A la mañana siguiente, muy temprano, un auto, el primero en pasar después de la tormenta de nieve, rechinó en el camino. Un poco después Mary salvó el kilómetro y medio que la separaba del final de la carretera. Pasó entre los escombros que rodeaban la casa, entrando por la puerta de atrás, se quitó sus mitones y, con sus entumecidos y rígidos dedos, consiguió encender la cocina. Después de haberse calentado y poner sobre el fogón la cafetera, calculó hasta qué hora podrían dormir los Horst, pues tenía noticias que comunicar a Hannah; pero no podía usar el teléfono mientras los señores estuvieran aún durmiendo.
Subió a las ocho y media. Ordinariamente, a tal hora, el señor y la señora habían terminado su desayuno y Mary estaba a punto de concluir de fregar los platos. En la casa reinaba un silencio mortal. Mary golpeó tímidamente en la puerta del dormitorio.
—Adelante —dijo desde adentro la señora, que estaba de pie junto a la ventana, llevando puesta la bata azul con cintas color de rosa. El cabello pendía en trenzas sobre los hombros.
—He regresado —anunció la criada.
—Me alegro, Mary.
—Espero, que no estará usted enfadada conmigo, señora. Estuve bloqueada por la nieve.
—Nosotros también.
Mary miró a su derredor. Notaba que algo faltaba, pero no sabía qué.
—Sin duda, habrán podido ustedes arreglarse bien sin mí.
—El pobre señor tuvo que hacer todo el trabajo, yo he estado en cama con un fuerte resfriado.
Los ojos de Mary se posaron sobre la cama. Sólo en un lado de ella se había dormido, y entonces comprendió qué era lo que faltaba.
—¿Dónde está el señor?
—Temimos que se le contagiara mi resfriado y se ha ido a dormir al otro cuarto.
—¿Quiere que lo despierte? Tengo ya hecho el café y el plato de avena cocida, así que ustedes podrían desayunar dentro de cinco minutos.
—No, déjalo dormir.
—¿No llegará tarde al trabajo?
—Tiene aún que limpiar el sendero. No puede sacar el auto hasta que lo haya dejado transitable.
—Podría ir andando hasta la carretera y tomar allí el autobús.
—No importa. No le despiertes.
—¿Quiere usted su desayuno ahora?
—No. Esperaré a que él se levante.
Mary se quedó plantada, frotándose los dedos de un pie contra el tobillo del otro. Tenía noticias propias. Con mal contenidas risitas explicó a Bedelia que se había comprometido con Hen Blackman.
Bedelia exteriorizó su aprobación.
—Tal vez la nevada ha sido una bendición disimulada, Mary. Le dije al señor el otro día que si eras nada más que la mitad de lista de lo que yo me figuraba, no dejarías escapar la ocasión.
Mary, halagada porque la señora había hablado de ella, difícilmente podía contener su contento. Y refirió, con todos los detalles, cómo se le había declarado Hen.
—Usted, señora, lo ha sabido antes que Hannah —dijo, confiriendo todo el honor de la primacía a su ama.
—Tan pronto se levante el señor y nos hayas servido el desayuno, se lo puedes telefonear.
Mary contenía aún sus risitas de contento cuando se dirigió a la cocina. Su risa cesó de repente y lanzó un grito: había visto en la escalera de servicio una informe cosa blanca flotante dirigiéndose hacia ella.
—¿Se ha asustado, Mary? Lo siento —y Charlie salió fuera de la oscuridad. Llevaba pantalón negro y camisa blanca.
—¡Creí que era usted un fantasma!
Con sus zapatillas de fieltro, se deslizaba sin ruido sobre el suelo. Bedelia no lo oyó entrar en el dormitorio y, al oír «Buenos días, querida», dio un salto.
—Parece que voy asustando a las señoras, esta mañana —dijo Charlie.
—Martín ha pasado ya con el carro de la cerveza —dijo ella.
—Sí: lo he oído. Pero tuve pereza de levantarme. No me he dormido hasta la madrugada.
Bedelia miró todo lo que había a su alrededor en la habitación, dejando posar su vista por un segundo en ésta o aquella pieza del mobiliario, examinando después la siguiente, hasta que las hubo estudiado cuidadosamente todas. ¿Es que pensaba en los otros cuartos que había dejado y, comparando éste con aquéllos, deseaba permanecer aquí entre las colgaduras hechas con su máquina de coser, los colores escogidos por ella y la cama en la que durmió con Charlie? ¿Había enterrado con los maridos las otras cosas que dejó atrás, las pieles y lujosos vestidos, los peroles de cobre, las cacerolas, las ingeniosas batidoras de huevo y los abrelatas?
Para ella la perla negra tenía más importancia que Jacobs. Quería tenerla para lucirla en el casino de Montecarlo. ¿Querría conservar también ahora el anillo de granates que Charlie le había regalado para Navidad?
—¿Piensas todavía en Europa? —preguntó él.
Ella aparentó no haber oído. Charlie pensó si debería repetir la pregunta. No querría perder su sangre fría, pero no podía evitar resentirse por la indiferencia de Bedelia.
—No es esencial que sigas o no pensando en ello, porque no nos iremos. Vamos a permanecer aquí y nos defenderemos.
Bedelia le sonrió tímidamente.
—¡Qué bueno eres, Charlie querido! No creo que exista hombre tan bueno y tan amable como tú. —Y le mostró su más encantadora sonrisa.
—¿Pero has oído bien lo que he dicho, Bedelia? —Intentaba parecer firme y decidido, pero su voz era vacilante—. Vamos a permanecer aquí y lucharemos.
—Ya lo sabía.
—¿Cómo lo sabías?
—Lo dijiste anoche, y tú siempre mantienes lo que dices, ¿no es así? —Decía esto tranquilamente, sin resentimiento alguno—. No te preocupes, Charlie; haré todo lo que quieras. Te amo tanto que cualquier cosa que hagas me parece siempre bien.
Aquella serenidad lo dejaba perplejo. Ella podía perderlo todo: reputación, libertad y, posiblemente, la vida. La sencillez con que se confió a su protección le sonó a falsedad. Bedelia siguió sus tareas calmosamente; abrió cajones, eligió ropas interiores, examinó encajes y bordados.
—El asunto es grave… —empezó a decir Charlie.
Una tos de Bedelia lo interrumpió. Su cuerpo dio una sacudida y miró ansiosamente la cama, al tiempo que con ambas manos se tapaba la boca. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Dispénsame —dijo con voz apenas perceptible.
—Tú no estás todavía bien y no debía haber permitido ayer que te levantaras. Será mejor que te acuestes.
Débil y agradecida por la solicitud de Charlie y dócil como una chiquilla, Bedelia se metió en la cama. El clima de humildad continuó, después, cuando Mary le sirvió el apetitoso desayuno, aunque dijo no sentir ganas, obedeció las indicaciones de Charlie, y lo tomó sin dejar nada.
—¿Vas a limpiar el sendero, ahora? —preguntó ella mientras observaba por encima de su taza de café cómo Charlie se ponía sus botas de caza.
—Sí, pero solamente para tenerlo libre; no porque nos vayamos.
—Me lo has dicho antes, querido.
—No quisiera parecerte arbitrario. Pero es preciso reconocer que es grave este asunto. Parece que no te das cuenta de la importancia de mi decisión, Bedelia; pero el porvenir depende…
—¿Por qué no me llamas ya nunca más Biddy?
La trivialidad de esta interrupción lo irritó, y le hizo dudar de si trataba de distraerlo del tema sobre el futuro. Pero una rápida mirada a ella lo ablandó en seguida: sentada, reclinando su cuerpo en los almohadones a su espalda en aquel grande y sólido lecho, Bedelia parecía excesivamente frágil, resignada y paciente para causarle la menor ansiedad. Él mismo hubiera deseado para sí poder dejar de lado los temores y concentrar su atención en las tostadas y en la compota de ciruela.
