—¿Por qué vive aquí arriba en el bosque? ¿Es que quiere usted esconderse?
Así preguntó Abbie, con su típico desenfado. Ellen, desaprobándolo, se desplazó al extremo más apartado del frío asiento de cuero. Ben había ido con su coche al pueblo a recoger a las muchachas y las conducía a su casa. Aunque llevaban levantados los cuellos de sus abrigos, las manos recogidas en sus manguitos y las piernas envueltas en mantas, resultaba todavía una tortura correr a cincuenta kilómetros por hora a través del campo.
La curiosidad de Abbie era un eco de la ciudad. ¿Por qué un hombre que podía vivir confortablemente cerca de sus vecinos había escogido una solitaria casa en el bosque para los meses de invierno?
—Un capricho —dijo Ben—. He querido intentar la pintura del país en los rigores de la estación.
—¿Pero por qué tiene usted que vivir tan salvajemente? ¿No podría pintar lo mismo si viviera de un modo confortable?
—No estaría mejor en un piso de Nueva York —dijo Ben. Esto era cierto. Pues aunque la casa estaba lejos y solitaria, era moderna y tenía calefacción y agua caliente. La había alquilado al juez Bennett, cuya familia la habitaba solamente desde el primero de junio hasta el martes después del Día del Trabajo, en que regresaban a su casa de piedra, colindante con la de los Walker, en el centro de la ciudad.
—Está fuera de la carretera principal —continuó Ben—; pero con el auto eso no es un inconveniente. Asa Keeley y sus muchachos me cortan la leña y hacen los recados.
—Además —reconoció Ellen—, tiene a Charlie y Bedelia como sus más próximos vecinos.
—Y a Hannah —dijo Ben sonriendo—. Hannah me proporciona más noticias sobre el pueblo que el periódico de usted, señorita Walker.
—Lo creo —dijo Ellen—. Y espero que no tenga usted esqueletos en su retiro, porque Hannah y sus hermanas y primas trabajan en la mitad de las casas del pueblo y ningún secreto es seguro. Es prima de Mary, la de los Horst, ¿lo sabía usted?
—¿Puede usted suponer que no lo sepa? Estoy convencido de que apenas un botón salta de mi camisa, Hannah se lo telefonea a Mary, y ésta se lo dice a Bedelia, y cuando la veo de nuevo la sorprendo contándome los botones. —Ben hizo una pausa mientras reían las jóvenes—. Lo más reciente es el asunto de los cigarros —dijo confidencialmente—. Parece que Bedelia tiró los cigarros que regalé a Charlie para Navidad. Había oído en alguna parte que los cigarros son malos para la digestión, y no quiso que él los fumara. Hannah dijo que Charlie le había hecho prometer que no me diría nada de ello, para no herir mi susceptibilidad.
—A mí Bedelia me parece espléndida —dijo Ellen—. Cuida muy bien de Charlie.
La casa de los Horst estaba al lado de la carretera principal, exactamente en el empalme con el camino secundario que conducía a la finca de Bennett. Al desviarse de la carretera todos miraron hacia la casa de los Horst y vieron las luces encendidas en el dormitorio de la fachada.
—Llegarán un poco más tarde —explicó Ben a las muchachas—. Les he dicho que vinieran a las seis y media. Quiero enseñarles a ustedes mis cuadros antes de comer.
—¿No querrían verlos también ellos? —preguntó Abbie.
—Bedelia los habrá visto ya sin duda alguna —hizo notar Ellen, agriamente.
Si no hubiera tenido las piernas trabadas por las mantas, Abbie le habría dado un puntapié para castigar su atrevimiento.
—Los ha visto varias veces —declaró Ben, aparentando no haber entendido la insinuación de Ellen—. Es una crítica excelente.
Ben parecía deseoso de exhibir su obra. Apenas dio tiempo a las muchachas para quitarse sus abrigos y sombreros antes de precipitarse en el dormitorio del norte, que le servía de estudio. Excepto un caballete de pintor, un sillón y una mesa manchada de pintura, el cuarto estaba casi vacío. Ninguna tela pendía de los muros, pero unas cuantas estaban apiladas contra las paredes.
—No es que quiera poner un disculpa, pero siento que tengan que ver mi obra con luz artificial —dijo Ben mientras inclinaba la lámpara para que su luz cayera sobre el caballete. Les enseñó sus cuadros, uno por uno, con paciente atención, hasta que sus invitadas estuvieron satisfechas. Su trabajo era crudo, pero no le faltaba vigor. Su pintura revelaba ciertas características que sus amables maneras mantenían ocultas. Era complicada y cruel, y buscaba el fondo de las cosas sin preocuparse de lo superficial.
—¿Usted es fauve[5], verdad? —inquirió Abbie.
—No intencionalmente. Pero quizá sea mi modo de ser.
—Después de ver su obra creo que tengo miedo de usted.
Él se volvió a Ellen y le preguntó:
—¿Usted me cree peligroso?
Ella bajo la vista, evitando así la contemplación de la pintura que estaba sobre el caballete: era una granja roja junto al río Silvermine, motivo favorito de los artistas que iban al sur de Connecticut. Ellen había visto muchas interpretaciones del mismo asunto, y la de un famoso ilustrador de revistas había servido para los calendarios que distribuía para Navidad la compañía de seguros en que trabajaba Wells Johnson. Ellen siempre la había contemplado como una escena tranquila; pero el cuadro de Ben la ofrecía torturada, obstruido el río por la maleza, y en el color dorado del follaje de otoño había toques de crudeza invernal.
—Es atrevida —comentó Abbie (aunque dándose cuenta de lo que a él le interesaba era la opinión de Ellen)—. Al principio choca; pero cuando uno se acostumbra resulta muy agradable. Como Strawinsky.
—Estoy segura de que nunca podría gustarme.
Ellen hablaba con entera franqueza. Y si deliberadamente se hubiera propuesto contrariar a Ben Chaney, no podía haber elegido método más efectivo. Abbie trataba de hacerle señas con los ojos.
—Al principio —prosiguió Ellen, ignorando las insistentes señales de Abbie— pensé que su trabajo me disgustaba porque usted escogía, intencionalmente, cosas feas para pintar: como escenas arrabaleras y cubos de basura. Pero ahora veo que además usted puede convertir bellos asuntos en algo odioso y repelente.
—Trato de pintar lo que veo, y de ver las cosas como son.
—Pues entonces usted descubre fealdad donde otros encuentran belleza.
Se encogió de hombros.
—Puede ser que usted tenga razón. No soy sentimental.
Percibieron el Oakland de Charlie resoplando al coronar la cuesta, cerca de la casa de Ben. Este dijo:
—Probablemente ustedes ya han visto bastante —y las condujo fuera del estudio.
Ellen se sintió satisfecha de volver al resplandor de los leños. Arrastró su silla cerca del hogar y se estremeció como si saliera de una nevera.
Ben y Charlie bebieron coñac, mientras las señoras tomaron jerez. Bedelia llevaba un vestido de crespón de China, negro, fruncido en las caderas y estrecho en el ruedo. El cuerpo era de talle bajo, pero lleno de volantes rizados de encajes blancos. El vestido era a la vez recatado y atrevido. Ninguna mujer podía criticarlo, ni ningún hombre dejar de advertirlo.
