Entró su mujer en la habitación, y Charlie se volvió a contemplarla. Llevaba un vestido de terciopelo azul marino cuya ajustada falda, un poco abierta por los costados, dejaba ver sus bonitos tobillos y las chinelas bronceadas, de alto tacón.
En la chimenea la leña preparada para Navidad comenzó a arder; las llamas lamían la ruda corteza con gran satisfacción de Charlie, pues él mismo la había cortado y conservado durante un año entero en el cobertizo para que se secase. Bedelia, advirtiendo su fruición, se iluminó con una radiante sonrisa, y saltando por encima de las alfombras orientales hasta el sofá-confidente fue a recostarse junto a Charlie, dejando descansar la cabeza sobre su hombro. Él le tomó una mano, en tanto la leña de Navidad proyectaba sobre ellos su rojo resplandor. En aquel momento —las diez y diez minutos del 25 de diciembre de 1913— Charlie Horst se creía el hombre más feliz del mundo.
Era la primera Navidad que pasaba el matrimonio en casa de Charlie. Se habían casado en agosto. Ella era una delicada criatura, encantadora como una gatita, de ojos vivos, oscuros y siempre ligeramente húmedos. En contraste con el tipo moreno y con el aire de alegre despreocupación de su mujer, Charlie parecía más pálido, anguloso y cohibido.
En el mirador, de donde habían retirado previamente el sofá-confidente, se erguía un árbol de Navidad, de cuyas ramas, festoneadas con lentejuelas, pendían globos, espirales de colores, angelitos blancos, serpentinas, Santa Claus de pan de jengibre, casitas de cartón y ramitos de menta. Debajo del árbol, en vez del acostumbrado lienzo blanco, había una combinación de ramas de pino sobre papel verde, que imitaba el suelo del bosque. Encima de la mesa del comedor la inteligente Bedelia había conseguido otro efecto artístico, y parecía como si el centro de narcisos blancos creciera en un macizo de hojas de laurel.
Bedelia había trabajado muchos días en los preparativos de la reunión. En fuentes y bandejas se apilaba gran variedad de pasteles y en la vajilla de plata de la abuela de Charlie rebosaban el fondant hecho en la casa, el mazapán y las nueces saladas. Sobre el aparador hallábanse, alineadas, una docena de copas para batidos de huevos, y para los que prefieren bebidas fuertes, vasos estañados, que habían de llenarse con el ponche de ron caliente, especialidad de Charlie. Había además gran variedad de golosinas, bocadillos de foie gras, ostras ahumadas, anchoas y galletitas saladas, untadas con la deliciosa pasta que Bedelia había preparado combinando diferentes clases de quesos.
El regalo de Charlie a su mujer era un antiguo anillo de oro trenzado, que terminaba en un lazo con granates. Bedelia lo llevaba en el dedo anular de la mano derecha y, de vez en cuando, extendía el brazo y movía coquetamente la cabeza para observar el efecto del anillo en su mano, regordeta y con hoyuelos, y dedos de afiladas uñas que, bien pulidas, brillaban como gemas rosadas.
—¡Cómo le gustan a mi pequeño grajo los adornos! —le dijo Charlie.
Esta metáfora era puramente literaria pues jamás había visto un grajo.
Educado en la literatura inglesa, prefería sus expresiones a los símbolos ordinarios de la propia experiencia. Cuando pequeño, había oído cantar a su madre:
Raramente las cosas son como parecen:
disfrázase la nata de rica crema,
el grajo con plumas de pavo real se adorna,
y el cuero inferior pasa por charol.
Aceptó su mujer la observación con su gracia habitual, y su boca, de rojos labios, se arqueó en ligera sonrisa hasta mostrar los graciosos hoyuelos de sus mejillas.
—En verdad, ¿te gusta el anillo? —le preguntó Charlie ansiosamente.
—Más que si fuera de platino y brillantes.
—¿O de perlas?
—Por esa razón me has regalado esto, ¿no es cierto? —inquirió Bedelia, cautelosa.
—Parece que va a nevar —dijo Charlie.
Al oeste del edificio, bajo la terraza, el río se deslizaba entre grandes rocas con incesante murmullo. La casa estaba situada a poca distancia de un pueblo industrial importante, pero como los terrenos que lo rodeaban eran demasiado rocosos para que valiera la pena cultivarlos, los bosques y campos llenos de piedras permanecían tan silvestres y yermos como cuando los primeros pobladores blancos llegaron a Connecticut.
Sonó el timbre. Arreglándose su delantal nuevo, Mary atravesó el vestíbulo, y ya en la puerta se ajustó los pliegues. Al franquear el paso a los invitados que llegaban, saludó:
—Buenas tardes, señor Johnson. ¡Felices Pascuas!, señora.
Bedelia corrió a saludarla. Como siempre, Wells Johnson se turbó ante su presencia, balbuceó un saludo y pasó de una mano enmitonada a la otra el paquete envuelto en papel de seda sujeto con precintos dorados. Lucy Johnson lo tomó de manos de Wells y se lo ofreció a Bedelia diciendo:
—¡Felices Pascuas!
—¡Oh! No debía haber hecho esto.
—Espere a verlo antes de decir nada. Tal vez me crea un poco extravagante.
—Me encantan los regalos —dijo Bedelia.
—¿Cómo está usted, Charlie Horse? —preguntó Wells Johnson.
—Nunca me he sentido mejor en mi vida. Permítame su abrigo. —Y le ayudó a quitárselo.
Bedelia consideró atentamente el tamaño y forma del paquete, su perfecta envoltura y los complicados precintos.
—No abriremos nada hasta que estén aquí todos los invitados —declaró, colocando el regalo de los Johnson en un pequeño espacio debajo del árbol de Navidad.
El timbre de la puerta repiqueteaba sin cesar, y continuamente iban llegando invitados: dentro, los saludos y las risas se hacían más ruidosos, mientras la atmósfera se iba saturando de olor a polvos de arroz, ron, agua de colonia y otros perfumes. El calor de la casa y el esfuerzo de preparar y servir bebidas a los invitados hacían sudar a Charlie, mientras el cutis marfileño de Bedelia seguía tan fresco como la rosa blanca que llevaba prendida en el pecho. La rosa era de la docena que le había traído su nuevo amigo y vecino Ben Chaney.
—Usted es demasiado amable —le dijo Bedelia al tiempo que le tendía sus dos manos y le sonreía hasta aparecer en sus mejillas los hoyuelos—, y me echará a perder con tantas atenciones.
—¿Echarla a perder? ¡Imposible! —dijo Ben.
Charlie y Ben se estrecharon las manos.
—¡Felices Pascuas!
—¿Un batido de huevo?
—¡Oh Charlie —dijo Bedelia—, tú sabes cómo le gusta a Ben el coñac!
Los dos hombres rieron, pues Bedelia había dado tal entonación a sus palabras que parecían indicar que el coñac y Ben eran enamorados inmortales. Mientras Charlie escanciaba la bebida para Ben, Bedelia le ofreció una bandeja, con bocadillos. Él escogió uno de pasta de queso.
—Usted lo ha preparado con gorgonzola, creo que pensando en mí —dijo con presunción.
—¡Oh! Ella piensa siempre en todo el mundo —dijo Charlie vanagloriándose.
A las seis los invitados estaban satisfechos de todo: comida, bebida, saludos, chismografía y examen —por las señoras— de sus vestidos de fiesta. Bedelia propuso que se abrieran los paquetes de regalo. Para ella esto era la culminación de la fiesta; el momento que había estado aguardando como una alegre y nerviosa criatura.
—Todos están aquí, excepto Ellen; y, si no ha podido llegar a tiempo, no sé por qué todos los demás tenemos que esperar.
—Probablemente tendrá mucho trabajo en la oficina.
—¿El día de Navidad?
