La tormenta cesó durante la noche. Charlie estaba acostado, solo, en la ancha cama, y deseaba que hubiera estado su mujer junto a él. Bedelia, por orden de la enfermera, se había trasladado al antiguo dormitorio de Charlie.
Apenas hubo llegado aquella tarde tuvo una conferencia con el doctor Meyers en el estudio; subió al piso; se cambió su pardusco vestido por el uniforme a rayas blancas y azules y tomó las riendas de la casa. Charlie y Bedelia la odiaron desde que la vieron; y, sin embargo, se dejaban dominar.
Usaba su fealdad de la misma manera que otras usan su belleza; como medio de imponer su autoridad. Si una Exposición Regional hubiera abierto un concurso para elegir la mujer menos atractiva, la señorita Gordon habría ganado el primer premio. Bajo su gris cabello muy estirado, sobresalía la frente como un paréntesis. Entre esa prominencia y el pico de su barbilla, su cara se curvaba hacia dentro como un plato sopero. Su nariz era ancha, pero tan chata que apenas conseguía disimular la concavidad. Su cuerpo rechoncho, sus manos rojas, y su trato desabrido.
Por orden suya, Charlie dormía solo. La noche era tranquila. Oíase únicamente el murmullo del río, ruido que le era tan familiar que pudo aislarlo del todo y prestar atención a cualquier rumor o crujido que hubiera en la casa. Por hábito y por profesión podía localizar todos los sonidos. Percibió un rumor metálico, como lamento de colchón de muelles, que partía del aposento en que dormía Bedelia.
El suelo crujió levemente bajo pasos cautelosos. Charlie se volvió, esperanzado, hacia la puerta. Los pasos se acercaron. Su corazón latió de prisa. La oscuridad era tan absoluta que cuando las bisagras chirriaron no pudo ver el hueco de la puerta. Pero percibió el perfume a flores.
Después otro ruido llegó a sus oídos y una áspera voz gruñó:
—¿Es usted, señora de Horst?
—Iba a tomar un poco de agua —oyó que decía Bedelia— y pensé que mi marido podía necesitar algo.
—Estoy yo aquí para cuidar de ello, señora.
—Sí, pero estaba preocupada aún por lo de la noche pasada.
—Está dormido; yo, en su lugar, no turbaría su sueño. Vuélvase a la cama, señora. Yo le llevaré un vaso de agua.
Las bisagras chirriaron, la puerta se cerró y cesaron las voces. El edredón y las mantas de lana no llegaban a calentar las frías carnes de Charlie.
¿Por qué había permitido él que la enfermera no dejara entrar a su mujer? ¿Es que él, a despecho de todas sus lógicas réplicas, se había contaminado de la advertencia del doctor?
—¡No! ¡No! —gruñó a la oscuridad que le rodeaba. Pasó mucho tiempo antes de que lograra dormirse.
Por la mañana, mientras la enfermera le pasaba una esponja de baño, le dijo:
—Es usted muy amable cuidando tan bien de mi mujer, señorita Gordon. La oí anoche.
—No debería andar a tientas por ahí, de noche y en su estado. Podría coger un resfriado o tropezar con alguna cosa en la oscuridad.
El calor del agua y el esfuerzo de asear a su paciente motivaron que su áspera piel enrojeciera. Indignado, Charlie decidió librarse de esa tarasca tan pronto se sintiera con fuerzas para discutir con el doctor.
Pero no deseaba parecer descortés y sacó tema de conversación.
—¿Usted no es de esta región, verdad?
La enfermera movió negativamente la cabeza.
—Lo adiviné en seguida, pues he residido aquí toda mi vida y conozca a casi toda la ciudad. —Esta explicación no produjo el menor efecto en la enfermera, y Charlie, valerosamente, prosiguió:
—¿De dónde es usted?
—De Nueva York —contestó ella con acento que lo acreditaba.
—¿Hace mucho que está aquí?
—Un par de meses.
—¿Cómo vino a este lugar?
—No es peor que cualquier otro.
Charlie oyó a Bedelia deambular en el otro cuarto y la llamó impacientemente. Ella acudió, corriendo, llevando su bata de chalí sobre los hombros, como un mantón. Sus ojos parecían cargados de sueño, y su redonda boca, enfurruñada como la de un chiquillo.
La señorita Gordon miraba, indiferente, cómo se besaban.
—Mejor sería que se pusiera bien la bata, señora. Va usted a coger una enfermedad mortal.
—Gracias —contestó Bedelia, humildemente, y obedeció.
La vigilancia de la señorita Gordon hizo que marido y mujer se sintieran secretos amantes. Caricias y confidencias tenían que ser furtivas o mientras la enfermera estaba ausente del cuarto, atendiendo a sus personalísimas necesidades (en lo cual había demostrado excepcional dominio) o cuando estaba abajo, en la cocina, preparando la comida de su paciente. No admitía ayuda de nadie de la casa. Mary había sido insultada tres veces en un día, y si Bedelia intentaba ejecutar el más ligero servicio para Charlie, era oficiosamente echada a un lado.
—En su estado, usted tiene que tener mucho cuidado, señora.
—Millones de mujeres embarazadas limpian los pisos y lavan la ropa de sus familias —protestó Bedelia—. Yo estoy perfectamente de salud y no hay motivo para que no pueda llenar el termo.