—Siento que habrá un hombre de menos esta noche —explicó Ben—. Mi amigo, el que yo quería que ustedes conocieran, no ha llegado.
—Así nos lo dijo Mary —contestó Bedelia.
—Hay nieves y heladas en el Oeste medio —prosiguió Ben—. No circulan los trenes. Yo creía que había llegado a Nueva York esta mañana, pero he recibido un telegrama en que me dice que no ha salido de Saint Paul.
Bedelia dejó repentinamente su vaso en la mesa con un brusco movimiento, y se derramó algo de vino. Sonrió tristemente.
—¿Es que algo no va bien?
Sus ojos se cerraron e inclinó la cabeza.
—¿No se siente usted bien? —insistió Ben.
—Estoy un poco resfriada. Y tal vez alguien se haya acordado de mí en este momento. —Se enderezó y sonrió a Ben tranquilizadoramente, cómo para demostrar que el vino derramado y su repentino susto no tenían ninguna importancia.
En la sala reinó silencio por unos segundos; al que puso fin Abbie preguntando con voz penetrante:
—¿Quién era ese invitado?
—¿Qué importa, si no va a venir? —interrumpió Ellen.
—Podríamos, al menos, tener el gusto de saber qué nos hemos perdido —contestó Abbie con venenosa e inoportuna intención.
—Un amigo mío —dijo Ben.
—¿También artista?
—No. Es hombre de negocios: propietario de un almacén; de dos, mejor dicho. —La inquieta mirada de Ben había recorrido toda la habitación. Sus ojos estaban otra vez fijos en la cara de Bedelia.
—¿Les gusta mi vestido nuevo? —preguntó ella, dirigiéndose a todos. Pero el subterfugio no fue muy satisfactorio, pues era evidente para los reunidos que había hecho un desesperado esfuerzo para desviar la conversación.
—¡Asombroso! —dijo Abbie—. Parece hecho en París.
—Me lo he hecho yo misma.
—¡No!
—Sí, se lo ha hecho ella —dijo Charlie, que se había enterado de ello aquella misma tarde, mientras se vestían.
Abbie movió la cabeza:
—Es usted una maravilla, Bedelia. Yo hubiera jurado que era un modelo traído del extranjero.
—¡Gracias! —y Bedelía sorbió un poco de jerez.
—Así es como debe usted posar para su retrato, Bedelia. Quiero que se ponga este mismo vestido —dijo Ben.
—¡Un retrato de Bedelia! —exclamó Charlie.
—No le sabrá mal que pose para mí, ¿verdad?
—No, de ninguna manera,
—¡Oh, Ben! —dijo Bedelia, con significativo movimiento de cabeza—: ¿Por qué ha hablado usted? Ha revelado la sorpresa.
—Lo siento.
—¿Una sorpresa para mí? —preguntó Charlie.
—Para tu cumpleaños, querido.
—Nada podría complacerme más. —Y dirigiéndose a los otros agregó—: Sabrán ustedes que no tengo ningún retrato de Bedelia, ni siquiera una fotografía.
—El señor Chaney no debería pintar a Bedelia —dijo Ellen.
—¿Por qué no? —inquirió Charlie—. ¿Por qué no ha de pintar el retrato de Bedelia?
—¿Has visto sus pinturas?
—Frecuentemente. ¿Por qué te muestras tan contraria?
Ellen les tuvo en suspenso mientras reflexionaba un poco. Finalmente, dijo:
—Bedelia es bonita, y Ben parece solamente interesado en hacer que las cosas parezcan feas.
—Eso es injusto. Ya he dicho que yo intento pintar tal y como veo, sinceramente.
—Nunca podría sorprender nada feo en Bedelia —declaró Charlie con vanidad.
—Pero ¿has visto lo que ha hecho con la granja encarnada? Ha logrado descubrir lo lúgubre en tan pintoresco sitio.
Hannah anunció que la comida estaba servida.
—No se puede descubrir el lado malo donde no lo hay —arguyó Charlie—. No le temo a que pinte el retrato de Bedelia.
—Tendré interés en ver el trabajo terminado —dijo Ellen.
—Usted será la primera que tendrá ocasión de criticarlo —dijo Ben al mismo tiempo que se levantaba y los guiaba hacia el comedor.
La comida empezó con almejas, como previamente había informado Mary a Bedelia. Ésta había prevenido a Charlie en contra del primer plato, y, él se contentó con mordisquear una galleta salada.
Ellen le preguntó por qué no comía.
—¿No será otra vez dispepsia, Charlie?
—Es que no tengo apetito. —Y con la esperanza de evitar más discusiones agregó—: Estás extraordinariamente guapa esta noche. ¿Qué te has dado, Nellie?
La bonita tez de Ellen volvióse de color escarlata. Hacía mucho tiempo, cuando Charlie le había enseñado a jugar al tenis y se sentaba junto a ella en los carros de heno, la llamaba Nellie. Acompañando a Nellie a casa era canción que desentonando, pero alegremente, solía cantar. Nellie sintió el calor de la sangre y temió que sus ardientes mejillas revelaran su confusión. Pero el rubor le iba bien, pues Abbie le había prestado un vestido de lana gris ribeteado de seda color cereza.
—¿Cuál es el secreto, Nellie? ¿Es el amor la causa de tu florecimiento?
Hannah colocó un plato de galletas calientes entre los dos. Ellen, con aire severo, untó de mantequilla las suyas. Desalentado por su extraordinaria tensión, Charlie se dedicó a escuchar lo que hablaban Ben y Abbie. Bedelia les escuchaba también, sin tomar parte en la conversación.
—Primeramente —Ben decía a Abbie— pensé pintarla tal como la vio Charlie aquel día en la terraza del hotel. Toda de negro, de viuda. Como fondo, los peñascosos picos de las Rocosas simbolizando la crueldad e indiferencia de la Naturaleza y la dureza del mundo, contra las que una frágil mujer debe pelear.
—Me parece asombrosa. ¿Y por qué ha cambiado usted de pensamiento?
—Porque aquí, evidentemente, faltan montañas para mi composición.
—¿Pero no podría usted hacerla tomándolas de alguna fotografía?
—No es mi método de trabajo. Y, además, mi modelo ya no sería la frágil y ardiente viuda perseguida por nuestro amigo Charlie desde el salón del hotel a la terraza. Encontré el relato muy romántico cuando lo escuché por primera vez, y estuve tentado de pintar más de imaginación que directamente del modelo.
—Pero la historia es verdadera.
—Sí. Pero el sujeto ha cambiado. En lugar de la viuda melancólica vemos una feliz mujer. Sus líneas ya no son angulosas, sino… —y explicó la idea gráficamente con sus manos—. Se trata de hacer el retrato de una mujer que está satisfecha de su existencia porque ha logrado su más fundamental misión: hacer la vida agradable a un hombre.
—Muy halagador —dijo Charlie.
—¡Presumido! —gritóle Abbie, jugando con el brazalete indio que llevaba sobre su estrecha manga de satén.
