4

Del mundo exterior no se percibía otra cosa que blancura en movimiento. Jirones de nieve se desprendían de las nubes, como plumas de una almohada deshecha. La nieve, arremolinándose en gigantescas espirales, se levantaba del suelo, como fantasmas que huyen del cementerio. Ninguna persona en su cabal juicio podría haberse arriesgado a salir con tal tempestad, se dijo Charlie, mientras descolgaba el farol de su gancho del cobertizo. Se había puesto los pantalones, una camisa de franela, un abrigo de lana gruesa y una gorra.

El farol pendía de su muñeca mientras que, con ambas manos formando bocina ante su boca, gritaba: «¡Bedelia!» «¡Bedelia!». Su mirada quiso penetrar la nieve que caía, pero no pudo ver otra cosa que los agitados círculos blancos levantándose del suelo y los blancos jirones que caían del pesado cielo.

Abrióse camino en la ventisca y subió la pequeña pendiente que conducía a la verja. La nieve tenía cierta altura, y aunque estaba seca y blanda, el suelo era muy desigual y no podía afirmarse al andar.

En el camino tropezó con algo, y vio una mancha oscura sobre la nieve. Al inclinarse sobre ella, el viento le arrebató la gorra y se la llevó revoloteando. Tuvo que frotarse con las manos las orejas, que habían empezado a picarle como si tuviera en ellas un enjambre de abejas. Una de aquellas ráfagas fantasmales de nieve se levantó, llenando sus ojos con su polvo irritante, y las lágrimas le impidieron ver con claridad hasta que, entre dos nubes, pudo identificar el bulto negro como la maleta de tafilete que le había regalado a Bedelia para su cumpleaños.

Pocos pasos más allá, casi en la zanja y semicubierta por la nieve, estaba tendida su mujer. «¡Gracias, Dios mío!», gritó Charlie. El viento se llevó su voz con el frío y los copos de nieve.

La levantó, y llevándola en brazos logró alcanzar la casa, necesitando de todas sus energías para cruzar el patio hasta la puerta del cobertizo. Allí las fuerzas le faltaron y tuvo que apoyarse en la pared para recobrar el aliento. Al fin consiguió entrarla en la casa y la tendió sobre el linóleo del suelo de la cocina; arrodillóse a su lado y quiso tomarle el pulso. En su nerviosismo no pudo encontrárselo. Entonces la incorporó y le aplicó masajes en el pecho, olvidando todas sus sospechas y todo su enojo, y hasta que había intentado huir. Se acordaba, únicamente, de que la amaba y de que había sido feliz con ella.

Bedelia no abrió los ojos hasta que él la hubo llevado al canapé del estudio y cubierto con una manta de pieles. Una sombra cruzó su rostro al mirar a su alrededor y reconocer la casa de la que no había conseguido escapar; cerró de nuevo los ojos ocultando su mirada de fracaso. Sufría agudamente.

Charlie corrió al sótano y echó carbón a la caldera de la calefacción y, al regresar al estudio, abrió la llave del radiador. Cuando la habitación se caldeó, alzó las pieles y fue quitándole sus ropas empapadas. Bedelia abrió los ojos y lo miró fijamente. Una inexpresiva sonrisa se dibujó en sus labios. Charlie la frotó con una toalla áspera, hasta que le enrojeció la carne; pero ella no cesaba de tiritar. La sumisión de sus ojos negros, sus temblores y su mutismo, le recordaron un perro de aguas que había tenido en su niñez, y la compadeció, como había compadecido al perro porque dependía de él para su alimento y cariño. Envuelta en mantas la llevó, escaleras arriba, a la cama. Ni por un momento, mientras hacía todas estas cosas, mostró el menor resentimiento ni preguntó el motivo de tan extraña conducta.

—Ahora, querida —dijo tiernamente—, vas a tomar coñac y leche caliente y, después, a dormir sin contemplaciones.

Cubrióla con mantas de lana, con la colcha y con el edredón en que su madre había bordado el motivo de la serpiente y la manzana.

Bedelia bebió la leche con coñac, como una niña buena, abrazando con sus manos llenas de hoyuelos el viejo cuenco de plata. Y con igual docilidad obedeció la orden de dormir que Charlie le había dado.

Él salió del cuarto en puntillas. Nada más, por el momento, podía hacerse por ella; pero decidió de todos modos consultar con el doctor. Mientras se dirigía al teléfono pensó qué diría si el médico le preguntaba cómo se había resfriado tan seriamente su mujer, pero resultó que la línea estaba averiada: el temporal había desconectado los alambres del teléfono. Charlie se alegró de ello. El sentido del deber le había obligado llamar al doctor Meyers; pero se sintió aliviado al comprobar que no tendría que contestar a sus preguntas.

Todo este esfuerzo, la energía que había tenido que emplear y la ansiedad que lo dominaba debían haberle agotado. Pero, por el contrario, se encontraba muy despierto y activo. Cuando Bedelía se repusiera del resfriado, tenía que preguntarle algunas cosas muy importantes. En vano trataba de apaciguar sus ansias de saber. Presentaría el asunto con calma, sin demostrar enojo ni desconfianza, sino probándole, con su amor y firmeza, que ella podía, sin temor, confiarse a él. Mientras planeaba todo esto se imaginó a Bedelia y a él mismo sentados junto al fuego, y oyó su propia voz requiriéndola para que lo confesara todo. La imagen no lo aquietó. No podía evitar el recuerdo de sus diálogos con el doctor y se preguntaba si ella había oído las advertencias de aquél. Pero, si esto era así, ¿por qué había esperado cuatro días para que su dignidad herida la obligara a huir? Y, ¿qué tenía ello que ver con su repentina ira contra Ben Chaney?

Sus pensamientos se debatían dentro de oscuros círculos y lo dejaron destrozado. Al cabo de una hora de tortura no se encontraba más sereno que al principio. Luego se acordó de la maleta y salió a buscarla. Ordinariamente, Charlie no hubiera abierto la maleta de su mujer ni examinado su contenido. Lo consideraba una reprobable conducta: la acción de un hombre que se cree con derecho a leer la correspondencia de su mujer. Tenía, sin embargo, una excusa. La maleta estaba mojada y su contenido se estropearía si no se secaba.

El equipaje de Bedelia consistía en varios pares de medias, una muda, una bata de noche, zapatillas, un quimono negro de crespón de seda con forro azul turquesa y un corpiño. También había cosas de tocador, la caja de cuero en que guardaba sus chucherías y una carpeta de folletos de viajes, con las fechas de salida de la Cunard, White Star y Compañía Hamburguesa. El descubrimiento de estos prospectos puso nervioso a Charlie, pues era la prueba de que la idea de Bedelia de marcharse a Europa no se le había ocurrido espontáneamente en la mesa la noche anterior.

Perezosamente, abrió la caja de cuero. Contenía fruslerías, pequeños recuerdos que las muchachas jóvenes aprecian. En una cajita en forma de corazón vio los negros ojos de Bedelia bajo una selva de rizos, y le sorprendió mucho que su mujer nunca le hubiera mostrado este retrato de su madre. En un sobre desteñido, perfumado con espliego, había una rosa prensada, seca y casi deshecha, y una frágil rama de ciruelo. Había, también, un abanico japonés en miniatura, un cortaplumas con mango de nácar, que tenía una hoja rota, y una cajita redonda para píldoras, con una etiqueta en blanco: contenía polvos blancos, parecidos a los que Bedelia usaba para pulirse las uñas. Por último extrajo el estuche de terciopelo que había contenido el anillo de granates, apretó el resorte y quedó abierto. Allí estaba la perla negra con su engarce de platino y diamantes.

No podemos darle la sortija a Abbie, Charlie, ya no la tengo. La he tirado.

Rápidamente volvió a colocar la sortija en el estuche de cuero almohadillado. Dejó también la carpeta con los prospectos de viaje y lo que restaba de los chillones recuerdos de su mujer.

—¿Estás enfadado conmigo, Charlie?

Él bajó la pantalla. La luz le molestaba y no deseaba mirar la cara de Bedelia ni mostrarle la suya.

—Luego hablaremos de ello. ¿Cómo te sientes?

—He cogido un resfriado muy fuerte.

—Sí. Tendrás que guardar cama.

El cabello negro delineaba el óvalo pálido de la cara de Bedelia, que gemía silenciosamente.

—¿Sufres?

—Me duele el pecho. Pero la culpa es mía. He sido desobediente y merezco castigo.

Esperaba la reacción de Charlie sobre su desobediencia. La palabra que ella había escogido era demasiado frívola para significar su conducta extraordinariamente anormal. Charlie no sabía qué decir, y simulando que estaba ocupado con la llave del radiador continuaba con la cara vuelta hacia la pared.

—¡Charlie!

—¿Sí?

Bedelia le susurró quedamente:

—¿Qué has sabido de Ben?

Charlie se volvió, en cuclillas, todavía cerca del radiador, y lanzó una mirada rápida a su mujer. Su voz se había hecho más grave y su tono era áspero.

—Nada. y no es fácil que sepamos algo, por algunos días. Los caminos están cortados; no hay electricidad y los cables del teléfono se han caído.

—¡Oh! —dijo Bedelia, y después de reflexionar un poco se rió quedamente—. ¡Rodeados por la nieve! ¿Estamos bloqueados?

—Sí.

—En la escuela nos hicieron estudiar un poema sobre una familia bloqueada por la nieve. ¿Lo conoces, Charlie?

No pudo contestarle. Bedelia se esforzaba por restablecer las antiguas buenas relaciones, como si no hubiera existido su intento de fuga, ni mentiras, ni preguntas incontestadas.

—Tienes que conocerlo —persistió, con voz alegre—. Tú sabes mucho de poesía, Charlie. Creo que es de Lowell.

—No, de Whittier.

—¡Ah! Sí, de Whittier. Me gustaría tener tu memoria, querido.