La señorita Gordon lo tomó en sus expertas manos, lo lavó cuidadosamente y ella misma lo llenó. No había medio de escapar a su celo. Bedelia estaba un poco estupefacta y muy intrigada por ello. La señorita Gordon había resuelto estar de servicio permanente las veinticuatro horas del día.
Para Charlie estaba claro que la enfermera seguía explícitas instrucciones del doctor Meyers. Ella era la única persona que le administraba sus medicinas o le alcanzaba un vaso de agua. Charlie no protestó, y aunque no creía que existiera la más remota razón para tales precauciones, tenía miedo de que cualquier objeción hiciera descubrir a Bedelia las sospechas del doctor.
Amándola tan rendidamente, Charlie no podía soportar la idea de herirla dejándole entender que ella era víctima de la histeria de un hombre loco.
Charlie no había podido olvidar la advertencia del doctor, pero dio con una explicación que le pareció satisfactoria: El doctor Meyers era incompetente. Porque no había sabido encontrar nombre científico a la enfermedad de Charlie, había pretextado aquello. El juicio del viejo doctor era débil, pero su imaginación frondosa. Cuando se levantara y pudiera valerse —decidió Charlie—, iría en busca de un médico joven y se haría reconocer.
En la tarde del segundo día de la enfermedad de Charlie, Ben Chaney llegó en su coche y sugirió que Bedelia saliera con él a dar un paseo. El tiempo, arrepentido de su mala conducta, era ahora suave y seco. Bedelia, desde luego, se negó a separarse del lado de su marido. El diálogo tuvo lugar en el vestíbulo del primer piso. La señorita Gordon, que se enteraba de todo lo que sucedía en la casa, y había oído desde arriba, miró por encima del pardo calcetín que estaba tejiendo y le dijo a Charlie que aconsejara a su mujer que aceptara la invitación, pues, en bien de su salud —insistió la enfermera—, la señora debía disfrutar, al menos, de una hora diaria de aire puro.
Y desde entonces, todas las tardes, Bedelia salió de paseo y en automóvil con Ben Chaney.
En la víspera de Año Nuevo, Charlie, obtuvo permiso para levantarse de la cama. Había mejorado mucho y estaba tan descansado que tenía mejor aspecto que antes del ataque. Se vistió con un pantalón oscuro y su batín de seda color púrpura, eligiendo una de las bonitas corbatas de seda que Bedelia le había regalado para Navidad.
La señorita Gordon no le consintió salir del dormitorio.
—No sin el permiso del doctor —le dijo.
—Pues llámelo por teléfono y obténgalo. Y pregunte a Meyers por qué demonios no ha venido a visitarme.
—No me gusta entrometerme, señor Horst.
—Dispénseme, señorita Gordon. Pero dígale al doctor que necesito verle hoy.
—Usted sabe, señor, que el doctor Meyers está recluido en su casa por hallarse resfriado. Y como yo le he dado cuenta dos veces al día de la salud de usted, y no ha habido ningún cambio desfavorable en ella, no hay motivo para que él se arriesgue a una pulmonía o a traer una infección a esta casa.
—Pero yo necesito verle.
—Se lo comunicaré —dijo ella.
El doctor Meyers contestó que Charlie haría bien quedándose en su habitación un día más, y prometió que, si se sentía bastante fuerte al siguiente, le dejaría ir a la planta baja.
—Pero ¿vendrá él?
—Intentará pasar por aquí mañana.
—¡Viejo farsante! —exclamo Charlie.
—¿Dijo usted algo, señor Horst?
—Cuando la señorita Walker y la señora Hoffman lleguen, hágalas subir.
—Se lo diré a Mary. Yo voy a echar una pequeña siesta. Charlie se quedó con la boca abierta, pues la señorita Gordon no solía tener contemplaciones para sí misma, y, en todo caso, podía haber dormido la siesta —reflexionaba Charlie— mientras estaba Bedelia en casa. Pero esto era convenir en que la enfermera podía pasar por alto todo, excepto las necesidades físicas de su paciente.
Poco después llegaron Abbie y Ellen. Abbie, con un tarro de gelatina de pata de ternera, y Ellen, con la Vida de Mark Twain, por Albert Bigelow Paine. El cuarto se lleno de risas y chismorreo, y Abbie, que se marchaba del pueblo al día siguiente, expuso a gritos sus opiniones sobre sus antiguos amigos. Luego regresó Bedelía, y con ella Ben Chaney. Aunque él había ido diariamente a la casa, ésta era la primera vez que se le permitía subir al cuarto del enfermo.
—Me alegro de verle —dijo Charlie—. Después de la compañía de tanta mujer es un placer ver una par de pantalones.
—Gracias querido —dijo, enfadada, Bedelia y añadió: ¿El doctor Meyers ha venido a visitarte?
—Él es todavía peor que una vieja.
Ben Chaney le había llevado a Charlie una botella de jerez. Bedelía sugirió que la descorchara y bajó a buscar algunas galletas dulces, y como a Charlie se le suponía un inválido, Ben hizo los honores. Descorchó la botella, escanció un poquito de vino en su propio vaso, y después llenó los de los demás. Bedelía llevó un vaso de vino y una galleta a Charlie.
—¡Señora Horst!
La señorita Gordon estaba de pie, en la puerta. Había entrado sin que nadie la oyera, pisando sin hacer ruido con sus zapatos de tacón bajo. Todos la miraron. Ellen, al verla, se quedó sin aliento.
