5

¿Por qué me estás mirando tan fijamente?

Bedelia estaba sentada en la cama y se recostaba en las almohadas. Había pedido a Charlie que le trajera su mañanita rosa, y cuando se hubo atado el lazo debajo de la barbilla, y peinado su pelo y retocado los labios, estaba tan sonrosada y atrevidilla como una colegiala. El cuarto era seco y caliente, y el olor de los cosméticos le daba la agradable atmósfera de un invernadero.

—Me estás mirando de un modo muy extraño, Charlie. ¿Estás enfadado conmigo, querido?

Charlie se acercó a la cama. Bedelia le tendió la mano y él la tomó: ella la atrajo hasta su cara y la apretó contra su mejilla.

El relato de Ben quedaba en la lejanía, y Charlie vio la inocencia con mañanita rosa, y escuchó los rosados labios pidiéndole amor, aspirando su seductor perfume en tanto que tocaba su cálida mano. Aquella mujer era la suya; él la conocía íntimamente y no era ciego a sus defectos y debilidades. La amaba con locura, deslumbrado por sus encantos: pero no había perdido la cabeza tan totalmente que pudiera confundir una vulgar aventurera con una mujer honrada. Y la mujer descrita por Ben era, todavía, mucho peor que una aventurera: era un odioso monstruo, una sirena, una vampiresa, Lucrecia Borgia y Lady Macbeth en una sola pieza. Charlie no era tonto. Podía haber sido en exceso confiado, más aún con los extraños: pero tenía sus normas de conducta y creía que sus amigos eran como él.

La mujer de Barrett había sido una mercenaria. La señora Jacobs una mujer fría y calculadora. Anabela McKelvey no podía haber prometido ninguna sesión por su impulsividad.

Tengo apetito dijo Bedelía.

—Voy a prepararte algo para cenar. N o tardaré más de diez minutos —prometió Charlie.

Se sintió aliviado al salir del dormitorio, pues en su presencia no podía pensar con claridad. Bajó apresuradamente las escaleras diciéndose a sí mismo, con frases solemnes, que Ben Chaney había cometido una equivocación odiosa, y que la perla negra era lo que Bedelia decía: una imitación de cinco dólares. La pasada semana Ben convirtió en melodrama un caso de indigestión común; y ahora estaba convirtiendo unas minúsculas coincidencias en una montaña de pruebas. ¡Un detective! Si Charlie lo hubiera sabido al principio, nunca habría intimado con Ben Chaney. Tal vez era un snob; los Philbrick siempre habían sido snobs, pero nunca fueron víctimas de las humillaciones que pueden resultar de intimar con inferiores. ¿Su madre habría invitado a comer a un detective? Le parecía oír la respuesta: «Uno podría también comer con un ladrón». ¡Que viniera Barrett, y de una sola mirada el hombre de Saint Paul reduciría a cenizas las teorías de Ben!

Mientras descendía las escaleras y la imaginación de Charlie destruía los amenazantes dragones, sucedió un milagro: ¡Luz! ¡Luz después de las tinieblas! ¿Podía haber más claro símbolo de esperanza? Desde luego, si en vez de imputarlo a la Providencia, hubiera buscado una explicación científica, podría haberlo atribuido a los trabajos de la compañía de Luz y Fuerza de Connecticut, cuyos operarios habían reparado los cables rotos por la tempestad. La repentina iluminación del vestíbulo se debía, además, al propio descuido de Charlie, que se había olvidado de darle vuelta a las llaves de electricidad cuando, estando encendidas, se cortó la corriente.

En su actual estado de ánimo, Charlie prefería la explicación milagrosa. La fe se nutre no por la inteligencia, sino por la emoción, y ésta es hija del deseo. Con tal de saberla desear con suficiente voluntad, uno puede llegar a creerse cualquier cosa. La Kodak había caído al precipicio por accidente. Charlie tuvo la más tranquilizadora visión de haberla dejado descuidadamente en el borde.

Se dispuso a hacer té. La cocina era el reflejo de las más estimables cualidades de su mujer. En cada cacharro de cobre se repetía su brillante miniatura. Charlie cantaba mientras hacía las tostadas en la nueva máquina eléctrica de Bedelia, y preparó en un hornillo una tostada cubierta de queso. Se sintió superior a las idioteces de Ben y tan alejado de él como un dios. Su voz le parecía sólo ligeramente inferior a la de Caruso. Tuvo que concentrarse a la vez en las tostadas, en la máquina eléctrica, en el queso derritiéndose en el hornillo y en el agua que hervía en una olla.

Charlie, después de fregar el linóleo, cubrió el piso de la cocina con periódicos. Charlie era ante todo un arquitecto muy bueno y ganaba bastante dinero; pero que no se sentía orgulloso de fregar la cocina y extender periódicos por el suelo. Mientras iba del fogón a la mesa, con la olla en su mano, un título atrajo su atención y se agachó para leerlo, olvidándose de todo lo demás, por lo que se armó un lío en la cocina: la olla, se inclinó demasiado y su tapadera resbaló, vertiéndose el agua caliente; las tostadas se quemaron, y el pan con queso del hornillo se hizo carbón.

