. Su padre fue mucho mejor. Él, por lo menos, expió su culpa.
—¡También yo! —gritó Rosario.
—No. Usted ha sufrido las consecuencias de su culpa, de haber engañado a un hombre honrado, y le advierto que si la he ayudado ha sido por ayudar a su marido. Por usted no me hubiese molestado tanto.
—Ahora parece mi enemigo…
—Lo soy un poco, señora. Su egoísmo es el que ha perjudicado a todos. Sólo a última hora se acordó de su hija. Y ahora quiere destrozar el altar de amor que Ida ha levantado a Clara Hubbard, que fue su verdadera madre. No. El hombre que se va a casar con ella sabe que Clara Hubbard no fue su madre; pero nunca se lo dirá. Y usted tampoco dirá nada. Ni legará ninguna fortuna que podría trastornar la serenidad en que va a vivir su hija. Si ha pecado y lo reconoce, acepte esa expiación. Vea a su hija y confórmese con ello.
—Me da usted la vida y un momento después me condena a una pena horrible. ¿Qué justicia es la suya?
—La del Coyote. La aplico como yo creo más conveniente. Yo he visto mujeres que se han enfrentado con el mundo sin ruborizarse por su culpa, y la han lavado siendo buenas madres. Usted ha buscado un refugio y durante unos años lo ha tenido. Nadie sabrá nunca la verdad. Pero basta con que lo sepa usted. Tendrá que sufrir mucho; porque no sólo se verá privada de su hija, sino incluso de los hijos de ella. Y comprenderá también que si usted hubiera hablado noblemente a su marido, él hubiera aceptado a aquella hija y hoy la tendría para usted.
—¿Y si yo dijese a Ida toda la verdad? ¿Y si le pidiera perdón?
—No conseguiría nada. Para ella usted es una extraña. ¿Cree que a los veintiún años puede su hija aprender a quererla?
—No…, desde luego… no puede. ¡Dios mío!
Rosario ocultó el rostro entre las manos y durante unos minutos las lágrimas se deslizaron por entre sus dedos. Cuando, extrañada por el silencio, levantó la cabeza, El Coyote había desaparecido.
Se había deslizado por uno de los balcones y se disponía a salir del jardín cuando una mano le tocó suavemente en el brazo y la voz de Walter Kreider le pidió:
—Un momento, señor Coyote.
El enmascarado acercó la mano derecha a la culata de su revólver, pero Walter negó con la cabeza.
—No debe temer de mí —dijo—. Sólo le aguardaba para darle las gracias.
—¿Las gracias de qué?
—De su buena acción. Ahora, por favor, devuélvame el collar falso.
—No tengo ningún collar —replicó, con dureza, El Coyote.
La luz de la luna reflejábase, pálidamente, en el rostro de Walter, que expresaba una tristeza infinita.
—Lo sé todo, señor —dijo—. Hace años que lo sé.
—¿Qué es lo que sabe?
—Lo de la niña. No he hablado por no entristecer a Rosario, aunque tal vez debiera haberlo hecho. Pero ella es feliz creyendo que me ha podido engañar. Esta noche los dos pensábamos hacer lo mismo. Yo también tengo un collar como éste —y Walter movió el hermoso collar adquirido por El Coyote—. Pensaba cambiarlo al entregarlo a Poheim. Usted se anticipó; pero no es justo que un extraño pague lo que no debe.
El Coyote sacó del bolsillo el collar falso y se lo entregó a Walter, a la vez que guardaba el que éste le tendía.
—Desde que le conocí tuve la seguridad de que era usted todo un hombre.
—Usted quiere decir que soy enérgico, ¿no? No, no lo soy. Amo tanto a mi esposa que pasaría por todas las debilidades con tal de conservarla. Muchos hombres me considerarían despreciable.
—Sólo los canallas desprecian un amor tan grande. Yo le felicito por él. Y le aseguro, señor Kreider, que me honro al estrechar su mano.