—¿Qué le está dando al señor?
—Nada de particular, señorita Gordon. El doctor ha dicho que debería beber un vaso de vino diariamente. El señor Chaney le ha traído jerez. ¿Quiere usted tomar un poco?
—Nunca tomo alcohol.
La señorita Gordon estaba de pie, rígida, inspeccionando desdeñosamente a los visitantes de Charlie.
—Señorita Gordon, ¿usted no conoce a estos amigos? —preguntó Charlie, y presentó—: La señorita Gordon, señora Hoffman, señorita Walker, señor Chaney.
—¿Cómo está usted? —dijo Ben.
—Mucho gusto en conocerlo —dijo la señorita Gordon.
Ellen estaba estupefacta. Durante el resto de la visita estuvo sentada en el borde de la silla y dándose nerviosos estirones de la falda.
—¿Qué te pasaba esta tarde? —preguntó Abbie cuando de nuevo estuvieron en su casa, y tranquilas detrás de la puerta cerrada con llave del dormitorio de Ellen—. Parecías una idiota, ¿por qué estabas tan nerviosa?
—Desde el principio te dije que había algo tortuoso en él.
—¿Ben? Pero sí es persona de calidad. No puedo entender por qué le tienes tanta aversión, a menos de que sientas prejuicios contra los hombres casaderos.
—¡Escucha! —susurró Ellen—. He descubierto algo. La enfermera es la mujer que él recibió en la estación. Recordarás que te hablé de ello. ¡Su madrina!, ¡por mi vida! Y se han portado, cuando Charlie los presentó, como si nunca se hubieran visto.
—¿Estás segura?
—¿Podrías tú equivocarte respecto a esa fisonomía? Yo lo juraría ante un tribunal y me jugaría la piel. Pero ¿por qué necesitan ocultarlo?
Abbie se declaró vencida. Había un problema que su mentalidad no podía resolver. Ellen se desabrochó su hombruno abrigo y de un bolsillo interior extrajo un paquete amarillo de cigarrillos baratos y, tranquilamente, como si toda la vida lo hubiera hecho, encendió uno.
A la mañana siguiente Charlie tomó una determinación, que, a diferencia de muchas promesas de Año Nuevo, llevó a cabo inmediatamente. Nada podría empezar más desdichadamente el año —decidió— que un desayuno servido por la señorita Gordon. Y sin pedir permiso se levantó, tomó una ducha caliente, se vistió y bajó al comedor. La señorita Gordon, al salir de la cocina por la puerta giratoria, con la bandeja del desayuno en sus manos, lo encontró sentado a la mesa.
—¡Cómo, señor Horst!
—Esta mañana voy a desayunar con mi mujer.
—Pero…
—¿Quiere usted desayunar también con nosotros? Y, a propósito, ¡feliz Año Nuevo!
—Feliz Año Nuevo —contestó ella secamente.
Esta victoria fue un tónico para Charlie, y la complacencia de Bedelia reforzó su resolución. En cuanto el desayuno estuvo terminado, dijo:
—Señorita Gordon, deseo darle las gracias por sus servicios durante mi enfermedad.
—Solamente he hecho lo que debía, y por ello me pagan.
—Quiero que usted disfrute del día de hoy. Usted prescindió de las festividades de la Nochevieja por mí, pero no quiero que sacrifique también las de hoy.
—No tenía planeado nada especial.
Charlie ignoró la excusa y continuó:
—Creo que usted preferiría estar con sus amigos. Y como ya no necesito enfermera, permítame que le exprese mi gratitud abonándole los próximos dos días, y… tómese unas vacaciones.
Bedelia no se rió, pero sus hoyuelos bailaban en sus mejillas blancas y suaves como la leche.
—Llamaremos a McGuiness para que la lleve a la ciudad. La señorita Gordon dijo con firmeza:
—¿No son mis servicios satisfactorios, señor Horst?
—Muy satisfactorios, señorita Gordon. Pero yo estoy ya completamente bien y no necesito enfermera.
—Tendremos que consultar al doctor Meyers. Es el único de quien yo puedo recibir instrucciones.
—No quiero consultarle nada; se lo comunicaré, simplemente.
La taza ocultaba la parte inferior de la cara de Bedelia, pero por encima de la taza sus negros ojos alentaban la rebelión de Charlie. Sintiéndose con autoridad, corrió al teléfono.
Con gran sorpresa, el doctor Meyers convino en seguida en que Charlie no necesitaba ya a la enfermera. Mientras la señorita Gordon hacía la maleta, Charlie y Bedelia se abrazaron. Cuarenta minutos después salió en el coche de McGuiness: y los Horst, por fin, se hallaron solos. Mary tenía también libre ese día. Su pretendiente, Hen Blackman, había llegado de Redding en el cochecillo de su padre, y con Mary, que llevaba unos guantes de cabritilla de Bedelia y también uno de sus sombreros, partió encantado.
—Espero que Mary regresará a tiempo —dijo Charlie mientras miraba Cómo el cochecillo abandonaba el camino para entrar en la carretera principal.
—¿A tiempo de qué, querido?
—Parece que nevará de firme.
Bedelia movió vagamente la cabeza, y se fue a la vitrina a ordenar el caos creado por Mary al quitar el polvo de los estantes: pues apenas la sirvienta volvía la espalda. Bedelia se entregaba al ritual de acomodar su moviente bric-a-brac. Charlie la observaba con complacencia. Podía profetizar cada uno de sus movimientos. Bedelia tenía tal pasión por sus chucherías que sufría al ver las cajas de rapé, los muebles en miniatura, el marfil labrado, sus animales y estatuillas fuera de su lugar.