—Sí. Tú sabes que el día de Navidad también hay diarios.
Bedelia recorrió inquisitivamente con la mirada el salón, midiendo el humor de los invitados.
—Muy bien, querido —concedió—: Esperaremos un poco más.
El doctor Meyers, que había oído por casualidad el diálogo entre Charlie y Bedelia, exclamó:
—Si hay para mí algún regalo bajo el árbol, me convendría cogerlo ahora; porque debo estar en el hospital dentro de poco, y antes tengo que llevar a casa a mamá.
—Vaya, hombre —le contestó su mujer—, ¿qué te hace suponer que alguien piense en hacer regalos de Navidad a un viejo como tú?
Bedelia, impaciente, solicitaba la aprobación de Charlie.
Este vio cuan grande era su deseo de abrir los paquetes, y accedió, como un padre indulgente.
—Abre primero los tuyos, Bedelia.
—No. No sería correcto. Yo soy la dueña de casa. Los míos deben ser los últimos.
El juez Bennett sugirió que se alternara. Primero abriría su paquete un invitado, después Bedelia, luego otro invitado. Todos votaron porque Charlie hiciera de Santa Claus, leyera las tarjetas y entregara los paquetes. Esto le cohibió al principio. Charlie nada tenía de actor, pero cuando vio que sus amigos se interesaban mucho más por los regalos que por el papel que representaba, experimentó gran alivio e incluso se sintió alegre.
La prodigalidad de Bedelia causó general asombro. Aquella gente no estaba habituada a semejantes derroches. Hasta los más ricos, que tenían sus cajas de caudales atiborradas con títulos de Ferrocarriles de Nueva York, New Haven y Hartford, no estaban acostumbrados a demostrar su gratitud en la mañana de Navidad, con otra cosa que una naranja, un par de mitones, un calcetín lleno de golosinas, un ejemplar de la Biblia o los Ensayos de Emerson. Todos, desde luego, habían traído algo a la dueña de casa, cuya hospitalidad obligaba a corresponderle con alguna atención. Pero nada era comparable a los regalos con que ella les había obsequiado. Había paquetes para los hombres ¡y también para sus mujeres! ¡Y qué lujosas frivolidades! Todo comprado en las mejores tiendas de Nueva York. Bolsas de seda para tabaco, cajas de puros, ceniceros de cobre, tinteros y secantes con engastes de bronce, y botellas para bebidas en estuches de cuero.
La señora de Bennett, que había llevado tres agarradores de tela ordinaria para la cocina, comprados en agosto en la feria de la iglesia y guardados para esta ocasión, hizo sus cálculos sobre la generosidad de Bedelia.
—Ninguno de nosotros —dijo— nos hemos acercado al derroche de su mujer, Charlie. No está en nuestras costumbres ser tan ostentosos como los del Oeste.
«Ostentoso» no era la palabra apropiada para describir el placer de Bedelia, que creía que era una bendición tanto el dar como el recibir. Ella, que era la más cuidadosa de las mujeres, arrancaba ahora las envolturas, sin miramientos, tirando al suelo los papeles y las cintas. Cada presente le parecía espléndido, y pródigo su obsequiante. Charlie observaba su excitación por este extraordinario placer: como huérfana adoptada por una familia de buenos sentimientos, o como una pequeña vendedora de fósforos admitida, por fin, en la tienda de juguetes.
Los ojos de Lucy Johnson brillaron cuando Charlie entregó a Bedelia el paquete con los precintos dorados. Debajo del papel de seda había una caja con inscripciones japonesas.
—Es de Vantine —cuchicheó la señora de Bennett lo bastante fuerte para ser oída. Varias señoras movieron la cabeza en señal de aprobación, pues ellas también habían identificado la caja y las preocupaba por qué Lucy había ido a Nueva York para el regalo de los Horst.
Bedelia mantuvo en alto el regalo para que todos pudieran verlo. Sobre una tabla de ébano estaban sentados tres monos. Uno se tapaba los ojos con las manos, otro los oídos, y el tercero sellaba sus labios.
—¡Oh!, gracias. Era precisamente lo que deseaba —y Bedelia besó a Lucy Johnson.
La señora de Bennett susurró algo a su marido. El juez contempló por encima de sus gafas a Wells Johnson. En aquel momento el expreso de Danbury silbó al tiempo que doblaba la curva. Varios hombres sacaron sus relojes para comprobar la hora.
Lucy empezó a charlar. Había comprado los tres monos de marfil porque le recordaban a Charlie.
—¿A mí?
—«No ver el mal, no escuchar el mal, no hablar mal». ¿No es ése el proceder de Charlie? Está en su carácter. Yo le digo a Wells que Charlie es el hombre de más carácter que he conocido.
Wells Johnson se acercó al juez Bennett. Con la mano ahuecada ante la boca, susurró explicativamente:
—Quería demostrar mi aprecio a Charlie por los buenos negocios que me ha proporcionado este año.
—Naturalmente, con las mejoras de su propiedad —dijo con sorna el juez, que tenía una hipoteca sobre la casa de los Johnson, y pensó que debía una explicación a aquella esplendidez.
—Y por algo más —sugirió Wells.
La curiosidad brilló a través de las gafas montadas en oro del juez. Pero Wells guardó su secreto como dinero en el banco, cuando el juez empezó a indagar.
—No puedo hablar ahora sobre el asunto —le indicó—. A Charlie no le gusta que se hagan alusiones estando cerca de su mujer: ella es muy sensible.
El juez refunfuñó.
—Tendría razón para serlo si él no hubiese hecho un buen seguro.
Bedelia, desde lejos, les dedicó una sonrisa, y ambos hicieron un afectado gesto de cortesía. Bedelia era distinta de todas las otras mujeres de la reunión, como una actriz o una extranjera. Nada era vulgar en ella, y con su gran vivacidad resultaba más agradable y refinada que cualquiera de sus invitados. Hablaba menos y sonreía más; procuraba amistades, pero rehuía la intimidad.
Charlie estaba impaciente. Cuando sonó el timbre de la puerta no pudo esperar a que Mary abriera, y se precipitó él mismo a hacerlo.
Dos mujeres aguardaban de pie en el pórtico. Una tendió su mano y dijo:
—¡Feliz Navidad, Charlie!
La otra dio un chillido y le echó los brazos al cuello. Charlie había alargado su mano hacia Ellen Walker, pero el saludo quedó interrumpido por el arrebato de la compañera de Ellen. Ésta dejó caer flojamente su mano y siguió a Charlie y a Abbie Hoffman por el vestíbulo.
—¡Esto es una sorpresa! —dijo Charlie a Abbie.
—Sabías que iba a venir, ¡viejo hipócrita!
—Claro que Charlie lo sabía —repuso Ellen—; yo le dije, hace unas semanas, que estabas pasando tus vacaciones conmigo.
—Es verdad. Ahora me acuerdo —dijo Charlie.
—Te habías olvidado por completo, trapacero.
Abbie pellizcó a Charlie en la mejilla.
Las condujo al dormitorio del primer piso. Ellen Walker se quitó el sombrero sin mirarse siquiera en el espejo. Se había comprado un abrigo amplio, demasiado varonil, que a nadie había gustado. Era alta, algo llena de carnes y delicadamente proporcionada: hace treinta años hubiera sido considerada una belleza: pero en esto la moda cambia tan radicalmente como en los vestidos. La doncella Jones Burne había cedido el puesto a la «Gibson girl» y, a la sazón, la cara de Ellen se consideraba demasiado alargada, su cabeza estrecha y la corona castaño claro de sus trenzas, fuera de estilo por completo. Nada había de destacado ni característico en su apariencia. Un extraño habría observado, sin embargo, que parecía sosegada y honesta.