Bedelia extendía cuidadosamente la compota sobre la tostada para no mancharse los dedos. Charlie la miraba relamerse, poner crema en la avena cocida, medir el azúcar para su café, y le parecía tan inocente, tan suave y juiciosa que estaba a punto de no creer en nada de lo que Ben le había dicho y olvidarse de las curiosas contradicciones de su historia y de su comportamiento.
—No te preocupes de nada, Charlie. Déjalo todo por mi cuenta. Siempre hay un camino.
La mano de Charlie se detuvo al irse a atar las cintas de sus zapatos.
Probablemente Anabela McKelvey había sido también tan dócil mientras planeaba servir pescado en la comida; Cloe había sonreído gentilmente a Jacobs cuando sintió que él se ponía en contra de ella; las suaves maneras de Maurine habían conducido a Will Barrett al embarcadero.
Charlie salió precipitadamente del cuarto, so pretexto de subir al desván por su gorra de piel de foca, que estaba guardada en un cajón de cedro entre dobladas mantas de viaje y los Jaegers y el boa de piel de visón gris que habían pertenecido a su madre. El olor de naftalina le recordó los tiempos pasados, y sosteniendo el boa en sus manos le pareció verlo en la forma que lo había llevado su madre, echado sobre sus menudos hombros, con su delgada cara asomando en medio de él y bajo su toca de terciopelo. «El deber, habíale dicho siempre su madre, el deber es lo primero, Charlie».
Al volver al dormitorio oyó risas en él. Mary había subido a recoger la bandeja del desayuno y estaba hablando de su noviazgo. Tuvo que repetirlo todo para que lo oyera Charlie.
—No es necesario que se preocupe usted por el trabajo de la casa —dijo Mary—, yo no me casaré hasta junio y, por lo tanto, no tiene que pensar en buscar muchacha todavía; además, mi hermana Sara querrá colocarse pronto.
—Antes de hacer otra cosa, Mary, telefonee a Montagnino. Hemos concluido todo. Tráigame papel y lápiz, por favor.
Charlie prolongaba su permanencia en el dormitorio, pues su espíritu se aquietaba por el timbre de voz de Bedelia al decir:
—Estaba pensando en cerdo asado, Mary. Al señor le gusta mucho y, después de los comistrajos que ha tomado en estos últimos días y las papillas que le dimos mientras estuvo enfermo, tiene ahora derecho a algo bueno. Y no te olvides de traer manzanas…
—Tenemos muchas en la bodega.
—¿Cuántas veces he de decirte que yo no hago salsa de manzanas con Macintoshes? Pide verdosas.
—Sí, señora.
Charlie se quedó para oír cómo Bedelia y Mary, que no tenía prisa en irse, dialogaban con respecto a las provisiones. ¿Qué podría suceder en una casa donde tan apasionadamente se discutía sobre manzanas, y donde zanahorias, coles y colirrábanos eran tan cuidadosamente comparados? ¡Que viniera Barrett! ¿Qué mejor seguridad de la impotencia de aquel hombre cabía ante Charlie que la prodigalidad del pedido de provisiones que hacía Bedelía?
—Diez libras de azúcar, Mary, dos de mantequilla, seis latas de tomates, cinco de macarrones, de los estrechos, acuérdate, no de aquéllos tan anchos; cinco libras de queso sazonado para secar y rallar, una ristra de cebollas, dos docenas de huevos.
Una buena ama de casa no haría un pedido tan dispendioso, a menos que estuviera segura del día de pasado mañana.
La interrumpió, en medio de aquellas disposiciones, otro ataque de tos, y violentos temblores la sacudieron; quedó, recostada sobre las almohadas, completamente exhausta.
—No te levantarás hoy —dijo Charlie—. Prométeme que vas a cuidar ese resfriado.
—Sí, Charlie, desde luego. Haré todo cuanto tú me digas. Sonó el teléfono. Mary corrió a él. Charlie intentó no escuchar, pero no pudo evitar enterarse cómo comunicaba la noticia de su compromiso matrimonial.
—¡Qué feliz es! —exclamó Bedelia, sonriendo con la complacencia con que las mujeres hablan de casamiento o compromiso—. Tenemos que hacerle un buen regalo.
—Era Hannah —dijo Mary mientras entraba impetuosamente en el dormitorio—. Ya tiene conectado otra vez el teléfono. Dice que están casi sin comida y que habrían pasado hambre si los Keeley no les hubieran enviado pan, huevos y tocino. Su sendero está todavía bloqueado y no hay modo de recibir las provisiones: pero Hannah ha tenido la idea de pedirle a Montagnino que envíe su pedido, junto con el nuestro, y los muchachos de Keeley vendrán con su deslizador a buscarlo. Hannah quería saber si les importaría a usted recibir su pedido, y yo he dicho que… que estaba bien.
—Desde luego —dijo Bedelia.
—Montagnino enviará el carricoche en seguida; pues Hannah necesita las cosas para el almuerzo, y tiene compañía.
Bedelia tosió.
—Es el caballero que no vino la semana pasada. Llega hoy.
—No será posible, Mary. Su camino está bloqueado. Nadie puede llegar hasta allí —dijo Charlie.
—El señor Chaney va con sus esquíes a recibir al caballero a la estación de Wilton, y se lleva otro par para su amigo —aclaró Mary—. Todo lo han arreglado por teléfono. El caballero ha llamado al señor Chaney desde Nueva York, me lo ha dicho Hannah.
Charlie dejó caer las alas de su gorra de piel de foca y se las ató bajo la barba. Miraba a todas partes: el papel de las paredes, los muebles, el juego de plata del tocador de Bedelia; todo, excepto a su mujer.
Mary continuó con su charla, respirando precipitadamente en su excitación.
—Por esto Hannah está deseosa de tener las provisiones a tiempo. No es que tenga que hacer un almuerzo complicado; pero el señor Chaney dice que con los esquíes no tardarán más de un cuarto de hora desde la estación de Wilton, y quiere que la comida esté lista para cuando lleguen. Montagnino envía su pedido junto con el nuestro y los muchachos de Keeley ya vienen para acá…
Si tenía oportunidad, Mary repetía las cosas cinco o seis veces. Bedelía le cortó la retahíla, diciéndole:
—Es mejor que te des prisa y recojas nuestras provisiones
—Sí, señora.
Charlie se apresuró a salir del dormitorio. No quería quedarse solo con Bedelia y hablar del invitado de Ben Chaney. Descolgó la pala de su clavo en el cobertizo y salió a limpiar de nieve el sendero. El aire era como un tónico y se sintió como un prisionero debe sentirse después de años de celda. El cielo era un arco de azul cobalto, el sol calentaba y la nieve tenía una débil costra que se rompía a su paso.
No era tan tonto como para creer que sus dificultades habían desaparecido porque brillaba el sol; pero sintió nuevo vigor en su cuerpo, claridad en su mente y sus nervios se aquietaron.
Trató de considerar su problema objetivamente, como si en le hubiera dicho: «Escucha, Charlie: un amigo mío tiene un conflicto. Se casó recientemente y está loco por su mujer, y ahora no sabe qué tiene que hacer…».
—«¿Qué clase de conflicto es?».
—«Ha descubierto que su mujer es criminal».
La palabra no era aterradora. Criminal puede significar pequeños robos o que una mujer se ha convertido en un estorbo para sus vecinos.
—«¿Qué crimen ha cometido?»
—«Asesinato».
Asesinato. Esto daba un aspecto diferente al conflicto de su amigo. Pero hasta en el asesinato caben eximentes. La propia defensa, por ejemplo.
—«¿A quién mató?».
—«A su marido». —Pero no era ésta toda la verdad—. «Varios maridos, en realidad. Cuatro. Tal vez, cinco».