Ben vio que sus invitados habían terminado con las almejas y tocó el timbre para llamar a Hannah. Después se volvió hacia Bedelia y le dijo:
—Cuando pose usted para su retrato debe llevar la perla negra.
—¡Perla negra! —exclamó Abbie mirando a Bedelia con gran respeto—. No nos diga que usted posee una perla negra.
Bedelia miró a Charlie. Era una suerte —parecía decirle con los ojos— que, respecto al regalo de Abbie, se hubiera seguido su plan. Ben pudo haberles creado una dificultad al recordar que había visto a Bedelia llevando el anillo.
—¡Oh!, pero es una imitación —explicó ella—. Lo escogí en la tienda de novedades de Nueva York. Me costó cinco dólares. A Charlie le parecía que era una baratija; pero yo soy tan poco entendida que me hacía el efecto de ser auténtica.
—Pues es una imitación notable —dijo Ben—. No soy perito en joyas, pero la primera vez que la vi me pareció que el platino y los diamantes eran auténticos y que la perla valdría por lo menos mil dólares.
Abbie jugaba con su brazalete y preguntó:
—Parece asombroso. ¿Y por qué no la lleva, Bedelia?
—Mi marido no quiere que lleve piedras falsas. —Bedelia hablaba sin resentimiento, haciendo, simplemente, constar el hecho.
—Siento haber sido yo quien hiciera recaer la atención sobre el anillo aquella noche —dijo Ben—. Tal vez si no lo hubiera admirado tanto, Charlie nunca se habría fijado en él.
—¡No fijarse en una perla negra! —gritó Abbie, como si se tratara de un pecado mortal.
Charlie deseaba que cesara la conversación sobre aquel asunto.
—Naturalmente que se fijó —dijo Bedelia—. Era demasiado visible para que no lo advirtiera. Pero, para no herir mis sentimientos criticando mis gustos, dominó el suyo, aunque detestaba el anillo.
Charlie suspiró.
—Mi sensible oído percibe las agudas notas de una querella doméstica —anotó Abbie, vivamente.
—Charlie y yo nunca discutimos; ¿verdad, querido?
Otra vez sintió Ellen —como siempre que las personas se mostraban cariñosas en exceso o empleaban demasiados mimos y diminutivos— que bajo la capa del dulce existía algo amargo.
Hannah sirvió el asado con budín de Yorkshire y varias guarniciones. Charlie apenas probó la comida y sólo se mojó los labios con el borgoña. La cabeza había empezado a pesarle.
—Nervios —se dijo despectivamente—. Nada más que nervios.
Pero empezó a ver en lugar de la mesa redonda de la señora de Bennett, puesta con su buena vajilla de diario, la cuadrada esquina de la mesa en la Taberna de Jaffney y otra vez a Ben como invitado. El cuadro, en la cabeza de Charlie, era de escuela impresionista, todo ángulos y desarmonía; un mantel fulgurante, una botella de vino del Rin de largo cuello y la mano de Bedelia, tendida a través de la mesa sobre una fuente de langosta con rodajas de limón, posada en la sudorosa mano de Ben; y éste, inclinado sobre ella para examinar la perla negra. Charlie, de hábitos observadores, podía haber jurado que nunca había notado la sortija hasta aquella noche, pero Bedelia le aseguró que la había estado llevando toda aquella semana. Charlie había reflexionado respecto a aquella escena y, analizando sus emociones, atribuyó a su mal carácter el relámpago de celos abrasadores que le paralizó cuando vio la mano de su mujer en la de Ben.
—Eres un mezquino —le dijo Abbie, ignorando que hería en lo vivo—. ¡Y cómo te pareces a mi querida tía Harriet! Creo que oigo a tu madre: «¡Charlie… No me gusta ver a nadie de mi familia adornada con joyas falsas».
La burla era certera. Abbie había captado la cualidad que había hecho de la difunta señora Horst una mujer tan molesta.
—Bueno. Soy un mezquino. Lo reconozco y lo lamento.
—Desde luego, él tenía razón —siguió Bedelia—, cada cual tiene su propio gusto, y el de Charlie es mucho mejor que el mío; además, me sentiría desconsolada por llevar algo contra el suyo.
—¡Bravo! —gritó Abbie—. Un discurso verdaderamente femenino y de mucho más éxito —dirigiéndose a Ellen— que ninguna de tus actitudes feministas.
—Mi mujer es extraordinaria —proclamó Charlie—. En vez de hacerme reproches, como muchas hubieran hecho, tiró el anillo.
—¡Tiró el anillo! ¡No es posible! —chilló Abbie.
La cara de Ben se con trajo.
—Lo tiró porque a mí no me gustaba —dijo Charlie.
Bedelia bajó modestamente sus ojos.
—Yo nunca me hubiera desprendido de él —dijo Abbie—. Pero es la diferencia, supongo, entre una esposa capaz y una fracasada como yo. Si alguna vez vuelvo a casarme acudiré a usted, Bedelia, para que me aconseje.
—Gracias, Abbie, —y Bedelia se arregló sus volantes. En su mano derecha lucía el regalo de Charlie para Navidad: el anillo de oro con granates.
De postre tuvieron pastel de frutas y carne picada. A Charlie no le sirvieron, y en lugar del pastel tomó flan. Esto, desde luego, era cosa de Bedelia, que conocía los platos de antemano, por Mary, y le hizo preparar a Hannah un postre sencillo para el señor Horst.
Charlie comió sólo una pequeña parte del flan y se sintió peor que antes. El dolor de cabeza se había convertido en un sordo tamboreo.
Cuando Hannah pasó el queso, Charlie se sirvió un poco en su plato. Bedelia, meneando significativamente la cabeza, dijo:
—Gorgonzola, no, Charlie.
Fue como un medio susurro, pero todos lo oyeron y se rieron. Más tarde, después del ataque de Charlie, todos se acordaron de la advertencia de Bedelia.
La reunión concluyó pronto. No había sido una noche muy afortunada. La comida estaba demasiado fuerte, y los invitados, adormilados Charlie y Bedelia se marcharon a las diez y media. Fue un acierto que no permanecieran más tiempo, pues de haberlo hecho, el ataque le hubiera dado a Charlie en la casa de Ben con la consiguiente confusión.
No llevaba en su casa diez minutos cuando ocurrió. Bedelia se había ido arriba, precediéndole, porque Charlie nunca se acostaba sin comprobar que todas las cerraduras estaban echadas y la caldera de la calefacción apagada.
Cuando Charlie entró en el dormitorio, ella estaba de pie ante el espejo de pared, con su corsé de seda negro. Charlie pensó que ése era el adorno más seductor que jamás le había visto, y siempre que lo descubría se entusiasmaba.
Ella vio la cara de Charlie por el espejo.
—¡Oh Charlie!, querido mío, ¿es que no te encuentras bien?
—Estoy completamente bien —contestó.
—Te has sentido mal en casa de Ben, lo sé. Por eso sugerí que nos viniéramos pronto a casa. Tienes muy mal aspecto.
