Capítulo XI:
La justicia del Coyote

La casa de Walter Kreider estaba brillantemente iluminada. Habíanse abierto las grandes puertas que permitían convertir en un largo salón el grupo de salas del primer piso. Oíanse continuamente los taponazos del champán, y hasta la calle llegaban los ecos de la música vienesa que interpretaban dos escogidas orquestas que se turnaban en el esfuerzo de distraer a todos los invitados de los Kreider.

En la sala central, numerosas parejas danzaban, en tanto que otras preferían hacerlo por los pasillos más alejados. Walter y Rosario, de pie junto a la puerta, habían ido recibiendo a los invitados, entre los cuales figuraban distinguidas familias californianas de hispánicos apellidos y antiguos mineros que cinco años antes andaban tras de sus burros sin otra fortuna que sus herramientas de trabajo, mientras ahora, en cambio, poseían grandes fortunas que los habían transformado en otros hombres muy distintos.

Rosario apenas recordaba dos o tres de los nombres que su marido había pronunciado. Pero uno de ellos estaba angustiosamente clavado en su alma.

—Isaac Peheim —había dicho su marido, al presentárselo, agregando—: Es uno de los mejores joyeros de esta ciudad. A él le he encargado el arreglo de tu collar.

Poheim, un hombrecillo menudo y nervioso, inclinó bruscamente la cabeza hacia adelante, como queriendo observar con más atención el collar que lucía Rosario. Esta retrocedió, sobresaltada, y su marido echóse a reír.

—Luego lo examinará, Poheim —dijo—. Ahora deje que ella lo lleve.

—¿Es que se lo vas a dar para que lo alargue? —preguntó Rosario, sintiéndose como perdida en un laberinto de tinieblas pobladas de horribles monstruos.

—Sí. Quiero que lo arregle lo antes posible. Me corre prisa convertir tu collar en el más hermoso del mundo. ¿Cree quo lo conseguirá, Poheim?

—Seguramente —replicó el joyero, que seguía mirando, lleno de curiosidad, la joya, y que al fin, casi a regañadientes, fue a reunirse con el resto de los invitados, dejando a una mujer para quien la fiesta de aquella noche ya no tendría ningún atractivo.

Cuando llegaron los últimos invitados, Walter y su esposa dirigiéronse al salón principal, y Kreider, inclinándose ante Rosario, pidió:

—¿Me concede la mujer más hermosa del mundo el honor de este baile?

—Con mucho gusto, caballero —sonrió Rosario, pero su sonrisa fue tan poco natural, que Walter preguntó, alarmado:

—¿Es que no te encuentras bien?

—Estoy un poco mareada —replicó Rosario, agarrándose ansiosamente a aquella oportuna tabla de salvación que se le ofrecía—. Tanta gente…

—¿Quieres retirarte un momento?

—No, no es necesario. Supongo que ya se me pasará. Además, el calor influye un poco. La primavera es casi verano.

Walter clavó una honda mirada en los ojos de su esposa, y al fin, sonriendo animador, dijo:

—No te importe despreciarme. Si prefieres que salgamos a la terraza…

—Si acaso, después del baile. Hace más de un año que no sé lo que es un vals danzando contigo.

—Gracias, Rosario.

Y lanzándose al oleaje de suaves notas, durante unos minutos se confundieron con las otras parejas.

Desde un rincón de la sala, Isaac Poheim se acariciaba la barbilla y murmuraba:

—Ese collar… es muy raro. Le encuentro algo extraño. Esas perlas… Pero no, debo de estar en un error. No iba a tratarse de un collar falso.

Por dos veces tropezó Rosario con la mirada del joyero y la poca alegría que había conseguido reunir se esfumó como por ensalmo.

—¡Dios mío! ¿Por qué has hecho que viniera ese hombre?

Pero Rosario no obtuvo respuesta a su pregunta, y un momento después su esposo y ella estaban de nuevo frente al inquisitivo Poheim, que ardía en deseos de examinar de cerca y con ayuda de la lupa el extraño collar de la dueña de la casa.

—Ya es hora de pasar al bufete —dijo Rosario, después de consultar el relojito de oro que llevaba sobre el pecho.

Dirigiéndose hacia una puerta cerrada y custodiada por dos criados, hizo seña de que se abrieran las puertas que daban a la sala destinada al servicio de bufete, y en la cual numerosas mesas aparecían cubiertas de bandejas y vinos y licores colocados a disposición de los invitados.

Walter y Rosario acababan de llenar su copa y disponíanse a hacer el primer brindis, cuando una irónica voz ordenó:

—Tengan la bondad de mirarme.

Walter y Rosario volvieron la vista hacia el lugar de donde procedía la voz y la mujer lanzó un grito de espanto. De detrás de uno de los cortinajes de una de las puertas que daban a la terraza acababa de surgir un hombre con el rostro cubierto por un antifaz negro. Iba vestido a la mejicana y empuñaba un desagradable revólver de seis tiros.

—¿Cómo se atreve…? —empezó Walter, tratando de lanzarse contra el enmascarado.

—Cuidado —advirtió fríamente el hombre—. No sea impetuoso y procure no discutir nunca con quien tiene en la mano un revólver como éste.

—Si cree que me asusta, está en un error.

—Si no se asustara, ya se habría lanzado encima de mí y yo le hubiera atravesado la cabeza de un tiro.

El enmascarado notó el revuelo que se producía en la sala y advirtió, levantando la voz:

—Que nadie se marche. Es sólo cuestión de un momento. Supe que la señora Kreider poseía un magnífico collar y vine a buscarlo. Tenga la bondad de dármelo, señora —agregó, dirigiéndose a Rosario, que maquinalmente empezó a quitarse el collar.