Objetivamente, era increíble que semejante cosa pudiera ocurrirle al amigo de un amigo de Charlie Horst. Tendría que preguntar por qué la mujer había asesinado a cuatro o cinco maridos.
—«Por dinero. Para cobrar su seguro de vida».
Ésa era toda la verdad, y tan malvada, que sólo cabía una única solución en el problema. Era inútil decir: «Pero mi amigo ama a su mujer, y ella lo ama a él. Ella no quiere que su marido muera, lo ama y en sus entrañas lleva un hijo de el…».
Tuvo que dejar de pensar y decidióse, como mejor solución, a emplear sus energías en el duro trabajo de palear nieve. Cada vez que levantaba la pala y enderezaba el cuerpo, miraba a su derredor y veía las blancas colinas, el negro color de carbón vegetal de los árboles y ramas que proyectaban su sombra violácea en la nieve, y su casa, tan sólida y bien proporcionada, tan americana en su estilo, y segura y armoniosa con sus llamadores de madera y sus persianas de limpio color verde.
A cada palada se sentía mejor y como rejuvenecido, como si con su pala estuviera echando a un lado, con la nieve, todos sus problemas. Los acontecimientos de días anteriores le parecían menos reales y su mujer tan buena y consciente como cualquiera de sus vecinos.
El carromato barnizado de negro de Montagnino, con ruedas pintadas de amarillo, se detuvo en la carretera. El mandadero saltó del coche, y de la parte trasera sacó tres grandes cestos y los llevó, uno tras otro, al cobertizo. Era un guapo muchacho italiano, cuyas mejillas color carmín se destacaban sobre el moreno claro de su piel. Aunque Mary era ahora la prometida de Hen Blackman, no tuvo reparo en entretenerse en charlar con el muchacho. Éste tenía mucho que contarle referente a los parroquianos que habían sido bloqueados por la nieve y no pudieron recibir sus provisiones; y de aquellos otros que todavía seguían aislados.
La nevada lo hacía muy importante; pues algunos de los vecinos más ricos habrían padecido hambre y hasta muerto de inanición si él no les hubiera llevado víveres esa mañana, con su coche de ruedas amarillas.
Charlie trabajó aún una hora más. El ejercicio lo reanimó y, bajo su gruesa chaqueta, sintió cómo sudaba su cuerpo. Cuando vio a Mary abrir una ventana del segundo piso, le ordenó cerrarla para que no entrara corriente de aire al dormitorio de su mujer.
Desde mucho tiempo atrás no había hecho tanto ejercicio físico y sus músculos estaban debilitados. De pronto se sintió cansado y quedóse de pie, como un obrero perezoso, apoyado en su pala y contemplando el paisaje. Su entusiasmo de trabajador desaparecía.
Pero, a semejanza de su madre, creyó que el deber suyo era continuar el trabajo y siguió otra vez a despecho de la fatiga, hasta que hubo despejado de nieve otros dos metros del sendero. Después, dejó la pala y decidió terminar la tarea luego de almorzar.
Tenía las botas llenas de nieve. Las suelas chorreaban. Charlie era demasiado cuidadoso para andar con aquel calzado mojado sobre sus buenas alfombras, y entró por la parte de atrás de la casa.
El cobertizo estaba a oscuras, pero no se molestó en dar la luz y, sentado en un taburete de tres patas, desatóse las botas. En un rincón, cerca de la puerta, vio los tres grandes cestos que el muchacho de Montagnino había llevado allí. Dos estaban vacíos y uno, lleno; éste debía contener el pedido de Ben Chaney.
Oyó una tos contenida y miró a través del cristal de la puerta a la cocina y vio a Bedelia, de pie al lado de la mesa, que apagaba su tos con la mano. Estaba inclinada sobre la mesa, haciendo algo de modo cauteloso y a escondidas. Abrió un paquete. Su cuerpo ocultaba la parte de la mesa sobre la que había colocado el contenido del paquete; pero Charlie pudo ver cómo dejaba cuidadosamente a un lado el papel que lo envolvía y la cuerda con que venía atado, y después hundía su mano en el escote de su bata.
Mary bajaba la escalera principal trasteando con el sacudidor de las alfombras. Bedelia se enderezó prestamente, y miró rápida y desconfiadamente en dirección a la puerta del comedor, que estaba cerrada; y sin perder momento escondió en el escote lo que había sacado antes de allí, y con paso indiferente se fue hacia la puerta del comedor. Abrióla y llamó a Mary, ordenándole que volviera en seguida arriba.
—Quiero que arregle mi cuarto mientras yo no estoy en él, Mary.
—¡Oh! No sabía que estaba usted ahí abajo, señora. ¿Puedo ayudarla en algo?
—Vaya arriba y múdeme la cama en seguida.
Mary volvió a subir ruidosamente las escaleras.
Antes de que Bedelia retornara a la mesa de la cocina. Charlie pudo ver qué era lo que había sacado ella de la envoltura de papel: un triángulo de queso Gorgonzola, de corteza verde. Bedelia buscó de nuevo en su escote y Charlie vio que extraía una pequeña caja redonda. Era la caja de píldoras sin etiqueta que él había hallado entre los demás cachivaches la noche en que ella intentó fugarse, y que había creído eran polvos para pulir las uñas. Charlie quedó sin aliento, paralizado como en una verdadera pesadilla. No intentó hablar ni moverse, porque sabía que no tenía voz ni podía despegar los labios.
Bedelia había tapado otra vez la cajita y vuelto aguardarla en su pecho. Envolvió de nuevo el queso en el mismo papel y empezó a sujetarlo con el bramante. Pero el bramante tenía algún nudo y no alcanzaba, por lo que recurrió al ovillo que tenía en uno de los cajones de la alacena. No era tan grueso como el de Montagnino; y Charlie comprendió que estaba cometiendo una falta, la trivial y estúpida equivocación que destruye la perfección del crimen.
Evidentemente no se dio cuenta de la diferencia, pues cortó un largo de bramante y ató con él el queso. Después, andando de puntillas llevó el viejo bramante con nudos al fogón, levantó una de las planchas de hierro y lo echó al fuego. Procedía, en sus preparativos de asesinato, sin atolondramiento ni prisa, y tan eficientemente como si estuviera haciendo la comida. Una mirada cuidadosa por toda la cocina la aseguró de que no quedaba rastro alguno de su trabajo y, con el paquete en la mano, se dirigió al cobertizo.
Charlie retrocedió hacia un ángulo.
Bedelia entró en el cobertizo, y parpadeó desorientada: estaba muy oscuro para sus ojos, acostumbrados al brillo de la luz eléctrica de la cocina. No tenía la menor idea de que Charlie estuviera allí y de que había pasado muy cerca de él. Inclinándose sobre el cesto, arregló de nuevo las cajas y paquetes y colocó el suyo debajo de un saquito de tela lleno de sal. Al levantarse, sopló las puntas de sus dedos, como diciendo:
¡Fuera, maldito olor de queso! ¡Fuera, maldita mancha de asesinato!
Charlie, estupefacto al principio, desvió la mirada, porque no quería que sus ojos presenciaran esta nueva maldad. Mientras Bedelia estuvo inclinada arreglando los paquetes de modo que el suyo no se destacara, reconoció que ya no le era posible cerrar los ojos, hacer sordos sus oídos, permanecer mudo, sin engañarse más con milagros. ¡En la misma cama en que había dormido su santa madre, Bedelia había planeado enteramente el asesinato de dos hombres! Comprendió, ahora, por qué había estado tan amable al aceptar su decisión de quedarse y defenderse. Había accedido a quedarse, pero resuelta a no afrontar la lucha por su defensa.