Abbie, en cambio, llevaba un vestido tan llamativo que su cara parecía un mero accesorio, y Charlie pensó que semejaba un dibujo de una revista de modas, deslumbrador, pero sin relieve. Su manguito de lince era tan grande como un maletín, y su sombrero estaba sobrecargado de tal profusión de plumas que solamente de verlo le dolía el cuello a Charlie. Sobre el canesú, de tul negro, llevaba un broche extravagante, que indiscutiblemente debía de ser una fantasía.
—Os esperamos mientras os acicaláis —les dijo Charlie y salió en busca de su mujer.
—Habíamos olvidado a Abbie —susurró Bedelia que esperaba en el vestíbulo.
—Es culpa mía. Debí haber recordado que iba a venir.
—No, querido. No te acuses. Tú tienes cosas más importantes en qué pensar. Pero no podemos quedar mal con Abbie, sobre todo después del regalo de boda que nos hizo y del modo en que nos atendió en Nueva York.
Charlie y Abbie Hoffman eran primos hermanos. Ella era sobrina de su madre, y su apellido de soltera era Philbrick. En representación de su familia había recibido a la desposada cuando Charlie llegó, desde el Colorado con Bedelia. Los esperó en el andén de la estación y les ofreció un magnífico almuerzo en el lujoso Waldorf-Astoria.
—Podrías decirle que habías encargado un regalo para ella y que no te lo han traído —sugirió Charlie.
—No es posible. Es necesario que haya un paquete debajo del árbol. Abbie no debe sentirse olvidada.
Las dos muchachas salieron del dormitorio de los invitados; Abbie besó a Bedelia, y Ellen le ofreció la mano. Como si se tratara de una recepción en las mansiones neoyorkinas, Abbie conservaba puesto el sombrero.
—Gata presumida —murmuró Charlie, recordando la frase con que su madre la designaba.
Y se fue a la cocina para preparar más bebidas, mientras Bedelia conducía a las recién llegadas al salón. La mayoría de sus invitados conocía a Abbie, que había nacido a dos kilómetros de allí, camino abajo, y había vivido en el pueblo hasta que se casó, y por esta razón Charlie no podía perdonarle que se hubiera presentado con sus plumas en el salón.
Desde la cocina oyó las risas y las exclamaciones de los saludos. Charlie escuchaba y se estremecía. Mientras espolvoreaba con nuez moscada las yemas batidas, se sentía muy contento de que su mujer no fuera presumida.
La puerta de la cocina se abrió de par en par.
—Mejor es que traiga la jarra, Charlie. La mayoría de los hombres desea más. Y dos grogs calientes —dijo Ben Chaney—. ¿Necesita usted ayuda?
Mary, que estaba delante del armario de la vajilla, se volvió para contemplar a Ben. No era alto, pero sí musculoso y robusto. En contraste con la pintura gris de las paredes de la cocina, su cutis parecía casi moreno. Y su abundante cabello, rizado como el de un poeta, tenía reflejos rojizos. En sus ojos habla destellos de curiosidad.
De pronto se le ocurrió a Charlie la solución para el regalo de Abbie y, por irreverente que pareciera, entregó a Ben la bandeja con las bebidas y le dijo:
—¿Quieres llevar esto al salón, y decirle a mi mujer que deseo hablarle? Estaré arriba.
Mary suspiró mientras Ben salía, llevando la bandeja como si la ponchera fuese la cabeza de un enemigo vencido. Charlie corrió arriba a esperar a Bedelia en el dormitorio.
Ella no llegó en seguida. Y él se entretuvo mirándose en el alto espejo de pared, que estaba inclinado de tal manera que deformaba su imagen haciendo parecer demasiado grande la cabeza, el torso absurdamente largo y las piernas estrafalarias. Era una visión ridícula. Charlie era de esos hombres flacos, de piernas de cigüeña, que nunca consiguen disimular sus huesos. Sus facciones eran correctas, pero muy afiladas, y su color demasiado pálido para ser atrayente. Comparó su delicada palidez con el violento moreno de Ben Chaney, y se pasó melancólicamente la mano por su poco poblada cabellera.
Bedelia entró sin hacer ruido en la habitación y se colocó al lado de Charlie, al que apenas le llegaba a la nariz. No se había cansado, todavía, de la vida matrimonial, y aún le gustaba contemplarse formando pareja. La expresión de Bedelia cambió de pronto; una ráfaga de pesar cruzó su rostro y corrió a enderezar el alto espejo de pared.
—¡Estabas horrible, Charlie! No puedo ver que tus adorables piernas largas aparezcan tan cortas y torcidas.
Charlie la atrajo y la mantuvo apretada, respirando fuerte. Sus ojos se velaron, pero Bedelia le acarició las mejillas con sus delicados dedos diciéndole:
—Tenemos abajo a los invitados, y es preciso que estemos con ellos.
La penumbra había aumentado. Bedelia se acercó a la ventana. Sus ojos miraban fijamente algún lejano punto en la sombra.
—¡Las últimas Navidades! —murmuró, oprimiendo las floreadas cortinas con sus manos—. ¡Las últimas! —repitió con voz confusa.
—¿Nueva Orleáns?
—Raúl y yo cortamos rosas rojas y las pusimos sobre la mesa. Habíamos desayunado en la terraza.
—¿Lamentas encontrarte aquí, Biddy?
La boca de Bedelia, cuando no sonreía, era pequeña y perfecta: una boca de muñeca. A veces Charlie pensaba que nada sabía de la vida de Bedelia, pues todo cuanto ella le había contado de su infancia y de su primer matrimonio parecía tan irreal como una novela.
Cuando relataba conversaciones que había tenido con personas de su conocimiento, Charlie creía ver líneas correctamente escritas e impresas con la más perfecta ortografía y sintaxis, e incluso con notas aclaratorias. En tales momentos la sentía muy remota, como las heroínas de novela; como una mujer con la que podía soñar, pero intocable.
—He tenido una idea para el regalo de Abbie —dijo Charlie.
—Dime, ¿qué es? —preguntó vivamente Bedelia.
—La sortija de perlas.
Bedelia permaneció silenciosa.
—¿No te parece buena la idea?
—Pero no podemos, Charlie.
—¿Por qué no?
—Dijiste que era barata y vulgar.
—Para ti, sí. Pero Abbie lleva piedras falsas.
Bedelia hizo un ademán negativo con la cabeza.
—¿Por qué no? —volvió a preguntar Charlie.
—Los de tu familia nunca llevan piedras de imitación.
Charlie pensó que quería burlarse de él.
—Abbie las lleva. ¿Te fijaste en el broche?
Bedelía se encogió de hombros, se alejó de la ventana, y fue a sentarse en una silla baja que la madre de Charlie empleaba para coser. Para esta silla Bedelia había elegido una funda de moaré rosa viejo. Las cortinas y la colcha de la cama eran de lo mismo; pero todo lo demás estaba igual que cuando los padres de Charlie dormían en aquel cuarto.
—Vamos a regalarle a Abbie la pulsera de la India Oriental —propuso Bedelia.
—¡No lo dirás en serio! —manifestó sorprendido Charlie.
Le había regalado la pulsera a Bedelia durante la luna de miel. Era de plata fina trabajada a martillo, ancha como un puño y con pequeñas campanillas colgantes. Charlie, a quien le gustaba muchísimo explorar oscuras y escondidas tiendas, y que había fantaseado acerca de cómo pudo llegar una pulsera oriental tan al Oeste como Colorado, la había comprado por veinte dólares, pareciéndole todo ello muy romántico. Se le antojaba que la pulsera era un excesivo regalo de Navidad para Abbie, a quien no veía más que dos veces por año. En cambio la sortija de perla negra le había costado a Bedelia solamente cinco dólares, y estaba montada en imitación de platino y rodeada de brillantes falsos.
—La pulsera es demasiado ancha para mi brazo. Demasiado brazalete.
—Nada dijiste cuando la traje, y te pareció muy bonita cuando te la probaste.