Él la miró de soslayo y vio que le sonreía tratando de atraerlo, como si nada hubiera sucedido; como si se hubieran acostado confortablemente la noche anterior y despertado uno al lado del otro, tranquilamente, esa mañana.

—Después del desayuno necesito hacerte algunas preguntas, Bedelia.

Ella se arrellanó en la cama y dijo:

—Claro que sí, querido, pero antes hemos de desayunar. Tengo hambre. ¿Quieres hacer el favor de levantar las cortinas? —De nuevo danzaban los hoyuelos en sus mejillas, brillaban otra vez sus ojos y el lustre cremoso de su cutis. Estaba más sonrosada por la fiebre, que la hacía aún más bonita.

—¿Qué hay de Mary? ¿Ha vuelto ya?

—No es posible con esta tormenta. Probablemente la nieve la ha retenido en la granja de Blackman.

—¡Con su pretendiente! —y Bedelia se rió—. Confío en que sabrá aprovechar su buena suerte. —De pronto desapareció su sonrisa, frunció su ceño y hundiéronse sus mejillas; pues, acordándose de la casa, la preocupó cómo iban a arreglárselas con Mary ausente y ella enferma en la cama. ¿Cómo iba a comer Charlie y a estar todo limpio?

—Déjalo de mi cuenta, yo me cuidaré de ello.

—Pero tú no puedes hacer las faenas de una casa, Charlie.

—¿Por qué no? No hay modo de ir a la oficina.

—No me gusta ver a un hombre haciendo las faenas domésticas.

No había otro remedio. Charlie se fue de buena gana a la solitaria cocina donde no tenía que afrontar engaños ni sufrir remordimientos por su falta de valor para hacerle unas cuantas preguntas a su mujer. Se reprochaba esa debilidad suya, pues sabía que una vez que las expresara, sus temores tendrían substancia y realidad y se vería obligado a actuar.

Bedelia no podía ofrecer excusas. En tanto Charlie no hiciera las preguntas, estaba contenta en dejar las contestaciones en el aire, y cualquiera creería al verla que se había resfriado sacudiendo las alfombras en el balcón. Conforme transcurría el día, parecía como si, tanto ella como Charlie, hubiesen olvidado el intento de fuga. Lo que la hubiera empujado a huir en las tinieblas de la tempestad de nieve se había diluido en el letargo de la fiebre y en la comodidad.

De haber tramado Bedelia algún artificio para reconquistar el amor de Charlie, ninguno le hubiera resultado más efectivo que la fiebre, el confinamiento en la cama y la debilidad. Cuanto más dependiera de él, más se enriquecería su afecto y era más firme en él su convicción de que con semejante fuerza sería capaz de perdonarla.

Su gozo por la debilidad de Bedelia no era signo de crueldad en él. Simplemente era el molde de la escuela de su educación. Le habían enseñado que el hombre es fuerte y frágil la mujer; y que la devoción y el propio sacrificio son la resplandeciente corona del amor. Charlie cocinaba, lavaba los platos, transportaba bandejas, limpiaba lámparas, corría de buena gana cuando ella pedía algo. Bedelia se había entregado completamente a su enfermedad, disfrutando de esa debilidad suya que había convertido a Charlie en su esclavo. Se reclinaba en su brazo mientras él arreglaba las almohadas, y se apoyaba en su fuerza moral confiando en que olvidaría su agravio.

Por la tarde se sintió mejor y quiso sentarse en la cama, y le pidió que le llevara una de sus batas. Charlie escogió el quimono de crespón negro con forro azul turquesa. Mientras lo sostenía, ayudándola a ponérselo, le dijo:

—He deshecho tu maleta, ¿sabes?

—Gracias —le contestó. Desató el cinturón, arregló las arrugas y estiró las anchas mangas diciendo—: Es bonito, ¿no te parece?

—¡Hum, hum!

—¿Quieres darme mi espejo de plata, por favor?, y mi cepillo y mi peine. También mis polvos y la gamuza. ¡Ah!, y la endiablada cajita.

Charlie se estremeció. Bedelia se rió.

—¿Así que has descubierto mi secreto? Espero que no me despreciarás por eso.

—Bedelia —dijo, decidido a aclarar las cosas sin más dilaciones—, me estoy desorientando cada vez más con tu comportamiento. No hay nada divertido para mí en todo esto, y te agradeceré que me aclares la situación.

La voluntariosa criatura rióse aún más frívolamente.

—¡Oh, Charlie!, no seas tan pomposo. Me refiero a la cajita que contiene el secreto de mis rojos labios y sonrosadas mejillas.

—Lo siento, pero no acabo de entenderte.

Rouge —dijo alegremente—. Colorete, como tú lo llamas. Abbie se pinta, también, aunque usa un polvo seco horrible y cree que no se le nota, pero hasta un ciego se daría cuenta.

Silenciosamente observaba Charlie cómo ella cepillaba y peinaba su cabello, lo trenzaba y formaba con las trenzas rodetes sobre sus orejas. Sonreía y hacía guiñitos mientras hundía su diminuto dedo en el bote del rouge avivando sus labios y frotando con el color sus pálidas mejillas.

—Estoy mejor así, ¿verdad?

—¿Estás ya arreglada del todo?

Ella colocó el cepillo del cabello y sus cosméticos en el cajón donde guardaba los polvos digestivos de Charlie, diciendo:

—Lo tendré a mano, para que tú no tengas que molestarte tanto.

—¡Bedelia!

—¿Qué, querido?

—Tenemos que tratar de algunos asuntos. Yo creo que podrás, pues ahora estás bastante bien.

—¿Por qué estás tan contrariado, mi vida? ¿He hecho otra vez algo malo?

Al verla atormentada, Charlie creyó que había estado demasiado imponente, de pie ante la estufa, y con los brazos cruzados sobre el pecho. Suavizó su actitud, inclinando su cuerpo hacia adelante y metiéndose las manos en los bolsillos, a fin de no parecer tan severo. Pero su voz continuaba siendo fría, cortante.

—Querida, me gustaría que me explicaras tu conducta.

Ella se examinó las uñas de las manos.

—¿Por qué huiste? ¿Hay aquí algo que te de miedo?

—He tenido miedo de que hubieras dejado de quererme.

La sencillez de su explicación asombró a Charlie. No se le ocurrió contestar nada.

—Tú fuiste rudo la otra noche. Pensé que te habías cansado de mí y que deseabas que me fuera.

—Bedelia, mírame.

Sus miradas se encontraron.

—Tú intentaste escapar en medio de la tormenta; arriesgaste tu vida para abandonar esta casa. Seguramente no fue porque me negué a acceder a tu repentino e ilógico deseo de marchar a Europa. Tiene que haber algo más que eso.

—Yo te amo tanto, Charlie, que siempre temo no ser digna de ti.

—Biddy, querida, hazme el favor de ser razonable.

—Tú eres mucho más inteligente que yo. Siempre que te veo con Ellen me doy cuenta de cuánto mejor hubiera sido para ti una mujer intelectual.

—Si Ellen me hubiera convenido más, me habría casado con ella, entiéndelo bien. Ahora, sinceramente, dime: ¿por qué huiste?

—Estuviste ofensivo conmigo. Heriste mis sentimientos.

—¿Yo?

—Me hiciste sentir como una oca tonta. —Las lágrimas le asomaban, mientras hurgaba entre las almohadas buscando el pañuelo, hasta que por último pidió a Charlie que le diera uno del cajón de arriba del ropero.

Él la compadecía, lo cual no era razonable; pero no podía remediarlo.

—Yo no recuerdo haber sido cruel, y si algo he dicho que pueda haberte afectado, lo deploro sinceramente. Pero ¿es ese tu único motivo? ¿Te marchaste de esa manera porque pensaste que yo había dejado de quererte?

Ella afirmó con la cabeza.

Charlie se dispuso sombríamente a descubrir su pensamiento. Bedelia enjugóse los ojos y tomó el espejo de mano; cuando notó que Charlie la miraba fijamente, sonrió con tristeza.

Él empezó por aclararse la garganta. Después dijo:

—Tengo, también, algo que confesar. Cuando deshice tu maleta, descubrí algunas cosas.

—No te acuses por ello, querido. Cualquiera, en tu lugar, hubiera hecho lo mismo. Yo creo que fuiste muy amable al evitarme el trabajo de deshacerla.

—Es que descubrí algo… —Se acercó a la cama y la miró de soslayo, tratando de encontrar en su cara algún signo de culpa o de temor; pero ella estaba muy serena. Continuó—: Descubrí, en primer lugar, que tu fuga había sido premeditada; tenías algunos folletos de viaje en tu maleta y sabías las fechas de salida de ciertos barcos. Está claro que lo estabas meditando desde hacía algún tiempo.

—Sí, es verdad —dijo ella amistosamente.

—¡No digas eso!

—Escúchame, Charlie. No es fácil de expresar lo que voy a decirte ahora. Cuando me casé contigo sentía por ti una gran simpatía, una fuerte atracción; pues creí que eras la clase de hombre que podía hacer feliz a una mujer, y yo necesitaba un hombre así. Pretendí amarte más de lo que era verdad. —Un suspiro de penitente se le escapó—. Puedo decirte esto porque ahora te amo desesperadamente, con locura, Charlie. Tuvo que transcurrir algún tiempo para que yo comprendiera cuánto vales. Y cuando me di cuenta de cuán apasionadamente te amaba, empecé a tener miedo. Reconocí que no era ni la mitad de buena, ni lo bastante inteligente como para ser tu mujer, e hice entonces voto de que si tú te cansabas de mí, o en cuanto yo descubriera que no eras feliz o lamentaras el haberte casado conmigo, me iría.

Bedelia hablaba rápidamente, sus palabras fluían como un torrente y pronto quedó sin aliento.

—¿Por qué? ¡Biddy! —dijo Charlie, conmovido por su dramatismo.

—Quisiera morir antes que herir tus sentimientos, Charlie.