La casualidad había puesto en sus manos armas con que librarse de sus enemigos. La afición que Ben sentía por el queso iba a servirle como le sirvió la de Herman Bender por las setas, y la de McKelvey por el pescado. El sabor del Gorgonzola es tan fuerte… tan basto, que ni el más delicado paladar podría percibir el gusto del veneno; los enemigos de Bedelia no morirían en casa de ella después de haber comido en su mesa. No tendría nada que ver con su muerte y se enteraría de la tragedia por alguna noticia telefónica o por los periódicos, como los demás vecinos de la ciudad.
—¡Bedelia!
Bedelia se volvió por completo. Charlie salió de su rincón, y ella lo vio y se incorporó.
—¡Oh! No sabía que estabas ahí —dijo, enderezándose—. Me has asustado. —Pequeñas pausas, producidas por su agitada respiración, separaban sus palabras. Apresuradamente añadió—: El estúpido empleado de Montagnino cometió otra equivocación, mezclando las provisiones de Ben con las nuestras. Menos mal que yo bajé para comprobar nuestro pedido, y me di cuenta.
La facilidad con que mentía Bedelia asqueó a Charlie. Había tragado muchas otras mentiras porque la amaba; pero ahora, que había visto sus crueles y deliberados preparativos para un nuevo crimen, aborreció hasta el recuerdo de aquel amor.
—Siento haber faltado a mi promesa, Charlie, pero no debes enfadarte. Mi tos ha mejorado tanto que me pareció una tontería permanecer en cama. —Ella cedía blandamente, con gentileza, encogiéndose ante la fortaleza masculina.
Los dedos de Charlie se clavaron en los hombros de Bedelia, y la zarandeó. El cuello de la bata estaba cortado en forma de V y más arriba su garganta parecía de porcelana. La mano de Charlie se enroscó a su alrededor.
—¡Charlie… querido!
Esto fue cuanto pudo decir. La mano de Charlie apretaba su garganta. Cuando vio ella que no quedaba posibilidad de contener su ira, endureció y ensombreció sus ojos, y resistió, luchando desesperadamente, retorciéndose en sus brazos y dándole puntapiés en sus piernas. Una especie de éxtasis se apoderó de Charlie. Sus articulaciones se combaron; aparecieron nudos en sus manos al sentir el cálido latido de la garganta de Bedelia. Sus agitados ojos de azabache recordaron a Charlie los de la ratita que había caído en la trampa y pensó con regocijo en el martillazo con que le había dado muerte.
Bedelia cedió primero, desplomándose tan de pronto que cayó en los brazos de Charlie. Su cara mostraba de nuevo su atractivo aspecto y la astucia habíase borrado de su expresión. Fuera para la muerte o para el amor, se había rendido.
Una húmeda nube cubrió la vista y oscureció la mente de Charlie. Aflojáronsele las manos y las dejó caer. Pasó el éxtasis y se sintió deshecho. Los dos estaban exhaustos. Los ojos de Bedelia buscaron los de Charlie. Intentaba ella encontrar y sostener su mirada. A tientas, alargó la mano hacia él y, cogiendo su brazo, lo apretó con fuerza.
—¡Charlie, Charlie, querido!…
Él evitó su mirada.
—Tú no comprendes —murmuró ella.
—Me temo que sí —contestó Charlie, fríamente.
La atrajo hacia él como si fuera a besarla; pero, en vez de ello, metió la mano en su escote, sacó la cajita de píldoras y se la guardó en el bolsillo. Después se acercó al cesto y revolvió los paquetes hasta que encontró el que ella había escondido debajo del saquito de sal, y también se lo guardó en el bolsillo de su chaqueta de caza.
Bedelia, apoyada en el taburete, lo miraba a través de sus largas pestañas.
—Tú no querrás hacerme daño, Charlie. Sé que no querrás. Yo no querría causarte tampoco a ti. —Se había plantado delante de él, obstruyendo el camino hacia la puerta—. Te amo, y preferiría morirme a ver que te sucediera algo…
La empujó a un lado y salió del cobertizo. Al cruzar la cocina alcanzó el cordón de la luz y la apagó.
Ya en el vestíbulo, sintió que Bedelia estaba detrás de él, pero no se volvió. Ella lo cogió del brazo.
—No tenemos demasiado tiempo —le previno.
Charlie se desprendió de un tirón. La advertencia le convertía en cómplice del crimen.
—Vete arriba —ordenó.
Inclinada en actitud suplicante, imploraba perdón, sin atreverse a mirar a Charlie, cuyo rostro parecía de metal y sin más vida que el de su antepasado, el coronel Nathaniel Philbrick, caballero de bronce sobre un caballo, también de bronce, en la plaza de la ciudad. Bedelia hablaba rápidamente, como si en el poco tiempo de que disponía tuviera mucho que decir.
—Podemos marchamos si nos damos prisa.
—¡Sh, sh!
—No es necesario que llevemos nada. Podemos comprar lo que precisamos. Yo tengo dinero, mucho dinero, más del que tú sabes; está en Nueva York y puedo retirarlo sin que nadie se entere, Ni tú mismo sabes el nombre —su voz se elevó muy aguda y se cortó—. Te lo daré todo a ti, hasta el último centavo,
—¡Sh, sh! —dijo él otra vez. Mary descendía la escalera, agachándose en cada escalón mientras limpiaba el guardapolvo.
—Tú eres cuanto yo tengo —suspiró Bedelia—. Nadie más me queda en el mundo. ¿Quién se haría cargo de mí? ¿Es que no me quieres, Charlie?
Sonó el timbre del teléfono. Charlie la levantó en vilo y la subió al piso.
Mary los vio pasar y se quedó con la boca abierta. El teléfono continuaba repiqueteando.
—Conteste, Mary; tome el recado. Diga que ahora no puedo ponerme —vociferó Charlie a la asombrada muchacha.
La llevó al dormitorio, y la dejó en la cama; pero ella no quería dejarlo ir y se agarró a él con sus temblorosas manos tensas. Mientras Charlie se debatía para librarse, se dio cuenta de que en el dedo anular llevaba su mujer el anillo de granates, y recordó, con pena, la alegría con que él lo había descubierto en la tienda de antigüedades.
—¡Suéltame!
—No seas tan áspero, por favor, Charlie. ¿Por qué no me llamas ya nunca Biddy? Hace mucho tiempo que no me lo dices. ¿Es que ya no me quieres?
Semejante desfachatez le desconcertó. Abandonó sus esfuerzos y permitió que lo tuviera sujeto; y, en tanto, se sentó al borde de la cama. Las manos de Bedelia, crispadas en sus solapas, ya no eran regordetas y seductoras. Habían desaparecido los hoyuelos y se descubrían ahora venas azules desde las muñecas hasta la raíz de los dedos.
Intentó, valerosamente, sonreír a Charlie.
—Tú no dejarás que me lleven, ¿verdad? Soy tu mujer, ¿sabes?, y estoy enferma, muy enferma. Nunca te he dicho lo mal que me siento. Es del corazón, y puedo morirme en cualquier momento. —Sus manos apretaban la gruesa lana de la chaqueta de Charlie—. No debo disgustarme por nada. Nunca te lo había dicho, por no causarte preocupaciones.
Dijo todo eso con valerosa decisión, a la vez amable y amarga.
Charlie la apartó las manos con suavidad y Bedelia le dejó hacer, humildemente, sometida, reconociéndolo como su superior, su señor y su dueño. Él era hombre y fuerte; ella, mujer y frágil. La fuerza de Charlie le hacía responsable de ella; su vida estaba en sus manos.
Charlie se levantó.
—¿Dónde vas? —preguntó Bedelia.
Charlie no respondió hasta que alcanzó la puerta. Con su mano puesta en el picaporte, se volvió y dijo:
—Quiero que te estés ahí. Es mejor que te acuestes y descanses.