La boca de muñeca pareció impacientarse.
—A ti te gustó, Charlie, y querías tenerme contenta.
—Lo que no puedo comprender es por qué te obstinas en conservar esa sortija barata; sobre todo habiendo dicho que ya no querías llevarla.
Bedelia suspiró.
—Desde luego, querida, si te empeñas en conservarla, no insistiré más en que la des. Pero tú misma habías dicho que no volverías a usarla…
Charlie aguardó una respuesta.
Bedelia estaba sentada, como un niño en penitencia, con la cabeza baja y las manos juntas.
—… ¡A menos que quieras conservarla como recuerdo —continuó él amargamente—, para rememorar que te has casado con un tacaño!
Bedelia alisó la campana de su falda de terciopelo sobre sus piernas y contempló la punta de la bronceada chinela.
—No podemos darle la sortija a Abbie porque ya no la tengo.
—¿Cómo?
—La he tirado. A ti no te gustaba vérmela puesta. La creías vulgar.
—¿Por qué no me lo has dicho antes, sin esperar a que perdiera la paciencia?
—Pero ¡es que no me has dado ocasión!
Lo miraba tan inocentemente que Charlie tuvo que reírse.
—¡Qué criatura más atolondrada eres, Biddy! ¡Mira que dejarme discutir así y decir tantas tonterías! Me he portado como una persona de mal genio y latosa. Lo siento.
—Pero Charlie, querido, ¿y lo mal que yo estuve? ¿Quieres perdonarme?
—Perdonada —dijo Charlie magnánimamente.
—¿Le daremos el brazalete a Abbie?
—Como tú quieras.
—Mira —dijo Bedelia, probándose el brazalete y haciéndole ver cómo resbalaba por su brazo—, es demasiado grande. Vete abajo con nuestros invitados, querido. Sería de mal efecto que los dos estuviéramos demasiado tiempo aquí arriba. Empaquetaré el regalo para Abbie y, cuando nadie lo note, lo deslizaré debajo del árbol:
Charlie comprendió, viendo su sonrisa, que a Bedelia le gustaba el plan. La besó y salió. Ella empaquetó cuidadosamente el brazalete y lo ató con una cinta roja para que tuviera la misma apariencia que los demás paquetes. Después se acercó a su tocador, abrió el joyero, sacó de él la sortija de perlas negras y la colocó en el estuche de terciopelo en que había estado su anillo nuevo de granates. Seguidamente escondió el estuche en el bargueño del vestíbulo y después de comprobar que quedaba completamente sumergido en la oscuridad, volvió de puntillas al dormitorio, y recogió el regalo para Abbie: arregló el lazo rojo y se lanzó apresuradamente escaleras abajo, repiqueteando en los peldaños sus altos tacones.
La reunión había terminado. De los invitados quedaban solamente Abbie, Ellen y Ben Chaney. Abbie se había retirado al cuarto de huéspedes arrastrando a Ellen con ella, para proceder a la ceremonia de quitarse sus plumas: Ben estaba arrodillado delante del fuego. Bedelia, de pie a su lado, sostenía un cesto lleno de papel de seda arrugado y andrajosas cintas. Contemplaban silenciosamente cómo las delicadas envolturas y los oropeles eran devorados por las llamas. Cuando se quemó todo el papel, y la habitación quedó limpia de nuevo, Bedelia se excusó y corrió a la cocina. Ben se sentó frente a Charlie y tomó el último Literary Digest; «como si estuviera en su propia casa», pensó Charlie; pero al punto esa idea le pareció poco generosa y la desechó, mientras se disponía a leer a su vez un nuevo ejemplar del Atlanltic Monthly.
En el cuarto de huéspedes Ellen acababa de lavarse las manos y se disponía a abandonar la habitación, cuando Abbie, con imperiosa voz, le ordenó:
—Quédate y hablaremos. —Por fin se había quitado su sombrero y, según su propia expresión, sus cabellos eran un perfecto nido de murciélagos—. Tengo una pregunta que hacerte. ¿Quién es ese Chaney?
—Un artista. Ha alquilado la casa del juez Bennett para todo el invierno.
—¿La casa veraniega? ¿Allá arriba, en el bosque? ¿Por qué?
—¿Cómo quieres que yo lo sepa?
Abbie tenía la cabeza inclinada hacia adelante, y sus cabellos caían sobre su cara como una cortina oscura. Detrás de esta cortina flotaba su voz inquisitiva,
—¿Qué clase de artista es?
—Pinta.
—Bueno; pero ¿qué pinta?
—Cuadros.
Abbie echó hacia atrás la cortina de su pelo y la envolvió en el postizo.
—Estás fastidiosa. ¿Qué clase de cuadros?
En contraste con las ricas inflexiones de Abbie, la voz de Ellen resultaba tristemente monótona.
—No lo sé.
—Podrías darte un poco de colorete —dijo Abbie— todo el mundo lo hace actualmente. ¿Es soltero?
—Nunca he oído decir que fuera casado.
—Prueba un poco del mío, Nellie —dijo Abbie, señalando con un gesto de cabeza su bolso de malla—. Es lo más nuevo en polvo seco; no es nada parecido a la pintura ni tan vulgar como ella. ¿Es un caballero?
—Te pareces a un personaje de Humphry Ward —contestó fríamente Ellen.
—¡Oh!, hazme el favor de no presumir de intelectual. Sabes muy bien lo que quiero decir: que no resulte un futbolista o un policía.
Abbie, por fin, estaba complacida con su peinado. Después de contemplar largamente su cara ante el espejo, dijo:
—Me intriga ese hombre, y no porque me resulte un poco misterioso. Bedelia parece agradarle, ¿no lo crees así?
—¿Sí…? —Ellen intentaba parecer indiferente. Abbie le dirigió una larga mirada.
—No parecerías tan insípida si te vistieras con un poco de atrevimiento. Nada hay tan aborrecible, a los ojos de un hombre, como una blusa de seda a cuadros. Denuncia de lejos a la solterona.
El fino cutis de Ellen enrojeció. Le gustaba creerse modelo de sastre y disfrutaba vistiendo trajes de ese estilo.
Abbie sacó de su bolso de malla una caja redonda de pasta.
—Usa esto —ordenó.
—Me sentaría muy mal.
Abbie frotó la borla sobre un disco de polvo carmín y la sacudió hacia Ellen.
—Aún habiendo un solo hombre a tu alrededor creo que deberías tratar de hacerte un poco más la interesante.
—Yo no soy ave de presa, como vosotras.
—Más te valdría serlo —Abbie era implacable. Pero no había manera de alterar a Ellen.
—Por lo menos déjame peinarte. Nadie va ya así.
—Voy yo. Y además —Ellen se incorporó provocadoramente—, nada en el mundo podría obligarme a llevar postizos. Lo creo inmundo y repulsivo.
—Así que, según tú, todas las mujeres elegantes son inmundas y repulsivas.
—Bedelia es magnífica y no lleva postizos.
—Bedelia tiene estilo propio. Puede permitirse ser diferente. Además, su cabello está teñido. Y bien que se conoce.
—No me lo parece.
—Se da reflejos. Tengo un ojo muy aguzado para notar esa clase de cosas.
—Pero Bedelia no haría eso. Es una mujer muy natural. ¿Por qué insinúas tantas cosas en ella. Abbie?
—¿Por qué la defiendes tú, Nellie?
—Haz el favor de no llamarme Nellie.
—¿Por qué no? Siempre te hemos llamado así.
—Pero ya no me gustan los diminutivos.
Abbie enarcó las cejas. Conocía demasiado bien a Ellen para seguir molestándola, y además le quedaban otras preguntas por hacer.
—¿Tiene dinero?
—¿Quién?
—No te hagas la niña boba. Cuando un hombre soltero llega a una ciudad como ésta, es deber de toda mujer averiguar pormenores.