La figura de Charlie, reflejada en el alto espejo de pared, mostraba sus ojos hundidos, los labios sin color y la tez color verde pistacho. Pero había decidido no estar enfermo, alzó los hombros y empezó a desnudarse rápidamente.
Bedelia le preparó un calmante. Su mano temblaba mientras vertía los polvos de los papeles azules en el agua tibia…
—Bébelo de prisa y no sentirás el gusto —le dijo.
Mientras él bebía el espumoso preparado, ella lo observaba ansiosamente.
—¿Te encuentras mejor ahora, corazón?
En aquel momento se sentía mejor y miraba cómo Bedelia se aflojaba los cordones del corsé.
—Si no fueras mi mujer diría que pareces un poco disoluta con ese corsé.
Bedelía se resintió:
—Si ésos son los juicios que te provoca, nunca más volveré a llevarlo.
—No seas tan susceptible, Biddy. Quise decirlo como un elogio. La mujer que ha tenido dos maridos sabe que un toque sugestivo atrae la mirada masculina. Como Herrick dijo: «Un cierto desorden en la ropa, inflama…»
No llegó más lejos en la cita de Herrick. Bedelia, que había ido al cuarto de vestir por su bata de noche, le oyó balbucear la última palabra. Volvió rápidamente, viendo que había empezado a vomitar. Estaba doblado, apoyándose contra la madera de los pies de la cama. Luego, vacilante, se inclinó hacia atrás, soltó el pie de la cama y cayó.
Por un instante se quedó como petrificada, de pie en la puerta del cuarto de vestir, con su mano crispada sobre el picaporte de porcelana. Charlie estaba tendido en la alfombra color rosa; blanco y silencioso como un muerto. Su mujer abrió penosamente los dedos soltando el picaporte y cruzó el cuarto. Sus rodillas temblaban de tal modo que su andar parecía el de una mujer borracha, y cuando se arrodilló a su lado y levantó su muñeca, no pudo tomarle el pulso, porque su propia mano temblaba demasiado.
Mary se levantó temprano la mañana siguiente. Le costaba contenerse y esperar a que fuera más tarde para llamar a Hannah, sin molestar a los Horst o al señor Chaney.
—¿A qué no adivinas? —le dijo finalmente, cuando hubo cobrado bastan te valor para usar el teléfono.
—¿Hen Blackman se te ha declarado? —contestó Hannah, tratando de adivinar. Hen Blackman era el acompañante formal de Mary. Pero ella tenía tantas ganas de esparcir la noticia que no se preocupó más en torturar a Hannah y estalló:
—El señor Horst está seriamente enfermo y anoche casi se muere. Vino el doctor, al que tuve que sacar de un baile.
—¡El señor Horst! ¡Pero si cenó aquí! Debe haber sido muy repentinamente. ¿Qué tiene?
—¡Está envenenado!
—No digas eso. ¿Envenenado? ¿Con qué?
—Con algo de lo que comió —dijo Mary.
Hannah comunicó a Ben Chaney las noticias al servirle el desayuno.
—No puede ser nada de lo que comió en casa. Nadie más está enfermo, ¿verdad?
—Mary hablaba como si fuera mi cocina la causante del mal, pero yo le digo a usted…
Antes de que ella pudiera decirle más, Ben Chaney había corrido al teléfono. Dio un portazo en el estudio, lo cual demostró a Hannah que no quería que oyera su conversación. Trató de comunicarse con el doctor Meyers, pero había salido a una visita, y no pudo hablarle. Después mantuvo dos conferencias telefónicas, una con Nueva York y otra con Saint Paul. Luego se cambió la blusa de pintor por una chaqueta de lana, se puso el sobretodo, se encasquetó el sombrero y salió de la casa antes de que Hannah pudiera preguntarle si volvería para almorzar.
No tocó el timbre de la puerta de Horst, sino que siguió el camino de detrás de la casa, y dio unos golpecitos en la ventana de la cocina. Mary se apresuró a abrir la puerta, alisándose el pelo y secándose las manos con su delantal.
—No he querido tocar el timbre, por si el señor Horst estuviera durmiendo. ¿Cómo está?
—Todavía duerme.
—¿Y la señora Horst?
—Le he subido el café a la cama. Dice el doctor que debería pasarse esta mañana acostada, pues está rendida.
Ben se quitó el abrigo y tomó asiento en una de las sillas de la cocina.
—¿Puedo fumar?
Mary le dio permiso con un gesto amable.
—¿Le apetece algo de comer, señor Chaney? ¿O prefiere una taza de café? Acabo de hacer una cafetera por si alguien lo pide con prisa. En circunstancias extraordinarias siempre es bueno tomar café caliente.
—Si no es mucha molestia, café, Mary.
Ésta sacó una taza de Limoges de la despensa. Y cuando Ben sugirió que ella debía sentarse y tomar café con él, Mary apenas podía ocultar su complacencia. Llenó de café un pesado tazón de cocina, pero pretendió ser elegante y lo sirvió, como lo hacía la señora Horst, en la mesa del comedor.
Él le preguntó un gran número de cosas, lo que no extrañó a Mary, pues la gente de los pueblos no oculta su curiosidad por los asuntos de los demás. Mary le dijo, precisamente, lo que ya había dicho a Hannah y que era todo lo que sabía.
—¿Van a traer una enfermera profesional? ¿Ha dicho algo el doctor en ese sentido?
Mary movió negativamente la cabeza. El doctor le había dicho la noche anterior que la señora deseaba cuidar ella misma a su marido, y añadió que ella, Mary, iba a encargarse del manejo de la casa.
—La señora Horst prefiere cuidar ella misma al señor, dejándome a mí encargada de la casa, antes que tomar a una enfermera forastera. Teniéndome a mí al frente de la casa ella puede cuidar al señor muy bien. Prefiere hacerlo así.
Ben miraba a través de la ventana cómo ascendía la bruma del suelo húmedo.
Mary gritó, de pronto:
—¡Oh! —y se aplicó ambas manos sobre el corazón.
Ben se volvió y vio a Bedelia en la puerta de la cocina. Él quedó no menos sorprendido que Mary. Bedelia había llegado silenciosamente y permanecía tan quieta que semejaba una aparición surgida de la oscura atmósfera del corredor.
Ben se levantó y se acercó a ella. Tomándole la mano, le dijo:
—¡Bedelia! Buenos días. ¿Cómo está usted?
Ella no le devolvió el saludo y permaneció inmóvil, mirando sin ver, como si no se hubiera dado cuenta de su presencia. Estaba muy agitada, moviendo nerviosamente los labios, y sus párpados estaban tan cerrados que los ojos parecían dos hendiduras sombrías.
—Señora Horst, ¿qué le pasa? ¿Puedo ayudarla en algo? —dijo Mary.
Bedelia se encogió de hombros y los zarandeó delicadamente, como si ahuyentara de sí un mal presentimiento. Sonriendo, deseó un buen día a Mary. Luego, miróse la mano derecha que estaba posada en la de Ben, y continuó sonriendo, pero de diferente modo. Su labio superior se curvó hasta enseñar los dientes mientras sus ojos miraban cautelosamente.
—Buenos días, Ben.