El periódico daba cuenta de que un solterón, de cuarenta y siete años de edad, dignatario de una iglesia de New Hampshire, estaba convicto del asesinato de su hermana, solterona también. El declarante decía que ésta había intentado separarlo del profesor de piano con quien él tuvo relaciones ilícitas durante diecisiete años. Charlie raramente leía semejantes historias. La clase de gente que cometía asesinatos, o se dejaba asesinar, era para él tan incomprensible como los igorrotes[9] más salvajes, y aquel crimen tan alejado de su mentalidad como hara-kiri o los matrimonios entre niños. El hechicero que se tatúa y danza para exorcizar al diablo no le parecía más remoto que el eclesiástico de New Hampshire que pudo asfixiar a su hermana con una almohada de seda verde del sofá.

El agua hirviente derramada cubrió y oscureció el periódico. De la tostada venía olor a chamuscado. El queso derretido burbujeaba quejumbrosamente. Tenía que dar la vuelta a las llaves, retirar enchufes, secar el suelo, cortar pan y hervir agua otra vez y volver a tostar queso. Charlie trabajó sin respiro, cantando fuerte, entrechocando los platos y tapando ruidosamente los cacharros. (Los hechiceros danzan para exorcizar los malos espíritus). Charlie Horst trató de imitar a Caruso. Por temor a excederse, derramó el té, desenchufó antes de que las tostadas se doraran, y el pan con queso resultó insípido. Pero continuó cantando fuerte, como si su voz encorajinada pudiera espesar la salsa, dorar las tostadas, hacer más fuerte el té, dispersar las sombras de la escalera y revivir la fe que le había parecido tan firme cuando empezó su trabajo en la reluciente cocina.

Maurine Barrett había sido una buena ama de casa; equipó su cocina con los más recientes inventos; sus batidoras de huevos y abrelatas eran la última palabra, y cuando se marchó, lo había guardado todo en el desván de su cuñado.

—Charlie, querido, esto es delicioso —dijo Bedelia del pan con queso—. Eres mucho mejor cocinero que yo.

—Eso es una mala cena y tú, una mentirosa zalamera.

—No. No debes decir que es mala. Es deliciosa. —Bedelia sonreía, mostrando sus hoyuelos y acariciando con sus negros ojos a su marido.

El cuarto olía suavemente con el aroma de su perfume.

Ya de noche sonó un timbre. Charlie y Bedelia se asustaron, pues se habían olvidado del teléfono.

—Deben haber restablecido la comunicación —dijo Charlie.

Bedelia asintió con un movimiento de cabeza. Tenía una aguja de hacer ganchillo en la boca y no podía hablar.

La telefonista llamaba para ver si la línea funcionaba. El cable principal había sido desconectado —por la nevada, dijo— y la compañía tenía la satisfacción de informar a sus abonados que el servicio había sido restablecido.

Charlie no se sintió tan satisfecho del restablecimiento de las comunicaciones telefónicas como del de la luz eléctrica; porque aquél no era un milagro, sino un presagio.

Su casa era otra vez parte del mundo, del que la tempestad lo había separado. Ahora vendrían con palas a quitar la nieve, y no volvería a haber paz en su casa.

—Así que ya tenemos el teléfono conectado —dijo Bedelia.

—Sí. —Su voz era brusca. Habían pasado más de cuatro horas desde que Ben saliera de allí, y nada se había hablado de la visita.

Charlie empujó una silla hasta cerca de la chimenea del dormitorio. Bedelia siguió haciendo ganchillo. De vez en cuando medía la zapatilla que estaba haciendo con la ya terminada.

—¿Cuándo limpiarán la nieve?

Charlie carraspeó, tratando de dulcificar su voz.

—No lo sé. ¿Por qué te preocupas tanto de ello?

—¡Es tan divertido estar sola contigo! Quisiera que no nos liberaran nunca.

—Moriríamos de inanición.

—Viviríamos de galletas. Tenemos mucha harina. Prefiero vivir contigo comiendo sólo galletas, Charlie, que pato asado y ostras con cualquier otra persona.

Él miraba fijamente al fuego. Una repentina ola de indignación se levantó en su espíritu, resentido por los modos y gracias de Bedelia, y la franqueza de sus infantiles palabras. Su imaginación era, desde luego, fútil; pues en cuanto se volvió y la vio tan sonrosada a la luz de la lámpara y con el lazo graciosamente anudado bajo su barbilla, su arrebato volvióse contra él mismo por haber permitido que su fe se alterara.

—¿Tú me crees, Charlie?

—¿En qué tengo que creer?

—En que yo te amo más que a todo lo del mundo.

—No seas tonta.

—No sé qué quieres decir con eso. No sé si te refieres a que yo debería saber que crees que te amo, y es tontería preguntártelo; o que no crees que te quiero más que a nada en este mundo.

¿Cómo era posible que una mujer tan pequeña hubiera sido capaz de ahogar a un hombre que había pasado toda su vida manejando embarcaciones y entregado a la natación? Si Will Barrett bebió demasiada cerveza, podía no haberse dado cuenta de quién le empujó fuera del muelle; pero hubiera recobrado el conocimiento por efecto del agua fría.