Ellen cedió un poco.
—No me he preocupado mucho de eso; pero, evidentemente, debe contar con algunos recursos; de lo contrario no podría pasarse pintando en el campo todo un invierno. Además tiene auto.
—Permíteme que te advierta, querida, que lo del auto nada significa. ¿Te acuerdas de cuando mi querido Walter compró el suyo? Nos paseábamos como millonarios y sólo habíamos desembolsado un pequeño depósito por el coche. Tú sabes que puedes comprarte uno a plazos.
Ellen no aprobaba la ligereza con que Abbie hablaba de su exmarido. En Nueva York podían tener el divorcio por válido, pero en Connecticut todavía se hablaba en voz baja al respecto.
—Le regaló a Bedelia una docena de rosas blancas —destacó Abbie.
—También a Charlie le regaló una caja de cigarros. Es muy natural y correcto que agradezca la hospitalidad que le han dispensado.
—No es necesario que me des lecciones. Yo solamente quise decir que hace espléndidos regalos, y eso no es costumbre en los pobres.
Abbie había terminado su peinado y retocado su físico. Se fue a lavar las manos en el lavabo que estaba detrás del biombo.
La voz de Ellen dominó el ruido del agua al decir:
—Hay algo particular en él. ¿Te merece confianza, Abbie? —Abbie salió del biombo, manteniendo delante sus manos mojadas.
—¿Por qué te interesa tanto? Procedes como en el tercer acto de un melodrama. ¿Qué hay de malo en él?
—¿Qué opinas tú? Quiero decir sinceramente, no como soltero que al parecer tiene dinero, sino como persona, ¿te merecería confianza?
—¿Se la tendrías tú?
Ellen se acercó y miró fijamente a la cara de su amiga. A pesar de su sencillez, y de las pretensiones de Abbie, ambas eran de la misma clase de grandes, huesudas y buenas muchachas de Nueva Inglaterra.
—Parece que pretende algo de nosotras. Ha hecho amistades demasiado rápidamente. Sé que los artistas suelen salirse de lo corriente, pero él no es así. Sus modales son bastante buenos en lo superficial, pero hay algo en él que no entiendo. Llegó aquí, en noviembre, sin conocer a nadie, y ahora es el inseparable de todo el mundo. Constantemente invita a las mujeres a tomar el té con él.
—Eres muy provinciana. En Nueva York ninguna mujer piensa dos veces si debe aceptar cuando un hombre la invita a tomar el té. Especialmente si es un artista.
—Pero hace demasiadas preguntas —quejóse Ellen.
—Parece como si tú ya hubieras tomado té con él.
—Yo trabajo y no tengo tiempo para tés, pero he comido con él en Jaffney y me ha visitado dos o tres veces.
—Entonces, no te es tan indiferente, ¿verdad? Comida, visitas, ¿y querrás que yo crea que no te ha hablado de su pintura?
—No habla de sí mismo.
—Eso es extraño en un hombre.
—Siempre está averiguando la vida de los otros, hasta los detalles más reservados y personales, sus ingresas, si están o no en buena posición.
—Parece curiosidad muy corriente.
—Evidentemente, Nueva York te ha hecho olvidar que aquí nos han enseñado a no mencionar nunca esas cosas.
—Tú eres todavía una criatura, Ellen. Si no te conociera tan a fondo creería que tu ingenuidad es pura afectación. ¿Le has preguntado a Bedelia qué piensa de Ben?
Ellen pareció no haber oído.
—Nunca te diría que ha comido con un hombre sin averiguar qué clase de cuadros pinta. Y no vayas a decirme que no la habrá invitado a tomar el té con él.
—Viene aquí, por las tardes, muy a menudo. A veces salen de paseo —dijo Ellen, suavemente—. Desde luego, Charlie y Bedelia son sus vecinos más próximos, con excepción de algunos granjeros, como los Keeley o aquellos polacos de lo alto de la colina.
Se había levantado viento. Silbaba en el bosque y, arremolinándose en las esquinas de la casa, hacía retemblar los canalones y golpetear los postigos contra las ventanas.
—Ya está la cena. Bedelia pregunta si ustedes están ya arregladas —dijo Ben Chaney, recostándose contra el marco de la puerta, tan abandonadamente como si estuviera en su propia casa.
—¿Dónde aprendió usted urbanidad? —le preguntó Abbie—. ¿Acaso no le han enseñado a llamar a la puerta antes de entrar en una habitación?
—No cuando la puerta está abierta.
Abbie miró a Ellen, que se hizo la distraída.
La mansión había sido más severa en los tiempos de la anciana señora Horst. Charlie fue un hijo respetuoso que no quiso disgustar a su madre, criticando los gustos del padre y del abuelo de la señora Horst en materia de arquitectura: pero antes de que las flores se secaran sobre su sepultura, abrió el cajón en que guardaba sus planos para remozar la casa. A pesar de su educación moderna. Charlie se inclinaba por el antiguo estilo de la Nueva Inglaterra, y fue uno de los arquitectos de vanguardia en el movimiento en pro de la vuelta a la moda del siglo XVIII y principios del XIX. Antes de salir para sus vacaciones en el Colorado hizo que todos los balcones, las torres y el decorado sobre volutas desaparecieran, quedando así la casa en sus antiguas y primitivas líneas. El mirador se había dejado porque era un agradable lugar para sentarse en las tardes de sol.
Con Bedelia, había trabajado en la decoración interior. Todo el papel de los muros y la tapicería eran del gusto de ella. Solamente disputaron una vez. Y esto porque Bedelia se negó a desechar los magníficos tapices orientales de la madre de Charlie y poner alfombras de lana en su lugar.
Bedelia tenía talento natural como ama de casa. Con menos barullo que su suegra y sus dos criadas, Bedelia y la muchachita tenían la casa tan brillante como un espejo.
Aquella noche había dejado el centro sobre la mesa de comedor, y puesto sus nuevos mantelitos de Madera debajo de los platos. Rojas bujías despedían su luz sobre la comida. Había cocinado el plato principal con sus propias manos. Era una cazuela de arroz con tomates, almejas, pollo, pimientos, aceitunas, sazonada con azafrán. A Charlie no se le sirvió de ese plato, y en su lugar Mary le llevó un tazón de arroz simplemente hervido.
—Dispepsia —confesó.
—¡Tú! —gritó Abbie.
—Deben ser sus nervios —dijo Bedelia—. Trabaja excesivamente. Parece que su encargado es un completo ignorantón por el modo en que el pobre Charlie tiene que correr a Bridgeport todos los días.
Ellen preguntó si le había reconocido el médico.
—Desearía que usted quisiera utilizar su influencia sobre él. Ellen. ¡Se lo he pedido muchas veces, pero no me hace el menor caso!
—Hablemos de cosas más agradables —dijo Charlie.
Pero Abbie tenía su idea:
—Probablemente enfermó en el Oeste. He oído que la alimentación es… simplemente… —y no pudiendo encontrar la palabra exacta se retorcía las manos.
—Estás equivocada —dijo Charlie—. Hay algunos restaurantes excelentes en Denver, y en el Hotel del Colorado tienen un competente cocinero francés.
—No me complacería eso —suspiró Abbie—·. Si yo fuera al Colorado querría comer oso o carne de búfalo.
—¿Es un plato de Oeste? —preguntó Ellen al mismo tiempo que se servía arroz.
—No, es una receta que aprendí en Nueva Orleáns. Lo llaman Jambalaya. Lo hacen de varios modos, con cangrejos y camarones de río.
—¡Nueva Orleáns! —interrumpió Abbie—. Yo creía que usted era de California. ¿No me dijiste tú eso de Bedelia, Charlie?
—Nací en California, pero he vivido en muchos sitios. Viví en Nueva Orleáns con mi primer marido.
