6

—¡Charlie, querido! —llamó Bedelia.

Eran casi las once de la mañana y Charlie no había cumplido aún su determinación de contarle el relato de Ben Chaney. No se había olvidado ni cambiado de propósito, y su primer pensamiento en cuanto abrió los ojos aquel día había sido cumplirlo. Pero Bedelia se despertó tarde. Mientras tanto, Charlie hizo todo el trabajo de la casa. La tarea había sido fastidiosa. Se sintió inquieto, impaciente, dándose cuenta de cada minuto, de todos los pensamientos que asaltaban su mente, del menor movimiento de sus músculos. Sin embargo, quiso que la casa estuviera limpia y arreglada antes de enfrentarse con Bedelia para interrogarla: no quería provocar el desorden sentimental sin tener la casa ordenada, porque con todo revuelto le hubiera sido más difícil mantener su serenidad.

Hacia las doce y media, Bedelia le llamó para decirle que estaba despierta y pronta para tomar su desayuno. La fiebre había remitido, pero tosía mucho; Charlie creyó que sería mejor que permaneciera en el dormitorio aquel día. Llevaba la bonita bata de lana verde con mangas acampanadas, bordadas en oro, negro y rojo.

—Me gustaría tomar un huevo esta mañana, Charlie querido.

—Sí, mi vida.

Cuando regresó con la bandeja del desayuno, encontró el dormitorio ya arreglado: el edredón de moaré color rosa extendido sin una arruga, y las almohadas debajo del travesero. El cuarto parecía un escenario compuesto a propósito para la gran escena.

Charlie decidió que la dejaría tomar el desayuno antes de empezar con la indagatoria. Colocó la bandeja encima de una mesita, al lado de la ventana, y rellenó la tapizada silla con almohadas para que Bedelia estuviera más cómoda. Comía despacio, mirando a través de la ventana y como soñando, mientras tomaba a sorbos su café. Más allá de la ventana todo relucía. La nieve, limpia y pareja, se extendía hasta el horizonte. En ambas márgenes del río las oscuras rocas estaban ribeteadas de carámbanos, como si tuvieran barbas de hielo; también colgaban del tejado y del marco de la ventana, y los rayos del sol los quebraban en irisados colores.

La taza de café quedó vacía por fin. Charlie acercó más su silla de modo que entre él y su mujer quedara solamente la pequeña mesa con los platos vacíos. Bedelia parecía abstraída. Las facciones de su cara veíanse limpiamente modeladas y su cutis resplandecía con fino brillo. Charlie apreciaba estas cualidades; pero, ahondando más en todo ello, esperó con ansiedad su reacción al decirle de improviso y mirándola de soslayo:

—¿Por qué te turbaste tanto cuando Ben nombró a Keene Barrett?

Repentinamente, todo el asunto le pareció absurdo.

McKelvey, Jacobs y Barrett eran meros espectros que no podían resistir la clara luz del día: los pescadores azules pintados en los planos de madera de sauce que tenía ante si le parecían más reales.

—Ben es un embustero. No hay una sola palabra de verdad en nada de lo que él dice —afirmó Bedelia, con calma, como si la repentina y brusca pregunta no la hubiera alterado lo más mínimo. Y con el mismo tono de voz, añadió—. ¿Tú me quieres, Charlie?

Él no respondió. Los espectros, felizmente, se esfumaban y, mientras no fueran otra cosa que fantasmas creados por la crueldad de Ben Chaney y su atormentada imaginación, nunca podrían afectar ni dañar a los Horst. Pero una vez que su mujer nombrara a McKelvey, a Jacobs y a Barrett, ya no serían duendes, sino cadáveres de hombres que fueron en un tiempo felices maridos.

—Tú ayer me amabas. Me has amado hasta que vino y te contó todas esas mentiras.

—¿Cómo sabes que estuvo aquí?

—El timbre de la puerta me despertó. Y oí que te decía que los hijos de Keeley le habían enseñado a marchar con esas raquetas para la nieve.

—¿Por qué no me lo has dicho?

—¿Y por qué no me lo has dicho tú?

—Si oíste lo que me contó, Bedelia, sabes ya por qué no he dicho nada.

—Tú creíste lo que te dijo, por eso temes hablarme.

—Yo no quería herirte —dijo Charlie.

—Me hiere más el que tú creas mentiras sobre mí. No comprendo cómo puedes. ¡Sus mentiras! Es el hombre más engañoso que he conocido. Nunca ha dicho ni una sola palabra de verdad desde que lo conocemos.

—¿Entonces tú sabes lo que me contó? —preguntó Charlie, vacilante.

—¿Te acuerdas de lo que anoche te dije? Si yo no te amara tanto, no habría querido tener un hijo tuyo. No lo deseaba; tú lo sabes.

—¿Estabas realmente embarazada cuando por primera vez me lo dijiste? ¿O fue un ardid tuyo para inducirme a aumentar mi seguro de vida?

Bedelia se volvió color escarlata. Su boca de muñeca se convirtió en una delgada línea.

—Acerca del hombre de Saint Paul, Barrett, ¿qué tienes que decirme, Bedelia?

—Estoy de cuatro meses. Muy pronto empezaré a sentir su vida.

Apelaba claramente a la conmiseración de Charlie, pero él tenía derecho a no dejarse impresionar. De todos modos era cosa tan natural en una mujer decirlo, que, por un momento, pareció aclarada la atmósfera, y él sintió todo lo que un marido debe sentir cuando su mujer le habla del hijo que lleva en las entrañas.

La mecedora chirriaba, y Charlie pensó que debería decir a Bedelia que convenía engrasarla.

Levantó ella la cabeza altivamente y dijo:

—Eso significa que Ben ha creído a los Barrett.

Charlie se estremeció.

—Siempre estuvieron en contra mía. Debes creerme, Charlie. ¿Me crees?

¡Esto era una confesión! No como Charlie la había esperado, pero no menos real por eso. Al fin, un fantasma se había convertido en uno de aquellos maridos. Charlie, aún habiendo previsto semejante momento crítico, quedó anonadado. Su cara se alteró y su cuerpo se retorció. Cerró los ojos creyendo que si la ocultaba de su vista podría resistir mejor.