Éste se sentó a los pies de la cama. Estaba emocionado por la vehemencia de su mujer, pero le daba vueltas la cabeza al mismo tiempo; pues si el amor la había impulsado a precipitarse en la tormenta de nieve para abandonarlo por creer que no lo merecía, ¿por qué, pocas horas antes, le pedía que se marcharan juntos? Sintió la tentación de hacerle la pregunta, pero se contuvo para no herirla al demostrar falta de fe en su excusa.

—Sé lo que estás pensando —dijo Bedelia—. Te preocupa saber de dónde habría sacado yo el dinero suficiente para un viaje como ése. Tengo algo más que confesarte, querido.

Al acercarse el momento de conocer la verdad, Charlie no estaba seguro de querer oírla. Su dedo índice recorría las curvas de una serpiente verde de indiana, acolchada en la blanca muselina del cobertor. Mejor sería vivir felizmente —díjose a sí mismo—, que conocer la dolorosa verdad.

Los troncos de los acolchados manzanos eran de colorido bermejo; el follaje, verde con pequeños toques blancos. Cada cuatro cuadros había una redonda manzana de algodón escarlata.

—En noviembre recibí algún dinero de mi propiedad.

—¿Cómo?

—Un legado. La abuela de Raúl se lo dejó al morir ella, y legalmente me ha correspondido. Su familia no quería hacerlo efectivo, pues siempre ha estado en contra de mí; pero tuvieron miedo de que yo promoviera un escándalo y demostrara cuán avaros son, y han tenido que entregármelo.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

Ella suspiró.

—Querido, mi querido Charlie, detesto reprocharte, pero —e hizo un leve, despreciativo chasquido con la boca— eres algo celoso, incluso del pobre finado Raúl. Por ello decidí guardar esos fondos en secreto, para comprar con mi propio dinero los regalos de Navidad. Así podía ser todo lo derrochadora que quisiera, sin tener la sensación de que gastaba tu dinero.

—Entonces mentiste al decirme que habías ahorrado el dinero de los gastos asignados a la casa.

—Sí, querido.

—Hubiera preferido que me hubieras dicho la verdad.

—Perdóname, Charlie. Por favor, dime que me perdonarás —dijo, tendiendo hacia él sus manos. Él no las aceptó y cayeron, culpables, sobre la colcha.

—Me moriré si no me perdonas.

—No digas extravagancias.

—No te pongas así, Charlie. Yo te amo. Yo vivo solamente para ti.

Su fervor lo desconcertaba. Se levantó, se alejó de la cama y contempló sobre la chimenea, el retrato de su madre. Harriet Philbrick nunca se había pintado los labios ni las mejillas con rouge. El camina recto había sido su único adorno. Estaba sentada en una silla tallada de la época victoriana, y contemplaba al mundo con seguridad absoluta en su propia superioridad.

Enloquecido por la contemplación de los ojos de su madre, Charlie se volvió y exclamó en el mismo tono de voz que ella usaba cuando quería demostrar disgusto:

—¿Por qué me mentiste en lo de la sortija?

—¿Qué sortija, querido?

—Haz el favor de no mentir, Bedelia. Sé que no has tirado la perla negra: Yo la encontré en tu maleta.

—¡Oh! ¿Es eso? Tú la encontraste en mi maleta. Desde luego. Es que desde el momento en que resolví dejarte, no importaba ya que la llevara o no. Ya ves tú, querido, que no has podido corregir mi mal gusto; pues todavía tengo inclinación por esa perla falsa.

—Pero tú me dijiste que la habías tirado.

—No, nunca he tirado esa sortija.

—Tú me dijiste que lo habías hecho.

—¡Vaya una idea más estrafalaria!

—Escucha —casi vociferó Charlie—, tú me lo dijiste en Navidad. Yo quería regalársela a Abbie y tú aseguraste que la habías tirado.

Bedelia negó con la cabeza.

—Lo recuerdo perfectamente —dijo Charlie—. En dos ocasiones lo has dicho. La noche que cenamos en casa de Ben, también.

—¡No! —interrumpió ella—. ¡No! Yo no he dicho nada de eso. Fuiste tú quien lo dijo. Recuerdo que tú dijiste a Ben y a Abbie que yo había tirado el anillo, y yo no repliqué porque no quise contradecirte en público, especialmente después que Abbie había hecho la halagadora observación de que era un esposa excepcional. Me intrigó cómo pudo ocurrírsete tal cosa, y pensaba preguntártelo cuando estuviéramos solos, pero te dio el ataque aquella noche y me asusté tanto que lo olvidé completamente.

—¿Pretendes sostener que no me dijiste en Navidad que habías tirado la sortija?

—Yo no pretendo sostener nada —repuso Bedelia—. Estoy postrada en cama, enferma como un perro, y es una gran crueldad de tu parte estar ahí, de pie, y afirmar que yo te he dicho algo semejante.

—Podría jurarlo —contestó Charlie.

—Probablemente lo habrás imaginado. Tú tienes una magnífica y fecunda imaginación, Charlie.

No se le ocurrió ninguna respuesta. Ella podía tener razón. Él estaba seguro de que Bedelia le había dicho que había tirado el anillo.

¿Podía ser imaginación solamente? No. ¿Era engañosa su memoria?, ¿su verdad, ilusión?, ¿su realidad, mera fantasía?

Una pregunta sinceramente contestada podía haber esclarecido toda la confusión. Pero a Charlie le repugnaba interrogar a su mujer sobre sus relaciones con Ben Chaney. ¡Cuánto más feliz sería si atribuía todas sus sospechas al producto de su sobrecargado cerebro! La verdad era que Charlie no deseaba conocer la verdad y voluntariamente se dejaba confundir por el aire inocente de Bedelia y se derretía con sus encantos.

Aquella noche Charlie despertó al contacto de unos dedos helados que tocaban su cara. Se había acostado en su antiguo dormitorio, el mismo que tenía cuando era soltero y vivían sus padres. Mientras Charlie estuvo enfermo, Bedelia había ocupado este cuarto. Su pañuelo, olvidado en la mesita de noche, envolvió con su fragancia a Charlie mientras se dormía.

Aspiró nuevamente y percibió el perfume más fuerte y próximo. Creyendo que esto y la impresión de los helados dedos eran parte de algún sueño, conservó cerrados los ojos y se volvió hacia la pared. La fragancia disminuyó, pero los dedos parecieron tirarle de su carne y a través de las paredes de su adormecimiento oyó pronunciar su nombre.

Bedelia estaba inclinada sobre la cama. En una mano sostenía la vela que Charlie le había dejado encendida al lado de la cama. Era larga cuando él la dejó allí, a las ocho de la noche, pero ahora estaba consumida hasta un centímetro de su base. El chal blanco de Angora resbalaba sobre los hombros de su mujer y su cabello colgaba en negras greñas. Sus ojos ardían con un fuego de inquietud que parecía avivarse constantemente y morir. Sus mejillas estaban encendidas de rojo.

Por la mente de Charlie cruzó, como un relámpago, el eco de la voz del doctor Meyers, y la advertencia del anciano volvió a tomar cuerpo. Pero se libró de su terror al recordar la disculpa del médico, y, ya completamente despejado, se sentó en la cama y dijo con voz firme:

—¿Qué pasa? ¿Te duele algo? ¿Qué es?

Bedelia no podía hablar. Parecía menos febril que asustada; violenta como un animal espantado. Su garganta, hinchada, palpitaba. Finalmente consiguió susurrar:

—Hay alguien abajo.

—Es imposible —contestó Charlie.

—Yo lo he oído. Alguien que está moviéndose. —Charlie se inclinó sobre ella y le cubrió los hombros con el chal que llevaba semicaído.

—No deberías andar por ahí con este frío, querida. Vuélvete a la cama. Estamos aislados de todo el mundo. Nadie puede acercarse a nosotros.

Sin prestar atención, sorda a sus palabras, insistió:

—Tengo miedo. Alguien está aquí. —Estaba inclinada sobre la puerta, escuchando.

Charlie oyó el río rebotando, chocando y deshaciéndose contra las rocas, y los usuales crujidos y rumores de la vieja casa. Se puso la bata verde nueva, que le había regalado su mujer, sujetó su cinturón apretadamente alrededor de su cintura y encendió una vela. Bedelia estaba agachada al lado de la cama, mirándolo.

Así que él inició la salida, ella le gritó:

—¡Espera! ¡No te vayas!

—No seas loca. Estoy seguro de que no hay nadie allí. Bajaré para asegurarme y quitarte la preocupación. Vuélvete a la cama y abrígate con muchas mantas. Te calentaré un poco de agua para la bolsa de goma.

—Te quiero tanto, Charlie, que me moriría si algo te sucediera.

La acompañó hasta el dormitorio delantero y luego le arregló las ropas de la cama. Ella lo miraba ansiosamente mientras salía con la palmatoria en la mano.

¿Por qué, si no existía posibilidad de que entrara en la casa ningún intruso, si estaban tan aislados que nadie podía alcanzarlos, por qué latía tan fuerte su corazón, como si él también hubiera oído al enemigo de Bedelía, y temiera encontrárselo en la oscuridad? Pisaba con precaución, de puntillas, sosteniendo la palmatoria con la mano izquierda, de modo que le quedara libre y lista la derecha. En las sombras danzantes proyectadas por la vela veía movimientos sospechosos, y cada rincón le parecía ocupado por una multitud que lo esperaba. Mientras abría puertas y entraba en los oscuros cuartos, su cuerpo se estremecía.

Exploró toda la casa, mirando en los armarios y detrás de los sofás y pupitres. Nadie había allí. Su aislamiento era tan completo como lo había sido siempre; la noche, quieta; la nieve, sin fisuras… Afuera nada se movía, excepto el río, arrastrándose como una serpiente negra entre las rocas cubiertas de nieve. Mientras, desconfiado, trasteaba por la cocina para calentar un cacharro de agua, se dio cuenta de que le tenían en aquella tensión ruidos que no le eran familiares. Bedelia dijo:

—Lamento haberte molestado. ¿Me lo perdonas, querido?