Ben Chaney y el doctor Meyers llegaron, de diferentes direcciones, casi al mismo tiempo. Hubo muchos apretones de manos y felicitaciones de Año Nuevo.
—He venido para tomar a mi pasajero— dijo Ben Chaney.
—Hoy no puedo ir con usted, Ben. La señorita Gordon se ha ido, y no quiero dejar solo a Charlie.
—¿La señorita Gordon se ha ido de verdad? —preguntó Ben.
El doctor lanzó una curiosa mirada a Ben, y después volvióse a Bedelia:
—Mejor sería que hoy tomara un poco de aire, señora. Se aproxima un gran temporal y ésta podría ser su última oportunidad por algunos días.
Hubo alguna discusión antes de que Bedelia pudiera ser persuadida de dejar a su marido, y el doctor tuvo casi que ordenarle que saliera a dar un paseo.
Tan pronto como Bedelia hubo salido con Ben, Charlie, cruzándose de brazos, miró de arriba abajo al doctor y dijo:
—Quiero saber el significado de lo que dijo usted el otro día.
—Olvídelo, Charlie.
¿Qué quiere usted decir con «olvídelo, Charlie»? ¿Es que intentaba hacerme gastar dinero?
—Nada de eso. He tenido noticias del laboratorio. Yo hubiera preferido las heces, pero ya las habían retirado cuando llegué aquí. Pero estoy seguro de que, si hubiera existido algún tóxico, se habría puesto de manifiesto en las muestras que yo envié al laboratorio.
—Todavía no he conseguido entenderlo ¿Qué andaba usted buscando? ¿Veneno?
La palabra quedó flotando en el aire. Pero, después de haberla pronunciado, Charlie se sintió aliviado.
—¿Quiere un cigarro, Charlie? —El doctor le ofreció un par de cilindros forrados con hoja de estaño, diciendo:
—Regalo de Navidad de un paciente. Con un familión como el mío no se tiene, con frecuencia ocasión de fumar Dos Coronas.
No habló nuevamente hasta que hubo cortado la punta, encendido el cigarro y aspirado la primera bocanada.
Admito que sus síntomas me intrigaron, Charlie. No podía encontrar causa para tan repentino ataque. Después de llegar a casa aquella mañana y hablar del caso con mi hijo mayor —nadie es capaz de hacer diagnósticos tan atrevidos como los estudiantes de medicina— decidí no correr riesgos.
—Pero yo he sufrido de dispepsia únicamente.
El doctor suspiró.
—No hay nadie como usted para alarmar a sus enfermos.
—Francamente, yo no lo entiendo.
El doctor no contestó inmediatamente. Después de una pausa repuso:
—A veces pienso que mi mujer chochea. Le gustan esas vistas animadas que tanto entusiasman a los niños, y con frecuencia me arrastra a la ciudad para verlas —se estremeció ligeramente y continuó—: No hay duda de que mi entendimiento se ha resentido de las espeluznantes escenas de esas diversiones.
Charlie se levantó.
—¿Por qué está mintiendo usted, doctor?
—No grite. Oigo perfectamente.
—Perdone. Pero insisto en que me diga la verdad.
—¿No está satisfecho con saber que no ha habido nada más que exceso de celo e imaginación de un viejo?
—Si no había nada más que imaginación, ¿por qué me habló de esas cosas? Me parece que usted debería haberme evitado la alarma.
—Entendí que era mi deber advertirle, por si mis presentimientos tenían algún fundamento. Si hubiera existido peligro, y yo no lo hubiera advertido, habría contraído una grave responsabilidad.
—Tal vez usted no se da cuenta de la gravedad de la acusación que ha hecho contra una persona inocente.
—No he formulado ninguna acusación.
—Usted insinuó que me habían dado —y Charlie se aclaró la voz—… veneno… —No pudo continuar.
—Su actitud me sorprende. Parece como si le hubiera traído muy malas noticias. Confieso que me siento aliviado al comprobar que fue nada más que una aguda indigestión, y le pido perdón por haberle ocasionado tanta alarma.
Charlie se hundió en la silla. Tenía los ojos velados de lágrimas. El doctor, secretamente, se alejo y se fue al mirador. Nevaba, pero tan perezosamente que los copos de nieve que caían a jirones parecían suspendidos en el aire. El paisaje le molestaba y se apartó del mirador. Vio que Charlie no se había serenado todavía, y se puso a mirar atentamente al extremo opuesto de la habitación, donde se hallaba la vitrina con su absurda colección de plata, marfil, porcelanas y juguetes de loza.
Realmente, no podía el doctor Meyers comprender cómo una mujer mayor atesoraba aquellas bagatelas. Un grupo le interesó por la misma fuerza de su inanidad. Una porcelana de Dresde figuraba un marqués con una casaca de color ciruela roja madura, manteniendo sus pálidas manos sobre los ojos de una señora, cuya falda de encajes formaba ondas sobre una silla decorada con dorados arabescos y guirnaldas pintadas. Mientras examinaba la figura, oyó frenar el auto de Ben frente a la puerta. Puso de nuevo la pieza en su sitio, como sorprendido in fraganti, porque sabía cómo se indignaba su mujer si se alteraba la simetría en sus anaqueles.