—Me suicidaré si dejas que me lleven. —Esperó el efecto de sus palabras. Repitió—: Me suicidaré, y tú tendrás la culpa —y se rió nerviosamente, porque vio su intento frustrado. Charlie no se había conmovido en lo más mínimo.
Cerró la puerta, echó la llave, y se la guardó en el bolsillo. No le había impresionado más su amenaza de suicidio que sus ruegos y astucias. Apartándose de Bedelia, creyó que encontraría un poco de claridad y podría pensar desapasionadamente. Pero su mente era toda perplejidad, y sintió cómo si su cabeza estuviera llena de espesas nubes grises.
Mary salió de la sala de estar con el estropajo en una mano y el sacudidor de alfombras en la otra.
—Era la señorita Ellen Walker. Dice que tiene que hablar hoy con un señor, en Wilton, y que la señora de Horst la había invitado a almorzar. Que vendrá.
Dejando el estropajo y el sacudidor apoyados contra la pared, empezó a subir las escaleras.
—¿Dónde va, Mary?
—Voy a pedirle a la señora instrucciones para el almuerzo.
—La señora tiene jaqueca. No se la debe importunar.
—¿Qué haremos para el almuerzo?
—Eso me importa muy poco —contestó, malhumorado.
Mary torció el gesto. El señor Horst no era rudo, generalmente. Mary percibió algo extraño en él y en la atmósfera de la casa.
—¿Está la señora muy enferma? ¿Puedo yo hacer algo?
Charlie no contestó. Mary deslizó su mano a lo largo del sacudidor, lo que produjo un temblor en el espinazo de Charlie y le hizo pensar si Mary tenía derecho a irritarlo en aquel trágico e incierto momento de su vida. Mas un instante después, recobrando su serenidad, se reconvino por haber hecho recaer su disgusto en una muchacha inocente; que, además, era su criada, estaba en inferior posición y no podía defenderse.
—Lo siento —murmuró—. Estaba pensando en algo muy diferente, Mary. Haga lo que quiera para almorzar. No creo que ninguno de nosotros tenga mucho apetito.
—Pero vendrá la señorita Walker.
—Claro que sí —contestó, al mismo tiempo que asentía con un movimiento de cabeza—. Lo que haga, Mary, me parecerá bien.
Pasó a la sala de estar. Con su chaquetón puesto e inclinada hacia atrás la gorra de piel de foca. Se sentó; permaneció largo tiempo inmóvil, reposando en el borde de la silla, separadas las piernas, con las manos colgando entre ellas. El reloj del vestíbulo marcaba su tic-tac; Mary cantaba, trabajando, y los carruajes traqueteaban en la carretera.
Charlie pensaba en su mujer y en su matrimonio y en la vida que podrían llevar si escapaban de Barrett. No le importaban ahora ni el pasado ni los preceptos morales ni su destrozado orgullo: no hacía aún media hora que sorprendiera a su mujer preparando un nuevo crimen. Para salvarse ella, había intentado asesinar a dos hombres; su mente era la de un niño y sus propias necesidades y deseos limitaban su perspectiva. Si un peligro la amenazara otra vez, probablemente querría evitarlo con igual crueldad.
Frotóse las ateridas manos. Bajo la franela de la camisa y el chaquetón, su cuerpo estaba frío.
Había entrevisto el futuro y lo que vislumbró le hizo sentirse enfermo. Se oyeron gritos afuera y eso atrajo su atención hacia el mundo exterior.
Los muchachos de Keeley llegaban arrastrando el trineo colina abajo, y avanzaban ruidosamente hacia la puerta trasera de la casa de los Horst. Charlaron con Mary mientras se calentaban en la cocina; y, cuando partieron, iban comiendo manzanas. Habían amarrado el cesto con las provisiones en el trineo; pero, como no estaba muy seguro, lo sujetaba uno de los muchachos mientras tiraba de aquél el otro. A medio camino de la subida a la colina, los muchachos cambiaron sus puestos.
Charlie los observó hasta que se perdieron de vista. Cuando esta distracción se acabó, se vio obligado a reconcentrarse en sí mismo otra vez y se sintió culpable. Aún cuando no tenía él la culpa de su presente crisis, no le era posible desentenderse de la responsabilidad.
Había sido débil con Bedelia. Desde el principio se había negado a ver sus faltas y fue tolerando todos sus caprichos. Claro que entonces no podía saber que la viudita de Nueva Orleáns era una asesina; pero comprendió que le decía mentiras, recurría a engaños y se valía del sexo indebidamente. Ello había celebrado y hasta disfrutó con esas pequeñas faltas femeninas, porque le halagaban e hinchaban su orgullo masculino.
Se puso furioso; más furioso todavía que cuando descubrió a su mujer en la mesa de la cocina con un triángulo de queso en una mano y el veneno en la otra. Esta furia era más potente, porque era interior y recaía sobre él mismo. En el cobertizo, cuando sus dedos apretaban la garganta de Bedelia, su furia procedía de la culpa ajena. Pero ahora se odiaba a sí mismo. Sabía que, si continuaba viviendo con Bedelia, seguiría perdonándola, cediendo y calmándose con el pensamiento de que ella no cometería más asesinatos.
Se levantó y enderezando los hombros, subió rápida y ágilmente las escaleras. Bedelia no le oyó ni al abrir la cerradura de la puerta ni al entrar en el dormitorio. Estaba echada a lo ancho de la cama, sin cuidarse del travesero ni del edredón. Sus horquillas estaban amontonadas sobre la seda color de rosa y tenía completamente revuelto el negro cabello.
Charlie permaneció de pie al lado de la cama y la contempló. Bedelia lloraba. Generalmente sus lágrimas le impresionaban: no estaba hecho a ver mujeres que implorasen piedad. Su poder para consolarla y secar sus lágrimas lo había enorgullecido antes. Ahora, mientras contemplaba su angustiado semblante bañado en lágrimas, la compadeció, pero de diferente modo; es decir, sin la propia estimación de antes. Sin pronunciar palabra, le volvió la espalda y, después de haberse puesto sus zapatillas de noche, salió de la habitación.
Esta vez no cerró la puerta. Bedelia levantó la cabeza y lo miró salir. Sin embargo, cuando volvió a entrar, estaba ella en la misma posición de antes, con los ojos cerrados y sus manos abiertas sobre el edredón.
—Bebe esto —dijo Charlie, ofreciéndole un vaso de agua. Bedelia no se movió.
Él llevó el vaso al lado de la cama.
—Bebe esto, Bedelia.
Abrió ella los ojos y trató, débilmente, de levantar la cabeza.
—Espera. Voy a ponerte más cómoda.
Puso el vaso en la mesa de noche, levantó la cabeza de su mujer del incómodo travesero, sacó las almohadas, las arregló, y le aupó el cuerpo hasta que la dejó en buena posición. Después le ofreció de nuevo el vaso.
—¿Qué es esto?
—Haz el favor de bebértelo.
—¿Un bromuro? No tengo dolor de cabeza.
—Yo quiero que te lo tomes —le dijo con firmeza.
Bedelia miró la cara de Charlie y después el vaso. El agua era clara y burbujeaba ligeramente, como si acabara de brotar de un pozo artesiano. Charlie no había sabido cuánto polvo debía echar en el agua, pero estimó que una pequeña cantidad surtiría el mismo efecto que poner demasiado.
Tomó el vaso, sosteniéndolo graciosamente con ambas manos, como una chiquilla. Como por milagro, sus mejillas se habían reanimado, el color reaparecido, y sus dulces miradas y los hoyuelos eran casi como los había visto Charlie en la terraza de las Fuentes del Colorado.
Bedelia lo miró interrogativamente, cual si fuera a proponerle algún trivial asunto o unas vacaciones.
—Vamos a beberlo juntos —se ofreció dulcemente. Charlie sintió un vahído y se apoyó en una de las columnas de la cama. Su corazón latía débilmente y su cara se volvió color púrpura.