Bedelia lo observaba atentamente, y cuando vio que por fin abría los ojos, le dirigió una implorante mirada. Pero Charlie desviaba de Bedelia la suya, mientras ésta lo apremiaba con sus excusas y lo envolvía con explicaciones en la esperanza de conmoverlo.

—Se enfurecieron cuando Will se casó conmigo. La mujer de Keene quería que él se casara con una rica heredera, cuyo padre era importante bolsista, y cuando supieron que Will se había casado con una muchacha sin fortuna, montaron en cólera. Espera que te diga cómo es Keene: su boca parece un libro de notas de bolsillo. —Y la de Bedelia, para imitarla, hizo un gesto de astucia y codicia—. El habla poco, como si las palabras costaran dinero; y cuando supieron que Will me había legado todo su seguro de vida, él y su mujer, Hazel, se comportaron conmigo de un modo atroz. —Los ojos de Bedelia medio se cerraron y se estremeció levemente—. Ahora intentan revolver el asunto, porque piensan que asustándome podrán sacarme algo de aquel dinero.

También los parientes de la irascible y vieja señora se habían puesto en contra de Bedelia y lo mismo la familia del millonario tuberculoso cuando éste la quería nombrar heredera de su fortuna.

Hubo un largo silencio que rompió Charlie.

—Me dijo Ben que los Keene Barrett te apreciaban. Después de la muerte de tu marido, hicieron cuanto les fue posible para consolarte.

—¡Que me apreciaban! —Las ventanas de su nariz se movían agitadamente—. Me habría gustado que hubieras oído sus insultos. Hazel no pudo soportar que Will me comprara un abrigo de pieles, pues lo más que ella había podido obtener de Keene fue uno de felpa con un raquítico cuello de astracán. Ahora ella posee el mío de topo y, además, todo lo mío que dejé allí.

—Es muy natural. Tú se lo dejaste a ella, ¿verdad? ¿Entonces, por qué el conflicto?

—Tenía que añadirle cincuenta pieles para que le viniera bien a la medida de su busto. Todo eso no es más que un complot para sacarme dinero. Para eso Keene gasta en detectives.

—Si no había más en todo el asunto —dijo Charlie—, ¿por qué desapareciste?

—Ya te lo he dicho. Los Barrett me hacían la vida imposible.

—¿Y por qué cambiaste de nombre?

—Tenía miedo —dijo, bajando sus párpados como si sus enemigos la asediaran y tratara de evitar el ver sus caras—, porque sabía que nada los detendría hasta dar conmigo y arrebatarme el dinero.

—No había necesidad de cambiar por eso de nombre. El dinero del seguro era legalmente tuyo, y no podían quitártelo.

—¿Realmente? —preguntó con gravedad.

—Bedelia, hazme el favor de decir la verdad —rogó Charlie—. Yo no estoy contra ti; yo soy… —resistiéndose a hablar en términos demasiado efusivos, terminó la frase, diciendo—: Y quiero ayudarte en todo esto.

—¿Tú me crees?

—Temo que no.

Bedelia pareció ofenderse.

—Tú me diste un nombre falso cuando nos conocimos y cuando nos casamos permitiste que pusieran ese nombre falso en el acta de matrimonio. No sé, pues, si somos o no legalmente marido y mujer.

—¡Oh! —gritó ella—. ¡Esto es terrible!

—No es tan terrible como las otras cosas —dijo Charlie.

—Pero yo quiero estar casada contigo.

—¿Es que tú no quisiste también estar casada con los otros?

Bedelía permanecía recostada contra el respaldo de la silla y con la vista baja examinaba sus manos cerradas. Nunca la había visto Charlie tan malhumorada y descompuesta.

—¿Es que no quisiste tú estar casada con los otros? —repitió Charlie.

—No hubo otros —contestó, sin apartar los ojos de las manos—. Ningún otro, excepto tú y Will.

—¿Qué hay, pues, de Raúl Cochran?

Quedó silenciosa un momento y después le dirigió una mirada tan suplicante que él se olvidó de las infamias y lamentó la rudeza de sus palabras. Treinta segundos después se arrepintió de haber mostrado aquel destello de compasión y se reprendió por no ser un hombre bastante fuerte para enfrentarse con el mal y vencerlo en un cuarto de hora.

Una nube se interpuso en los rayos luminosos del sol. La pureza y el brillo de aquel día desaparecieron. La nieve parecía de color gris sucio. Allá, en el camino, una docena de hombres abrigados hasta las orejas echaban con palas la nieve a los lados de la carretera y la apilaban en sucios montones. Charlie adivinó la pregunta en los ojos de Bedelia y la contestó afirmativamente con un movimiento de cabeza: su aislamiento iba a terminar pronto. Los pobres de la ciudad estaban limpiando el camino que conducía hasta la puerta de la casa.

A mediodía, los hombres cesaron en su trabajo y, saltando a los carruajes, se fueron.

—Se han ido —dijo Bedelia.

Pareció que Charlie no había oído. Había perdido el sentido del tiempo, de las cosas que lo rodeaban y de su peculiar situación. El reloj dio la hora, pero Charlie no contó las campanadas. Bedelia lo observaba nerviosamente, mientras él se paseaba de un lado a otro con la vista fija en la alfombra.

—Charlie, he dicho que se han ido.

—¿Quiénes?

—Los hombres que limpiaban el camino. No han llegado todavía hasta aquí con su trabajo.

—Se han ido a comer. Probablemente al comedor de Mitch. El vecindario paga todo eso.

—¿Volverán?

—A la una.

—¡Oh, querido! —dijo Bedelia, contrariada—. Quizá sería mejor que nosotros tomáramos también algo.

—No tengo apetito.

Charlie se alegró de ello, porque no se sentía con humor para dedicarse a pequeñeces.

—Me complacerías si no continuaras haciendo eso —lamentó Bedelia.