Él llenó la bolsa de goma; la envolvió en una toalla y la colocó debajo de los fríos pies de Bedelia.

—¿Por qué estás tan nerviosa? Tal vez sería mejor que hablaras con el doctor sobre esas pesadillas. Eso no puede ser normal.

Ella le besó y dijo que estaba demasiado fatigada para hablar entonces de esas cosas. ¿Querría perdonarla y dejarla dormir?

Por la mañana estaba mucho mejor. Su nerviosismo había desaparecido con la fiebre, y se encontraba de mejor humor.

—Me perdonas por haberte molestado anoche, ¿verdad? —imploró Bedelia.

Charlie estaba de pie al lado de la ventana, de espaldas a la cama. La helada había endurecido la nieve, que brillaba como una capa de azúcar sobre un pastel de boda. Ningún vehículo había profanado aquella blanca superficie.

—No puedo comprender cómo se te ocurrió pensar que anoche alguien andaba en la casa. Tú sabes que estamos completamente aislados.

Ella no contestó inmediatamente. Tres segundos más tarde, Charlie sintió sus cálidos y húmedos labios en la mejilla. Ella le decía, con su sonrisa y con sus besos, que deseaba olvidar sus horribles pesadillas. Su blando peso gravitaba sobre él y rogó:

—Por favor, no estés incomodado. Me moriré si te pones contra mí.

—¿Por qué dices siempre eso, Bedelia? Nadie está contra ti.

—La gente habla a mis espaldas. Tú no lo sabes. Quieren indisponerte conmigo.

—Eso es absurdo. ¿Quiénes son? Además, nadie podría hacerme ir contra ti. Eres mi mujer y yo te amo entrañablemente. Pero no puedo evitar sentirme herido y disgustado cuando me mientes.

Ella cambió la conversación.

—Mira el río, qué negro parece en contraste con la nieve. ¿Se hiela alguna vez?

—Aquí, no. Se mueve siempre. Pero hacia abajo, cerca del molino, ahora debe estar hecho un bloque. Cuando estés curada del resfriado te enseñaré a patinar.

—¿Cuánto tardará en fundirse la nieve?

—Tardará semanas, a menos que venga un deshielo prematuro.

—¿Pasaremos mucho tiempo bloqueados por la nieve?

—No. De ninguna manera. Estarán ya limpiando la carretera. Debe haber mucha nieve en la ciudad.

—Tal vez no la limpien nunca.

—Si no lo hacen, dejaré de pagar mis impuestos. Esta carretera se limpia siempre: es una vía importante.

—¿Y los caminos secundarios?, ¿los limpiarán también?

—No, hasta que la naturaleza lo haga.

—Entonces Ben quedará sitiado por mucho tiempo.

Charlie hizo un movimiento afirmativo. Bedelia no disimulo su satisfacción. Quiso levantarse, pero Charlie insistió en que guardara cama otro día más. Trabajaba tan satisfactoriamente toda la mañana como una sirvienta de a veinticinco centavos la hora. Bedelia le pidió varias veces que descansara pero a él le divertía el trabajo. El esfuerzo físico le impedía pensar, y al mediodía se sentía tan vigoroso y atontado como un atleta.

—De ahora en adelante —dijo, mientras llevaba al dormitorio la bandeja con el almuerzo de Bedelia— no tendré compasión cuando oiga a las mujeres que se quejan dél trabajo de la casa. Es mucho más agradable que hacer trabajar el cerebro.

Bedelia se rió. Estaba muy bonita, sentada, con su espalda apoyada en las almohadas y su mañanita de lana rosa.

Comió todo su almuerzo y agradeció efusivamente a Charlie sus bondades para con ella. Él había subido leña y le encendió un fuego en el dormitorio.

—¡Eres muy bueno, queridísimo! Eres demasiado excelente para cualquier mujer. No pensé que un hombre pudiera ser tan bueno.

—Parece como si no tuvieras mucha fe en nosotros.

—¡Los hombres son malos!

—Querida niña, eso parece demasiado amargo.

—Tú no sabes, Charlie. No hay en el mundo muchos hombres como tú. Los otros son terribles. Cuando te hicieron a ti, se destruyó el molde.

—Tú has sido infortunada. Te has encontrado con unos pocos hombres malos y juzgas a todo el sexo por ellos. ¡Hay muchos hombres buenos y correctos!

—¡No! ¡No! Tú no sabes de eso. Son malos. ¡Bestias!

Charlie estaba impresionado por su aspereza. Recordó ciertas historias que su mujer le había contado y sintió compasión por ella, que habiendo sufrido tanto cuando era muy joven, había llegado a perder, desde entonces, la fe en la naturaleza humana. Esto explicaba sus prejuicios y la falta de equilibrio en sus emociones.

Por ser guapa y radiante, al principio él la miró como una mujer pletórica de vida, pero ahora la veía como una inválida, cuya salud podía restablecerse únicamente por su constante devoción y ternura. Ella tendría que aprender a confiar ciegamente en su marido, decirle la verdad y librarse a sí misma de todos sus odios y amarguras.

Sintiéndose más un padre que un marido, se inclinó sobre la cama y besó a Bedelia en la frente. Ella rodeó su cuello con sus brazos, le atrajo a sí convulsivamente y apretó sus labios contra su boca, su barbilla, su mejilla.

Charlie permaneció con ella hasta que se quedó dormida, con su mano caliente oprimiendo la suya. Le abrió suavemente los dedos, le subió el embozo y salió.

El rouge de sus labios había dejado impresa una huella que parecía una cicatriz en su mejilla.

Lavó los platos del almuerzo y los puso otra vez en el estante. Después se fue a su «caverna» y llenó la pipa. Mientras empujaba el sillón Morris hacia la ventana, decidió que dejaría de preocuparse por Bedelia. Con el tiempo, si tenía bastante paciencia y simpatía, ella acabaría por confiar en él. Y era mejor enterarse de sus pecados… o de sus locuras… por su confesión voluntaria, que arrancarle forzosamente los hechos. Estaba seguro que si buscaba el mal encontraría las cosas mucho más negras que si se ablandaba y llegaba a saber la verdad suavemente. El posapié del sillón Morris se deslizó hacia fuera; Charlie se acomodó confortablemente y comenzó a fumar su pipa con gran fruición.

Una sombra se deslizó ante la ventana. Charlie se levantó de un salto. La sombra se movió más allá de la ventana, dobló la esquina de la casa y se detuvo en la puerta principal. Era Ben Chaney que había bajado de la colina con su calzado para nieve. Sonó el timbre de la puerta.

—¿Cómo está usted? —preguntó Ben. Se inclinó sobre su cintura, apoyándose en la pared para desabrocharse los esquíes. Llevaba un sobretodo corriente con solapas de terciopelo, sombrero derby, bufanda de lana encarnada y orejeras.

—¿Cómo está usted? —contestó Charlie.

—Me las he arreglado para sobrevivir. Es difícil creer que nos hallamos solamente a cien kilómetros de Herald Square, ¿no es verdad? Me siento convertido en un esquimal. —Miró a Charlie, examinando su cara, completamente inexpresiva—. Créame —continuó Ben—, si yo fuera un esquimal, la última persona que desearía tener en mi choza sería a Hannah. Me ha contado la historia de cada uno de los menos interesantes vecinos de la comunidad. ¿No va usted a invitarme a entrar?

—Pase usted.

Los ojos de Ben escudriñaron el vestíbulo y la escalera, y antes de seguir a Charlie a su «caverna» echó una fugaz mirada hacia el salón.

—He intentado telefonearle, pero mi línea está cortada.

—También lo está la nuestra.

—¡Condenado inconveniente! No he podido tener noticias del amigo que está en camino para visitarme: el de Saint Paul, como usted sabe. Supongo que los ferrocarriles estarán bloqueados.

—Probablemente.

—El de Nueva York, seguro. Pero no sé si habrá podido llegar hasta allá. Sin duda habrá quedado detenido en alguna parte, Ithaca o Rochester. —Ben estaba junto al radiador, frotándose las manos.

—¿Tiene usted frío? —dijo Charlie—. ¿Quiere algo de beber?

—No es mala idea. Un trago de coñac daría en el blanco. —Siguió a Charlie al comedor, siempre frotándose las manos y preguntó—: ¿Qué piensa de mí con este calzado para la nieve?[6]

—No creía que sabía usarlo.

—Tampoco yo. Ya había abandonado toda esperanza de ser rescatado, y me resignaba a la muerte lenta por aburrimiento, cuando los hijos de Asa Keeley llegaron con calzado para nieve y me trajeron éste.

—Ha aprendido pronto.

—Al principio di unos cuantos traspiés, pero los muchachos me hicieron algunas indicaciones, y aquí estoy sin ningún hueso roto —se reía francamente. Su liberación de la casa y de la compañía de Hannah le había puesto de buen humor.

—A su salud, Horst. ¿No va a beber usted?

—No me apetece —murmuró Charlie, que no estaba de humor para chocar su vaso con el de Ben Chaney.

—¡A su salud! —repitió Ben. y de un trago bebió su coñac—. ¿Cómo se siente?

—Muy bien —dijo Charlie a regañadientes.

—¿Y Bedelia?

—Ella no está bien.

—Lo siento. ¿Qué le pasa?

—Un fuerte resfriado con fiebre. Creo que es gripe.

—Malo, malo… ¿Ha venido el doctor?

—¿Cómo podría llegar hasta aquí?

Ben se rió.

—Todavía soy el hombre de la ciudad. Bueno, esto ha sido un experimento. Es un placer verlo. Charlie.

Mientras hablaba de modo inconsciente. Ben no dejaba de mirar a su alrededor. Ningún rincón de la habitación había escapado a su examen. En algún tiempo, Charlie había creído que este hábito de observación era signo de su sensibilidad artística ante las formas y superficies; pero ahora decidió que denotaba indebido interés en Bedelia y cuanto la rodeaba. A despecho de su creciente aversión, Charlie reconoció en la vitalidad de Ben, en su intenso color moreno, en las distinguidas facciones de su cara de nariz delgada y altos pómulos, cualidades atractivas para una mujer.