—Siempre he querido ir allá —dijo Abbie—. Cuentan que está completamente civilizado. ¿Ha visto usted alguna vez el Carnaval?[1]
—Bedelia lo describe tan bien como Cable —alabó Charlie—. Explícales algo del barrio francés, querida, y de los artistas.
—¿Todo?
—¿Por qué no? ¿Te da vergüenza?
—No. Tú sabes que no —y le dedico una cálida sonrisa y un guiño confidencial—. Pero vosotros sois diferentes, querido. Habéis sido educados en otro ambiente, en medio de costumbres morigeradas, y habéis tenido siempre protección.
—¡Oh!, háganos el favor, cuéntenos… —chilló Abbie.
—Es algo muy distinto —dijo Bedelia riendo—. Vean. Nosotros éramos pobrísimos. Mucha gente confesaría antes sus pecados que su pobreza, ¿verdad? Pues mi marido y yo lo éramos de solemnidad. Vivíamos en una buhardilla —parecía encantada, como si encontrara en ello algo romántico—. Él era un buen artista, de buena familia, pero sus padres deseaban que se dedicara a los negocios y no quisieron pasarle ninguna pensión. No nos importaba ser pobres porque éramos jóvenes y nos amábamos. También era pobre la mayor parte de nuestros amigos artistas. Nos divertíamos mucho, y si podíamos procuramos un pollo y una botella de clarete, inmediatamente organizábamos una reunión. —Su voz, languideciendo al final, sugería recuerdos más interesantes.
Ellen encontró el Jambalaya demasiado pesado y se arrepintió de haber comido tanto.
—Si hubiera vivido, habría llegado a ser un artista importante, quizás un gran artista. Cuando murió uno de los marchantes[2] compró todas sus pinturas para especular, pues sabía que algún día valdrían mucho.
—¿Cómo dices. Biddy?
—¿Hay algo raro. Corazón?
—Tú me dijiste que sus amigos las habían vendido en subasta.
—¡Oh! ¡Oh! —dijo Bedelia mirando a Charlie a través de sus espesas pestañas—. Claro, claro, querido. Desde luego, las vendieron en subasta porque el marchante sólo quería darme cien dólares. Por eso mis amigos lo obligaron a subastarlas en vez de adquirírmelas directamente, y saqué doscientos dólares. Acuérdate, Charlie, que así te lo había explicado… —Y sin esperar la con testación continuó—: Algún día iremos nosotros por allá a ver si podemos recuperar alguna de las pinturas. Yo no entiendo, pero mucha gente decía que podían llegar a valer mucho.
Ben había estado observando a Bedelia. Cuando notó que Ellen lo miraba fijamente, cogió su tenedor y empezó a comer de nuevo.
—¡Y usted las vendió todas! —se lamento Abbie—. ¿No guardó ninguna para usted?
—Yo no tenía ni un dólar mío —confesó sin titubeos ni timidez.
—¿De qué murió su marido?
—De apendicitis. Era ya demasiado tarde cuando se le llevó al hospital.
Bedelia refirió el hecho inocentemente y sonreía a cada uno de sus invitados, por turno, como queriendo decirles que no deseaba inspirar compasión.
Después Abbie preguntó a Ben Chaney si él conocía alguna obra de un pintor apellidado Cochran.
—El nombre era Raúl —dijo Charlie.
—Raúl Cochran es un nombre completamente extraño para mí.
—Su madre era francesa —explicó Bedelia—. Raúl no era conocido en los círculos artísticos del Norte. Había vendido muy pocas pinturas, y únicamente a gente del Sur.
Aunque a Ellen no le gustaba hacer preguntas personales, le dijo a Bedelia:
—Si tan terriblemente pobre era usted, ¿cómo es posible que se fuera a veranear a las Fuentes del Colorado?
—Parece raro, ¿no es cierto? Pero yo me encontraba enferma. La gran conmoción sufrida había afectado mi sistema nervioso y se me había muerto mi hijito —esto lo declaró con adecuado sentimiento, sin mirar la cara de los demás. El médico dijo que yo necesitaba cambiar de aires. Las montañas me habían atraído siempre, y como en las fuentes del Colorado hay balneario, me decidí a ir. Desde luego, nunca pensé en alojarme en un hotel. Vivía en una pensión barata, que no era mala y tenía espléndidas vistas.
—Cuando la conocí —dijo Charlie—, Bedelia había prolongado por dos semanas su permanencia en el Colorado, pues tenía esperanzas de hallar algún trabajo en una tienda de Denver. Había ido al hotel aquel día para ver un desfile de modelos.
—No me hacía ropa desde hacía años, y pensé que para buscar trabajo en alguna tienda importante sería bueno, demostrar que estaba al corriente de la moda. Así, antes de modificar mis vestidos, decidí ver qué llevaba la gente del Este.
—Ella fue a ver sombreros, pero yo le resulté más interesante.
—Bueno, querido —Bedelia coqueteaba con su marido deliciosamente—, tú sabes que me perseguiste sin descanso.
—Desde el saloncito donde estuviste tomando el té hasta los arcos de la entrada, donde fuiste a contemplar el paisaje. ¿Es esto «sin descanso»?
Bedelia, dirigiéndose de nuevo a sus invitados, continuó con el capítulo siguiente de su historia.
—Trató de hacerse el indiferente cuando eligió la silla más próxima a la mía. Se revistió de una expresión tal de no haber reparado en mí, que, precisamente, me hizo comprender por qué estaba tan interesado en contemplar el panorama desde aquel especial punto de observación. Pasaron casi diez minutos antes de que se encontrara con valor suficiente para preguntarme si no me sentía sobrecogida por la grandiosidad de las montañas Rocosas.
—Podríamos no habernos encontrado jamás, si no hubiera ocurrido un accidente. Habíamos acordado en el hotel hacer los preparativos para irnos varios amigos, cuando uno de ellos se torció un tobillo, y aplazamos, para suerte mía, nuestra partida.
—Y yo —añadió Bedelia— casi había, decidido no ir al hotel, porque el té más barato costaba cincuenta centavos.
—¡Los dioses estaban con nosotros!
El sencillo placer de Charlie y el aplomo de Bedelia molestaban a Ellen. El diálogo parecía artificioso, como una escena ensayada repetidamente por actores aplicados y entusiastas. Ellen se quejó, porque no tenía otro pretexto para cortar aquella escena, de que la habitación estaba demasiado caldeada.
—Aquí no se puede respirar. ¿Puedes hacer algo para remediarlo, Charlie?
La impertinencia de Ellen contrarió a Charlie, que por unos segundos había vivido en los picos de las Rocosas. Gruñendo, ocupóse de amenguar el calor; después buscó el chal blanco, de angora, que fuera de su madre, para Bedelia.
—¡Qué precavido eres, querido! Pero no era necesario que te molestaras. No tengo frío.
—Tenemos que ser cuidadosos ahora —dijo Charlie. Bedelia movió la cabeza significativamente.
—¿Qué pasa, Bedelia? ¿Va a ser mamá? —preguntó Abbie, que empezaba a alardear de franqueza.
—¡Ustedes perdonen! —dijo Bedelia, y empujando hacia atrás su silla salió precipitadamente y entró en la cocina.
—¿He dicho algo inoportuno? —dijo Abbie, intrigada ¿Por qué ha de resultar indiscreto hablar de hijos cuando se trata de personas casadas?
—¡Baja la voz! —dijo Ellen.
—Se volvió muy sensible desde la pérdida de su otro hijo —explicó Charlie—, y piensa que traen mala suerte estas conversaciones.
—¡Supersticiones! —dijo con ímpetu Ellen, aunque inmediatamente se sintió arrepentida de su exclamación.
—No podemos ser todos tan racionalistas como tú, querida.