—¿Haciendo qué?

—Yendo y viniendo por el cuarto como un león enjaulado. Me pones nerviosa.

La queja parecía denotar una pequeña querella doméstica, sin indicios de drama ni de tragedia. Charlie encontró su pipa sobre la chimenea, pero no la encendió. Sujetó entre sus dientes la boquilla, en tanto sostenía el fósforo sin prender, en su mano.

—Yo te amo mucho, Charlie. ¿No quieres creerlo?

Empleó un largo rato en encender la pipa, dio unas chupadas y tiró el fósforo.

—Si me amas tanto, ¿por qué me has mentido?

—He sido muy desgraciada en la vida.

Había algo de ingenuo y, a la vez, de astuto, en el modo de comportarse Bedelia. Tenía cierta esperanza en que Charlie se mostrara compasivo y, al verse decepcionada, se dirigió al espejo; se alisó el cabello y, tomando la pasta para colorear sus labios, se frotó con ella la boca. Después se acercó apresuradamente a Charlie, se puso frente a él y, sin enojo alguno, con humildad le dijo:

—Tú no sabes cuán desgraciada he sido. ¡Tú no lo sabes!

Él le miró la raya que partía su cabello y contestó:

—Quiero saber la verdad de tu vida empezando por el principio.

Bedelia suspiró.

En la raya que dividía su peinado el color era más pálido que el resto del cabello. A Charlie no le gustó esto, y se alejó. No sacó la conclusión que hubiera sacado una mujer; que Bedelia se teñía el cabello, pero se sentía disgustado sin saber por qué. Como Ellen, detestaba toda clase de artificios.

—¿Quiénes eran tus padres? —preguntó bruscamente—. ¿Dónde has nacido? ¿Cómo fue tu infancia?

—Pero ya te lo he dicho, querido. —Su actitud era circunstancial, y, hablando rápida y mecánicamente, continuó—: Mi familia era una de las mejores de San Francisco. Antes del terremoto, nosotros éramos muy ricos. Vivíamos…

Charlie se encogió de hombros y se sintió tentado de zarandearla.

—Sé esa historia. No la creo. Dime la verdad.

—¡Oh, mi vida! —murmuró ella.

Charlie dejó caer sus manos. Se alejó unos pasos y se volvió, mirándola sin acercarse.

—Mira, Biddy, puedes hablarme sinceramente. Yo no estoy contra ti; soy tu marido, y hago lo posible para ayudarte. —Decía todo esto en voz baja, como queriendo darle a entender que no la maltrataría si decía la verdad.

Aparecieron a torrentes las lágrimas anegando los ojos de Bedelia y corrían por sus mejillas, sin que ella intentara contenerlas ni secarlas; permanecía de pie, vencida, apretándose el cuello con ambas manos. Su mirada, sin dirección, no veía nada, y sus ojos no tenían otra misión que la de llorar. No sollozaba. Charlie nada podía hacer, como no fuera esperar que cesara aquel llanto.

Por fin terminaron las lágrimas. Se restregó los ojos con los puños, sonrió tristemente y, con el pañuelo de Charlie, se limpió las mejillas y los ojos, en tanto que decía:

—Siento haberme comportado como una chiquilla.

—¿Quieres beber un poco de agua?

—No, gracias.

—¿Coñac?

—No. Nada, gracias.

Miró alrededor del cuarto. Su mirada era investigadora y parecía que Charlie era alguien que ella nunca hubiera visto. Su aflicción había sido como un síncope y, al volver en sí, el ver las cosas familiares, la ayudaba a recobrarse. Pronto la sonrisa apareció en sus labios y fue otra vez dueña de sí misma. Se sentó en la silla próxima a la ventana.

Charlie tomó asiento enfrente y la tendió la mano por encima de la mesa. Ella la tomó tímidamente.

—Voy a hacerte muy pocas preguntas, y tú debes contestarlas con sinceridad, Bedelia: Nada me enojará ni herirá mis sentimientos. Puedes ser tan sincera conmigo como si hablaras contigo misma. ¿Me lo prometes?

—Sí, Charlie. Lo prometo.

Así se entregaba ella a Charlie y confiaba en que él la protegería. Su mano temblaba en la suya. El sentido de la responsabilidad aumentaba la tensión en él. No sabía qué iba a hacer después de conocer la verdad.

—¿Cómo te llamas?

—Bedelia Horst.

Charlie movió la cabeza.

—No, no es esto lo que yo quiero. Necesito la verdad, ¿fuiste bautizada?

Ella hizo un signo afirmativo.

—¿Qué nombre te pusieron?

—Bedelia.

—Creo que me prometiste decir la verdad.

—Mi madre acostumbraba llamarme Anita.

Charlie notó que había hecho algún progreso.

—¿Anita qué?

—Anita Torrey.

—Anita Torrey. ¿Éste es el nombre con el que te llamaban cuando eras pequeña, verdad?

—Torrey con y. T-o-doble-r-e-y.

—¿Qué clase de apellido era ése?

—El apellido de mi madre.

—¿Y por qué no el de tu padre?

Palideció y quedaron sin sangre sus mejillas, al tiempo que otra vez se echaba las manos al cuello.

—Comprendo —dijo Charlie, afablemente—. ¿Así que tú no has conocido a tu padre?

Ella lo miró inexpresivamente.

—¿No sabes algo referente a él? Su edad, su nacionalidad, de qué familia procedía, cuál era su profesión…

—Provenía de una aristocrática familia inglesa. Su padre era el hijo menor de su casa y vino a este país, porque…

—Bedelia —interrumpió Charlie—, éstas no son cosas de juego. Tú me prometiste decir la verdad, ¿vas a cumplir tu palabra?

—Sí —contestó humildemente.

—Háblame de tu padre.

—Ya te lo he dicho. Cuando en su casa tenían invitados, él me llevaba a ver los salones, bajándome del cuarto de los niños. Había platos de oro sobre la mesa y música de orquesta. Mi madre tenía pendientes de diamantes y…

Charlie, saliéndose por la tangente y con la esperanza de empujarla a la sinceridad, le preguntó bruscamente:

—¿Te acuerdas de McKelvey?