Pensando en esto, Charlie percibía toda clase de sensaciones: perdía el equilibrio, caía, se estremecía al sentir el agua cerrarse sobre su cabeza; forcejeó, contuvo la respiración y se debatió en sus intentos para volver a la superficie. Sus brazos batían el agua nadando a ciegas hacia los puntales que sostenían el muelle. Borracho o sereno, él no se hubiera dejado ahogar, pensó. Pero, si le hubieran administrado alguna droga y no estuviera en pleno dominio de sus sentidos, el agua podía no haberle estimulado, y era todo muy distinto.

—¡Gran Dios, me estoy poniendo malo! ¿Has dicho algo. Querido?

—No.

—¿Por qué estás tan enfadado conmigo?

—¿Estoy enfadado?, pues lo siento.

—Tal vez te moleste encontrarte confinado en la casa, sin otra compañía que la mía. Sé que no soy demasiado intelectual, pero hago lo posible para no resultarte pesada.

—Mi vida, tú no me resultas pesada en absoluto.

Sonó el teléfono, con gran satisfacción de Charlie, que tuvo así excusa para irse abajo.

Llamaba Ellen.

—¡Hola, Charlie! ¿Estás bien?

—¡Hola! ¿Cómo estás tú? ¿Ya puedes salir?

—Gracias a Dios, sí. Sólo estuvimos bloqueados un día, por mala suerte, y he tenido que ir a mi trabajo como de costumbre. Por ahí deben andar las cosas bastante mal, ¿no es así?

—Estamos muy bien —dijo Charlie.

—La ciudad ha estado muy animada, pues todo el mundo trabaja con picos y palas: además de los pobres que recibían paga por su labor, trabajaban también el alcalde, los concejales, los comerciantes y los banqueros. Los pobres estaban disgustados porque otros comerciantes hacían el trabajo que les correspondía, quitándoles la oportunidad de hacer algún dinerillo; pero hay tanta nieve que tendrán ocupación para muchos días aún. Mañana irán hacia donde estáis vosotros.

—Eso es bueno.

—No pareces muy entusiasmado. ¿Qué te pasa? ¿No quieres que te abran el camino? —Charlie no contestó, y después de una pequeña pausa Ellen añadió con regocijo poco conveniente—: Supongo que cuando hace poco que uno se ha casado no importa quedar aislado del mundo. ¿Cómo lo ha tomado Bedelia?

—Está en cama con un resfriado.

—¡Oh!, ¡qué molestia! Salúdala de mi parte —dijo Ellen por deber de cortesía. Pero su voz se reavivó al exclamar—: Charlie, tengo sorprendentes noticias para ti. Una carta de Abbie. ¿Qué te parece?

—¿Están otra vez de moda los polizones?

—Charlie, no seas pesado. Esto es importante. Se refiere a alguien muy allegado a ti.

Se le oprimió el corazón.

—Es sobre tu vecino, el señor Chaney.

—¡Oh!

—Es sorprendente. ¿Te leo lo que dice Abbie? —Se oyó el ruido de un papel—. Antes de leértelo, déjame que te diga una cosa, Charlie. Nunca me ha gustado ese hombre. Puedes preguntárselo a Abbie. Me ha parecido, desde el primer momento en que lo conocí, un hombre tortuoso.

—Bueno. Sigue, léelo.

—No voy a leer toda la carta, pues tú sabes de qué modo procede Abbie; leeré sólo la parte que interesa. Dice: «El Destino nos ha gastado la más irónica de las bromas y tu querido Charlie —y un risita contenida estremeció el alambre— es la víctima. La noche pasada estuve en una recepción de Año Nuevo, en casa de los Hatton, que eran íntimos amigos nuestros cuando yo estaba casada con Walter. Me uní a un grupo desconocido que escuchaba a un caballero de edad contar fascinadoras historias sobre crímenes y latrocinios en Kansas City, y otros lugares. Yo pensé que debía ser algún director o redactor de periódicos, como Norman Hapgood o Lincoln Steffens. Créeme, era verdaderamente distinguido. No había entendido bien su nombre; más tarde fui hasta la ponchera y pregunté a la señora de la casa. Figúrate mi sorpresa cuando ella me dijo que era un ¡detective!».

—¡Oh!

—Abbie lo ha subrayado y ha puesto dos signos de admiración.

—¿Qué más dice?

—La señora de la casa me explicó que no es nada parecido a un policía. Es un investigador particular de muy interesante historia. Había alquilado una casa al lado de la residencia veraniega de la señora, que quedó muy sorprendida al saber que era detective; pero resultó persona muy decente y respetable, y cuya hija, Beatriz Chaney, se había ido a Mount Holyoke. Después de saber esto, me las arreglé para hablar a solas con el anciano caballero. Cuando le dije que había conocido a un joven de su mismo apellido, me interrumpió preguntándome si había visto los cuadros de su hijo. Evidentemente no se interesa por sus pinturas más que tú. Le manifesté que su trabajo me parecía inteligente, pero algo fauve; y él observó que muchas señoras jóvenes sienten, respecto al muchacho, lo que yo.

«Son, sin duda alguna, gente distinguida, y si puede permitirse costearle un auto a su hijo y que se pase la vida pintando, deben tener dinero. No veo ningún motivo para que tú seas tan…».