—¿Cómo está Charlie? Si puedo hacer algo por usted, Bedelia, debe decírmelo. Cualquier cosa.
—Es bueno tener amigos. En una ocasión como ésta es todo lo que se tiene… —e hizo una pausa buscando la exacta expresión—… para darle a una valor. ¡Oh, Ben, si algo le sucediera a Charlie!
—No le ocurrirá nada —replicó Ben.
Bedelia dejó que Ben la condujera al estudio, haciéndola sentar en el sillón del rincón, cerca de la chimenea, y que encendiera el fuego de carbón.
Ella seguía agitada. Sus agudas uñas rosadas se clavaban en el cuero del brazo del sillón.
—¿Verdaderamente se siente usted bien, Bedelia?
—Esta misma pregunta me hizo Charlie la noche pasada, tan pronto volvió en sí. ¿Estaba yo bien? ¡Cualquiera hubiera creído que era yo la enferma!
Bedelia era nuevamente ella misma, otra vez, sosegada y cortés, toda suavidad y delicadeza.
Ben sentóse frente a Bedelia, y ambos permanecieron en silencio. Había empezado a llover. El viento silbaba entre las desnudas ramas. El río embestía furioso contra las rocas. Ben miró sucesivamente la goteante ventana, las llamas azules del fuego de carbón, y después, nuevamente, a Bedelia, que tenía sus manos descansando, abandonadas sobre su regazo. Parecía sumergida en un completo letargo, como si la nerviosidad y agitación precedentes la hubieran dejado exhausta.
Mary apareció de pronto en la sala. Bedelia la miró fijamente sin verla. Asustada, Mary dijo:
—¡Señora! —su voz era vacilante.
Bedelia se deslizó hacia adelante en su silla. Sus ojos se abrieron y sus manos volvieron a ponerse tensas otra vez.
—¿Le pasa algo al señor? ¿Sucede algo arriba?
Mary hizo un gesto negativo con la cabeza. Los había interrumpido únicamente para decirle a la señora que la señorita Ellen Walker había llamado para comunicar que estaba enterada de lo ocurrido al señor y ofrecía su ayuda.
—Gracias, Mary —susurró Bedelia y abrazándose las rodillas miró el fuego como si estuviera sola en el gabinete.
Pocos minutos después llamó a la puerta de la casa el doctor Meyers, y Ben corrió a abrir.
—Buenos días. ¿Cómo está el enfermo? —preguntó el doctor mientras se quitaba los chanclos. Luego, dándose cuenta de que era Ben quien le abriera la puerta continuó—: Mi mujer me ha dicho que usted llamó esta mañana. ¿Necesita verme para alguna cosa?
—Después que usted haya visto a Charlie hablaremos.
Bedelia subió con el doctor. Ben tomó el National Geographic y examinó los mapas del Cáucaso. Mary entró en el gabinete con un trapo de limpiar el polvo y preguntó si su trabajo lo perturbaría. Ben no le contestó, y Mary fue limpiando el polvo tan suavemente como si los muebles también estuvieran enfermos. Pasado un rato, Bedelia volvió abajo con ojos húmedos y brillantes. Aspiró su pañuelo de mano, que estaba perfumado con esencia de flores.
—Tarda mucho el doctor —dijo Ben.
—Sí. Ha querido saber todo lo que Charlie ha comido este mes. Y usted conoce a Charlie. Nunca se acuerda, de un día para otro, de lo que ha comido.
Se había puesto una bata de casa, de lana, color castaño, con tiras de terciopelo negro, y sujetado el pelo con una cinta color castaño, también. Su boca de muñeca era tan roja como una cereza.
—Va a enfermar usted, si se preocupa tanto —dijo Ben—. Si es intoxicación por la comida, como supone el doctor, Charlie estará bien en pocos días.
Ella se refugió otra vez en el sillón de cuero. Parecía que las llamas no le daban calor, porque se frotaba las manos y se estremecía.
—Toda mi vida he tenido poca suerte.
El viento hizo eco a su suspiro. Cuando el doctor bajó, Bedelia saltó literalmente de su silla y preguntó:
—¿Cómo está?
—Mucho mejor. Su pulso es lento, pero no hay peligro. Tendrá usted que obligarle a guardar cama unos días y cuidarlo en su alimentación. Ha sido una conmoción de todo su sistema. —Bedelia asintió—. Charlie me ha dicho que usted le dio unos polvos ayer noche. ¿Por qué no me lo dijo?
—Solamente era bromuro. No es posible que le hiciera daño.
Ben estaba rígido. Nada en él, excepto los ojos, parecía tener vida. Buscaba la expresión del doctor y luego se fijaba en Bedelia, permaneciendo allí como petrificado.
—¿Qué clase de bromuro? —preguntó el doctor Meyers.
—Es una receta que un famoso especialista de San Francisco prescribió para una señora anciana con la que yo trabajé.
—¿Y usted se lo ha dado a Charlie?
Bedelia asintió.
—¿No sabe usted que es peligroso dar medicinas que han sido prescritas para otras personas?
—No existía nada peligroso en esto. Frecuentemente lo he tomado yo misma, para malas digestiones. ¡Son tan pesadas!
—Me gustaría ver esos polvos dijo el doctor.
Bedelia salió de la habitación. Los dos hombres siguieron su figura hasta que la perdieron de vista. Entonces, Ben dijo:
—Envenenado por la comida, ¿cree usted, doctor, que es ésa, con certeza, la causa de la enfermedad del señor Horst?
El doctor Meyers, agraviado por el tono autoritario de un hombre que no formaba parte de la familia y era escasamente algo más que un forastero en el pueblo, se inclinó para atarse un cordón de sus zapatos.
—Tengo entendido que comió en su casa la última noche, señor Chaney.
—Varias personas cenaron ayer en mi casa. Todos comieron los mismos platos. Ninguna otra sintió nada.
—La señora Horst dice que Charlie tomó un postre que le sirvieron especialmente, un flan. Los demás tomaron pastel. ¿De qué hicieron el flan?
Ben se encogió de hombros.
—Hannah Frost, mi sirvienta, podrá decírselo. Pero difícilmente puedo pensar que un plato tan sencillo pueda haber sido la causa. El resto del flan está, probablemente, en la despensa, y a su disposición, si usted quisiera hacerlo analizar.
El doctor descolgó su abrigo, y de espaldas a Ben, preguntó:
—¿Por eso quería usted verme, señor Chaney? ¿Porque uno de sus invitados se envenenó con algo que comió? Cuando yo descubra qué causó la intoxicación se lo haré saber. —Y se envolvió el cuello con su bufanda de punto, excesivamente vistosa.
—¿No piensa usted que debiera llamarse a una buena enfermera?
El doctor se volvió bruscamente. Puesto que él había sugerido la conveniencia de una enfermera y cedido luego a la opinión de Bedelia, en detrimento de la suya, la pregunta le irritó.
—¿Por qué tiene usted tanto interés, señor Chaney?
—Como amigo, quiero que las cosas se hagan de la mejor manera para el bien de Charlie. Además —Ben se acercó al viejo médico—, hemos de pensar en la salud de Bedelia. ¿Cree usted que es bastante fuerte para cuidarlo… en su estado?