Charlie sentía crecer su irritación. Miró a Ben, que apropiado del sillón Morris y acomodado a su placer en él, jugaba con el abrecartas del abuelo de Charlie, y lo abordó:

—¿Qué le ha hecho usted a mi mujer? ¿Qué es lo que la ha hecho tan desdichada?

La pregunta alarmó a Ben. La forma de su cara pareció cambiar. Sorprendió la mirada de soslayo de Charlie e inmediatamente varió de expresión y, con ojos cuya vidriosidad disimulaba sus sentimientos repuso:

—Yo no le he hecho nada a su mujer.

—No me mienta. Tengo que averiguar qué hay en todo esto. Usted ha hecho algo, o dicho algo, que la ha puesto al borde de la postración nerviosa. ¿De qué se trata? Si usted la ha ofendido… —y la voz de Charlie se apagó. A despecho de su deseo de mantenerse sereno demostraba una pasión tremenda. Su cara habíase vuelto color remolacha, una vena sobresalía en su frente y sus puños se abrían y cerraban de continuo.

Ben se recostó en el sillón, tratando de aparecer sosegado, pero vigilaba atentamente a Charlie mientras al propio tiempo se mantenía en guardia.

—¿Le ha dicho Bedelia que yo la he ofendido?

—Creo más en la palabra de mi mujer que cuanto usted pueda decir para convencerme. Sé que Bedelia es sincera conmigo, por lo tanto es inútil que se ande usted por las ramas. ¿Qué sucedió entre usted y ella el otro día?

Ben no contestó en seguida. Charlie sintió escarnio en su silencio y pensó que Ben estaba tomándose tiempo para fabricar alguna mentira con que suavizar al marido engañado. Cuanto más esperaba Charlie, más fuerte era su determinación de obtener una respuesta concreta.

—¿Qué le ha dicho su mujer de mí?

La insolencia de la pregunta pasmó a Charlie. ¿Qué derecho tenía Ben Chaney para pedirle explicaciones a él, el injuriado, el marido agraviado? Pero esta posición no era segura para él: y su derecho, inestable, toda vez que no había podido conocer la verdad de boca de Bedelia. Su ignorancia lo tenía indefenso y le llenó de ira.

—¡Maldita sea! Usted no tiene derecho a hacerme preguntas. Dígame la verdad o yo se la sacaré a la fuerza.

Ben enarcó las cejas.

—No puedo defenderme hasta que no haya oído la acusación. Dígame de qué se trata y yo le contestaré sinceramente.

Charlie hubiera preferido luchar antes que discutir, pero no había nada que justificara la lucha: pues Bedelia nunca había confesado infidelidad ni Charlie había descubierto nada comprometedor en sus relaciones con Ben. Por el contrario, ella le había expresado que le tenía miedo.

—¿Por qué mi mujer tiene miedo de usted? Dígamelo sinceramente —le inquirió Charlie.

—¿Tiene miedo de mí? No sabía eso. La última vez que la vi estuvo muy cordial. —La voz de Chaney era serena, pero sus ojos brillaban mucho. No estaba tan tranquilo como quería aparentar.

—¿Qué sucedió el otro día, que la hizo intentar fugarse en lo más fuerte de la tempestad?

Ben dio un salto.

—¡Intentó huir! ¿Cuándo?

Las posiciones se habían invertido. Ben había pasado a ser el curioso, el impaciente, Y Charlie tenía las armas de lo que sabía y el poder de martirizarlo.

—Vamos, dígame —Ben no intentaba disimular su ansiedad—. Huyó en lo más fuerte de la tempestad, según dice usted. ¿Después que el doctor Meyers y yo estuvimos aquí la otra tarde?

—Dice que usted está contra ella. ¿Qué significa eso?

Ben volvió al sillón Morris. Por un momento pareció absorto en sus pensamientos. Había tomado otra vez el abrecartas y apuntaba con él contra el dorso de su mano. Al fin, evitando mirar a Charlie, dijo:

—¡Al infierno con ello! Tendré que decírselo a usted.

—Entonces, ¿usted tiene algo que confesar?

—Siéntese.

Charlie no quería sentarse, pero no disponía de tiempo para malgastarlo discutiendo. Se sentó en el mismo borde del asiento y tamborileó sus dedos en el armazón de madera.

Ben dejó de punzarse la mano y usó el brazo de la silla como blanco.

—Es una historia larga. ¿Empezaré por hablarle a usted de Barrett?

—¿Quién diablos es Barrett?

—Keene Barrett es el hombre de Saint Paul. Acuérdese que yo mencioné su nombre el otro día. —Ben estudiaba la cara de Charlie para ver si sus palabras causaban algún efecto.

—¿Lo mencionó usted? Probablemente yo no estaría escuchando. ¿Qué tiene él que ver con usted o con mi mujer?

—Keene Barrett debía haber llegado la noche que usted vino a mi casa a comer, pero hubo tormenta en el Oeste medio y su tren se retrasó. Llegará aquí tan pronto como los caminos estén abiertos.

Siguió un silencio. No era el confortable silencio de una pausa en una buena charla entre amigos, sino el triste silencio del recelo.

—¿Qué tiene que ver ese Barrett conmigo? —preguntó Charlie, atropelladamente.

Ben había decidido contar la historia de acuerdo con un plan, y no iba a dejar que Charlie, con su impaciencia, le llevara por otro camino. Recostándose en su sillón y dejando caer el abrecartas, empezó:

—Keene Barrett tenía un hermano, Will. Ellos poseían… Keene Barrett posee todavía, un par de farmacias, una en Minneapolis y la otra en Saint Paul. Los asuntos iban bien, porque ambos eran competentes hombres de negocios, y también buenos farmacéuticos. Pusieron fuentes de soda, arreglaron los escaparates y lograron buenas ganancias en las ciudades gemelas. Keene era el comerciante, Will el farmacéutico. Hasta el día en que murió, disfrutó despachando recetas.

—Oiga, Chaney, todo eso no me in teresa —gruñó Charlie—. Yo le he hecho una pregunta y…

—Encontrará usted la respuesta bastante pronto —interrumpió Chaney, y continuó con su historia—. Keene tenía una mujer bonita y gorda y tres hijos. Apremiaba a su hermano para que se casara. La señora Keene era aficionada a organizar pequeñas reuniones, invitando a preciosas muchachas, y hacía que su cuñado Will las acompañara a sus casas. Al fin creyó que le había encontrado un magnífico partido en una muchacha, cuyo padre era miembro de la Bolsa de Minneapolis.

Charlie dio un profundo suspiro, confiando en distraer a Ben y hacerle abandonar el relato. Ben le reclamó silencio con un movimiento de sus manos, y prosiguió:

—Hace ahora dos años, Will tuvo una pulmonía, y fue a reponerse a Hot Springs. Un día, su hermano recibió un telegrama en el que Will decía que había conocido a una muchacha que le gustaba lo bastante como para casarse con ella. Una semana después recibió otro anunciando que Will regresaba a casa con su mujer. La señora Keene quedó decepcionada, pero éste dijo que la vida privada de su hermano era asunto sólo de él y recomendó a su mujer que olvidara la Bolsa y diera la bienvenida a su nueva cuñada. Toda la familia fue a la estación a recibirla —Ben había empezado otra vez a juguetear con el abrecartas—. Estoy haciendo un relato infernalmente largo. Pero usted debe conocer todos los detalles.

—En nombre de Dios, ¿por qué?

—Pronto lo verá. La recién casada resultó ser un encanto. Al cabo de una semana la señora de Keene estaba satisfecha de haber perdido las acciones de la hija del bolsista. Todo el mundo amaba a Maurine… éste era su nombre… Maurine Cunningham. En el club de whist[7] tuvo un éxito clamoroso, y todas las señoras organizaron almuerzos en su honor. Will Barrett no había sido nunca tan feliz en su vida y contaba a su hermano, todos los días, cuán adorable era su mujer. Era cariñosa, alegre, cuidadosa, y además, buena cocinera. Alquilaron un piso amueblado, pero Maurine no estaba satisfecha con sus utensilios de cocina y siempre compraba nuevos cacharros y platos. A veces, Will tenía que trabajar por la noche, en la tienda de Minneapolis, y Maurine acostumbraba hacerle compañía sentada en un sillón de la sala de recetas. Al regresar a su casa, se detenían en algún jardín o en alguna cantina subterránea a tomar un vaso de cerveza. Will era aficionado a la cerveza.

—No veo por qué me cuenta usted todo esto —interrumpió Charlie. Estaba aporreando con su puño el marco del canapé, en preparación de un golpe más a su gusto—. Permítame que le diga, Chaney, que si usted está intentando evitar mis preguntas…

—Cálmese usted —ordenó Ben—. Le he dicho que había un motivo para que yo le contara esta historia, y pronto lo comprenderá, demasiado pronto, tal vez, para su propia tranquilidad.

—Está bien, pero dese prisa. No me importan los detalles. La vida doméstica de la familia Barrett parece bastante gris. En fin, ¿qué sucedió?

—Se habían casado en el mes de marzo. A principios de junio hubo un congreso de farmacéuticos en Chicago. Los Barrett decidieron convertir el viaje en unas vacaciones, y se llevaron con ellos a sus respectivas mujeres. Tomaron el tren hasta Duluth y allí embarcaron en el vapor del lago. Mientras estaban sentados sobre cubierta un hombre se les acercó y dijo: «¿Cómo está usted, señora Jacobs?». Todos creyeron que estaba trastornado, pero él miraba derechamente a Maurine y continuó: «Sabía que la encontraría. Tengo buenas noticias». Ella pareció muy mortificada. «Lo siento, pero no sé quién es usted», dijo. El hombre preguntó entonces si no estaba hablando con la señora de Arturo Jacobs, de Detroit.