Charlie se sonó las narices y volvió ál bolsillo su pañuelo. Él también parecía cogido in fraganti.
Bedelia abrió la puerta con su llave. Ben se entretuvo en el vestíbulo para quitarse el sombrero y el abrigo, pero Bedelia corrió al salón de estar, con copos de nieve brillando en su sombrero de terciopelo y sobre el cuello de piel de foca de su abrigo. Sus ojos relucían y tenía sonrosadas las mejillas. Puso sus helados labios sobre los de Charlie.
—Está nevando mucho. Ben pensó que debíamos volver antes de que quedaran cortados los caminos. Ha sido un paseo encantador, Charlie, con la nieve empezando a caer y el cielo con el peculiar tono azul gris plomo ¡Cómo me gusta tu Connecticut!
—«Su Connecticut» —dijo el doctor, desdeñosamente.
En presencia de la bonita cara de Bedelia, y ante el recuerdo de sus ridículos temores, sintió Charlie fluir una bienhechora sensación de alivio y se vio obligado a sonarse de nuevo, estrepitosamente.
Bedelia notó el color de cera de su semblante, en contraste con las aletas de su nariz y los ojos, completamente enrojecidos.
—¡Oh!, querido mío, ¿qué te ha estado diciendo el doctor?
—Me temo que le he contagiado mi resfriado —observó el doctor Meyers. Y para dar fuerza a su argumento extrajo su pañuelo y se sonó sus narices secas—. Será mejor que me vaya antes de que se amontone la nieve.
—Insisto en saber qué le ha dicho usted a Charlie.
El doctor sonrió a Charlie por encima del hombro de Bedelia.
—Él le dará las buenas noticias.
—¿Buenas noticias? —dijo Ben, entrando en la habitación—. ¿Qué buenas noticias?
—Charlie se las comunicará —dijo el doctor con una significativa mirada a aquél. Después deseó a todos feliz Año Nuevo y salió.
—¿De qué se trata? —preguntó Bedelia.
—Ahora que todo ha pasado —dijo Charlie— puedo decir que él tenía ciertas aprensiones…
—¿Qué clase de aprensiones?
—Muy estúpidas y exageradas. Ahora ha recobrado el sentido común y ha descubierto que no había nada que confirmara sus sospechas.
—¿Qué sospechaba?
Charlie se encogió de hombros.
—No puedo dar el nombre técnico; simplemente me advirtió que me preparara para una crisis. Y ahora confiesa que sus temores eran infundados.
Ben estaba de pie, con las piernas separadas, las manos cruzadas en la espalda, y sus ávidos ojos fijos en la cara de Charlie. No había hecho un solo movimiento, pero su expresión se había vuelto más atenta y tenía la boca contraída.
—Soy muy feliz, querido.
—Nada hay que temer. Estoy completamente bien y listo para recomenzar mi vida ordinaria. Pasado mañana volveré a mi trabajo.
Y, al decir esto, el camino de su vida le pareció normalizado. Miró a su alrededor y vio la habitación tal y como quedó cuando él y Bedelia terminaron de decorar la casa. Ni siquiera quedaban las guirnaldas y cintas de Navidad para recordarle los disgustos acaecidos durante aquellas fiestas. El sofá-confidente había sido colocado otra vez en su sitio del mirador.
La nieve arreciaba y se levantaba viento. Un blanco manto disimulaba el color oscuro de la tierra. La luz del crepúsculo entró por las ventanas, cuyas cortinas estaban retiradas. Bedelia encendió las lámparas. Después notó cómo el doctor Meyers le había desordenado los estantes y se apresuró a restablecer el orden.
—He tenido un telegrama de mi amigo de Saint Paul —dijo Ben—. Las heladas han desaparecido en el Oeste medio y, por fin, va a venir. Ustedes conocerán a Keene Barrett dentro de pocos días.
La figurilla resbaló de las manos de Bedelia. Los enamorados de Dresde se hicieron pedazos contra el suelo. La cabeza de blanca peluca del marqués había rodado hasta un rincón y los encajes de porcelana de la falda de su amante empolvaban la alfombra. La cara de Bedelia quedó sin color. Sus manos permanecían todavía en círculo ante ella, como si sostuvieran aún el adorno.
—¡Biddy, mi vida! —Charlie la estrechó en sus brazos—. No te preocupes. La cosa no valía nada, y, entre nosotros, te confieso que siempre me pareció odiosa.
Ella bajó sus temblorosas manos. Sus sortijas destellaban a la luz de las lámparas. Sus ojos se habían turbado y toda expresión había desaparecido de su semblante; se veía claro que no había oído nada de lo que Charlie le había dicho. La llevó al canapé y sentóse con el brazo alrededor de su tembloroso talle. Poco después, él y Ben hablaban, incidentalmente, sobre motores, comparando las cualidades de sus respectivos coches, y discutían los perfeccionamientos que habían introducido los fabricantes.
Bedelia estaba sentada, quietamente, junto a su marido, tan abstraída en sus pensamientos que apenas percibía las voces de los dos hombres. Ben se levantó de pronto y dijo que tenía que marcharse. Charlie le invitó a quedarse a cenar. Pero Bedelia no repitió la invitación. Mucho después de haberse ido Ben, su voz resonaba como un eco en los oídos de Charlie, dominando los crujidos y alaridos de la tormenta. Ben había usado como despedida la frase más común del día: «¡Feliz Año Nuevo!», pero Charlie no podía apartar de su mente el triste tono con que la pronunció.