Ellen suspendió la lectura.

Después de un silencio, subrayado por el zumbido de los alambres, Charlie dijo:

—Continúa. ¿Qué más dice?

—No es nada. Abbie dice algo raro.

—¿Qué tú eres una snob o una pedante?

Ellen rió intencionadamente.

Siguió otro silencio y después Ellen dijo, con brevedad:

—Abbie cree que cualquier hombre soltero debe fascinar a una solterona.

Charlie rióse mecánicamente.

—Pero si tú eres todavía una chiquilla, querida. Y Ben es muy atrayente. Abbie no va tan descaminada, después de todo.

—A mí no me interesa.

Esto complació a Charlie. Era egoísmo suyo, después de casado con otra mujer, alentar todavía el afecto de Ellen; pero era cosa humana y su admiración por Ben se había convertido en envidia.

—Yo no creo que sea tu tipo, Nellie. No es bastante para ti.

—¡Oh, Charlie! —y la risa de Ellen se hizo más sincera y alegre.

La zumba había alegrado el humor de Charlie. Al colgar el auricular y emprender la subida de la escalera, parecía como si de nuevo se hubiera encarrilado su vida, y se vio como Ellen lo juzgaba: como un hombre que se había casado impulsivamente, pero con buen sentido.

—Ellen ha charlado mucho tiempo, ciertamente —dijo Bedelia cuando él volvió al dormitorio.

Charlie se quedó paralizado. ¿Es que la puerta estuvo abierta todo ese tiempo? ¿Qué habría oído su mujer de lo que Ellen dijo respecto de los detectives?

—Ellen no se enamorará jamás de Ben —continuó su mujer.

Charlie pudo moverse de nuevo y hablar. Estudió la cara de Bedelía y no notó otra cosa escrita en ella que mera curiosidad. Había sido Ellen, no él —recordó—, quien había mencionado a los detectives; él nada había dicho de lo que hacía Ben.

—Son cosas de Abbie —comenzó Bedelía, con astucia—. Probablemente la empuja hacia el primer recién llegado para que deje de ser solterona.

Esta palabra, empleada con humildad por Ellen, y cáusticamente por Bedelía, irritó a Charlie.

—Ellen no es solterona. Es todavía joven y guapa.

—No te preocupes por Ben. Nunca lo amará. Todavía está demasiado enamorada de ti.

—No digas tonterías —replicó Charlie, poniéndose colorado.

—Pero nunca te tendrá. Se lo impediré. Tú eres mío.

Charlie se encogió de hombros, como si considerara la conversación demasiado trivial para ser continuada, y se alejó de la cama.

La voz de Bedelía lo persiguió;

—Ellen desea que yo muera, y así podrá casarse contigo.

—Esto fue dicho con tal calma, que no parecía algo absurdo, sino la cosa más lícita y natural.

Charlie viró en redondo.

—No vale la pena hablar de esas cosas, y deseo que no repitas semejantes tonterías.

—¿Lo deseas tú también? ¿Quieres tú que yo muera para poder casarte con Ellen?

—Es lo más ridículo que jamás haya escuchado. Ellen es una espléndida y bonísima muchacha. Semejante pensamiento jamás cabría en su mente.

—Ella está contra mí, Charlie. Ellen y Ben trabajan de acuerdo.

Se alejó de nuevo y se encontró cara a cara con su propia imagen, reflejada en el alto espejo de pared. Tenía la sensación de haber cambiado y creía que encontraría la prueba de ello en su aspecto. Existía, desde luego, cambio; pero no era suficiente para reflejarse en sus maneras, en su habla, ni en la expresión de su cara. Se manifestaba más propiamente en cómo observaba a Bedelía, sus palabras y la expresión de su fisonomía.

Ella prosiguió, tranquila:

—Tú no conoces bien a la gente, querido… Crees en los demás con demasiada facilidad. Y los que admiras más, resultan ser los peores.

Él se volvió y la miró fijamente, pensando si Bedelía había elegido un camino indirecto para hablarle de sí misma.

—No te acabo de entender, querida.

—Tú no puedes decir qué es lo que la mayoría de la gente está pensando —continuó diciendo casi alegremente—, ni cuáles son sus planes, ni qué opinan de ti. Los que parecen más inofensivos, suelen ser los que engañan más.

La familia de Jacobs había sentido gran afecto por Cloe, la recién casada con Arturo. Era una amable y serena muchacha, y la anticuada familia judía no tomó en cuenta que ella era gentil.

—Tú eres tan bueno, Charlie, que no ves la maldad en los demás, y crees que todo el mundo es decente. No tienes idea de lo perversas que son las personas.

Charlie volvió otra vez ante el hogar. Sentía el cuerpo pesado y su mente entorpecida por la fatiga. Sabía que algo grave existía más allá de las palabras de Bedelia y temía que le dijera más de lo que él pudiera soportar. Se llamó a sí mismo cobarde, pero siguió deseando poder volver a la sencilla tranquilidad de los días de Navidad.

La calma de Bedelia había desaparecido. Observaba a Charlie, consciente de que no le había conmovido nada de lo que ella le había dicho; y se apresuró a repetirle que si él conociera el mundo, como lo conocía ella, se daría cuenta de cuán vil era la gente, y cuán raras eran sus propias virtudes.