Bedelia lo observaba, manteniendo inclinada a un lado la cabeza y sonriendo con gentileza.
—Bebe tú primero, querido; luego, beberé yo. —Y con la misma blanda voz con que le hablaba cuando le daba los polvos digestivos, añadió—: Bébetelo de prisa y no sentirás el gusto.
Bajo su mano sintió la impresión de la superficie del ananá tallado en la madera. Esto, al menos, era algo real y familiar.
Bedelia palpó la colcha para hacer ver lo muelle que estaba la cama; después volvió su mano para hacerle un pequeño gesto de invitación.
—Ven y échate a mi lado, Charlie, y estaremos juntos.
Maurine había rogado tan gentilmente a Will Barrett que éste no pudo negarse a un paseo marítimo nocturno. Cloe preparó amorosamente el baño para Jacobs; Anabela McKelvey, cuando colocó el plato de pescado ante su marido, se mostró candorosamente complacida por haberle podido servir su plato favorito.
Los felices maridos habían caminado hacia la trampa sin darse la menor cuenta de ello. Pero Charlie estaba ahora en el secreto.
Soltó el ananá de madera y acercóse a la cabecera de la cama. Su irritación se había convertido en terrible frialdad. Cuando alargó la mano para tomar el vaso, su pulso era firme. Bedelia se inclinó hacia adelante y alzó su mirada a él. Su cara demostraba excitación y anhelo; la punta de su lengua lamía sus labios como si se sintiera impaciente por paladear un manjar del que hiciera mucho tiempo que no había disfrutado.
Con el vaso en la mano, se sentó Charlie a su lado, en la cama.
—Bebe —le dijo, colocando el vaso junto a su boca—. No queda mucho tiempo.
Su cara parecía de piedra. Bedelia comprendió que estaba vencida: contrajo su cuerpo arqueando su espalda, y se endureció su mirada de azabache. Los abultados tendones de su cuello parecían dos columnas, y sobre ellas temblaba su cabeza.
—Creí que tú eras diferente, Charlie. Nunca pensé que fueras como los otros —dijo, suspirando y compadeciéndose de sí misma como una pobre mujer atormentada por un hombre cruel.
En sus ojos se veía el reproche, y la mueca de su boca expresaba mudamente que Charlie tenía la culpa de cuanto estaba ocurriendo. Se había casado con él llevando la mayor fe y esperanza; y ahora se sentía traicionada. Para ella ya había dejado de ser Charlie, convirtiéndose en otro de los hombres que había conocido: perversos, crueles, bestias.
—Nunca pensé que tú también pudieras volverte contra mí; tú menos que nadie, Charlie.
Charlie no dulcificó ni apartó de ella la dura y amarga mirada.
Bedelia aguardaba con su cabeza temblorosa, su boca herméticamente cerrada y sus ojos vidriosos. No había ya anhelante coquetería en ella: la derrota dispersó y desvaneció sus encantos, dejando en su lugar una mera caricatura de lo que fue la hermosa mujer de Charlie Horst.
—Está bien —gritó al fin, como si ya no pudiera resistir más la ansiosa espera—. Está bien. ¡Pero tuya será la culpa, Charlie Horst, y te acusarán y serás ahorcado!
La muralla de piedra que Charlie había erigido a su alrededor se vino abajo de golpe. Se sintió enfermo, avergonzado y culpable como si hubiera estado planeando un crimen por su propia cuenta y beneficio, y lo hubiera cometido. Contempló a su mujer recostada sobre las almohadas, pálida y desvalida, sintiéndose inocente e injustamente tratada. Ella preparó un asesinato aquella misma mañana; pero ya no se acordaba de ello, pues su recuerdo había volado como voló el de sus otros crímenes. El opio de su propia compasión disipaba la sensación de su culpabilidad. Ellos eran los culpables, no ella; ellos, los hombres perversos, las mujeres celosas. Esta mentalidad morbosa le había permitido cometer los crímenes más crueles y olvidarlos para vivir con casi perfecta normalidad, e incluso para sentirse enamorada y creerse merecedora de un buen marido, un hogar y un hijo.
Repentinamente, como si en realidad hubiera sido y fuera ella una buena esposa y no pudiera contener el afecto por su marido, alcanzó la mano de Charlie, la atrajo hacia sí y descansó en ella su mejilla.
Charlie, de un brusco tirón, retiró su mano. La lástima que ella demostraba sentir por sí misma, despertando en él cierta compasión, era el hechizo que con sus encantos y locuras había tejido para envolverlo en él. Había caído una vez en la red, pero estaba decidido a que no sucediera otra.
—¡Bebe!
—¡Será culpa tuya! ¡Te acusarán y serás ahorcado! —repitió Bedelia.
Y tomando el vaso, se lo bebió de un solo y largo trago. Charlie cogió el vaso vacío y lo dejó otra vez sobre la mesa de noche. Después salió de la habitación bajando lentamente las escaleras. El tren de las doce y diez silbó al tiempo que tomaba la curva. Charlie sacó el reloj para comprobarlo y calculó los minutos que el tren tardaría en llegar a la estación de Wilton, y Barrett en estrechar la mano a Ben Chaney.
Mary estaba telefoneando.
—¡Ese Montagnino! —exclamó, colgando con brusquedad el receptor—. ¡Siempre se olvida de algo! Hannah quería saber si pusieron queso junto con las demás provisiones.
Cuando Mary se hubo marchado a la cocina, Charlie cerró la puerta que separaba la parte posterior de la casa del vestíbulo y la escalera, subió hasta el descanso del primer tramo, escuchó un momento, volvió abajo y sacó sus chanclos del lavabo del vestíbulo.
La gran roca de la margen del río, redondeada por el agua y por los agentes atmosféricos, proyectaba una gran sombra; acogido a ella, Charlie hurgaba en su bolsillo para extraer el paquete que contenía el Gorgonzola. Lo abrió, lo desmenuzó sobre el agua de la suave corriente y, doblando el papel, se lo metió de nuevo en el bolsillo. No quería dejar rastro del crimen planeado hacía tan poco por Bedelia. Ya existía bastante contra ella, no hacía ninguna falta añadir un crimen más.
Volvieron a la casa, se quitó los chanclos y colgó su gorra y su chaquetón. Encendió el fuego de la chimenea del cuarto de estar y cuando lo encontró bien avivado entregó a las altas llamas el papel que había envuelto el queso y el pedazo del cordel. En el lavabo del dormitorio del primer piso se lavó cuidadosamente las manos.
Mary ponía la mesa para el almuerzo. Charlie no quería estar solo y entró en el comedor para tener la compañía de la muchacha, haciendo como que buscaba su pipa de espuma.
Mary había puesto mantelitos individuales de encaje y ensayado varios centros de mesa, sin que ninguno acabara de gustarle. Entonces se acordó de los narcisos blancos que Bedelia había plantado en el tiesto de mayólica azul. Mientras estudiaba el efecto de los adornos de la mesa, cerraba los párpados e inclinaba la cabeza en exacta imitación de Bedelia.
Charlie estaba en la ventana cuando Ellen entró por la verja, y corrió a abrirle la puerta de la casa antes de que ella hubiera llegado al porche. El frío había coloreado sus mejillas y sus ojos brillaban. Charlie la ayudó a quitarse el hombruno abrigo. Levantó ella sus brazos para sacarse las agujas del sombrero y este gesto tan peculiarmente de mujer anuló todos sus esfuerzos para negar su femineidad. Las atenciones de Charlie la complacieron. Ellen había empleado más tiempo del habitual en su peinado, que llevaba a la moda: partido en el centro y echado para atrás, formando la figura de un ocho en la parte baja de su cuello.
—¿Cómo estás, Charlie? ¿Te sientes mejor? ¿Por qué no te has reincorporado al trabajo?