Mientras Bedelia preparaba una cena ligera, Charlie permanecía sentado en la cocina. Le gustaba verla trabajar. Ella se entregaba a su ocupación con celo y competencia. La cocina, más que ninguna otra dependencia de la casa, le pertenecía. Y estaba resplandeciente. El suelo, cubierto con linóleo blanco y negro; estantes y armarios, pintados de limpio gris, y los tiradores y picaportes, de porcelana blanca, eran importados de Holanda. Mary había almidonado las rizadas cortinas como enaguas domingueras.
Bedelia habíase puesto sobre su vestido azul un delantal tan tieso y limpio como las cortinas. Parecía, más que un ama de casa, un personaje de comedia en un escenario teatral: la doncella que coquetea con el mayordomo mientras sacude su plumero sobre los muebles. La cocina, con sus limpios estantes, almidonadas cortinas y cacharros de cobre, hacía pensar a Charlie en una composición de escenario. Y cuando Bedelia sacó su batidor con mango rojo y comenzó a batir la espuma en un recipiente amarillo, quedó tan encantado que tuvo que abrazarla.
Bedelia no se amparó en su trabajo para protestar de su cariñosa demostración, y colocando el cacharro sobre la mesa abandonóse en sus brazos. Entonces él advirtió que ella estaba temblando. Esto le sorprendió, pues ella había trabajado, hasta ese momento, tranquilamente.
—Mi vida, ¿qué te sucede?
Ella no contestó. Charlie inclinó el mentón de Bedelia hacia atrás y le miró la cara. Percibió en ella la huella de terror que la sobrecogió cuando dejó caer los amantes de Dresde. Sus labios estaban abiertos, pero no lloraba. Inmediatamente se le contagió su humor y sintió tensión en su interior, y estiramiento y relajamiento en sus nervios.
De pronto, Bedelia se desprendió de él y volvió a su trabajo. Mezcló las claras batidas con las yemas de los huevos y las especias, y lo vertió todo en uno de sus peroles de cobre. Tenía una infantil habilidad para olvidarse de todo, excepto de la tarea que tenía entre manos. Si Charlie no hubiese estado tan enamorado y no hubiera sido tan sentimental para juzgar la delicadeza de la mujer, la indiferencia de Bedelia podía haberle ofendido. Pero su madre le había acostumbrado a ser sensible ante el sufrimiento femenino. Ningún hombre —pensaba Charlie— podrá jamás comprender las torturas que sufre toda mujer, por fuerte que sea su constitución.
El estado de ánimo dé Bedelia persistía. Durante la cena, Charlie se sintió avergonzado de su propio buen apetito. Ante su plato intacto, Bedelia estaba impasiblemente sentada, con las manos quietas.
—Tú no comes —le dijo Charlie.
No dio señales de haberle oído. Fue como si él le hubiera hablado a la cafetera.
—¡Bedelia!
Ella se enderezó, buscó los ojos de Charlie y se excusó sin hablar, de su falta de atención. Después, haciendo un gran esfuerzo, dibujó en sus labios una sonrisa.
«¡Qué valiente es!» —pensó Charlie—… «¡Con qué coraje intenta dominar su sensibilidad! ¡Y todo por mí!». Y le dijo tiernamente:
—¿Qué te preocupa, Biddy? No será el feo cachivache que has roto hoy. Estoy satisfecho de no verlo más. Nunca me había cautivado; esas baratijas son de mal gusto y, además, ésa se la regaló a mi madre su vieja amiga Adelaida Hawkins, a la que yo no podía ver.
—Charlie, vámonos de aquí.
—¿Estás loca?
—Quiero irme de aquí, ahora. ¡En seguida!
—¡Pero, querida niña…!
—¡Quiero irme de aquí!
—¿Por qué?
—No me gusta este lugar.
—Dijiste esta tarde que lo adorabas.
El viento se había hecho más fuerte. Se arremolinaba a través de los campos y sobre las pequeñas colinas; azotaba la casa, batía el río y penetraba en ráfagas, silbando, por la chimenea. Ni las paredes, ni las puertas, ni las ventanas contra las tormentas, podían contrarrestar su furia.
—No te preocupes de la tormenta, querida. Siempre hace lo que ahora, y la casa parece estremecerse hasta los cimientos, pero está sólidamente construida; se ha sostenido por ciento nueve años y aguantará probablemente hasta que nuestros nietos sean mayores de edad. —Esto no afectó a Bedelia, y Charlie añadió—: Si le temes al río, te garantizo que no nos inundará. No es la época, y desde que construimos la terraza de piedra…
—¿Podríamos irnos mañana por la mañana?
—¿Pero qué es lo que se te ha metido en la cabeza?
—Quiero que nos vayamos —dijo ella, reclinándose sobre la mesa y volviendo los ojos hacia él, con pleno sentido de su ruego.
Toda su voluntad estaba concentrada en su necesidad de anular sus objeciones y lograr su deseo.
—Mi vida —dijo él, con la monótona voz con que un padre habla a un hijo rebelde— yo no puedo hacer las maletas y partir porque a ti se te haya ocurrido de repente la idea de marcharte. No llego a comprender en lo más mínimo ese capricho; ya te había dicho que el invierno aquí era muy duro y tú con testaste que te divertiría mucho la nueva experiencia. Podemos quedar sitiados varios días por la nieve, pero no padeceremos, por otra parte, ninguna molestia. La casa es abrigada y segura y no hay motivo para temer nada.