—Tú eres extraordinario, Charlie, tú eres algo puro; ignoras que la gente está proyectando siempre el mal del prójimo. Y si yo te quiero tanto es por eso: porque no hay ni el más leve rastro de sospechoso en todo tu ser. Confías en todo el mundo; crees que todos son tan buenos como tú.

—Querida —dijo logrando dominarse hasta el punto de poder hablar suavemente—, si sigues descuidándote te volverás histérica.

—Cuando estuviste tan enfermo, aquella noche, estaba preocupadísima. Tuve miedo de que murieras. Y si hubiera sucedido, me habría matado: temí, si morías, quedarme sola otra vez. ¿No me crees? Yo quería matarme aquella noche.

—Por favor, Biddy… —le dijo con amabilidad—, no debes excitarte tanto. Vamos a dejar esta conversación; si no, te subirá la fiebre.

—¿Por qué tenía yo que vivir sin ti?

—Es natural sentir así cuando se está enamorado. Se cree que es la única razón de la vida. Pero se sobrevive y, al cabo de algún tiempo, probablemente se encuentra que existe mucho placer en seguir viviendo.

—Yo no lo encontraría sin ti.

Charlie exhaló un hondo suspiro.

—¿Qué pasó entonces con Cochran? Tú dices que le amabas; y, sin embargo, conseguiste vivir muy bien sin él.

—Charlie, tengo que revelarte algo.

Charlie se acercó más al fuego. Un escalofrío estremeció su cuerpo, y se frotó las manos.

—Las mujeres, somos a veces, embusteras. Tenemos miedo de no ser amadas lo suficiente y decimos pequeñas mentiras para dar celos. Cuando yo te conocí, Charlie, y te hablé de mí misma, intenté darte celos diciéndote que había amado a Raúl y sido feliz con él. Esto era falso. No fui dichosa. Vivimos una existencia dura y nunca me sentí feliz hasta que me casé contigo. Antes de conocernos, querido, créeme, no sabía lo que era el amor —Bedelia susurró la última frase; como si las palabras fueran demasiado sagradas para pronunciarse en voz alta.

Raúl Cochran había parecido un ser real, casi vivo, cuando Bedelia le refería a Charlie episodios de su vida en el estudio de Nueva Orleáns. Los celos de Charlie por el marido difunto habían alcanzado una emoción muy agitada. Ahora los celos estaban muertos: las explicaciones de Ben los habían destruido, y Charlie había enterrado el cadáver; pero habría deseado poder sentir otra vez su llamarada.

—El hijo… nuestro hijo, no me hace ninguna falta. Pero lo deseo tan sólo porque te amo tanto —murmuró Bedelia con ronca voz.

No le había sugerido su mujer que aumentara su seguro de vida. Se debió a su iniciativa, no a la de Bedelia. Cuando ella le manifestó que estaba embarazada, él adivinó, en sus ojos, miedo ante el porvenir y comprendió que temía la inseguridad.

«Voy a aumentar mi póliza del seguro de vida», había dicho él, y los ojos de Bedelia se llenaron con lágrimas de gratitud.

Bedelia se dedicó a hacer ganchillo. Los dedos hacían saltar la lana, mientras hablaba.

—Una noche, Charlie, en el cuarto de baño… tu bata vieja, gris y roja, estaba colgada en la puerta…; aún siendo fea y sencilla… me hizo pensar en lo sencillo y bueno que eres y lo poco que te ocupas de ti… y de pronto se me ocurrió la idea de tener un hijo, que fuera tuyo también, Charlie… —Sus manos estaban tan inseguras que tuvo que suspender otra vez el ganchillo, y se rió nerviosamente.

—Siempre he sentido miedo; pero aquella noche, cuando miraba tu vieja bata, comprendí que no tenía que temer nunca más. ¿Tú me comprendes?

Charlie, que no estaba seguro de su voz, asintió con un suave gesto.

—¿Estás contento?

El gesto se repitió, pero más breve.

—Nunca pensé en contarte esto. Pero tú no eres como los demás; eres bueno, y una mujer puede contártelo todo y tú hacerte cargo.

Su voz temblaba y en sus ojos brillaba la sinceridad. Barrett se había alegrado cuando su mujer le dijo que estaba embarazada, y McKelvey probablemente ofrecería una ronda con sus excelentes cigarros habanos. No se sabía si Cloe Jacobs había confesado tal secreto; pero Jacobs no tenía necesidad de que se le inspirara un mayor seguro de vida.

Charlie fue abajo, pero esta vez cerró la puerta del dormitorio.

Telefoneó al doctor Meyers.

—Hola, Charlie. Estaba pensando en usted. Ayer traté de telefonearle, pero estaba desconectado. ¿Cómo se encuentra usted?

—Muy bien.

—¿Cómo va la digestión?

—Bastante bien.

—¿No hay calambres?, ¿náuseas?

—Le llamo por mi mujer, doctor.

—¿Qué le sucede?

—Quiero hacerle a usted una pregunta —antes de continuar hablando, Charlie compuso y recompuso en su mente las palabras—. Mire; tiene un fuerte resfriado, gripe, creo yo. Quiero saber… ¿es peligroso en su estado?