—¿Quién?

—¿No fue tu primer marido?

—Mi primer marido fue Herman Bender.

Charlie, ante tan inesperada declaración, saltó de su silla preguntando descompuesto:

—¿Quién era ese Herman Bender?

—Ya te lo he dicho —contestó suavemente—, mi primer marido. Nos casamos cuando yo tenía diecisiete años. Era el propietario de una cochera de alquiler.

Charlie se estremeció horrorizado. Estaba preparado para oír cosas tremendas; pero en relación con hechos que ya conocía y considerados en su mente, mas la declaración de Bedelia le sorprendió por completo.

—Prometí decirte la verdad —le dijo ella.

—Sí, sí, desde luego —balbuceó—. Adelante, y cuéntame lo referente a Herman Bender.

—Nunca hablo de él, porque no me gusta recordar cuán horriblemente se portó después la gente conmigo. Tuve que salir de la ciudad: murmuraban, diciendo que yo sabía lo de las setas. Se pusieron celosos cuando se enteraron que recibía los mil dólares.

—¿Murió Herman después de comer setas?

—Yo deduzco que no eran realmente setas; pero ¿cómo podía yo saberlo? Él me había enseñado a distinguir si eran o no venenosas. Siempre se iba al monte a cogerlas: era una excelente comida y no le costaban nada.

—Tú le diste a comer setas y murió, ¿y luego tú recibiste algún dinero?

—Las preparábamos siempre con mantequilla.

—¿De qué estás hablando?

—De las setas. No quería comerlas si no estaban guisadas con mantequilla.

—Quiero saber eso de los mil dólares.

Ella hablaba suavemente.

—Nada sabía yo, en verdad, acerca de los mil dólares. Había oído algo sobre un seguro, pero no supe lo que significaba hasta que la compañía me remitió el dinero.

—Entonces, ¿por qué le diste de comer setas?

—A él le gustaban mucho. Y podíamos obtenerlas de balde: todo lo que costaba era salir afuera y cogerlas. —Tenía en tensión los músculos de su cara—. Era mezquino. Yo nunca creí que tuviera algún dinero, pues pretendía que iba a terminar sus días en un asilo. Decía que los caballos comían mucho y se tragaban todos los beneficios.

—¿Dónde era eso?

—En las afueras de San Francisco. Ya te he dicho que yo nací en California.

También le había dicho otras cosas. Veía ahora cómo ciertos destellos de verdad asomaban entre sus falsedades, y comprendió que hasta cuando ella intentaba ser franca lo adulteraba con engaños. Para Bedelia no existía una precisa y clara línea divisoria entre la sinceridad y la invención.

—¿Tú amabas a Herman Bender?

Ella se rió irónicamente.

—Entonces, ¿por qué te casaste con él?

Bedelia miró a través de la ventana. Los carromatos habían traído nuevamente a los hombres al trabajo. Al lado de la carretera iban creciendo los montones de nieve, y los trabajadores avanzaban hacia la verja de la casa, en su tarea de limpiar de nieve el camino.

—Tenía un buen negocio, y no le atemorizaba el matrimonio —contestó Bedelia, volviéndose otra vez a Charlie.

—Debe ser muy duro casarse a los diecisiete años sin sentir amor por el marido.

Bedelia movió los labios, pero no pronunció palabra alguna. En su interior, se debatía consigo misma discutiendo la realidad de algo que había surgido en su cerebro, y aguardaba la oportunidad de decirlo.

—Habla, di lo que sea, Bedelia; yo procuraré comprenderte.

Las palabras salieron de su boca, como una cascada.

—A veces era bueno conmigo y a veces, horrible. Me pegó y me arrojó al suelo sin sentido. ¡Tú no sabes, Charlie! Era avariento, y me pegaba si le pedía dinero. Y, tal vez tú no quieras creerlo —sus manos protegieron su vientre—, por culpa suya aborté.

—Pero tú cobraste mil dólares por haberle dado a comer setas.

—¡No! —gritó—. Sinceramente digo que nunca pretendía eso. Quería darle una comida económica. Fue más tarde cuando averigüé que él, después de haberle yo dicho que íbamos a tener un hijo, había asegurado su vida en mil dólares.

—Eso es muy difícil de creer —dijo Charlie—. El haberse asegurado demuestra consideración y ternura y, al propio tiempo, que estaba satisfecho de que tú le trajeras un hijo. Es difícil de creer que te pegara y te hiciera abortar.

Bedelia tenía la cara color escarlata, y golpeó con los puños la mesa, diciendo:

—Tienes que creer lo que he dicho, Charlie. Hay muchas cosas que tú ignoras, porque no conoces gente mala. Un marido siempre se siente satisfecho cuando le dicen que va a ser padre por primera vez; se cree un personaje. Y esto es exactamente lo que le ocurrió a Herman, cuando yo se lo dije. Pero su carácter era terrible y, una vez que se enfadó, olvidó completamente mi estado. Sintió mucho que perdiera el hijo.

—Podías haber tenido otro.

—Si él hubiera vivido… —dijo ella, piadosamente.

—O, tal vez, si tú no lo hubieras evitado; puesto que, al parecer, sabes cómo.

—Entonces no lo sabía. Era muy ignorante aún y sabía pocas cosas. Fue más tarde, mucho tiempo después, cuando me enteré de todos esos asuntos.

—¿Lo sabías cuando te casaste con McKelvey?

Charlie estaba acostumbrado a su inexpresiva mirada y habló con voz autoritaria y fuerte.

—¡Bedelia! ¡Mírame!

Ella volvió hacia él la cabeza como un médium obedece a su hipnotizador, pero sus ojos siguieron velados. Charlie alargó una mano por encima de la mesa; le apretó la barbilla hacia arriba, obligándola a mantener la cara vuelta hacia él. De pronto, ella sonrió. El hielo había desaparecido de sus ojos, que otra vez brillaban llenos de vida, mientras su boca sonreía, cálida y amorosamente.