—¿Tú me amas?
—¡Vaya una pregunta! Esto nada tiene que ver con el amor. Yo tengo mis negocios, es importante para mí que la obra de Bridgeport se haga bien. Mi porvenir depende de ello.
—Podríamos ir a Europa.
—Me parece que no estás en tus cabales.
Ella movió la cabeza.
—Es la locura más grande que jamás he escuchado. ¡En pleno invierno!
—El Victoria Luisa saldrá el martes próximo. Podríamos permanecer en Nueva York hasta entonces.
Charlie estaba demasiado abstraído en sus propias razones para preocuparse de por qué y cómo tenía ella esos informes. Hablaba de su casa, de su trabajo, de su cuenta en el Banco. Había gastado mucho dinero ese año: había viajado, contraído matrimonio, comprado el auto y el ajuar de Bedelia y remozado la casa. Del legado de su madre quedaba poco. Sus ingresos dependían de su trabajo. Le había explicado esto a Bedelia antes de casarse, para que no creyera que iba a tener un marido rico: y ella se había reído explicándole lo pobre que ella había sido, y lo rico que él le parecía, y cuán poco le importaba todo ello.
—Por favor, Charlie.
—¿Pero te has vuelto loca? —Y aunque quería disimularlo, estaba muy enojado. Su voz lo traicionaba.
Bedelía lloraba. Sus lágrimas anegaban sus ojos. Y los sollozos levantaban su pecho. El enfado de Charlie se derrumbó. Corrió hacia ella, la abrazó y posó sus labios sobre sus húmedas mejillas. Ante esta seguridad física de su amor se rindió ella en seguida y se abandonó contenta en sus brazos. Pero no cesaron sus sollozos. Estaba torturada por su pena, inconsolable, como un chiquillo que no razona en su desesperación.
Charlie la acompañó a la escalera y la subió al dormitorio, sentándola en la silla color rosa, mientras le abría la cama. Ella permaneció en la silla mientras él iba de un lado a otro preparándole sus cosas de noche y frotándole la frente con agua de colonia.
En tanto que la atendía, Charlie se preguntó y obtuvo satisfactoria respuesta por las causas de su conducta. Otras mujeres se despertaban a medianoche y pedían encurtidos de eneldo; algunas querían fresas en enero. Charlie pensó que la semana que acababa de finalizar, la excitación de las fiestas, el trabajo preparatorio de Navidad, la conmoción de su ataque, la actitud del doctor y sus trágicos recuerdos eran los motivos que la habían debilitado. Aquel día, también había estado lleno de pequeñas contrariedades. Lo más atemorizante de todo, para una persona acostumbrada a climas benignos, debían ser los truenos de las tormentas de invierno y el salvaje rugir del viento y del río. Maldijo el temporal e imploró a Dios que terminase.
Bedelia estaba tendida en la cama y observaba cómo Charlie colgaba sus vestidos, colocaba los zapatos en el armario, enrollaba su corsé con el cordón y lo ponía en el cajón, en su sitio exacto. El cuarto olía a perfume, a colonia y al calor seco del radiador.
—No creas nunca una sola palabra de lo que Ben te diga —susurró Bedelia.
Charlie viró en redondo.
—¿Ben? ¿Qué tiene que ver en todo esto?
—Está contra nosotros.
Charlie se sentó en la orilla de la cama, tomó la fría mano de Bedelia, y aproximándose a su cara la regañó:
—No seas ridícula. Ben es una magnífica persona, y tú siempre has dicho que te era simpático.
—También está contra ti, Charlie.
—No entiendo qué quieres decir.
—Nos hará daño. No le preocupa nada más que hacernos daño y destrozar nuestra vida…
Charlie miró por la ventana, intentando medir la intensidad del temporal, dudando si sería posible que el doctor pudiera llegar a la casa aquella noche. Las cortinas no habían sido echadas, y la oscuridad de la noche convertía la ventana en un espejo, en el que Charlie vio reflejada la lámpara, la silla rosa y la imagen de sí mismo, sentado al borde de la cama, reteniendo la mano de su mujer. Era un cuadro tranquilizador. Sólidas paredes las guarecían de los terribles efectos de la ventisca.
—Por favor, Charlie, vámonos. No quiero seguir aquí —dijo ella patéticamente, pero pronunciando estas palabras de modo sencillo, como si estuviera proponiendo una tarde de excursión.
—¿Pero, de qué se trata? ¿Es que Ben te ha hecho algo? ¿Acaso te ha insultado? —la sangre hirvió en las venas de Charlie, sus puños se crisparon y sus sienes latieron. Se acordó, entonces, de la manera con que Ben Chaney observaba a Bedelía; hizo memoria de la noche en que en la Taberna de Jaffney ella llevaba la perla negra, y su blanca mano había reposado en la sudorosa de Ben, junto a una fuente de langostas con rodajas de limón.
—¡Vive Dios, voy a estrangularlo!
Ella había ocultado su cara en la almohada y las sacudidas y sollozos empezaron otra vez. El viento arrasaba con todo, arrastrando rocas y desbordando ríos. El cielo parecía próximo a caer, la tierra a estallar, las aguas a crecer y devorarlo todo.