Will dijo entonces: «Debe estar usted equivocado. Esta señora es mi mujer».

«El hombre se excusó explicando que deseaba no haber ofendido a nadie: sucedía que había un notable parecido entre la señora de Barrett y la señora de Jacobs. Esto no era nada extraordinario y le ocurre a todo el mundo; pronto dejaron de pensar en ello. Ya bien entrada la noche, cuando los demás se habían acostado, Keene Barrett estaba paseando sobre cubierta, y aquel hombre, acercándosele, le explicó por qué estaba tan disgustado por no encontrar a la señora Jacobs. Él era un agente de seguros, y Arturo Jacobs un joyero, cliente suyo. Jacobs había fallecido y su viuda había cobrado cincuenta mil dólares. Había alguna deducción de honorarios, derechos y costas, pero más tarde resultó que se había cometido un error en la contabilidad y la compañía de seguros era deudora a la señora Jacobs de doscientos cincuenta dólares. Intentaron comunicarse con ella, pero se había ido sin dejar su nueva dirección. La compañía de seguros, sabiendo lo mucho que se las critica actualmente, quería pagar hasta el último centavo que adeudaba a la beneficiaria, y pidió al agente que había vendido la póliza a Jacobs que la buscara. Nadie supo dónde estaba, ni la familia Jacobs en Detroit, ni su abogado, ni ninguno de sus amigos.

»Mientras iba recordando a la señora Jacobs —dijo el agente— le parecía que era más clara de color que la señora de Barrett, pero como ésta llevaba sombrero, pudo haberse equivocado. Keene creyó que todo aquello era una farsa, pues el hombre insistió en darle su tarjeta comercial, y le pareció un hábil truco del agente de seguros para trabar conocimiento. Cuando regresaba a su camarote, Keene rompió la tarjeta y echó los pedazos por la borda.

Ben hila una pausa y se sirvió otra copa. Charlie movía nervioso los pies. Estaba enfermo de impaciencia.

Al volver del congreso —continuó Ben—, Will alquiló una casita de verano en las orillas del lago Minnetonka. Los Barrett eran hombres de aire libre, aficionados a los botes y a la pesca, así como a los deportes de invierno; patinar y esquiar. Maurine no era tan aficionada como ellos, pero Will se complacía en enseñarle natación y a timonear. A Maurine le gustaba el campo e insistió en ocuparse ella misma de las faenas de la casa: y cuando Will estaba en la ciudad, en su trabajo, ella amasaba pasteles, cosía, y leía novelas.

«Un sábado, los Keene Barrett salieron a comer con Will y Maurine. Will bebió unas cuantas botellas de cerveza y se puso algo alegre. Quería salir con todos a pasear en su canoa. La señora Keene se horrorizó y dijo a Will que de ningún modo ni por ningún motivo debía llevar a Maurine a pasear en canoa a altas horas de la noche, sobre todo teniendo en cuenta su estado».

Por primera vez Charlie demostró interés en el relato y preguntó:

—¿Está embarazada?

Ben asintió con un movimiento de cabeza y continuó:

—Will se enfadó con su cuñada porque lo había reprendido. Y dijo que la excursión había sido idea de Maurine. Frecuentemente paseaban de noche, en la canoa. Fuera como fuese transcurría la noche. Will quedó amodorrado por la cerveza y no se habló más de ir al lago. A las once, los Keene Barrett se marcharon y Maurine declaró que estaba tan cansada que antes de cinco minutos se quedaría dormida. La primera noticia que tuvo de ellos después Keene Barrett fue que su hermano había fallecido aquella mañana. Maurine había ido corriendo hasta la casa de su más próximo vecino, a medio kilómetro, y golpeó desesperadamente su puerta, pidiendo socorro. Su marido, dijo, había desaparecido. Su cama estaba vacía.

»Los vecinos, con sus hijos, regresaron con ella a su casa, y uno de los muchachos vio flotar la canoa tumbada sobre un costado. Encontraron el cuerpo de Will debajo del embarcadero. Parecía como si al querer embarcar hubiera perdido pie y se hubiera caído al agua, quedando aprisionado entre los pilares: eso sólo podía haberle ocurrido a un hombre como él, acostumbrado a embarcaciones, si estaba abotagado y borracho por haber tomado demasiada cerveza.

Ben entonces, aguardó a que Charlie dijera algo. Charlie se aclaró la garganta y preguntó:

—¿Qué le pasó a la mujer?

—Sufrió un colapso. Keene estaba consternado, pero él y su mujer creyeron que su primer deber era cuidar de su cuñada. Financieramente, Maurine quedaba bien, pues Will tenía una póliza de seguro de vida por treinta y cinco mil dólares. El importe asombró a Keene: era una gran carga la que Will había arrostrado; pues aunque las farmacias prosperaban, costaba mucho su sostenimiento y los ingresos de los hermanos provenían principalmente de los sueldos que retiraban. De todas maneras, Keene se sintió satisfecho de que Maurine y su hijo por nacer tuvieran con qué vivir y no gravitaran sobre él.

»A las seis semanas, poco más o menos, de la muerte de Will, Maurine decidió que un cambio de ambiente la distraería de los trágicos momentos pasados, y fue a Kansas City a visitar a una tía suya. Había desocupado el hotelito y estado viviendo en Saint Paul, en casa de sus cuñados. Al marchar dejó muchas cosas en el desván: peroles y platos de fantasía, ropa interior de invierno y su abrigo de pieles. Toda la familia la acompañó al tren. Ella los besó a todos ardorosamente y, con lágrimas en los ojos, les dio repetidas gracias por sus bondades. Y ésta fue la última vez que ellos vieron a Maurine.

—¡Cómo! ¿Quiere usted decir que nunca más la volvieron a ver?

—Nunca.

—¿Cómo sucedió eso?

—Recibieron un par de cartas, una escrita con el membrete del hotel Mühlbach y otra con el papel litografiado y en relieve que Charlie le había llevado de uno de los proveedores que vendían a la farmacia material de escritorio para regalos.

—Usted ha dicho «Charlie».

—Quería decir Will Barrett.

—La habitación está helándose —dijo Charlie, y abrió la llave del radiador—. He mantenido buen fuego en la caldera en atención al resfriado de mi mujer, pero esto se caldeó demasiado, y cerré la llave del radiador. —El vapor silbaba en las tuberías.

—Un día —prosiguió Ben— la señora Keene dijo que estaba preocupada por Maurine. La pobre muchacha había soportado el golpe valientemente, pero su sistema nervioso podía haberse resentido más seriamente de lo que ellos creyeron. La mujer de Keene llamó al médico de la familia y le preguntó en qué fecha debía nacer el bebé de Maurine. El doctor dijo que ignoraba que Maurine estuviera embarazada, aunque ello no era imposible. Ella había cuidado cuando su crisis nerviosa pero como no hubo complicaciones de otro género, no le había hecho ninguna revisión general.

»Keene empezó entonces a preocuparse. Telegrafió a Mühlbach. Su telegrama fue devuelto, informándosele que la señora Barrett no estaba en el hotel. Telegrafió nuevamente preguntando si había dejado las señas de su dirección, y le contestaron que nunca había estado en el hotel. Tenían, sin embargo, correspondencia para ella, pero resultó que eran cartas de Hazel y Keene Barrett:

»Pasó tiempo. Keene trataba de tranquilizar a su mujer diciéndole que Maurine era descuidada y perezosa y que cualquier día les sorprendería telegrafiándoles para que la esperaran en la estación a la llegada del tren. Necesitaría sus cosas de invierno, sobre todo el abrigo de pieles.

»Un día, mientras ordenaba los papeles de su pupitre, Keene encontró un sobre que contenía los talones de las reservas de sus camarotes en la travesía a Chicago. Se los enseñó a su mujer, que se echó a llorar acordándose de lo felices que todos habían sido y pensando si la pobre Maurine, muerta en algún accidente de tráfico o de ferrocarril, no habría sido enterrada en la fosa común por falta de identificación. A Keene los talones de los pasajes le suscitaron otro recuerdo: el agente de seguros y el relato del caso de la señora de Jacobs y las curiosas coincidencias con el de Maurine.

»Escribió a la compañía de seguros y preguntó si podían darle la dirección de la viuda a la que recientemente habían pagado treinta y cinco mil dólares. Pocos días después recibió la visita de dos personas: una, el vicepresidente y gerente general de la compañía de seguros, y la otra, un detective particular.

—Continúe —dijo Charlie.

—Keene no había mencionado el incidente Jacobs en su carta, pero la compañía lo había relacionado inmediatamente con la desaparición de Maurine, y le hablaron de un tercer caso en Memphis. Todas las historias tenían ciertos puntos de contacto con la del noviazgo, casamiento y repentina muerte de Will Barrett. McKelvey, el hombre de Memphis, había muerto envenenado después de cenar pescado. Su mujer había comido una chuleta recalentada, pues no le gustaba el pescado. Algunos amigos de McKelvey y otros conocidos recordaron que, cuando iban al hotel Peabody a comer las famosas ancas de rana o los snappers[8] colorados, ella pedía pollo o asado. No se le hizo autopsia. ¡Es mucha la gente que ha muerto de comer pescado en malas condiciones!

»Jacobs, el marido de Detroit, se quedó dormido en el baño y se ahogó.

—¡Caramba! —dijo Charlie.

—McKelvey, el primer marido de nuestra lista, era director de un periódico y había ido a Asbury Park para pasar sus vacaciones de verano; allí se encontró con una encantadora viuda llamada Anabela Godfrey. Jacobs encontró a Cloe Dinsmore en un tren en ruta para el Derby de Kentucky; le saco una ceniza del ojo y le explicó qué tenía que hacer con sus apuestas. Su familia quedó complacida con el casamiento, a pesar de que ellos eran judíos y la desposada no, porque era tan amable y seria, que pensaron le apartaría del vicio de jugar tan importantes cantidades.