Bedelia surgió en aquel momento de la sombra de las escaleras, corrió hacia el doctor, oprimió su brazo y dijo:
—¡Voy a tener un hijo!
—¡Oh! Me estaba usted preocupando. Está engordando. Mejor será que la reconozca uno de estos días.
—Me encuentro bien. Nunca me he sentido mejor en mi vida —contestó Bedelia, y en seguida le entregó una caja llena con los paquetitos de polvos sedantes.
—Aquí los tiene usted, doctor. Mandé prepararlos en la droguería de Loveman. El señor Loveman sabe de qué se trata.
El doctor guardó la caja en el bolsillo de su sobretodo.
—Encuentro bastante bien a Charlie. Déjelo descansar y que coma ligeramente. Volveré mañana.
Abrió la puerta, y entró una ráfaga de aire frío.
—Adiós, señor Chaney —saludó el doctor, y cerró la puerta de golpe.
Bedelia quedó con su mano en la barandilla de la escalera, mirando la puerta por donde se había ido el doctor. La lluvia golpeaba con triste monotonía en el tejado. Corrientes de aire templado de los radiadores se movían por la casa, pero no conseguían vencer la atmósfera helada del vestíbulo. Bedelia tiritaba. Cuando se dio cuenta de cuán insistentemente la observaba Ben, alzó los hombros delicadamente, volvióse y entró en el estudio.
CONTRATIEMPO DE CHARLES HORST
Un arquitecto de la localidad sufre un percance
Ellen escribía a máquina el relato en una Oliver que tenía rota la D. Su mano, vacilante, cometía más equivocaciones que de costumbre. El doctor Meyers la había tranquilizado sobre el estado de Charlie, que no era peligroso, y Mary le había dicho que estaba descansando apaciblemente.
«El señor Horst contrajo matrimonio en agosto último con la señora Bedelia Cochran, viuda del finado Raúl Cochran, distinguido artista de Nueva Orleáns».
El escritorio de Ellen estaba en una fila de destrozadas, polvorientas y desvencijadas mesas de escribir, en un desván ruidoso, con suelo de cemento, paredes revocadas y eco ensordecedor.
«Se conocieron en las Fuentes del Colorado, donde el señor Horst había ido de vacaciones después de la muerte de su madre, la señora Harriet Philbrick Horst, una de las más estimadas señoras de nuestra ciudad».
A las doce y cinco cubrió su máquina de escribir y dejó la oficina. Circulaban rumores, esparcidos por la ciudad, de que madame Schumann-Heink estaba a punto de llegar de Nueva York con objeto de visitar a una familia de músicos que recientemente había comprado una casa en la vecindad. Aunque la estación del ferrocarril estaba sólo a trescientos metros de la redacción del periódico, la lluvia era tan torrencial que Ellen tuvo que tomar el autobús.
El viento soplaba furiosamente y el paraguas no servía de nada. Las faldas de las mujeres se levantaban más arriba de sus altos zapatos, pero los maliciosos muchachos que acostumbraban huronear por las esquinas de las calles, con la esperanza de atrapar una fugaz visión de media negra con rayas, habían buscado refugio en los cafés y salas de apuestas.
La estación del ferrocarril olía a neumáticos, lana húmeda y vapor. Ellen aguardó detrás de la chorreante vidriera, observando a los pasajeros que descendían del tren de Nueva York. Ninguno podía confundirse con Schumann-Heink. Vio a Ben correr por el mojado andén y pensó si se atrevería a pedirle que la llevara de regreso a su casa. Pero cuando notó que se encontraba con una mujer, le faltó decisión y se hundió en la sombra para que no pudiera verla cuando, con su compañera, saliera de la estación.
Ellen corrió, atravesando la lluvia, hacia el autobús. Los diez minutos del viaje parecían interminables. El almuerzo fue más pesado todavía, pues los padres de Ellen eran personas extraordinariamente juiciosas, maestros de escuela retirados, y no permitían murmuraciones en la mesa. Tan pronto como cortésmente pudo hacerla, arrastró a Abbie con ella al piso alto. Cerró la puerta del dormitorio y se lanzó a describir la escena de la estación del ferrocarril.
Abbie no se alteró.
—Si le hubieras hablado, probablemente te hubiera presentado a su querida madrina o anciana tía.
—No tenía aire de tía. Parecían profundamente absortos en lo que estaban hablando, como si les animara el mismo apasionante interés.
—Pero tú has dicho que parecía rústica y avejentada.
—Me refería a que no estaban románticos, sino excitados con alguna cosa.
Abbie echaba bocanadas de humo de su cigarrillo, y consideraba la fealdad del dormitorio de Ellen. Cuando eran inseparables compañeras de colegio, y Abbie fue al cuarto de Ellen a contarle sus secretos, la blanca cama de hierro estaba ya en el mismo rincón, el tocador estilo Morris y el escritorio aparecían adornados con las mismas fallas y cuadros. De las paredes pendían descoloridas fotografías del friso del Partenón, el Foro y el David de Miguel Ángel.
—¿Crees tú que Ben conoció a Bedelia antes de venir aquí? —preguntó Ellen.
—Eres una criatura muy suspicaz —dijo Abbie—. En mi vida he oído nada más mal intencionado. ¿Qué te hace creer eso?
—Porque él no tiene verdadero interés en nadie más. Es una especie de obsesión. ¿Te has fijado la manera con que siempre la observa?
Abbie estrujó la colilla de su cigarrillo en un platillo que, secretamente, tenía a propósito arriba. Para limpiar la atmósfera del humo del tabaco abrió la ventana.
—¿Y qué me dices de sus citas con otras mujeres? ¿Esos tés con Lucy Johnson? ¿Y contigo… y Mary, entre otras más?
—Para disimular sus verdaderas intenciones.
—¡Qué imaginación más poderosa! ¡Deberías escribir truculentos novelones baratos!
—Yo no soy suspicaz por naturaleza. Al principio pensé que esas ideas se debían a que sentía celos de Bedelia —dijo Ellen, haciendo, al decir esto, cierto esfuerzo. Pero estaba decidida a hablar con franqueza; rechinando los dientes, continuó—: Tú sabes que he intentado complacer a Bedelia y confiar en ella, y lo hubiera logrado de no ser por este asunto de Chaney.
Abbie estaba calentándose sobre la rejilla de la calefacción. Su falda con el aire caliente se ensanchó como si la sostuvieran aros.
—Has elegido una palabra muy fuerte… ¿Tú crees eso de Bedelia?
—No voy tan lejos. —La mirada de Ellen estaba fija en una instantánea de Charlie en un marco de rafia. Llevaba pantalón de franela para tenis y la raqueta, y su cabello era abundante.
—Mi deducción es que Chaney está enamorado de ella. Pero no se puede achacar la culpa a Bedelia. Es de aquéllas por las que los hombres se mueren. —Y Abbie se apartó del radiador de calefacción y su falda se ajustó a sus piernas.
—¿Morir por una mujer? Es bastante romántico, ¿no?