Sintió Charlie que procedía brutalmente al proseguir interrogándola.

—¿Qué hay de McKelvey? ¿Estuviste, o no estuviste casada con él?

—No me acuerdo.

Charlie creyó, entonces, que quizás Herman Bender no era del todo culpable de sus arrebatos; pero, sintiéndose impotente, apaciguó su furia.

—Es imposible olvidar a una persona con la que se ha estado casada. No creas que soy tan cándido que vaya a tragarme esa explicación.

—Haz el favor de no gritarme, Charlie. ¿Qué quieres que yo haga, si se me ha olvidado?

—Tu memoria sirve a tu conveniencia. Esta misma mañana me has dicho que nunca hubo otros maridos, excepto Will Barrett y yo; y, repentinamente, haces aparecer a ese Bender.

—Herman era tan poquísimo para mí, que ya hace mucho tiempo que me había olvidado de él.

Charlie movió dubitativamente la cabeza.

—No siempre recuerdo las cosas desagradables —dijo Bedelia, lamentándose de tal modo que, al mirarla Charlie en la cara, comprendió que por fin había dicho una verdad.

Aún intentó él, con paciencia, poner algún orden y lógica en aquella historia.

—¿Qué hiciste después de la muerte de Bender?

—Me marché.

—¿A dónde?

—A diferentes sitios. Hice compañía a una señora anciana y rica, y viajamos mucho. Estuvimos en los lugares de moda: Nantucket, Bar Harbour y Asbury Park.

Charlie recordó que Ben había hablado de Asbury Park como el escenario del encuentro con McKelvey.

—¿Encontraste a alguien allí?

—Es donde me encontré con Harold De Graf, de quien ya te he hablado. Era del Sur, de magnífica apariencia e inmensamente rico; pero estaba tuberculoso. Se enamoró de mí…

—Bedelia —interrumpió Charlie, fastidiado—, ya conozco esa historia. Lo que yo deseo es la verdad. Tú me prometiste decirla, recuérdalo.

—Sí, querido.

—¿Había, pues, una señora anciana y rica y un millonario tísico?

—Desde luego. Ya te hablé de ella. Quería dejarme mucho dinero, pero sus parientes estaban en contra mía; en particular, su sobrino, que era un perdido, y cuando rechacé sus proposiciones amorosas…

—¿Y qué me tienes que decir de Jacobs? —le preguntó, cortando su explicación.

Bedelia no respondió, pero con la mano izquierda cubrió vivamente su derecha, en la que llevaba la sortija de oro y granates que Charlie le había regalado para reemplazar la de perla negra.

—¿Así que te acuerdas de Jacobs?

Una vena muy abultada, en línea diagonal desde la raya de su peinado hasta el ojo izquierdo, dividió la frente de Bedelia. Charlie notó cómo le palpitaba, y cómo los dientes se hinchaban en el labio inferior de su boca.

—Por fuerza has de acordarte de Jacobs. Tienes y conservas la perla negra.

Cuando, por fin, ella habló, Charlie pudo ver la marca de los dientes en el labio.

—Era mía. Tenía derecho a guardarla.

—Debe haberte parecido bastante duro tener que abandonar todo lo demás —dijo Charlie, con frialdad—, todos tus vestidos, los cacharros de cocina y tus abrigos de pieles. Pero te quedaste con la sortija, y esta sortija te vendió.

—Hablas como si no me quisieras.

Los hombres, abriendo camino en la nieve con sus palas, habían alcanzado el trozo de carretera frente a la casa, y el vasto silencio que la circundaba fue roto por el sonido metálico de las herramientas y por las estrepitosas y alegres risotadas de los trabajadores.

Charlie tenía las piernas entumecidas. Le dolía la parte posterior del cuello. Un poco más allá de la terraza, el río se deslizaba tan alegremente como siempre, y al poniente se destacaban en el cielo, como islas en un mar de color perla, las nubes bellamente iluminadas por el sol en su ocaso. El carromato había venido para recoger a los paleadores de nieve, que volvieron a la ciudad para cobrar su paga en el Ayuntamiento. Eran las cinco de la tarde y hacía como una hora que Charlie permanecía de pie junto a la ventana.

Se acordó, con asombro, de que no había telefoneado a su oficina; a pesar de que el aparato estaba ya nuevamente conectado desde la mañana de aquel día: ni una vez pensó en llamar. Cuando murió su madre había telefoneado tres veces al capataz de su obra.

Bedelia dormía. La disputa la había agotado, pero fue capaz de echar a un lado su preocupación y acostarse en la cama, haciéndose un ovillo como una gata. Charlie no encontró semejante refugio para su pena.

Cuando se decidió a preguntar a su mujer sobre las acusaciones de Ben, esperaba Charlie obtener una confesión o una negativa. No obtuvo ni una ni otra, y sí solamente evasivas. No declaró ella conocimiento ni matrimonio con Jacobs y McKelvey, pero se vio que ambos existían en algún rincón de las sinuosas avenidas de su memoria. Al mencionar Charlie a Jacobs hizo ella un involuntario gesto hacia la mano en que había lucido la perla negra. Y Asbury Park, sitio donde se conocieron Anabela Godfrey y McKelvey, era el escenario de su soñado idilio con el tuberculoso millonario. Todo el tejido de su trama estaba urdido con madejas de verdad coloreadas con los tintes del engaño.

Y existía también un Herman Bender, propietario de una cochera de alquiler, marido olvidado por la mañana y recordado en la tarde. Si aquella muerte había sido, como ella pretendía, por accidente, fue un suceso importante y muy afortunado para Bedelia; pues la liberó de un compañero desagradable, dotándola además de mil dólares que, en aquella ocasión, le representaban una fortuna. La muerte de su marido había sido un raro golpe de suerte, y el desdichado accidente, modelo para crimen que, en una u otra forma, había ella repetido sin ningún remordimiento, y siempre con mayor astucia y refinamiento. El cuerpo de Charlie se estremeció al recordar las emociones que le embargaron cuando ella, por primera vez, le confió que estaba embarazada.