»En todos los casos la mujer era guapa, sobresaliente en sus maneras y muy hábil para encantar a la familia del marido. Se trataba siempre de una viuda que se había encontrado con su marido en un balneario o, como en el de Jacobs, yendo a las carreras.

»La señora de McKelvey y la señora de Barrett dijeron hallarse embarazadas cuando sus maridos se aseguraron la vida por sumas considerables. No sabemos si también en el caso de la señora Jacobs, pues aún cuando ella cenaba con su suegra todos los viernes, no reveló ningún secreto. Pero los hombres como Jacobs son bien precavidos, y como se jugaba gran parte de sus ingresos, no era extraordinario que se asegurara la vida por cincuenta mil dólares.

Con serena voz, Charlie preguntó:

—¿Por qué me cuenta usted esta historia?

Ben levantó la vista. Sobre la boca de Charlie se veía la curva mancha impresa por los labios de Bedelia.

—Arturo Jacobs era joyero. Coleccionaba perlas negras.

—Es una historia interesante. ¿Otro trago?

Charlie inclinó la botella sobre el vaso vacío de Ben. Su mano y su voz eran seguras y su expresión tranquila, Ben era el que mostraba nerviosismo. Se abrasó la garganta con el licor, movió la cabeza e hizo una mueca.

—No me gusta contarle todo esto, Horst; pues usted es endiabladamente magnífico, y desde que vine a vivir aquí yo he… —se interrumpió y dejó caer un puño sobre el brazo de su silla. ¡Al demonio con todo! De todas maneras, más pronto o más tarde tendrá que saberlo.

Charlie miraba al suelo.

—Yo pinto —dijo ceñudamente Ben, pero solamente como pasatiempo, y ello me ha servido de ayuda en este caso. Ella dijo que su primer marido era artista. Permítame que le entregue mi tarjeta.

Extrajo su cartera y le dio una tarjeta a Charlie. En ella se leía: «Benjamín Wallace Chaney e hijos. Investigaciones particulares», y la dirección en Broad Street, Nueva York. En la parte inferior, en la esquina izquierda. «Mr. B. W. Chaney. Jr.».

Charlie arrojó la tarjeta al cesto de los papeles.

—En la actualidad estamos trabajando en un asunto de la federal Insurance Company, la South and Western, The Holtsehold y la New Colonial and Family Life. —La última nombrada era la compañía de seguros en la que Charlie había asegurado su vida por sesenta mil dólares.

—Desde el invierno último estas compañías se han combinado en el mismo esfuerzo para descubrir a la mujer o mujeres complicadas en estos casos. En su mayor parte ha sido un trabajo vulgar y rutinario… porque hemos examinado las vidas de las mujeres cuyos maridos habían suscrito pólizas o aumentado de importe de las que tenían desproporcionadamente con sus ingresos. La mayoría de ellas son nerviosas, consentidas, con miedo a quedarse solas. Uno puede hacer las averiguaciones y comprobaciones referentes a las vidas de esas mujeres en pocos días. Tienen familia, amigos, certificados de estudios. Pero cuando una mujer habla de un pasado cuya comprobación no puede hacerse, cuando no se puede localizar un solo amigo, ni una casa donde haya vivido, ni una tienda donde haya comprado…

Charlie se había dominado admirablemente durante la primera parte de las revelaciones, pero de pronto empezó a gritar:

—¡Fuera de aquí! ¡Salga de aquí!

Ben notó la roja mancha en el labio de Charlie, señal dejada por el afecto de Bedelia, y sonrió levemente. Esta sonrisa fue demasiado para Charlie, que se abalanzó y le golpeó. Ben estaba descuidado y quedó sin aliento. Charlie estaba de pie, dominando el sillón Morris, con el puño en alto pronto a golpear de nuevo. No era ésta manera correcta de luchar. Pero no se cuidaba ahora de las reglas de lucha. Su ira era violenta y sus instintos lo empujaban a castigar a su enemigo.

Se inclinó hacia adelante y su puño quiso alcanzar la barbilla de Ben. Pero éste ya estaba en guardia, y aunque sentado, pegó fuerte. Charlie se tambaleó hacia atrás. Ben se enderezó. Charlie se repuso y avanzó. Ben era más bajo, pero tenía escuela y experiencia de lucha, mientras que su oponente no había usado sus puños desde su juventud, y no tenía otra guía que su ira. Luchó rudamente, pero sin eficacia. Ben le echó un brazo alrededor de la cintura y, volteándolo, lo tiró al suelo. Quiso levantarse, pero Ben estaba vigilándolo. Cada uno de sus movimientos eran fáciles, economizando sus esfuerzos, rápidos y seguros. Charlie no quiso rendirse hasta que su furor quedó satisfecho. Luchó salvajemente. Rodaron a todo lo largo de la habitación. Finalmente, Ben lo clavó contra el suelo y le puso una rodilla encima, de modo que quedó completamente sin defensa. Ben se levantó, se estiró la chaqueta, arregló su corbata y se alisó el cabello, y hasta que Charlie se puso otra vez de pie, estuvo dándole la espalda para que no sintiera su humillación demasiado vivamente.

Charlie permanecía en el centro de la sala; sus manos y brazos pendían sin vigor de sus golpeados hombros. Había perdido la lucha y permitido que le sacudieran. Entonces vio que la pugna carecía de sentido, pues aunque él hubiera destrozado a Ben, no por ello hubiera cambiado ninguno de los hechos explicados por el detective.

Cuando Charlie habló nuevamente escogió con cuidado sus palabras y, articulándolas claramente, dijo:

—Creo saber por qué me ha contado esta historia y qué quiere usted que yo crea de ella. Pero está equivocado. Ha seguido una falsa pista. No quiero oír hablar más del asunto.

—No le culpo a usted —dijo Ben, suavemente—. Yo hubiera hecho lo mismo a cualquiera que hubiera formulado semejantes alusiones respecto a mi mujer. Pero la realidad sigue siendo…

—¡No quiero oír nada más de sus realidades!

—Puede ser que le parezcan más interesantes cuando usted haya ingerido una dosis de veneno en su arroz hervido.

—¡Váyase al diablo! —vociferó Charlie.

—Probablemente había algún narcótico en el último jarro de cerveza de Will Barrett. Ella pudo haberse apoderado de todos los narcóticos y venenos que necesitaba en tanto permanecía sentada en la sala de recetas con su marido. Cuando él se metía en el cuarto de aseo o salía a atender a algún parroquiano, ella pudo proveerse lo suficiente para sus futuros negocios.

—Son puras conjeturas. Nada prueban.

—Un individuo de Topeka (Kansas), Alfredo Hall, comerciante en carnes, murió a consecuencia de haberse espolvoreado con un insecticida sus tostadas, en vez de con azúcar en polvo. Había salido a una excursión de pesca y se hacía su comida. Su mujer había decidido ir con él; pero, como tenía palpitaciones en el corazón, el doctor le prohibió toda clase de ejercicios. Así, el pobre Alfredo tuvo que irse solo. La noche antes de salir, preparó su mochila, muy bien provista con platos de estaño y fiambreras para la comida. Su mujer se la había regalado para su cumpleaños. Algunos vecinos les habían visitado aquella noche, y Hall les enseñó la nueva mochila antes de irse a la cocina a prepararla. Pocos días después algunos Boy Scouts encontraron su cuerpo al lado de un fuego campestre apagado. Y había polvo insecticida en uno de sus espolvoreadores. Era corto de vista y debió equivocarse tomándolo por azúcar en polvo cuando empaquetó las cosas.

—Suceden accidentes —dijo Charlie.

—Los hay, y nadie acusó a la pobre viuda. No es caso nuestro; por lo tanto, no lo investigamos. Hall no se había preocupado de asegurarse debidamente y todo lo que ella recibió fueron unos cuarenta mil dólares en metálico. Únicamente le cuento el caso Hall para hacerle ver cuán cuidadoso ha de ser un hombre con sus tostadas.

Charlie quería parecer indiferente.

—Usted no es corto de vista, pero padece de indigestiones. No se ponga nervioso otra vez —se apresuró a decirle Ben—. Es solamente para que vea cómo muchos hombres han caído por sus puntos débiles; uno, por corto de vista: otro, por gustarle el pescado; otro, porque no podía beber cerveza sin ponerse un poco alegre. Y siempre el mismo plan, tan cuidadoso. Palpitaciones en el corazón, aviso a los médicos, oportunos regalos de cumpleaños, aversión al pescado, pasión por paseos a la luz de la luna.

—¿Así que las sospechas de Meyers procedían de usted?

—Yo necesitaba tener aquí a una persona de confianza, no sólo para que lo vigilara todo, sino también para evitar que se deslizara algo en sus alimentos o medicinas. Si usted hubiera muerto después de todos estos síntomas auténticos, habría sido lo más natural del mundo que el doctor hubiera escrito Indigestión aguda en el certificado de defunción, y así hubiera quedado.

—Pero era indigestión aguda. Usted sabe muy bien que había tenido dispepsia por algún tiempo.

—Eso pudo producirse artificialmente.

—¡No diga tonterías!

—Existen varias drogas capaces de producirla. Digital, por ejemplo. Y ella estuvo dándole a usted un sedante…

—Un simple bromuro que Loveman nos preparó —Charlie se había vuelto displicente—, y no quiero oírle más sus repugnantes sospechas. El doctor hizo un análisis, ¿no es cierto? ¿Y qué demostró? Usted sabe tan bien como yo que he tenido un ataque de indigestión aguda, y nada más.

—Yo estaba aquí cuando usted se lo dijo a su mujer —le recordó Ben—. Usted podrá acordarse que, acto seguido, yo mencioné el nombre de Keene Barrett por vez primera. Y lo hice intencionadamente, pues quería que ella supiera que no se encontraba tan segura como suponía.

—¡Maldito sea usted! —gritó Charlie, con las cuerdas vocales saliéndosele del cuello y la voz tensa—. ¿Qué derecho tiene usted para hablar de ella de este modo?