—¡Es usted un canalla! —gritó Walter, haciendo intención de precipitarse contra el enmascarado.

Este le contuvo con el cañón de uno de sus revólveres y, sin dejar de sonreír, declaró:

—No soy un canalla. Soy, simplemente, El Coyote.

—¡EI Coyote!

El famoso nombre corrió velozmente por la sala, levantando un murmullo de asombro y curiosidad.

Rosario habíase quitado ya el collar y se lo tendía al Coyote, que, sin mirarlo, lo guardó en un bolsillo de su chaquetilla. Iba ya a retirarse, cuando Walter, con el rostro demudado, le pidió:

—Un momento, señor…

—¿Qué quiere? —preguntó, El Coyote.

—Escuche… Para usted ese collar que se lleva no tiene ningún valor, aparte del material, ¿verdad?

—Que ya es mucho —sonrió El Coyote.

—¿En cuanto lo valora? —preguntó Walter.

—En algo más de cien mil dólares. ¿Por qué?

—Si piensa vender esa joya… yo se la compraré. Dígame el sitio donde podemos encontrarnos y le pagaré doscientos mil dólares.

La sonrisa del Coyote se acentuó.

—¿Por qué? —preguntó—. Dígame por qué está dispuesto a ofrecer tanto dinero.

—Porque ese collar tiene para mí un gran valor sentimental.

Mientras escuchaba a Walter, El Coyote observaba atentamente a todos los que estaban en la sala.

—Explíqueme ese valor.

—¿No le basta mi palabra?

—No. ¿Por qué da usted tan gran valor a esta joya? —preguntó de nuevo El Coyote, sacando del bolsillo el collar de Rosario.

—Déjale que se lo lleve —instó la mujer—. No hagas tratos con ese hombre…

Kreider no hizo caso de lo que aconsejaba su esposa.

—Es un regalo que le hice a ella —explicó, dirigiéndose al Coyote—. Al terminarse el ferrocarril, se lo regalé. Por eso estoy dispuesto a pagarle mucho más de lo que costó.

—Bien. —El Coyote reflexionó unos instantes—. Un recuerdo sentimental…

Hizo saltar el collar y el choque de las perlas se oyó claramente en el expectante silencio que reinaba en la sala. Luego, como excusándose, agregó:

—Creí que este collar sólo tenía un valor material. Se lo devuelvo, señor Kreider. Esta noche El Coyote ha salido de caza y vuelve a su cubil sin ninguna presa.

Dejando el collar en la mano de Walter, El Coyote saludó con una profunda inclinación a Rosario, y antes de que Kreider pudiera replicar, desapareció tras la cortina y sus pasos sonaron un momento en la terraza, apagándose súbitamente.

Cuando Walter salió a la terraza no vio a nadie.

El Coyote había desaparecido.

Tan pronto como Walter regresó al salón, su esposa le miró, angustiada.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Kreider.

—Temí… temí que te hubiese ocurrido algo —contestó Rosario—. Si aquel hombre hubiera disparado sobre ti…

—Estás pálida.

—No me encuentro bien, Subiré a acostarme. Excúsame con los invitados.

Isaac Poheim, que se había abierto paso por entre los asistentes a la fiesta llegó junto a Walter y, suavemente, le quitó el collar. Rosario, al advertirlo, se mordió el labio inferior y quedó inmóvil siguiendo ansiosamente todos los movimientos del joyero, que parecía estar disfrutando mucho, mientras acariciaba la perlas. Al fin exclamó:

—¡Es fantástico! ¡Jamás lo hubiera creído!

Rosario cerró los ojos, temiendo oí las palabras que no podían dejar de brotar de los labios del joyero; pero cuando Poheim siguió, dijo algo muy distinto de lo que Rosario esperaba.

—¡Es el mejor grupo de perlas ceilandesas que he visto en mi vida! Le felicito señor Kreider. Si alguna vez quiere vender ese collar… Bueno, ya sé que no quiere venderlo; pero es que realmente se trata de un ejemplar de museo. Lo más curioso es que, de momento, debido sin duda a la luz creí… Nunca se podrá imaginar lo que creí.

—¿Qué? —preguntó Walter.

—Pues que el collar era una vulgar imitación bastante bien lograda, pero una imitación, nada más.

—¿Por eso lo miraba tan insistentemente? —rió Walter.

—Sí, sí. Claro que yo ya me imaginaba que todo era debido a un efecto óptico, y que las perlas tenían que ser buenas. No era lógico que usted le hubiera comprado a su esposa un collar de veinte dólares.

—¿Y ahora ya está seguro de que es legítimo? —preguntó, con voz muy débil, Rosario, dirigiéndose a Poheim.

—Desde luego. No puedo equivocarme. Y si sospecha usted que su marido la engañó y le dio un collar de perlas de imitación en vez de uno legítimo, permítame ofrecerle cien mil dólares por esta maravilla. Haré un excelente negocio.

—Tal vez —replicó Rosario—; pero ahora, con su permiso, me retiraré. Han sido demasiadas emociones y no estoy habituada a ellas.

Sumida en un mar de confusiones, Rosario abandonó la estancia y empezó a subir la escalera que conducía a las habitaciones del segundo piso.

En su cerebro se repetía continuamente la misma pregunta:

¿«Cómo un collar falso se había convertido en uno legítimo, por el que un perito de la talla de Isaac Poheim estaba dispuesto a pagar cien mil dólares»?

La respuesta la estaba aguardando en su cuarto.