—Un poco exagerado. Quiero decir que Bedelia es mujer de hombre. Éstos se enamoran de ella, que se muere, a su vez, por los hombres, y ellos lo perciben. Bedelia existe solamente por su hombre y toda su vida está enroscada alrededor de él; no podrá vivir sin uno al lado.
—¿Y nosotras, en cambio, sí podemos?
—Desgraciadamente —suspiró Abbie—, tú y yo, cariño, estamos demasiado lejos del harén. Tú te ganas la vida y la disfrutas. Yo tengo una renta y vivo adecuadamente sola. Los hombres no son nuestros señores, ni amos, y se sienten ofendidos por ello.
—Déjalos. El harén no contiene encantos para mí —dijo Ellen, enojada. Tomó uno de los cigarrillos de Abbie, se lo puso en los labios y aspiró el humo mientras aplicaba el fósforo.
Abbie la observaba con fulgor en los ojos. Crujieron las escaleras, pero Ellen no tiró el cigarrillo.
—¡Bravo! —susurró Abbie.
—Me gustarían más sin el perfume.
—Tenemos que ser femeninas.
—Es un contrasentido. O se fuma o no se fuma.
Abbie se rió. Se oía crujir el piso bajo los pasos de la madre de Ellen, lejos ya de la puerta. Si hubiera entrado, Ellen habría continuado con su cigarrillo en la mano, como si fumar fuera en ella vieja costumbre. El cigarrillo era no tanto un símbolo de desafío, sino la prueba de que había rechazado el harén.
Mientras se vestía para volver a la redacción, decidió no pensar más en Charlie y librarse de todos los recuerdos de él que desordenaban su cuarto. Se trataba no sólo del retrato de Charlie con pantalones de tenis, sino de viejos recuerdos de cotillón y amarillentos programas de baile, y de todos los regalos que él le había hecho, empezando con un ejemplar de Elsie Dinsmore que le llevó a la fiesta en que se celebró el noveno aniversario de su nacimiento.
Ahora que se sentía cómodo y libre de dolores, Charlie se inquietaba menos por su propio estado que por el efecto que éste le producía a Bedelia.
El chasco que la fatalidad había proporcionado a Bedelia era de mal gusto, pensaba Charlie. ¡Qué ironía, después de la casi repentina muerte de su primer marido, ver a su segundo esposo en las angustias de un ataque casi fatal!
—¿Te sientes verdaderamente bien, querida? —le preguntó por vigésima vez—. Estás un poco pálida. ¡Qué bruto he sido dándote un disgusto tan grande!
—No digas disparates, Charlie. No tienes tú la culpa.
—¿De quién, pues, es la culpa? Por ventura, ¿pretendes tenerla tú?
En los ojos de Bedelia reapareció la mirada perdida. Erguida al pie de la cama, sus manos apretaban firmemente su borde de metal.
—He sido un descuidado —continuó Charlie—. He trabajado demasiado y disfrutado con exceso de mis vacaciones y no he descansado bastante ni cuidado de mi comida. He sido poco considerado conmigo mismo. Por tu conveniencia, corazón, debería haber sido más cuidadoso.
Los ojos de Bedelia se llenaron de lágrimas. Se los secó con el dorso de las manos, y Charlie, que vio en todo aquello los rasgos conmovedores y el desamparo de su infancia, se sintió hondamente conmovido.
—Ven aquí, Biddy.
Ella no se movió en seguida, después dio un indeciso paso hacia él.
—¡Dios mío!, ¿tienes miedo de mí? —inquirió Charlie. Se acercó, y él le cogió una mano. Charlie se sentía más cerca que nunca de su reservado y delicado espíritu; como si viera a través de las paredes de sus tejidos sus huesos y secretos; como si nunca hubiera existido Cochran alguno, ni ningún pasado que él no pudiera haber compartido, ni vacíos remotos difíciles de llenar.
Bedelia apretó su mano y le miró a los ojos, escudriñando, también, el pensamiento de Charlie, hacia aquella parte de él que ella desconocía.
El sonido del timbre de la puerta la hizo estremecerse y cuando oyó la voz del doctor Meyers las ventanas de su nariz se aplastaron y sus mejillas se hundieron. Sentía terror; se sentó en el borde de la cama y, buscando apoyo, se aferró a la cabecera.
—Mary, la hago responsable de la salud de la señora —oyó que decía el doctor—. Ella tampoco se siente bien, y no quiero que haga nada en la cocina. Usted debe guisarlo todo sin la menor ayuda de su parte.
—Sí, señor —sonó la voz de Mary con aire de vanidad.
—¿Ha almorzado, el señor?
—Sí, doctor. La señora le dispuso la comida tal y como usted indicó.
El doctor comenzó a subir la escalera.
—¿Cómo está usted, Charlie? —preguntó desde la antesala.
—Me siento magníficamente.
Mientras entraba en el dormitorio, el doctor inspeccionó la bandeja y el vacío tazón.
—¿Cómo le ha sentado el almuerzo? ¿Algún dolor? ¿Náuseas?
—¿Por qué ha vuelto usted? —preguntó Bedelia, con vacilante voz—. Dijo que no volvería hasta mañana. ¿Ha encontrado algo… referente a Charlie?
El doctor le contestó sin apartar la vista de Charlie. Parecía distraído, como si estuviera resuelto a no tener contacto con ella.
—He venido a decir que he cambiado de opinión respecto a lo de la enfermera. He llamado al registro y enviarán una mujer esta tarde.
Bedelia se puso de pie. Su falda había quedado enganchada en la cama y la soltó con un tirón falto de gracia, pareciéndole, por un momento, desconocida a Charlie.
—Pero usted me dijo que yo podía cuidarlo. ¿Por qué ha cambiado de opinión? —Esperaba impaciente la respuesta del doctor. Su silencio aumentaba su alarma. Charlie vio cómo su pecho se movía agitadamente y cómo tenía que humedecerse con frecuencia sus labios resecos—. Haga el favor de decirme la verdad —terminó brevemente.
—Me preocupa más usted que Charlie, señora. Cuando dije que no se necesitaría enfermera, ignoraba su estado. Usted ha tenido una conmoción, y quiero prevenir efectos posteriores.
—Está peor de lo que usted me ha dicho, y no cree que yo sea capaz de cuidarlo, ¿verdad?
—Me temo que lo cuidaría demasiado bien, aún en contra de la propia salud de usted.
—Así que usted sabe nuestro secreto —dijo Charlie al doctor—. ¿Cuándo se lo dijo mi mujer?
—Esta mañana —respondió Bedelia, rápidamente—. El doctor insistió en que se fuera abajo y tomara un buen almuerzo.
—Yo no comparto esas costumbres femeninas. Estar tomando bocados aquí y allá, a cualquier hora. Usted necesita alimento, señora. Ha de comer para dos, ¿entendido? Váyase, que yo haré compañía a Charlie hasta que vuelva usted.
El doctor se sentó en la mecedora y cruzó una pierna sobre la otra. Bedelia dilataba su estancia en el cuarto y estaba claro que no quería que el doctor dijera nada a Charlie sin oírlo ella. Después que Charlie unió sus esfuerzos a los del doctor, apremiándola a que tomara un buen almuerzo, salió. El olor de su perfume quedó flotando en el aire.