Durante unos segundos, el financiero y el famoso enmascarado cuyo nombre hacía estremecer a los que vivían al margen de la Ley, conservaron sus manos unidas. Por fin, El Coyote dijo:
—Mañana, en la Merced, se casa Ida Hubbard, Rosario irá a ver la boda.
—Yo la acompañaré. Tengo deseos de conocer a la hija de Rosario.
—Yo también estaré; pero no me conocerá —sonrió El Coyote—. Adiós.
—Adiós y buena suerte.
Un momento después, El Coyote saltaba el muro del jardín y, montando en su caballo, se alejaba a través de las desiertas calles de San Francisco.
Un chino muy joven llegó a la casa donde se hospedaba Ida Hubbard unos minutos antes de que la joven marchara a la iglesia.
—Un légalo pala usted, señolita —dijo, colocando en manos de la joven un estuche de raso y partiendo sin esperar los comentarios de Ida.
Ésta, extrañada, abrió el estuche y lanzó un grito de asombro al ver, sobre un lecho también de raso, un magnífico collar de perlas, sobre el cual se veía una cartulina con esta inscripción:
«Alguien me lo dio para que yo se lo entregara. Vale una fortuna. No deje de lucirlo en la boda».
—Un mensaje del Coyote —murmuró Ida, mientras adornaba su cuello con el maravilloso collar.
Cuando, media hora después, entraba en la vieja iglesia de la Merced, todos los que aguardaban para presenciar la boda se fijaron en el collar.
—Seguro que es falso —dijeron unas muchachas.
Pero Walter Kreider, que estaba tras ellas, rectificó:
—No, no es falso. Vale una fortuna.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó una de ellas.
—Porque… porque se lo regaló El Coyote.
Las muchachas se echaron a reír y su risa pareció despertar a un caballero elegantemente vestido que hasta entonces había dormitado en uno de los bancos de la iglesia. Al volverse, para averiguar de dónde procedía la risa, su mirada tropezó con la de Walter Kreider, quien abriéndose paso a través de las muchachas, fue hacia él, saludándole:
—¿Cómo está usted, don César?
—¡Mi querido señor Kreider! Muy bien. Es decir, sólo regular, pues llegué esta mañana de Sacramento y estoy molido. Por cierto que me dijeron que hoy se casaba el capitán Farrell, y aunque no nos profesamos una gran simpatía…, pues le he comprado unos cubiertos de plata y aquí los tengo —y César señaló un paquete—. Pero ahora estoy en un apuro.
¿Cree usted que estaría muy mal que se los entregan cuando salgan de casarse? Yo no sé su domicilio…
—Sssrt —indicó Waher—. Silencio. Ahora los van a casar. Sentó una emoción… ¿Por qué será?
—Tal vez porque se casa el capitán.
—No, no es por él. Pero usted no sabe… Si supiera… Entonces comprendería mi emoción. Esa mujercita podría haber sido mi hija; pero… no lo fue.
—No se atormente, así, señor Kreider, yo estoy en las mismas condiciones que usted. Haciendo un esfuerzo también habría podido ser mi hija y tampoco lo es; pero ¿qué le vamos a hacer? No todas las muchachas bonitas del mundo pueden ser nuestras hijas. Hemos de dejar algo para los demás.
—Usted es un escéptico, don César. Por eso es usted feliz; pero si supiera lo que a veces se oculta debajo de una apariencia como la mía… Tal vez algún día se lo cuente todo. Y ahora no nos perdamos nada de la ceremonia.
—Conforme; pero a ver si se le ocurre cómo puedo entregar el estuche de cubiertos de plata. Yo me he quebrado tanto la cabeza que estoy cayendo de sueño.
Mas Walter Kreider no le escuchaba. Estaba pensando en Rosario, a quien sabía oculta en un rincón de la iglesia; en Ida, a quien veía casar, y en El Coyote, que, sin duda, estaría cerca de él; pero ¿dónde?
Estaba tan enfrascado en sus pensamientos que ni oyó el ruidoso bostezo del escéptico don César de Echagüe.