Ella nunca había admitido el asesinato. Ni Charlie había hecho la pregunta directamente, pues su delicadeza se lo prohibía; porque no podía hablarle a Bedelia de asesinato, como no se puede hablar de deformidad en presencia de un defectuoso.

Algo conmovedor existía en su confesión de haberse casado con Herman Bender, porque él quiso y era una manera de vivir bien. Ninguna otra respuesta hubiera podido demostrar más claramente que en su juventud fue sórdida su existencia. Todo eso de la mansión en San Francisco, los aristocráticos antepasados, la vajilla de oro, los músicos contratados y los diamantes en las orejas de su madre no eran más que sueños de una infancia pobre y de ingratos recuerdos.

Charlie sintió compasión porque ella no pudiera desenvolverse fuera del ámbito de esas humillaciones; pero era demasiado honrado para aceptarlo como excusa para sus crímenes, pues si todos aquéllos que han tenido una infancia sórdida hubieran de convertirse en asesinos, el ochenta por ciento de las personas, al menos, sería homicida.

Las privaciones en la edad temprana, la infelicidad y el hambre pueden conducir a renegar de la sociedad, a la amargura, a la protesta y también al saludable intento de hacer un mundo mejor para la nueva generación; pero ningún juez consciente querría aceptar semejante excusa para un premeditado, cruel y taimado asesinato.

No existían dudas sobre los motivos de sus crímenes: había matado por dinero, y había conducido su vida como un hombre de negocios que espera lograr una respetable fortuna para su vejez. Calculó sus asuntos con agudeza, e invirtió parte de su capital en cada nueva aventura. No había en aquello misterio ni grandeza algunos; sólo el enigma de un alma que es capaz de cometer crímenes tal normal y eficientemente como un hombre de negocios planea una operación financiera. ¿Por qué hay personas incapaces para el crimen, mientras otras matan con la mayor sangre fría? Éste es el misterio más misterioso de todos, el problema que nadie, detective, médico ni psicólogo ha podido resolver.

Charlie recordaba el relato del periódico referente al eclesiástico de New Hampshire, que había asfixiado a su hermana con un almohadón, porque al cabo de diecisiete años de unas relaciones amorosas, él creyó que su hermana se inmiscuía en ellas. ¿Por qué, después de diecisiete años, precisamente en aquel día particular?

El color de alhucema y coral se esfumaba en el cielo de poniente.

La luz del crepúsculo flotaba en el aire como la bruma.

—¡Charlie!

Charlie se estremeció.

—Estoy en el piso bajo.

Con el chal blanco de la madre de él sobre los hombros, el vestido verde desvaneciéndose en la sombra y el blanco marco de la puerta encuadrando su figura, parecía uno de esos desvaídos retratos que cuelgan en la difusa luz de los viejos museos europeos. Al acostumbrarse la vista de Charlie a la penumbra, vio el óvalo de su cara y sus negros ojos, y su manos en el chal.

—No deberías haber bajado.

—Charlie, tengo que hablarte.

—Muy bien. —Se dirigió hacia la sala de estar que parecía más segura que el estudio, porque era más grande. Bedelia eligió un sillón, mientras Charlie encendía todas las luces y prendía en la chimenea un montón de papeles arrugados bajo la leña.

—El camino está ya despejado, Charlie, y podríamos ir a la ciudad.

—Nuestro sendero no está libre aún.

—Pero tú puedes abrir paso, ¿verdad?

—Intentaré hacerlo antes que nada mañana por la mañana.

—¿Cuánto tiempo emplearás?

—Dos o tres horas, creo yo.

—¡Oh! —dijo Bedelia, después de un silencio—, entonces podríamos tomar el tren de las diez y diez.

—¿Para dónde?

—Para Nueva York.

Charlie no contestó. Bedelia examinó la vitrina. Quedaba un espacio vacío que algún tiempo fuera ocupado por la figurita del marqués de Dresde y su amante. ¡Cuántas cosas habían sucedido desde que ella dejó caer el adorno, que no tuvo tiempo de reordenar los anaqueles! Se acercó a la vitrina y colocó un vaso de Sevres en el espacio vacío, pero movió la cabeza, desaprobando, y lo volvió a poner en el anaquel superior, donde definitivamente quedaba bien emplazado.

—¿Por qué quieres ir a Nueva York? —preguntó Charlie por fin.

Bedelia dejó el vaso en su sitio y dio un paso atrás para estudiar los estantes.

—De vacaciones, querido. Podríamos ir a cualquier parte del sur de Europa. Italia me gustaría. Los ingleses van siempre a Italia en invierno.

—No te entiendo.

Esto era falso, pues precisamente Charlie sabía qué era lo que ella había querido eludir.

—Ambos hemos estado enfermos, Charlie. Tú has tenido una fuerte indigestión y mi resfriado puede durarme todavía meses. Unas vacaciones nos serían beneficiosas.

Intentaba dar a su sugerencia el tono de lugar común, tal y como sus amigos lo interpretarían al enterarse de que Charlie y su mujer habían decidido tomarse unas vacaciones de invierno.

Charlie se aclaró la garganta y dijo:

—¿Es para evitarte el encuentro con Barrett?

Bedelia se acercó nuevamente a la vitrina y ensayó el efecto de un adorno de plata, delicado y muy forjado, en el lugar que había ocupado el grupo de Dresde.

—¿Tienen pruebas contra ti?

La contestación llegó a Charlie con voz muy distante.

—No entiendo qué quieres decir.

—Si Barrett te identificara, ¿probaría eso algo? ¿Podrían sostener ahora, después de tanto tiempo, que Will Barrett fue narcotizado antes de caerse al agua? Y aún cuando pudieran demostrarlo, ¿constituiría ello realmente una prueba? Desde luego, el que tú desaparecieras y cambiaras de nombre no es nada favorable.

Bedelia alteró las posiciones de una cigüeña tallada en marfil, un perro de porcelana, un elefante en cornerina y una pareja de gatos en jade blanco.