Bedelia regresó con la cafetera. Mary la seguía, llevando tazas, crema de leche y azúcar. Cada vez que Bedelia servía el café, gozaba abriendo el pequeño grifo de la cafetera, y Charlie, a su vez, también disfrutaba al notar su infantil placer. Estaba ya otra vez tranquila, graciosa, encantadora como dueña de casa.
—¿Cómo toma usted el café, con crema? ¿Un terrón o dos?
—¡Qué bonita está usted hoy, Mary! ¿Es ésta su nueva cofia? —preguntó Ben cuando la joven criada le sirvió el café.
Mary ruborizada, trataba de disimular su turbación, mientras, complacida, corría hacia la puerta giratoria de la cocina.
—No debe usted bromear con ella, Ben, por favor —susurró Bedelia.
—Hablaba en serio: es una muchacha bonita.
Bedelia explicó entonces a los comensales:
—Ben iba en su coche a la ciudad, un martes, día libre de Mary, y la llevó, invitándola después a tomar un helado con soda. Ella quedó anonadada.
«¡Ah!, también Mary», pensó Ellen. Y miró hacia Abbie para ver si ella reconocía ésta en otra expresión más de sus costumbres de ave de rapiña. Pero Abbie estaba coqueteando con Ben.
—Frente a éstas no nos quedan a nosotras, muchachas mayores, muchas oportunidades, ¿verdad? Mary, con su sencillez y sus virginales encantos, debe ser muy atractiva para un hombre de la ciudad.
—No le he enseñado mis cuadros.
—¡Y por qué enseñárselos! —preguntó Bedelia.
—Yo la he invitado a usted a verlos, ¿no? Porque usted no es mujer capaz de tomar el té con un hombre y quedarse sin saber cómo pinta.
Ellen trató de hacerse la desentendida.
—¿Qué clase de pinturas hace usted? —indagó Abbie, aprovechando la oportunidad. ¡No me diga que es cubista!
—Venga y las verá. Un amigo mío llegará del Oeste, el viernes próximo, y Charlie y Bedelia comerán en mi casa. Si ustedes dos quieren añadirse, están invitadas también.
—¡Encantadas! —contestó Abbie antes de que Ellen tuviera tiempo de interponer alguna excusa.
Después pasaron y se sentaron todos en la pequeña habitación que durante generaciones se había conocido como el «estudio del padre de vuestro padre», pero que Bedelia había rebautizado: «la caverna de Charlie». Bedelia llevó ceniceros para los hombres.
—Probablemente usted también quiere uno —dijo, ofreciéndole otro a Abbie.
—¿Cómo conoce mi secreto pecado?
—¿No recuerda que aquel día fumó en el Waldorf-Astoria?
—¿Le chocó a usted? —suspiró Abbie, esperanzada. Bedelia movió negativamente la cabeza.
—Cuando se ha vivido entre artistas nada puede ya resultar chocante. Pero en el Waldorf la gente parecía tan seria y tan grave que yo temía que usted se hiciera notar demasiado.
Charlie había llenado su pipa, y estaba a punto de encenderla, cuando se acordó del regalo de Ben. Pensó, con amargura, que tendría que fumar uno de sus cigarros para demostrarle su aprecio. Mientras salía para buscar la caja, reflexionó sobre la falta de tacto de Ben; pues ambos habían fumado juntos frecuentemente y Ben debería haber observado que a él sólo le gustaba fumar en pipa.
Ofreció la caja a Ben, quien tomó un cigarro. «Es extraño —dijo Charlie para sí mismo—, él tampoco acostumbra fumarlos». Ambos cortaron las puntas y encendieron los cigarros como personas habituadas. La habitación se llenó de aromático humo.
—Admiro su gusto, señor Chaney —dijo Abbie—. Son cigarros estupendos.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ellen agriamente.
—Si hubieras tratado tantos hombres como yo, querida, reconocerías el olor de un buen cigarro. ¿No es así, Bedelia?
—No lo sé.
Bedelia estaba sentada rígidamente en el borde de la silla de cuero, y con sus manos oprimía sus brazos. Se le había ido el color de la cara y sus ojos miraban cautelosos. Todos la observaban y ella parecía defenderse del examen. Su voz, al responder a la sencilla pregunta de Abbie, estaba agudizada por el terror.
Bedelia entró en su dormitorio. Su cabello flotaba suelto. Llevaba una bata de chalí[3] azul real con rosas estampadas y ribeteada con cinta de color rosa. Charlie la tomó en sus brazos y la estrechó contra su pecho.
—Hueles dulcemente; tu cutis huele a miel.
Todas las noches le decía lo mismo, y todas las noches Bedelia le replicaba que era la crema que usaba. La repetición no les irritaba, porque todavía estaban enamorados. Cada insignificante incidente presentaba el encanto de la novedad, o la comodidad de la repetición.
—Bueno. Se acabaron las Pascuas —dijo ella.
—¿Han sido felices?
—Claro que sí, «meloso».
La mirada extraviada aparecía nuevamente en sus ojos, y Charlie pensaba si estaría acordándose de Raúl Cochran. Ocurría que a veces, cuando se ponía muy celoso, se lamentaba de no haber compartido todo el pasado de ella, incluso la pobreza y las penas.
—¿Han sido mejores que las últimas?
Los ojos de Bedelia se posaron en los ojos de Charlie y repuso con tono de reproche:
—¡Oh, querido!
—En la última Navidad tú escogías y cortabas rosas. —Bedelia permanecía en silencio, y él continuó—: Mi madre estaba enferma. —Hablaba como si se sintiera enojado con Bedelia porque había estado gozando con las flores y el sol y con su desayuno en el mirador, en Nueva Orleáns, mientras su madre sufría en aquel mismo cuarto.
Su mujer desató las cintas color rosa y se quitó su bata de chalí. Su cubrecorsé y pantalones eran de muselina fina, ligeramente almidonada, bordada y adornada profusamente con cintas rosadas. Charlie miraba con placer cómo se desataba los lazos y hacía saltar rápidamente los nacarados botoncillos de los pequeños ojales.
Mientras aflojaba los cordones de su corsé, se dirigió al espejo y dijo:
—Estoy engordando.
—Es lo natural.
—En pocas semanas empezará a conocerse.
Charlie se fue al cuarto de baño a limpiarse los dientes. Cuando volvió, Bedelia estaba en la cama, con su pelo suelto sobre la almohada. La madre de Charlie siempre se había trenzado el pelo por la noche, alisándoselo hacia atrás de su combada frente. Pero Charlie encontraba encantador el desaliño de las trenzas de Bedelia. Las zapatillas color rosa con tacones franceses, que usa en el dormitorio, su bonita ropa interior, sus cintas, bordados y esencias le deleitaban. Antes de su matrimonio, él había conocido cierto número de mujeres frívolas, como tantos otros hombres respetabilísimos Acordándose de sus seducciones y comparándolas con las de su mujer, le parecieron las pobres muchachas unas infelices. El fácil placer de Bedelia daba al tálamo matrimonial ese aire de malicia tal, sin el cual no podría considerarse contento ni el hombre de conciencia puritana más estrecha.
Él estaba satisfecho de haberse casado con una viuda.
—¡Charlie! —gritó ella, sentándose en la cama y dejando caer las sábanas de sus hombros. Su voz era dramática—. ¡Tus polvos! ¿Has traído el agua, querido?
—Se me ha olvidado. Pero no importa, porque me encuentro perfectamente.
Ella insistió en que tomara los polvos. Por su propio bien, desde luego. Había comido ese día de manera desacostumbrada y bebido algunas yemas batidas.
—Está bien —refunfuñó Charlie y, rezongando, corrió al cuarto de baño. Su apariencia de mártir era pura farsa. Bedelia, cuidando de su salud y guardando los polvos para él en el cajón de su mesita de noche, complacía a Charlie. Esto le parecía otra prueba del amor que sentía ella hacia él. Los polvos, envasados en papeles azules, eran muy activos. Bedelia había conocido este remedio cuando trabajaba como dama de compañía de una vieja señora dispéptica.