Charlie miró por la escalera arriba. Nada podía verse, excepto tres fotografías colgadas de la pared, en el rellano. Eran de las montañas Rocosas, y Charlie las había tomado antes de perder su Kodak.
—Sí, mucho mejor —contestó, sin volver la cabeza.
—¿Qué estás mirando? —preguntó Ellen.
—Nada. —Comprendió que había estado poco atento y apresuróse a preguntarle acerca de su salud, sus padres y su trabajo.
Al entrar ambos en la sala de estar, se dio cuenta del cesto de bordar de Bedelia, que estaba sobre la mesita, al lado del canapé. Y vieron también sus ojos la vitrina con los adornos tales y como Bedelia los había arreglado. Allí, sobre la madera de ébano, estaban los tres monos que ni veían ni oían ni hablaban el mal.
—¿Cómo está Bedelia? ¿Va mejor su resfriado? ¡Cuántas enfermedades habéis tenido en esta casa este invierno!
—Tiene jaqueca. Me temo que no bajará para el almuerzo.
—¡Qué lástima! Las jaquecas son una contrariedad.
—¿Tienes frío, Nellie? ¿Qué te parece un vasito de jerez para entrar en calor?
—¿A esta hora?
—Yo estaba a punto de tomarme un trago de coñac. ¿Quieres acompañarme?
—¡Charlie Hort! ¿Qué te pasa?
—Me he helado esta mañana paleando nieve.
—Bueno, ¡si tú tomas! —dijo Ellen.
Era la primera vez, desde que él se había casado con Bedelia, que Ellen estaba a solas con él. Cada minuto era para ella precioso. Mientras Charlie salió para buscar las bebidas, ella vagó por la sala, sintiéndose vivamente inquieta e impaciente como si algo tremendo estuviera a punto de suceder. Cuando estaba con Charlie en presencia de otros, tenía que mirar por su dignidad y resultaba de ello una cierta brusquedad en sus maneras, que no le prestaba ningún atractivo. Pero ahora no era así, y se mostraba afectuosa, infantil y hasta coqueteaba un poco. Cuando Charlie le pasó el vaso de jerez, sus dedos rozaron los suyos, y ella le dirigió una mirada extraordinariamente intensa: levantó el vaso y sonrió.
Sin embargo, no pronunciaron ni una sola palabra. Charlie miraba, como si lo tuviera hipnotizado cualquier cachivache de la vitrina, aquellos tres monos que se encontraban en todas las vitrinas de curiosidades. Ellen desistió de interesarle y se dedicó a cubrir mentalmente los muebles con sus fundas contra el polvo, enrolló las alfombras y colgó muselinas sobre los cuadros que pendían de las paredes de la sala, tal y como ella la había visto la última vez que estuvo allí sola con Charlie, exactamente dos horas antes de que él tomara el tren para Nueva York y Colorado.
Era en los días de los funerales de su madre y Ellen creyó que por esto él no le había dicho nada decisivo, aunque tenía la certeza de que todas las cosas más o menos significativas que él había deslizado en el pasado daban a entender que estaba resuelto a proponerle el matrimonio. La sala en aquel entonces era más sombría; sus paredes estaban tapizadas con batista de cantón y adornadas con estampas japonesas; en el rincón donde Charlie y Bedelia pusieron su vitrina, había una colección de curiosas incrustaciones. Ellen recordó que en aquella ocasión Charlie le explicó sus planes para cambiar el decorado de la casa; y, en prueba de que estaba decidido a hacerlo, había desgarrado un trozo de la tela que tapizaba la sala.
Aquel lejano día había sido muy caluroso; las ventanas estaban abiertas y Ellen llevaba una falda blanca de hilo y corpiño con encaje inglés.
Ahora lo veía todo como en aquella mañana; pero los desnudos árboles estaban entonces cubiertos de hojas, y había una alfombra de hierba en vez de nieve.
Mary anunció el almuerzo. Esto sacó a Charlie de su ensueño y miró a Ellen como sorprendido de verla en el sillón. Ella continuó en su empeño de revivir el pasado, y cuando ambos se sentaron uno frente al otro en la mesa del comedor, su corazón latía tan agitadamente que le fue necesario apretárselo con ambas manos para guardar el secreto.
—¡Vean lo que hay para comer! —dijo Mary, vanidosamente.
Ellen miró la media toronja adornada con cerezas.
—¡Qué apetitosa! —dijo.
Mary había esperado mayor elogio, pues pensaba que toronja para almuerzo —¡y en enero!— era el colmo del lujo.
—La señora de Horst dice que esto es bueno para el señor y que debería tomarlo todos los días.
Charlie recordó lo que Ben dijera referente a los maridos dichosos. Bedelia representaba muy bien su papel de esposa; conocía todos los recursos para hacer un hogar feliz y contentar al marido. A cada nuevo matrimonio aportaba la experiencia obtenida en el precedente. Ser esposa era el oficio de su vida y tenía mucho más éxito en ello que tantas otras mujeres buenas que, por haber conseguido un marido, se creen ya en seguridad y que pueden tratarlos como esclavos o como animalitos domésticos. Para Bedelia cada casamiento era un viaje de placer, y ella, una amable pasajera, siempre divertida y divertidora, siempre pronta a participar en las distracciones sin ningún miedo a que sus relaciones se hicieran demasiado importantes, pues sabía que el viaje pronto tendría fin, que se cortaría toda relación y que quedaba en libertad para embarcarse en un nuevo viaje.
—Tú no escuchas —dijo Ellen, que había empezado a contarle su misión en Winton, donde debía entrevistarse con un señor que celebraba el nonagésimo noveno aniversario de su nacimiento—. Imagínate, Charlie, vivir hasta ser así de viejo, viendo cómo mueren tus con temporáneos y los familiares y tus amigos, e incluso la gente que te es antipática; y después la generación siguiente y la otra, y los niños que habías visto bautizar, crecer, llegar a viejos y morir.
Charlie seguía sin prestarle atención y Ellen se sintió sofocada, pues admitía mejor que él hubiera cesado de amarla que su evidente descortesía. La única excusa que podía encontrar por su falta de atención era que no se encontraba bien. Su color no era bueno y sus ojos parecían apagados. Tal vez el ataque de la pasada semana había sido más grave de lo que él había manifestado.
—¡Charlie!
Hizo este llamamiento con nerviosa voz, y consiguió su atención.
—¿Qué pasa, Nellie?
—¿Qué te pasa a ti, Charlie? ¿Estás enfermo?
—Me siento muy bien, espléndidamente. ¿Qué es lo que te figuras?
—Nunca me has dicho con exactitud qué es lo que tuviste la semana pasada.
—Una indigestión. Y como perdí el conocimiento todo el mundo cree que fue cosa grave.
—¿Estás seguro de que te encuentras del todo bien?
—¿Te preocupa eso; Nellie? —preguntó, amablemente.
—Estoy contenta de que estés bien del todo —dijo ella, mirando su plato, para que él no notara cómo el color sonrosaba sus mejillas.
Mary vino con salchichas y tortas, sirviéndolas con extraordinario ritual, doblándose sobre la mesa y aguardando alguna frase de elogio. Al fin se volvió a la cocina, diciendo antes:
—Toquen el timbre si necesitan algo; yo vendré en seguida —como si ellos no supieran arreglárselas sin la presencia de la señora de Horst.
No hablaron mucho. Pero su amistad era antigua y el silencio no se hacía pesado. Ellen sacó su paquete de cigarrillos y tuvo que pedirle un fósforo a Charlie, que no había advertido que ella iba a fumar.
Ellen tuvo que romper el silencio, refiriéndose a los cigarrillos baratos, como si ello fuera una compensación.
—¿No te causa sorpresa?
Charlie se rió.
—¿Qué hay de malo en ello, si a ti te gusta fumar?