La heterogénea colección de animales la complació. Dio unos pasos hacia atrás para estudiar el efecto de lejos.

—Nada poseen contra mí, excepto las sospechas de sus infectas mentalidades.

Su voz no era provocativa, sino meramente desdeñosa, como si hablara de mala gana sobre algo desagradable, ajeno completamente a ella.

—Entonces, ¿por qué no quedamos y luchar? ¿Por qué marcharnos?

—Prefiero ir al extranjero.

—Supongamos que Barrett te identifica como su cuñada; esto nada prueba en definitiva contra ti. Y, además, sucedió en otro Estado. Todos tus asuntos han ocurrido en Estados diferentes, ¿verdad? Minnesota, Michigan y Tennessee. Se produciría un infernal caos jurídico. ¿Y es que tienen prueba de algo?

Mientras decía eso, Charlie contemplaba el triunfo en la Sala del Tribunal y al juez inclinándose desde su alto sillón para estrechar la mano de la acusada, absuelta; mientras el leal marido de pie, a su lado, la sostenía por el brazo.

—Primero tendrían ellos que identificarte como la mujer de Barrett, como a Anabela McKelvey y como a Zoe Jacobs.

—Cloe —rectificó ella.

Charlie retrocedió tan rápida y precipitadamente que por poco no tropezó con el fuego de la chimenea.

Bedelia comenzó a hablar con gran vivacidad del viaje a Europa. En invierno, el mar podía estar alborotado; pero la travesía no duraría más de una semana. París, primera etapa, pensaba ella; pues había suspirado toda su vida por ver París, y además quería hacerse algunos vestidos nuevos. Después, Italia; o, si así lo prefería Charlie, la Riviera. Bedelia había leído mucho sobre la Riviera, y estaba al tanto de los «Grandes Hoteles», de los paseos junto al mar y de los casinos de juego.

—Podríamos, incluso, ir a Montecarlo —dijo Bedelia que, no satisfecha aún con el arreglo de los anaqueles, tenía sobre la palma de su mano derecha los tres monos de marfil que los Johnson le habían regalado por Navidad. Su consejo «no ver el mal, no escuchar el mal, no hablar mal» en realidad equivalía a cultivar el mal deliberadamente. El cuidado de evitar todo lo que fuera desagradable y de mal sabor era, no sólo la más grande falta de Charlie, sino la de su familia y la de su clase. Apartando su vista y su oído del mal, lo alentaban y le daban buena luz, aire puro y espacio para florecer. El hombre civilizado no es el que quiere ignorar el mal, sino el que lo ve claramente, oye sus más débiles vagidos y lo desenmascara a grandes gritos desde los tejados de las casas.

Un simple alfilerazo había destruido todo su entrevisto triunfo. La audiencia judicial que vio como fácil victoria, habíase convertido en una pesadilla. Imaginó a su mujer en el estrado de los testigos, interrogada, vuelta a preguntar y anonadada; los fogonazos del magnesio, los titulares de los periódicos y los relatos de los suplementos dominicales. Los reporteros escudriñarían en los secretos de la vida de la criminal con su último marido, y nada de su matrimonio sería suficientemente íntimo para escapar al coro de periodistas cursis y lacrimosos, que lo servirían al público en su empalagosa prosa; compadeciéndose del pobre marido por haber sido dominado por semejante Barba Azul femenino, aunque considerándolo afortunado por haber escapado vivo de sus manos.

Bedelia abandonó la vitrina y se acercó a Charlie con la bata verde suelta, pero delineando el cuerpo; y él comprendió que no hubiera sido necesario preguntarle al doctor Meyers sobre el embarazo, pues era ya muy visible. Charlie contó los meses con sus dedos y sintió frío en el espinazo. El telégrafo relampaguearía la noticia de costa a costa cuando naciera el hijo de Charlie Horst y en los pueblecitos más remotos los periódicos publicarían su nombre. Y aunque el Tribunal absolviera a Bedelia, el estigma permanecería; sería una mujer marcada, fijamente observada y murmurada donde quiera que fuera y su hijo también sería marcado con el mismo estigma.

Bedelia continuaba hablando de Europa. Escuchándola se creería que Venecia y Roma no estaban más lejos que Georgetown y Redding. Había leído todas las novelas románticas y en su imaginación no había sitio para amantes fugitivos como en el lago de Como. Podían alquilar una casita sobre una colina…, una «villa», como allí la llamaban, con jardines y terrazas, pérgolas y estatuas, olivos y naranjos y limoneros.

—Los limoneros floridos huelen más dulcemente que los naranjos —díjole, gravemente—. Tendríamos cuatro o cinco criados, como vosotros hacéis en el extranjero: no cuestan más que un buen criado aquí y especialmente con los salarios que esperan cobrar en la actualidad; aquéllos se sienten dichosos trabajando por poco dinero, y siempre te sirven el café de la mañana en la cama.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Charlie, irritado por completo de aquellos planes—. Nosotros no podemos vivir en el extranjero.

—¿Por qué no?

—Mi casa y mi ocupación están aquí.

—Podríamos cerrar la casa. Bachman te cuidaría el negocio, o podrías transferirlo. El juez Bennett se ocuparía de tus asuntos.

—Así que ya has arreglado a tu gusto mi vida, ¿verdad?

—No te incomodes, querido. Sería tan delicioso vivir en un clima templado, calentándose al sol y nadando en pleno invierno. ¿No te gustaría nadar en febrero, Charlie?

Evitando deliberadamente el motivo real del viaje, hablaba como si no se tratara de otra cosa que de días de sol y limoneros en flor. Charlie la miró atentamente y vio que estaba embelesada con su nuevo sueño, y pensó si se habría sugestionado ella misma creyéndose esa nueva mentira.

—Estoy resuelto a quedarme aquí.

Hizo ella unos lindos pucheritos, irritada suavemente porque su obstinado marido no quería satisfacer su capricho.