—Que se quede en cama.

—Sí, ya está. Pero yo quisiera saber… Bueno, ¿usted sabe que está embarazada, verdad?

—Naturalmente. La examiné el otro día.

—¡Ah! ¡La ha examinado! —Y el corazón de Charlie empezó a latir de prisa—. Así que realmente está… Quiero decir, doctor, si todo marcha bien.

—¿Ella no se lo ha dicho? ¿Qué pasa, Charlie? ¿Por qué está usted tan nervioso?

—Quería estar seguro de que ella estaba bien —dijo Charlie.

—Yo he conocido mujeres con ideas absurdas —el doctor se reía—; pero es la primera vez que encuentro esos síntomas en el padre. No se preocupe, Charlie. Su mujer es sana, y no permita que nadie le diga que hay peligro después de los treinta años. Ustedes deberían tener dos o tres más.

Era verdad, entonces, que Bedelia estaba embarazada. La mentira que había contado a los otros maridos no existía ahora. Y no cabía duda de por qué ella se mostraba tan sensible al respecto. Los fantasmas de sus falsedades habían vuelto para perseguirla. Había mentido con tanta frecuencia que ahora la verdad la asustaba. La comprobación de su embarazo, junto con el resultado del análisis que demostró que Charlie no había ingerido dosis alguna de veneno, era prueba de que Bedelia no planeaba la muerte de su marido. Ella llevaba en sus entrañas un hijo suyo y pensaba en el futuro. Lo que parecía pura histeria era el camino de la vida, al que se aferraba, con delicada y desesperada persistencia. Ella le amaba.

—¡Buen Dios! —exclamó Charlie al darse cuenta de la ironía de su situación.

—Querido, ¿por qué te quedas tanto tiempo ahí abajo? —preguntó su mujer.

—Subo al momento —ofreció Charlie.

Pero no regresó inmediatamente al dormitorio. Tenía que examinar sus pensamientos y contemplar la situación. Por un momento, había admitido la posibilidad de culpa de su mujer. Suponiendo que resultase inocente; ¿podría él, como el viejo doctor, desprenderse de su prejuicio tan elegantemente como se suelta un bisturí cuando se ha concluido la operación? Su mujer es sana… ustedes deberían tener dos o tres más. ¿Es posible que se sospeche, en la semana de Navidad, que una mujer está envenenando a su marido y, en la primera semana del nuevo año, ofrecerle una bendición como esposa y madre virtuosa? Si las historias de Ben Chaney no resultaban verdaderas, ¿en la semana próxima, podría Charlie desprenderse de sus sospechas con parecida facilidad?

Supongamos que Ben se hubiera equivocado, sospechando de una mujer inocente, por haber seguido una pista falsa. Supongamos que la pobre Bedelia era la víctima de una monstruosa broma. Ben podía no ser detective, sino simplemente un maniático inteligente.

Durante treinta segundos estas risueñas esperanzas se alojaron en el corazón de Charlie. Respiró libremente y emprendió la subida de las escaleras hacia el cuarto donde lo aguardaba su amada esposa. En las sombras del recodo de la escalera, Will Barrett se le acercó con una cínica sonrisa en los labios y una advertencia brillando en sus ojos de ahogado.

Ya hacía años que Charlie había aprendido a limpiar su mente de preocupaciones, ni más ni menos que como se limpiaba los dientes antes de acostarse; y se sentía orgulloso de su habilidad para librarse por la noche de las preocupaciones de sus negocios y se alababa con frecuencia por dormir más profundamente en las situaciones difíciles. Esta noche, mientras se desnudaba, se limpiaba la boca con una solución antiséptica y hacía su ronda por la casa, cerrando los radiadores y apagando las luces, acordó enviar a paseo a los Barrett, Jacobs y McKelvey, a todos, con la misma firme seguridad.

No podía dormir. Pero Charlie no quería admitir que el horror le mantenía despierto, y permitía la entrada de los tres fantasmas en su dormitorio. De alguna parte de la casa llegó un repiqueteo insidioso; porque su ritmo era de perfecto compás de tres por cuatro.

—Es la puerta de la bodega —susurró Charlie a la oscuridad—. He olvidado sujetarla. Recuerdo que lo he olvidado. —No estaba bien seguro de ello; pero la cama estaba caliente y las habitaciones tenían mucha corriente de aire. Y el pensamiento de una excursión a la bodega le ponía la carne de gallina.

Decidió encender las luces para dispersar las ilusiones que medran en la oscuridad y olvidarse del repiqueteo al concentrar su atención en la realidad. Dormía en su antiguo cuarto, y le pareció, al ir sus ojos acostumbrándose a la claridad, que nunca había abandonado la cama de bronce de soltero para dormir, en la de cuatro columnas de cerezo, con su mujer. En la pared opuesta pendía un boceto que él compró durante sus años de principiante en Vale. Una bandada de patos silvestres volaba eternamente hacia la izquierda. «Tiene movimiento», había explicado Charlie a su madre que lo observaba cuando lo estuvo colgando.