—Bébelo rápidamente y no notarás su sabor —le decía siempre, después de haber echado el polvo en el agua.
Mientras él se quitaba el albornoz, Bedelia lo miraba con sus ojos brillantes.
—¡Qué alto eres! —le dijo. Y la estatura se convirtió en el sumun de la perfección. ¡Y qué anchos son tus hombros! Tienes un físico estupendo. Tu madre siempre decía: «Mi hijo no es guapo, pero tiene un cuerpo magnífico».
Charlie no podía gozar de todo el aroma de tal alabanza sin perturbar las sombras de sus antepasados puritanos. Para apaciguar ciertas lápidas en el cementerio de la iglesia y la figura ecuestre, y totalmente de bronce, del coronel Nathaniel Philbrick, en el pequeño parque de la ciudad, pretendió rechazar su admiración.
—Demasiado pellejo —hizo notar y, dicho esto, rióse y preguntó: ¿Quién te dijo eso de mamá? ¿Abbie, quizás?
—Ellen.
—¡Oh! —exclamó Charlie.
—¡Pobre Ellen!
—¿Por qué la compadeces? —preguntó Charlie, mientras se metía en la cama—. No es ninguna desgracia, para una mujer, ganarse la vida.
—No es por eso. Yo también he trabajado. No quería decir eso.
—Debo añadir que admiro el coraje de Ellen. Tiene éxito en el periodismo. Encontré el otro día a Clarence Green y me dijo que Ellen tiene grandes aptitudes.
—Compadezco a Ellen, porque todavía está loca por ti.
Charlie intentó negarlo. Bedelia insistió. Cada mirada de Ellen traicionaba su corazón destrozado.
—Pero es una muchacha muy buena, Charlie. Hace todo lo posible por complacerme.
Charlie, echado sobre un costado, estudiaba la inclinación de la nariz de Bedelia y la graciosa curva de su mejilla. No se sentía merecedor del amor de su encantadora mujer, ni del de Ellen, que tenía tanto carácter. ¿Qué había hecho él para justificar esa devoción? Charlie no era un Casanova. Si hubiera sido robusto, compacto, delgado, pero fuerte y nervioso, con abundante cabello negro y una sonrisa seductora, podía haber aceptado la admiración femenina más complacientemente. Pero tenía treinta y tres años, y era flojo, vulgar y medio calvo. Sus virtudes eran corrientes: las propias de los hombres no románticos; de la clase de hombres a quienes un apodo como Charlie Horse[4] podía quedarle para toda la vida.
—¿Qué hacemos con la luz? —preguntó—. ¿Probamos otra vez?
Sin vacilación, ella contestó:
—Sí, querido. Seguramente lo conseguiremos esta noche.
Él sacó una mano fuera de la cama, y el cuarto quedó a oscuras. Inmediatamente una inmensa variedad de sonidos se posesionó de la noche. El río parecía precipitarse más de prisa y cantar con voz más estruendosa; el viento aullaba, el castaño negro golpeaba con sus delgadas ramas, salientes como dedos, contra las ventanas; las canaletas temblaban, los postigos repiqueteaban y se oían arañazos en el techo, cual si un ejército de ratas hubiera invadido el desván.
—¡Oh. Charlie!
La tomó en sus brazos estrechándola fuertemente, y murmuró:
—Nada hay que temer, Biddy. Me tienes aquí, dulce corazón, mi mujercita, mi amor, y ya no estás sola. Estoy aquí: nada puede hacerte daño.
Las lágrimas de Bedelia mojaban las mejillas de Charlie.
—¿De qué tienes miedo?
—No lo sé —gimió Bedelia.
Se abrazaron fuertemente: Bedelia se hizo tan pequeña entre sus brazos, que él se sintió más grande y más necesario para proteger a la frágil mujer. Desde su noche de bodas estaba Charlie intentando ayudarla para vencer su miedo a la oscuridad. Los esfuerzos de Bedelia habían sido tan sinceros que Charlie nunca se había enfadado ni reído del infantil temor de su mujer.
Poco a poco sus lágrimas le habían impresionado. Durante el día resolvía endurecerse contra esa influencia, pero cuando en la noche ella se incrustaba en él, llorosa, su cabeza se llenaba de extrañas visiones, y su carne, bajo las mantas, se helaba. Durante el día Bedelia era positiva, mundana, como mujer que ama su hogar y tiene talento genuino para gobernar su casa. De noche parecía enteramente otra criatura, femenina, pero siniestra: una mujer cuya cara nunca viera Charlie. Era absurdo para un hombre de su inteligencia impresionarse por esas vagas e imprecisas fantasías, y trataba de explicarse el miedo de su mujer a la oscuridad, teniendo en cuenta que había vivido una existencia muy dura. Su infancia, de acuerdo con las historias que a retazos le había contado hoy una anécdota perdida, un fragmento mañana, había sido ensombrecida por tanto infortunio y desengaño que hubiera sido anormal que no la hubiera afectado.
Ninguno de estos argumentos proporcionó a Charlie el más ligero alivio. Los fantasmas moraban allí, como si hubieran alquilado el dormitorio. En cualquiera otra noche se habría espabilado y encendido la luz. Pero en ésta había decidido demostrar con su resistencia que la oscuridad no tenía habitantes y que él no compartía el irracional e infantil terror de ella.
Un chillido tembloroso traspasó la negrura. Un viento frío sopló en el cuarto. Bajo las mantas, Charlie tiritaba.
—¿Qué te pasa, querida?
Bedelia no volvió a gritar. Después de un silencio tan profundo que pareció que se hubiese detenido su respiración, susurró, desmayadamente:
—¿Lo has visto tú también?
—Visto, ¿qué? —Charlie reprochó irritado.
—¡Se movía!
—Oye, Biddy —empezó con voz firme y serena.
—¡Yo lo he visto!
—No hay nada en el cuarto. Es absurdo que tú…
Ella se desprendió de él y se escurrió hacia la orilla de la cama. La almohada no silenciaba sus sollozos, ni el colchón disimulaba su temblor. La casa se llenó, de improviso, de pequeños ruidos terribles que se percibían más cercanos y más claros que el furioso torrente del río.
En los diez segundos que transcurrieron, mientras su mano buscaba la lámpara, Charlie reconoció que su espíritu había flaqueado. Era una modalidad recientemente adquirida. Charlie Philbrick Horst había sido educado en la escuela que rechazaba las inútiles fantasías y desdeña la propia indulgencia. «Moralmente perezoso», habría calificado su madre a su actual estado mental.
—¡Oh. queridísimo Charlie Horse, cuán bueno y amable eres! —murmuró su mujer (al hacerse la luz). Sus temblores cesaron. Descansó, se enjugó las lágrimas con la mano y exhibió, en una sonrisa, sus seductores hoyuelos.
Una lámpara pequeña con pantalla rosa proyectaba un cono de luz sobre la alfombra. Los muebles del dormitorio aparecían reales y tranquilizadores.
Sobre la chimenea estaba colgado un retrato de la madre de Charlie a los diecisiete años, una muchacha virtuosa con sus labios apretados en un gesto adusto. Charlie quería convencerse de que solamente para satisfacer a su mujer había encendido la luz. De esta manera se armaba contra el desprecio a la debilidad que su madre le había inculcado.
—¡Eres tan bueno, tan considerado, tan extraordinario! —suspiró Bedelia—… Estoy segura de que es muy desagradable para ti el dormir con la luz encendida.
—¡Oh!, ya me voy acostumbrando —contestó Charlie sintiendo deshelársele los fríos y entumecidos labios mientras contemplaba la hermosa carne de su mujer, sus rosados labios y la curva de sus mejillas.