—Querida —y la voz de Charlie sonaba como la de su madre en sus momentos de severidad—. Nosotros no podemos vivir en cualquier parte. Hemos de vivir aquí. Cuando te pedí que te casaras conmigo, dije francamente que no era rico. No tengo rentas, excepto la de mi trabajo; e incluso éste, nada es sin mi presencia. Por lo tanto, es inútil discutir. No podemos irnos.

Ella sonrió graciosamente y dijo:

—Yo tengo mucho dinero.

—¿Tú? —y simultáneamente recordó que ella le había hablado de la herencia de la abuela de Raúl Cochran y de que nunca había existido tal Raúl Cochran.

—Tengo casi doscientos mil dólares.

—¿Tú?

—Casi; desde luego, he tenido que gastar algo de ellos.

—Dónde has… —empezó a decir; pero se cortó a media frase, porque sabía muy bien de dónde había sacado ella el dinero.

—Sería, por tanto, facilísimo para nosotros vivir en el extranjero. De la renta, sin sacar el capital.

—¡No creerás que voy a vivir de ese dinero!

—El interés, al cuatro por ciento, nos daría ocho mil dólares al año. Si quisiéramos más seguridad, y lo colocáramos sólo al tres por ciento, nos darían seis mil. Con esto, en Europa, se vive a lo príncipe.

—¡Dios mío! —gritó Charlie—, ¡Dios mío!

—Muy bien. Como tú quieras, si es así como lo tomas —y sus pintados labios se cerraron cruelmente.

Volvióse con brusquedad y sus enaguas de seda hicieron eco a su movimiento. Charlie oyó el frufrú de la seda mientras ella subía la escalera, y aquel ruido, que siempre le había parecido tan femenino y atrayente, era ahora el murmullo de la maldad.

El tren de Danbury silbó al tomar la curva y Charlie sacó su reloj para comprobar la hora: sus costumbres no habían variado, a pesar de sus conmociones y tormentos morales. Él era, todavía, Charlie Horst, nacido y crecido en aquella bonita casa, buen arquitecto y estimable ciudadano. Su reloj marchaba siempre bien, sus zapatos brillaban, las facturas eran pagadas el primer día del mes. Miró a su alrededor: el agradable cuarto, las llamas crepitando en la chimenea, el sofá-confidente en el mirador.

—¡Querido! —llamó Bedelia.

—¿Dónde estás?

—En la cocina.

—Creí que estabas arriba.

—He bajado por la escalera de servicio.

Se había quitado el chal blanco y puesto un delantal sobre su bata verde. El delantal, de tela a cuadros rojos y blancos, y su actitud ante el fogón, con la cabeza inclinada sobre el perol y una cuchara grande en la mano, reconfortó a su marido.

Pero la ilusión de paz no perduró. Saltó un muelle, chirrió el metal y un ratón chilló dolorosamente. Bedelia se abrazó el cuello y miró a Charlie con ansiedad. Éste abrió el armario inferior de la despensa y sacó la trampa que se había colocado allí; Bedelia se volvió de espaldas.

—No te impresiones —dijo Charlie y, al dirigirse al cobertizo en el patio, pasó cerca de Bedelia con la trampa oculta tras de su cuerpo, para que ella no la viera. En el cobertizo terminó el asunto, utilizando un pequeño martillo con el que, de un golpe, mató al ratón.

Cuando regresó a la cocina, encontró a Bedelia encaramada en el taburete, con sus pies recogidos debajo de ella, y los brazos alrededor de su cuerpo.

—No tengas miedo. Ya está muerto.

—No me habría importado si hubiera muerto instantáneamente. Pero sufro cuando veo algo debatirse por su vida. Era una ratita preciosa.

—Tal vez fuera un macho.

—Todas las cosas indefensas me parecen femeninas a mí.

Volvió a su trabajo. Charlie se lavó las manos y se las secó en la toalla de la cocina. Estaba agitado: sus nervios saltaban, su cuerpo vibraba estremecido. Años y años había estado atrapando ratas y ratones en aquella casa; las tenía por una peste y nunca se había afectado por su muerte. Pero la angustia de Bedelia se le había contagiado.

La cocina estaba en silencio, excepto el ocasional ruido de los altos tacones de Bedelía sobre el linóleo. Charlie no pudo aguantar más el silencio y dijo:

—Mi madre era lo mismo. No podía soportar ver morir nada.

Bedelia volvióse del fogón para alcanzar algún condimento del armario de las especias. A Charlie le pareció su cara la de un sordomudo. Sus ojos se volvieron vidriosos y su boca era un nudo.

Comprendió entonces que aquel semidesmayo había sido intencionado y que era uno de los métodos de Bedelia para borrar las escenas desagradables, y se sintió exasperadamente enojado. Con la garganta oprimida y la voz áspera, dijo:

—No hay que hacer aspavientos por la muerte de un bicho. Un ratón parece una pequeña cosa indefensa, realmente atractiva: pero es destructora y peligrosa, una plaga. Tenemos que libramos de ellas por nuestra propia seguridad.

Bedelia llevó el mezclador de especias hasta el fogón y espolvoreó con él el perol.

—Apuesto a que no sabes qué tenemos para cenar.

Su voz era reposada y su cara parecía suave. Sonreía y los hoyuelos se hicieron más profundos al dar un hondo suspiro de satisfacción mientras removía la sopa en el perol. Parecía muy dulce y femenina, pequeña, deliciosamente absorta en su doméstica ocupación.

—Puede decirse que, aún no habiendo elementos en la despensa, me las he arreglado para preparar una sopa deliciosa. ¡No tienes idea de lo habilidosa que soy!

Vertió la sopa en dos tazones y los colocó en una bandeja que Charlie llevó al comedor, siguiéndole ella con otra bandeja en la que había un plato tapado con una tapadera.

—Adivina qué hay ahí —le ordenó, mientras lo ponía sobre la mesa.

—¿Qué?

—Es una sorpresa para ti, querido. Uno de tus platos favoritos —dijo Bedelia, levantando la cobertera.

La tostada a la francesa estaba cocinada a la perfección, mostrando la dorada superficie abundantemente espolvoreada con fina azúcar.