—Porque le convenía mucho que el análisis se hiciera y resultara negativa. Otro ataque hubiera parecido normal y, si resultaba fatal, ella habría podido acusar al pobre viejo Meyers por diagnóstico equivocado y tratamiento inadecuado.

—Usted no tiene pruebas de nada.

—¿Se dio usted cuenta de su conducta —preguntó Ben, astutamente—, de cómo se comportó en cuanto olió el humo de sus cigarros de Pasenas?

—¿Qué había de particular?

—Los olores son un poderoso estimulante de la memoria. McKelvey fumaba esa marca: los hacían especialmente en Cuba para los miembros de su club. Ella no habría reaccionado tan violentamente con el aroma del humo de un cigarro ordinario.

—Gracias por su meditado regalo de Pascuas —dijo Charlie.

—¿Sabe usted que nunca ha existido ningún Raúl Cochran en Nueva Orleáns? —Ben esperó la contestación de Charlie. Pero parecía que éste no había oído—. Ninguno de los artistas ha oído nunca su nombre, ni ninguno de los propietarios del Barrio Francés, ni de las tiendas en que se venden artículos para pintor.

—Ellos vivían apartadamente en un piso barato. Probablemente pagaban su alquiler en metálico. No conocían a casi nadie.

—Entonces, ¿qué me dice de esas reuniones que daban tan pronto podían disponer de un pollo y una botella de clarete? Y, ¿qué de los amigos que insistieron en que sus pinturas se vendieran en subasta, de modo que el marchante no pudiera explotar a la pobre viuda? Y, ¿dónde está el marchante?

Charlie no contestó.

—Yo conozco a los artistas —dijo Ben—. He vivido con ellos en colonias de verano y he pasado con pintores todo mi tiempo disponible. Todos, en una cosa, son iguales, todos hablan de sus pinturas a cualquiera que quiera escucharlos, y muchos piden crédito a quien les vende pinceles y telas. ¿Cómo es, pues, que nadie, allá abajo, recuerde a un pintor llamado Raúl Cochran y a su bella mujer? Por el amor de Dios, Charlie, quítese esa mancha roja de su cara; parece un payaso.

—¿Un mancha roja?

—Evidentemente ha sido usted besuqueado.

Avergonzado, Charlie sacó su pañuelo.

—En el lado izquierdo, un poquito encima de la boca. —Ben hablaba impertinentemente—. No hay cuadros con la firma de Cochran, no existe el marchante, ni los amigos, ni crédito en las tiendas, ni rastro alguno de Raúl o Bedelia. —Charlie miraba la mancha roja de su pañuelo—. Ni en el Municipio ni en ningún hospital hay constancia de la muerte de Cochran.

Charlie consiguió decir con mortecina voz:

—Yo he hablado con gente que la había conocido.

—¿En las Fuentes del Colorado? La habían conocido allí, ¿no? Lo mismo que usted.

—De todos modos, no creo que todo eso tenga relación con Bedelia.

—Puede que esté usted en lo cierto. Yo no tengo pruebas de que Anabela McKelvey, Cloe Jacobs y Maurine Barrett sean la misma mujer. Pero tienen un detalle en común. Eran tan poco fotogénicas todas ellas, a pesar de ser bellezas, que le tenían más miedo a las cámaras que a las pistolas… o al veneno. ¿Le ha hecho usted alguna vez una fotografía a su mujer?

Charlie no pudo contestar. Había perdido su costosa Kodak alemana en una excursión por las montañas con la señora Bedelia Cochran. Ella le había permitido sacarle algunas instantáneas; pero después, la Kodak, de modo completamente accidental, cayó por un escarpado.

—Cuando yo sugerí que posara para su retrato —dijo Ben— vaciló al principio y me dijo que era muy mala modelo. Cochran había intentado pintarla varias veces, pero tuvo que desistir, me dijo ella. Le rogué que me dejara probar, y al fin consintió. Entonces, conspiramos al respecto, pues ella había decidido ofrecérselo a usted para su cumpleaños, e insistió en que querría pagarme por ello. Yo sabía, desde luego, que el retrato nunca llegaría a terminarse.

La Kodak había sido un regalo de su madre, y Charlie siempre la había cuidado mucho. Podía recordar, casi con certeza, haberla colocado, junto con su chaqueta y su mochila, cerca de una roca, a buena distancia del borde del escarpado, antes de ir a recoger leña para el fuego. Después Bedelia le dijo que debía estar abstraído, pues ella había visto la cámara muy cerca del borde y pensó advertírselo, pero no le gustó hacerle un reproche.

—Esas esposas —continuó Ben—, tenían otro rasgo en común. Anabela, Cloe y Maurine fueron siempre de amables maneras, dóciles y pacíficas. McKelvey, Jacobs y Barrett eran maridos felices como pocos hay. Deduzco de ello que una mujer que considera su matrimonio como cosa pasajera puede esforzarse en ser agradable para su marido. No tiene que preocuparse si por darle un dedo él toma toda la mano. No es de extrañar que la señora de Keene Barrett pensara que su cuñada echaba a perder con sus mimos a su marido.

Charlie salió al vestíbulo y miró escaleras arriba: había oído algo en el piso alto. O tal vez había simplemente imaginado oír toser a Bedelia. Pero cuando subió velozmente las escaleras, se encontró con que la puerta del dormitorio estaba herméticamente cerrada, y se alegró, pues ¿qué podía pasar si Bedelia hubiera oído la historia de Ben? Charlie estaba avergonzado porque había escuchado todo lo que Ben quiso contarle, y se despreciaba a sí mismo por haber perdido la pelea.

Abrió la puerta suavemente y entró en el dormitorio, en puntillas. Al acostumbrarse sus ojos a la penumbra, vio claramente las facciones de su mujer: la bonita naricilla, su boca de muñeca, las trenzas rizadas y la redonda barbilla. Dormía apaciblemente, como un niño.

Nuevamente abajo, mirándolo a la cara, le dijo a Ben:

—Haga el favor de no hablar fuerte. No quiero que alguien oiga lo que nosotros decimos.

No quiso usar el nombre de su mujer, ni siquiera referirse a ella con un pronombre. Charlie estaba más sereno y más en condiciones para llevar hasta el final su discusión. La visita al dormitorio y el espectáculo del tranquilo y descuidado sueño de su mujer habían restablecido su fe en ella.

Estuvo tentado de abusar de Ben, agostando su orgullo con fieros insultos; pero esto, comprendió al momento, no daría más resultado que el que le habían dado sus puños.

—No puedo encontrar ni una sola razón que me induzca a creerle a usted —comenzó diciendo Charlie—. Usted entró en mi casa bajo falsos pretextos; usted ha sido insincero conmigo desde el mismo momento en que nos conocimos; usted aceptó nuestra hospitalidad y pretendía ser nuestro amigo en tanto que nos espiaba. ¿Por qué tendría yo que creerle?

—Qué terrible sorpresa, ¿verdad?, cuando me oyó ella mentar el nombre de Barrett.

—¿Sí? —preguntó Charlie, fríamente.

—¿Por qué rompió la figurilla? Se le resbaló de las manos en cuanto oyó decir que Barrett venía hacia aquí.

—Pudo ser un accidente —logró decir Charlie con una sonrisa de condescendencia.

—¿Dijo ella después algo referente al asunto?

—Nada. Usted es el único que ha mencionado el nombre de Barrett en esta casa.

Esto era literalmente verdad. Bedelia no había mencionado a Barrett como su enemigo; éste era el papel de Ben. Nos hará daño. No le preocupa nada más que hacernos daño y destrozar nuestra vida. Su voz sonaba como un eco en los oídos de Charlie y podía ver sus sombreados ojos y pobladas cejas, inclinada sobre el plato de comida intacto.

—Cuando Barrett llegue aquí, si es Maurine, la identificará —concluyó Ben. Pasó al vestíbulo y descolgó el sobretodo—. No ha sido ningún placer contarle todo esto; pero usted lo ha querido. Mi plan era esperar hasta que estuviéramos bien seguros. —Se puso los mitones y se envolvió el cuello con la bufanda.

Charlie no tenía nada más que decir, y Ben se marchó sin despedirse. Un impulso obligó a Charlie a ver cómo partía su visitante, y permaneció en la ventana del salón mientras Ben se ataba los esquíes. Parecióle que empleaba mucho tiempo en ello. Finalmente vio que se lanzaba hacia afuera, moviéndose pesadamente al principio; pero, encontrando luego su posición de equilibrio, ganó velocidad. Ben cruzó el puente y subió la colina de la margen opuesta del río. Todavía no eran las cuatro, pero ya oscurecía. No soplaba viento y el mundo parecía absolutamente en reposo, a no ser por la oscura sombra de Ben proyectada en la nieve. La forma iba disminuyendo y desapareció en la cumbre de la colina.

Charlie se retiró de la ventana. En la incierta luz del salón vio las formas de las cosas: las sillas, la mesa y el sofá y los espacios entre ellas, y se acordó de cuando él y Bedelia habían movido los muebles una y otra vez hasta quedar satisfechos con su distribución. La existencia de Bedelia en aquella casa había cambiado la antigua vivienda. Su sello estaba en todo, en el papel de las paredes, en la tapicería, en los espejos, en los candelabros, en los anaqueles y en las cornucopias. Su cestito de labor estaba sobre la silla baja, y sobre la mesa del comedor florecían los jacintos blancos que ella había cuidado en el cuenco de mayólica.

El silencio fue rasgado por un alarido. Charlie creyó que el vendaval había arreciado y anunciaba la llegada de otra tormenta. En el segundo chillido reconoció la voz de su mujer. ¿Había gritado Maurine Barrett cuando fueron a decirle que el cuerpo de su marido estaba enganchado entre los pilares del embarcadero?

Subió precipitadamente las escaleras. La voz de su mujer flotaba en la oscuridad, buscándolo a él.

—He tenido una horrible pesadilla, Charlie. He soñado que te habías muerto.