La puerta de la bodega seguía golpeando. La mirada de Charlie iba del vuelo de los patos a los libros, en la mesa de noche. Mientras leía los títulos, el sentido del pasado se reavivó y Charlie recordó que su madre había muerto hacía ocho meses y que Bedelia, su mujer, había elegido aquellos libros. El gusto de Bedelia era horrible. Charlie había intentado desviarla de Laura Jean Libbey leyéndole La Revolución Francesa, de Carlyle. Ella escuchó devotamente al principio; pero, más tarde, confesó que los buenos libros la dormían…

Charlie abrió el primer libro. Era exactamente lo que esperaba: una hermosa heroína cuyas guedejas flotando al viento habían quedado enzarzadas en la selva. A distancia se oía el tantán[10]: el caudillo negro estaba a punto de arrastrar a Lady Pamela al matorral cuando Cirilo llegó oportunamente para salvarla de algo peor que la misma muerte. El héroe luchó solo y venció a la salvaje horda; triunfó el amor, y en los viriles brazos de Cirilo, Lady Pamela rióse del recuerdo de la disputa que los había separado en el partido de tenis organizado por la falsa Rosamunda.

Charlie se sintió interesado, no por tan extraordinarias virtudes y tribulaciones, sino por los nombres propios:

Christian, Pamela, Cirilo, Rosamunda. Jamás María ni Bill ni Pedro o Juana.

Manrine, Cloe, Anabela.

¿Y Bedelia?

El nombre del padre de Bedelia era Courtney Vance. Bedelia había entretenido a Charlie con divertidos y dramáticos relatos de su vida; y ahora, cuando él quería situar cronológicamente esos relatos, se daba cuenta de que nunca le había contado la historia de su vida desde el principio al fin y en orden, sino en trozos y a retazos.

Sus ojos se fijaron en el vuelo de los patos salvajes, y vio a la niña Bedelia, Bedelia Vance, con los negros tirabuzones cayéndole por la espalda, siguiendo sumisamente a su institutriz y bajando la escalinata de su mansión en San Francisco. Su padre había sido un gentleman inglés; pero el abuelo, hijo más joven de su familia, no tenía bienes de fortuna y emigró a California cuando la fiebre del oro. La familia de su madre era irlandesa, de buena sangre; pero arruinada por su afición a los caballos y por la ingratitud de los labriegos. Pero el abuelo encontró oro; comidas para veinticuatro personas se servían en vajilla de oro en un comedor con ventanales y vidrieras. La música llegaba hasta el cuarto de los niños, donde la pequeña Bedelia dormía con un camisón de la franela francesa más fina, bordada a mano por las costureras de la familia.

El terremoto de 1906 los dejó arruinados, y en la pensión de la escuela las alumnas, que habían obedecido todos los caprichos de Bedelia como esclavas, se volvieron contra ella y la hicieron sufrir tanto que tuvo que marcharse. Huérfana, herida por la pobreza, con un solo orgullo para sostenerla, Bedelia aceptó el empleo como señorita de compañía de una irascible señora vieja, muy rica, que al principio la trató duramente, pero que después la quiso como si fuera una hija.

En el balneario de moda en el Este… Arbury Park… la joven señorita de compañía encontró y amó a un joven millonario, que quiso casarse con ella y donarle su fortuna, pero fue apartado de la felicidad por su familia, que no quería a la muchacha porque era pobre y tenía que ganarse la vida trabajando.

El joven millonario había muerto tuberculoso y, poco después, la ahora apaciguada anciana señora también falleció, dejándole a Bedelia un legado que se convirtió en un pleito, promovido por los parientes de la anciana, gente tacaña y, naturalmente, opuestas a una muchacha que supo lograr el cariño y el afecto que ellos jamás tuvieron. Antes que desmerecer ante sus propios ojos pleiteando por dinero en un tribunal público, prefirió marcharse a Chicago, donde trató de ganarse la vida honestamente en una fábrica de corpiños, que en realidad era un taller donde se explotaba al obrero con trabajo a tanto por pieza, y en el que ella habría seguido empleada si no hubiera tenido que abandonarlo por las malas intenciones del propietario. Poco después de salir de allí se encontró con Raúl Cochran.

Era la primera vez que Charlie reconstruía y consideraba la historia de su mujer como un todo, y la vio como una novela genuina de Laura Jean Libbey. Las historias parciales que en diferentes ocasiones le había contado ella, le parecieron en su día completamente reales. No existía razón alguna para desconfiar de aquella cálida voz, ni percibir engaño en aquellos negros ojos. ¿Por qué él, que había sido cautivado por ella, debía poner en duda la pasión del millonario tísico, la gratitud de la irascible y anciana señora y los perversos propósitos del fabricante de corpiños?

El compás de tres por cuatro continuaba. Charlie apagó la luz y resolvió quedarse dormido inmediatamente. El tac-tac de la puerta de la bodega se convirtió en el tantán que Lady Pamela había oído en la selva, y Charlie sintió que se helaba por completo, con frío húmedo, como si estuviera sumergiéndose en el agua, y se debatió en la oscuridad tratando de librarse de los espesos matorrales y encontrar los postes del muelle.

McKelvey había muerto de ptomaína[11] después de comer pescado. Su mujer había tomado una chuleta recalentada, porque no le gustaba el pescado.