Charlie se sentía impotente contra la histeria de su mujer, y esta sensación de impotencia agravaba su furia. Estaba salvajemente enfadado, los ojos se le salían de las órbitas, su cara se había teñido de púrpura roja y, cuando hablaba, su voz vibraba alterada por la ira.
—¡Dime! —imploró—. ¡Dime! —ordenó. Pero todo en vano. Ella se hundió más en las almohadas, ocultó la cara y se contrajo como si la mano de él la quemara.
La violencia de la tempestad cedió. El viento fue decreciendo, las aguas se adormecieron. La tierra recobró su solidez. Y al cabo Bedelia se quedó dormida, descansando la cabeza en su desnudo brazo. La emoción la había aniquilado.
Dormía como un niño, respirando fuerte. Charlie la tapó; encendió la lámpara de noche y se fue abajo.
Se prometió pensar con calma, juró que haría desaparecer toda sospecha de su mente y se devanó los sesos para hallar los motivos de la histeria de su mujer. Pero resultó tan vano como sus órdenes y ruegos a Bedelia. ¿Por qué le había suplicado que se marchara con ella? ¿Por qué temía a Ben Chaney? «Él nos hará daño». «¡Por qué, gran Dios!». «No le preocupa nada más que hacernos daño y destrozar nuestra vida». Si esto era verdad, si Ben era, como pretendía Bedelia, un enemigo de ellos, ¿por qué no había dado indicios hasta este momento? ¿Es que había intentado… o, ¡Dios no permitiera semejante traición, sino… ¿El amante de Bedelia? ¿Es que Ben presionaba a Bedelia para que huyera con él y abandonara a su marido? ¿Había amenazado Ben, cuando Bedelia rechazó sus propósitos, con revelar su infidelidad?
Charlie no podía creerlo. La idea de semejante traición era el fruto de una imaginación morbosa: fruto maldito, fertilizado por sospechas, miedo y ausencia de la propia estimación. En la casa de Charlie no había sitio para tales traiciones. La infidelidad nunca tuvo albergue en la vieja casa de los Philbrick; jamás pudo tener cabida allí. Los techos se agrietarían, los muros se derrumbarían y los suelos perderían su solidez.
Charlie estaba enfermo de angustia. Las emociones del día habían sido demasiado violentas para un hombre que acababa de levantarse de una enfermedad. Estaba demasiado débil para subir rápidamente las escaleras, y se agarró a la barandilla, izándose, como un inválido.
Como no quería molestar a Bedelia, se desnudó en el cuarto de baño y, al acostarse, se dejó caer con preocupación sobre el colchón. Ella no movió un solo músculo. En pocos minutos Charlie también dormía profundamente. La lámpara de noche de Bedelia alumbraba tenuemente el dormitorio.
Charlie se despertó en medio de una completa oscuridad. Al principio no le extrañó, porque había estado durmiendo solo, durante su enfermedad, con el cuarto a oscuras. Pero cuando se dio cuenta de que la tempestad azotaba nuevamente la casa, el río bramaba y el viento soplaba furiosamente, le sobrecogió el sentido de la oscuridad y creyó que se había quedado ciego. Buscó a tientas la lámpara de noche y dio la vuelta a la llave. La habitación siguió a oscuras.
En aquel momento de pesadilla no podía hablar ni moverse. Probó a llamar, pero no tenía voz. Alargó su mano temblorosa, pero no pudo hallar a su mujer en la cama. Sobre sus heladas y vacilantes piernas anduvo a través de aquella infinita oscuridad hacia la llave de la luz eléctrica, de la pared. La encontró; oyó el «clic» y esperó la luz. Pero la oscuridad continuaba. Estaba enfermo, desmayado, bilioso, recordando en sus menores detalles las sensaciones que había sufrido antes del ataque, y pensó que iba a caer otra vez sin conocimiento. Entretanto buscó a tientas la fosforera de loza sobre la repisa de la chimenea. Encendió un fósforo y una pequeña llama amarilla perforó la oscuridad, con gran alivio suyo. Su piel se cubrió de sudoroso contento. Con vacilantes manos encontró la vela y el fósforo prendió el pabilo. A los primeros rayos de fluctuante luz vio, sobre la chimenea, el viejo retrato de su madre, con marco dorado. En seguida recobró la inteligencia y la razón, comprendiendo que la tempestad había desconectado los cables de la electricidad; se tranquilizó a sí mismo, diciéndose que sus otras morbosas fantasías se explicarían con igual facilidad, y se reprochó el haber permitido que su mente se infectara con el virus del miedo. Creyó que encontraría a Bedelia durmiendo apaciblemente en la cama, en el sitio de siempre.
Pero no estaba allí. Ni tampoco se había ido a dormir sola en el cuarto que había utilizado durante la enfermedad de Charlie. No estaba en ningún lugar del segundo piso, y cuando, con la vela en la mano, fue abajo, llamándola por su nombre, no recibió respuesta.
Recorrió todas las habitaciones de la casa; pero cuanto quedaba de Bedelia eran algunos vestidos colgados en el perchero, los cacharros de cobre y varias cosas que había adquirido para la cocina, el aroma de sus perfumes y sus ungüentos, las telas que había elegido para almohadones y muebles y los jacintos que crecían en el tiesto azul.
—¡Bedelia! ¡Biddy! ¿Dónde estás?
Sólo el viento le respondió.