—¿Me permite? —preguntó el doctor Meyers, y extrajo un delgada cigarro. Un cortador de oro, regalo de algún paciente agradecido, pendía con su medalla masónica de su gruesa cadena, también de oro. Al exhalar una nube de humo se perdió el olor del perfume de Bedelia.
El doctor estudió su cigarro, la mano en que lo sostenía, el tejido de la alfombra y sus puntiagudos zapatos. Su tranquilidad alarmó a Charlie, pues cuando el doctor tenía buenas noticias andaba de acá para allá y hablaba con tal prisa que las palabras salían juntas, atropelladamente, de su boca.
¿Por qué, pues, tan largo examen de su cigarro y de la alfombra? Inmediatamente Charlie sospechó lo peor, una enfermedad mortal, largos meses de sufrimiento, una lucha sin esperanza contra el dolor. ¿Cáncer? ¿Enfermedad del corazón?
Al fin el doctor habló. Su voz era seca y pronunciaba las palabras penosamente.
—La enfermera estará aquí esta tarde. No quiero que coma ni beba usted nada, ni siquiera un sorbo de agua, a menos que se lo dé la enfermera.
—¿Por qué no?
El doctor esperó a que todo el alcance de su advertencia hubiera penetrado en Charlie.
—¿Por qué no?
El doctor se aclaró la garganta y dijo:
—Es una idea mía.
—¿Está usted loco?
—¡Quién sabe! —El doctor tiraba de su Van Dyke—. Yo tengo rarezas, como todos los viejos, y quizá debería traspasar mi clientela a un hombre más joven. Pero déme un par de días, Charlie. Mandaré hacer un análisis. Desgraciadamente, las heces habían sido retiradas antes de que yo viniera la noche pasada, pero después que hube extraído de su estómago lo que quedaba…
—¿Qué deducciones está usted haciendo? —gritó Charlie.
—Nada, Charlie. No se altere. Tendremos que esperar un par de días. He enviado a Nueva York el asunto; pues no me gusta el laboratorio de aquí, donde hay demasiado chismorreo y cada uno de los que trabajan en el hospital tiene intimidad con alguien del pueblo, y nada puede permanecer reservado. Haga lo que le digo, Charlie, y prométame que no comerá nada excepto lo que la enfermera le sirva.
Charlie estaba lívido, casi saltaba de la cama.
—Métase bajo las sábanas y conserve la calma. Probablemente no es más que una tontería mía, pero no quiero riesgos para usted. Por eso le he dicho estas cosas. Y ahora no se le vaya a meter ninguna idea rara en la cabeza.
—Pero ¿cómo evitarlo, cuando usted hace tan absurdas suposiciones? Comeré todo lo que me dé la gana. Y si no se retracta usted de cuanto ha dicho, le demandaré por incompetencia profesional, o por difamación. ¡Maldita sea!, ¡lo haré!
—Claro que sí. Pero no coma nada, excepto lo que le de la enfermera. ¿Está eso claro?
—¡Usted es un viejo loco!
La ceniza del cigarro del doctor había crecido mucho y se desparramó por su traje. Él la recogió cuidadosamente y, manteniendo su mano como una copa, buscó el cesto de los papeles.
—¿Por qué no tiene ceniceros aquí arriba?
—Usted acaba de hacer una asquerosa y perversa insinuación contra mi mujer —dijo Charlie, solemnemente. Habíase calmado en un momento; había palidecido y estaba amarillo como una vela de sebo.
—No puedo permitirle que diga cosas de ese género. No quiero soportarlas.
—No. No las soporte —dijo el doctor—. Yo tampoco las soportaría. Pero no perdería la cabeza, y seguiría las instrucciones del médico.
—¡Dios le confunda!
El doctor no se inmutó ante esta maldición. Aprobaba totalmente el resentimiento de Charlie, que demostraba así estar en franca mejoría. Pero le rogó, en beneficio de la presión de su sangre, que permaneciera tranquilo.
—Escúcheme —argumentó Charlie, tratando de permanecer sereno y confiando en que su propio buen sentido llevaría al anciano doctor a un ecuánime punto de vista—. He tenido muchas indigestiones últimamente. Se lo he dicho esta mañana.
—No me ha dicho usted desde cuándo las ha venido teniendo. ¿Cuándo empezó a darse cuenta, Charlie?
—Después de acabar de arreglar la casa. He trabajado demasiado; primero la casa, después la vigilancia de los almacenes en la Avenida Maple y el trabajo de Bridgeport.
—Eso fue en octubre, ¿no es verdad? —El doctor se acariciaba la barba.
—¿Qué dice usted?
—No se altere otra vez, Charlie. Esté tranquilo. No es otra cosa, probablemente, que indigestión aguda. Tan pronto se levante usted le haré un reconocimiento general. Y complázcame en esta sola cosa: no tome nada de nadie, excepto de la enfermera.
—Antes le vería a usted en el infierno.
—Muy bien. Es usted el único responsable.
El silencio que siguió fue un armisticio; no una paz. Charlie lamentaba haber perdido la serenidad. ¿Habría él, en su primer arranque, procedido como si hubiera tomado la teoría del doctor en serio?
Otra vez se percibió la fragancia de flores. Miró hacia adelante y vio a Bedelia al lado de la cama, alegre y fresca. El almuerzo caliente le había devuelto el color. Sonreía, mostrando sus hoyuelos deliciosos, y renovaba la atmósfera con su perfume y el roce de sus enaguas.
—Me he sentido contrariada de que me enviaran abajo —confesó en breve y rápido tono—. Pensé que me despedía porque usted tenía algo que decirle a Charlie y no quería que yo lo oyera, en atención a mi estado. Pero cuando empezaron a alborotar, comprendí que todo iba bien. Charlie nunca hubiera levantado la voz si usted le hubiera dado malas nuevas. ¿De qué discutían? ¿Otra vez de política?
—Sí —contestó en seguida Charlie; y dirigiéndose al doctor, aclaró—: Allí donde nació mi mujer no es pecado ser demócrata, doctor. Está acostumbrada a las reuniones de sus correligionarios.
Bedelía reía.
—Tú sabes que no entiendo nada de eso, querido. Mientras te sientas bien para discutir no me interesa por quién votes.
—Ven aquí, amor mío. —Charlie la quería tener cerca, sentada a su lado; necesitaba la seguridad de su dulzura física y esperaba, con una demostración así, arrojar el guante del desafío a ese viejo y loco doctor.
Los ojos de éste miraron astutamente y su puntiaguda cara se volvió más arrugada y simiesca. Lo que veía el doctor Meyers era una demostración de fe. Ninguna declaración verbal hubiera establecido la verdad más claramente, Charlie depositaba su fe en Bedelia, y formaban un cuadro encantador con las manos enlazadas, mirándose cariñosamente a los ojos, cantándose su amor.
El doctor fue hasta el cesto de papeles y sacudió la ceniza de su cigarro. Después volvió a la mecedora y se sentó, meciéndose y fumando, hasta que sonó el timbre de la puerta y Mary subió para anunciar que había llegado la enfermera.