Ellen también se rió.
—Escribiré a Abbie para decirle que, después de todo, no eres muy gruñón.
Dos hombres descendían de la colina, con esquíes. Charlie estaba de espaldas a la ventana.
—Si crees que fumar te hace parecer menos femenina, estás equivocada. Tu tratas siempre de hacer gestos, Nellie, y no hay motivo para ello. Eres una mujer independiente, porque te ganas la vida trabajando fuera de tu casa, sin pretender por ello que llevas una cruz.
—No tengo motivo de queja, y me agrada el trabajo —dijo, mirando cómo la nube de humo ascendía hacia el techo—. Pero a los hombres no les gusta que una muchacha sea demasiado independiente, ¿verdad? Creen que no es realmente mujer la que no necesita un hombre para protegerla y cuidarla: Abbie y yo, cuando ella estuvo aquí, hablamos mucho sobre eso. El secreto del encanto de Bedelia dice Abbie que es…
Sonó el timbre de la puerta, Charlie no esperó a oír la opinión de Abbie sobre Bedelia y se apresuró a abrir antes de que Mary saliera de la cocina.
—Algo les pasa hoy.
También a ella dijo Mary a Ellen.
Charlie, al abrir la puerta, encontró a Ben Chaney y a un hombre corpulento.
—El señor Barrett. El señor Horst —presentó Chaney. Charlie hizo una brusca inclinación de cabeza. Celebro conocerlo— murmuró Barrett.
Sus colgantes mejillas parecían globos desinflados, y su boca era la que Bedelia había imitado y definido como un libro de notas de bolsillo con hermético cierre. Los ojos de Barrett hicieron un rápido inventario de cuanto había en la casa, como si calculara los ingresos de su dueño.
Charlie dijo que estaba almorzando y les pregunto si querían acompañarlo.
—Gracias. Nosotros ya hemos almorzado.
Siguieron a Charlie por el vestíbulo y él notó que Ben dirigía una fugaz mirada al comedor y veía los narcisos de Bedelia sobre la mesa, y a Ellen sentada en el sitio de su mujer.
—Tal vez quieren ustedes una taza de café. Deben estar helados después de la caminata.
—Yo no —dijo Barrett—. El lugar de donde vengo es mucho más frío que aquí, y la verdad es que el ejercicio me ha hecho entrar en calor.
Ante el espejo del vestíbulo, Ben se arreglaba la corbata y se alisaba el cabello.
—Barrett no va a estar mucho. Tiene que partir otra vez esta tarde, pero como es un antiguo amigo de la señora de Horst, ha pensado, con placer, en saludarla.
—Mi mujer tiene jaqueca. Está acostada.
En aquel punto, Ellen creyó que debía saludar a Ben y, acordándose de las noticias de Abbie, lo miró fijamente, intentando penetrar en su disfraz y encontrar algo detectivesco en él.
—¿No quiere subir y averiguar si su mujer podría bajar? El señor Barrett tiene mucho interés en verla de nuevo.
—¿Qué hay de tu entrevista? —preguntó Charlie a Ellen—. ¿No temes que se te haga tarde?
Ella miró su gran reloj redondo de pulsera, suspiró, y concluyó de tomarse el café.
—Tal vez ella prefiera que Barrett suba —sugirió Ben, mirando de soslayo a Ellen.
—Voy a ver —dijo Charlie—. Adiós, Nellie. No me esperes.
Subió ligeramente las escaleras, con el pecho hacia adelante y alta la cabeza.
—Así es Charlie —dijo Ellen, saliendo del comedor—. Se preocupa por mí, de mi compromiso. Nunca en su vida ha perdido un tren, ni siquiera un autobús. Con su permiso.
Estaba contrariada porque Ben había interrumpido la conversación que tenían ella y Charlie, y defraudada porque Charlie la había despedido con tan poca ceremonia. Subió al dormitorio del primer piso, se lavó las manos y se puso el sombrero.
Mary estaba en el comedor levantando los manteles y saludó a Ben, con la esperanza de que entablarían diálogo y podría contarle lo de su noviazgo. Pero él dijo, simplemente: «Hola, Mary», y cerró la puerta del comedor.
Charlie bajó precipitadamente las escaleras.
Ellen salía del comedor poniéndose los guantes y se detuvo a observar, mientras él se unía a los dos hombres en la sala de estar.
Ben corrió hacia Charlie. Barrett mostraba su voluminosa humanidad sentado en una silla baja. La luz del sol penetraba por todas las ventanas y ponía círculos de oro en las alfombras. En esa claridad, la cara de Charlie parecía blanca como yeso húmedo.
Trató de decir algo, pero la voz se extinguió en su garganta y tragó saliva con gran dificultad.
Quedó allí, de pie, presentando una lastimosa figura, con sus brazos colgando a plomo, los hombros caídos y la nuez del cuello moviéndose agitadamente.
—¿Cómo está su mujer?
Charlie se volvió hacia Ben. La sangre le subió al rostro y el color de yeso de su cara cambió en extraño púrpura rojo. Una red de venas y arterias rojas y azules se pronunciaban sobre el vidrioso blanco de sus ojos saltones. Cuando por fin pudo hablar, su voz ronca y a la vez estridente parecía una lima de acero.
—Mi mujer ha muerto.
Su irritación lo exasperó. Levantó los puños como si quisiera pegarle a Ben y en seguida los dejó otra vez inertes, con las manos colgando, impotentes. El momento era de un silencio glacial, como si todo fuera a permanecer como estaba: los muebles en la misma posición para siempre, los colores sin desvanecerse nunca, el polvo jamás entrando allí, la luz del sol penetrando invariablemente en rombos por las ventanas, las cortinas nunca bajadas; y Charlie y Ben. Barrett y Ellen eternamente en aquellas posturas, como figuras esculpidas en mármol o bronce. La casa estaba llena de un silencio que tenía más vida que cualquier sonido. Parecía como si hasta el reloj hubiera detenido su marcha y cesado el río de correr sobre las rocas.
Charlie tenía caídos los hombros y los párpados se cerraban sobre sus ojos. Avanzó un par de pasos, moviéndose como un ciego y tendió su mano a Ben Chaney. Como si ello hubiera sido una señal, los demás volvieron· a respirar. La cabeza de Barrett giró sobre el ancho cuello de su camisa como una grúa sobre su soporte. Ben tomó algo de la mano de Charlie y, bajando su vista, lo miró.
—Pero ella no estaba enferma —dijo Ellen—. Tenía nada más que jaqueca.
Charlie se desplomó sobre el sofá-confidente. Su cuerpo se hundió en él, Ben lo siguió y se mantuvo de pie a su lado, en posición de vigilancia.
—¿Suicidio? —preguntó, mirando la caja de píldoras que Charlie le había dado.
Ellen oyó la palabra y replicó, indignada:
—¡Suicidio! ¿Cómo puede usted decir semejante cosa? ¿Qué le hace a usted pensar eso?
Barrett fue a hablar, pero Ben movió la cabeza y levantó la mano, imponiendo silencio.
—¡Usted debe estar loco! —grito Ellen a Ben.
—No me sorprendería —fue cuanto tuvo él que decir.
Se dirigió al vestíbulo y cerró la puerta antes de utilizar el teléfono.
En la cocina, Mary cantaba mientras lavaba los platos. Barrett sacó un cigarro puro de su bolsillo, lo miró, miró a Charlie, y lo volvió a guardar. Ellen se acercó a Charlie, cruzando sin ruido la sala, pisando sobre las alfombras y evitando los espacios entre ellas. No le habló ni lo tocó, pero permaneció a su lado, de pie, con la cabeza inclinada y su mano derecha en su guante forrado de piel, apoyada en la tela estampada que Bedelia había elegido para tapizar el sofá-confidente cuando llegó de Colorado convertida en la mujer de Charles Horst.