—Bedelia —decía Charlie, mientras daba traspiés en la oscuridad, buscando la causa del repiqueteo—, Bedelia es aficionada al pescado. Particularmente al pescado de agua dulce, como truchas o percas.

La puerta de la bodega era inocente. Estaba cerrada y corrido el cerrojo nuevo. Charlie, que de ordinario era tan agudo localizando sonidos en la noche, se engañó esta vez. Ya no estaba seguro de haberla oído realmente. Su nervios estaban alterados, su imaginación trabajaba más de lo normal. Cuando se convenció de que no existía repiqueteo alguno, éste empezó a oírse de nuevo.

Subió de mala gana y con sus zapatillas sueltas la escalera del desván, y alargó la mano en busca de la bombilla que pendía del retorcido cordón en el centro de la desalentadora oscuridad. Su llegada perturbó a los ratones que invernaban allí. Oyó el rápido y ligero roce de sus patas y sintió que le arañaba algo frío al cruzar sus desnudos pies.

Jacobs era judío; uno de esos atentos maridos, probablemente de los que les llevan a sus mujeres flores los sábados y se aseguran la vida por más de lo que pueden permitirse. ¿Cómo se las arregla uno para ahogar a un hombre en el baño? ¿Jacobs también fue narcotizado, o sorprendido, halagado y entretenido hasta que dos frágiles manos pudieron sin esfuerzo, empujarlo hacia abajo? El agua era caliente, color verde mar sobre el blanco del baño; el cuarto de baño olía a humedad y jabón perfumado, y el agua formaba círculos concéntricos sobre la cabeza muerta.

—¡Cristo! ¡Me vuelvo loco!

Hablaba en voz alta. Su invocación retumbó en el oscuro desván. Su mano encontró y perdió la bombilla. Tanteó, buscándola de nuevo, y la oscuridad le pareció agua cerrándose sobre su cabeza. Sin aliento, resolvió abandonar su propósito; pero enfadado, pataleó, e intentó otra vez alcanzar la luz. Al cabo lo encontró y dio vuelta a la llave, quedando sorprendido por el repentino brillo de claridad, vio el delgado maderamen y las sombras profundas del desván; se arrastró hasta la ventana, la abrió, escupió al viento y probó cuatro veces los ganchos de los postigos, hasta convencerse de que cada postigo quedaba seguro.

Cuando empezó a desandar el camino alzó la mano para apagar la luz; pero vaciló, temeroso de un viaje de pocos metros hasta la escalera del desván. Podía dejar la luz ardiendo en beneficio de sus nervios, y subir por la mañana a apagarla. Pero hubiera sido impropio de Charlie Horst, que cuando joven había sido enseñado a tener buen sentido, y se despreciaba a sí mismo por sentir miedo. Apagó la luz y descendió las escaleras, recelosamente, mientras el tac-tac de tres por cuatro seguía persiguiéndolo.

Ya en la cama otra vez, se preguntó con indignación qué tipo de hombre sería el que aceptara la palabra de un desconocido en contra de la de su propia mujer, y permitiera a su imaginación inflamarse por una novela barata de amor. La próxima semana, a la clara luz del día, analizaría todos los hechos, separando la verdad de la fantasía, sopesaría las pruebas y honradamente resolvería lo que debiera creer. Pero, entretanto, iba a olvidarse de todo y a serenarse con una noche de sueño.

¡Condenado Ben Chaney! Charlie había sido feliz hasta que apareció y considerándose el hombre más afortunado del mundo… ¡Ah!, ¡si Ben no se hubiera acercado a la verja aquella tarde de octubre, preguntándoles si sabían de alguna casa en los alrededores que él pudiera alquilar! ¡Si Charlie no hubiera sido imprudente y disoluto con su dinero, asegurándose la vida en más de lo que era razonable para un hombre de sus ingresos! ¡Si su estómago no se hubiera indisciplinado en la última semana, provocando la situación que trajo tantas preocupaciones! ¡Si McKelvey no suspirara cuando la cama crujía, si Jacobs no murmurara con cada tictac del reloj, si Barrett no hiciera guardia sobre su cama, soplando su fría respiración sobre la cama de Charlie!

No había más que un camino para resolver el problema: la línea recta, la mínima distancia entre dos puntos de vista. Charlie debía decirle, cara a cara, a su mujer: «Bedelia, mi querido amor, Ben me ha contado una historia absurda. Naturalmente, yo no he creído ni una sola palabra; ese hombre debe estar loco y comprendo que tu instinto femenino te haya prevenido contra él; pero, como la historia te concierne, es mejor que la conozcas».

Se escuchaba su propia voz repitiéndole la historia de Ben, hablándole de Maurine Barrett y del hombre del barco que la saludó como señora de Jacobs. Veía la cara de Bedelia mientras escuchaba cortésmente, pero sin gran interés.

El espectáculo era tranquilizador. Reconfortado por el sentido común, resolvió hablarle de ello francamente; le causaría a Bedelia algún dolor, pero terminaría con las dudas. Firmemente convencido de que los fantasmas nocturnos se desvanecerían con la clara luz del día, Charlie se durmió.