Luis Borraleda dejóse caer en el sillón, frente a su mesa de trabajo, y escondió el rostro entre las manos. Acababa de regresar de San Francisco y aún no había conseguido borrar de sus ojos la terrible visión del crimen de que habían querido hacerle responsable. No podía creer que existiesen en el mundo seres capaces de asesinar a una mujer con el único objeto de hundir a un rival político.
—De no haber sido por El Coyote…
Una y otra vez repetíase estas palabras y su imaginación le mostraba claramente lo que habría sido de él de no intervenir tan oportunamente el enmascarado.
En este momento abrióse la puerta del despacho y don César de Echagüe entró en la estancia, ahogando un bostezo.
—¿Qué tal, amigo Borraleda? —Saludó, tendiendo la mano al dueño de la casa—. Me ha advertido el criado que acababa usted de llegar…
—Sí. Hemos venido en el expreso de San Francisco —replicó Borraleda—. Me han dicho, hace un rato, que llegó usted ayer y que aún no se había levantado.
—Es verdad. Sacramento posee unas condiciones maravillosas para el sueño. En ningún lugar del mundo duermo tan bien como aquí. Anoche anduve buscando otro alojamiento; luego, al fin, volví a su casa. ¿Qué tal fue la inauguración de la ópera?
—Muy… bien —replicó Borraleda, tratando de parecer interesado en lo que se le preguntaba, cuando, en realidad, su imaginación estaba muy lejos de la ópera y de cuanto en ella ocurrió.
—¿Se divirtió Isabel? —continuó preguntando don César.
—Sí… mucho. Le gustó mucho.
—Yo debí haber ido; pero me disgusta tener que saludar continuamente a personas a quienes no recuerdo haber visto nunca y que, sin embargo, me dirigen sonrisas como si estuviesen convencidas de que yo las debía recordar.
—Comprendo… es muy desagradable.
—Parece usted cansado —siguió César, como si no advirtiese los evidentes deseos del dueño de la casa de quedarse solo.
—Un poco —replicó Borraleda—. El viaje hasta Sacramento es muy pesado.
—¿Ocurrió algo interesante? —preguntó César, sentándose en un sillón.
—Mataron a…
—¿A quién? —preguntó César, sonriendo ante la brusca interrupción de su interlocutor.
—A… a una mujer. A la dueña de una casa de juego… Y luego el público linchó a sus asesinos.
—Vivimos una época de violencias —suspiró César—. Algún día nuestros nietos se asombrarán de las cosas que ocurrieron en California… Y hasta puede que lamenten no haber vivido en tan interesantes tiempos. En cambio, yo preferiría haber nacido unos años más tarde…
—Don César —interrumpió Borraleda, que durante los últimos segundos no había prestado la menor atención a lo que decía su huésped—. Quisiera hacerle una pregunta.
—Usted dirá. ¿De qué se trata?
—¿Conoce al Coyote?
—¡Por Dios! ¿Otra vez El Coyote? ¿Le anda usted buscando?
—¿No le conoce?
—Pues… la verdad es que no le conozco personalmente. Le he visto varias veces, conozco muchas de sus hazañas o lo que sean; pero, aunque le debo algunos favores y algunas molestias, nunca he tenido el gusto de tratarle íntimamente.
—¿Le considera un bandido o un hombre de bien?
Don César hizo un gesto vago.
—No tengo grandes quejas de su comportamiento conmigo; creo que no es mala persona; pero a veces pienso que se preocupa demasiado por los asuntos que no le importan.
—¿Qué quiere decir?
—Que El Coyote tiene el vicio de hacer favores a quien no se los pide, y a veces eso molesta.
—A mí me ha hecho un gran favor que no le pedí y por el cual le estoy agradecido.
—¿De veras, don Luis?
—Sí. Y quisiera darle personalmente las gracias, porque no tuve tiempo de hacerlo. Pero… ¿dónde podría encontrarlo?
César se encogió de hombros.
—Seguramente se le presentará en un momento oportuno o inoportuno. Ésa es su especialidad. Por mi parte, prefiero estar lejos de él. Donde está El Coyote siempre ocurren cosas desagradables.
En aquel momento llamaron a la puerta y entró el criado con una carta. Un tenue e inconfundible perfume extendióse por la habitación.
—¿Me permite, don César? —preguntó Borraleda, cogiendo ansiosamente la carta.
El hacendado se puso en pie.
—Precisamente iba a marcharme ya. Adiós. Me alegro de que la ópera fuese tan divertida.
Dejando a Luis Borraleda absorto en la lectura de la carta, César de Echagüe pasó al salón y de allí al comedor, donde Isabel Gámiz de Borraleda acababa de desayunar.
—¿Fue agradable la ópera? —preguntó César, después de saludar a la esposa de Borraleda.
—Todo lo agradable que puede ser una velada de ópera en un país tan salvaje como éste —respondió Isabel—. La noche fue amenizada con el asesinato de una mujer y con el linchamiento de sus asesinos.
—Ése es un fin de fiesta que hasta Londres envidiaría. Nosotros somos muy aficionados a desprestigiar lo nuestro y a alabar en cambio lo ajeno. ¿Le impresionó mucho el linchamiento?
Isabel movió la cabeza.
—No… ¿Por qué? Ni siquiera lo presencié.
Sentándose en un sillón de blancos mimbres, don César elevó la mirada en el polvillo que flotaba en un rayo de sol y preguntó:
—¿Por qué no es usted feliz, Isabel? ¿Qué le falta?
—No me falta nada, don César. Soy plenamente feliz.
—Miente usted muy torpemente —sonrió don César—. ¿Por qué no tiene confianza en un buen amigo?
—¿Dónde está ese buen amigo? —preguntó, duramente, Isabel.
—Es verdad —sonrió don César—. ¿Dónde debe de estar? —Miró a su alrededor, como buscándolo. Luego, suspirando, terminó—: Es difícil encontrar un buen amigo.
—A veces tengo la impresión de que me odia —murmuró, como abstraída, Isabel.
—¿Quién? ¿Yo?
—No, él: Luis.
—¡Ah! —replicó don César, arqueando, interrogador, una ceja.
—Ayer noche, cuando volvió… Estaba triste; me miraba como… como si yo tuviese la culpa.
—¿La culpa de qué?
—De su abatimiento, de su tristeza y hasta de su rencor.
—¿Cree que no la ama?
Isabel se encogió de hombros. Luego explicó, sencillamente:
—Lo temo.
—Sin duda debe de tener profundos motivos para portarse así —dijo César—. ¿Por qué no le habla?
—Porque me disgusta verle rehuir mis preguntas como si temiera que yo descubriese una terrible verdad.
—Tal vez lo tema, en efecto.
—¿Qué puedo yo descubrir?
—Acaso muchas cosas. Tal vez nada. ¿Qué supone usted?
—No supongo nada; pero noto que entre nosotros se está abriendo un abismo cada vez mayor. Él sólo vive para la política y a veces he notado que tiene miedo de que yo sea un obstáculo terrible en su vida política. ¿Qué cree que debo hacer?
—Eso tendría que preguntárselo a un buen amigo suyo.
—Creo que, a pesar de todo, usted lo es.
—¿A pesar de todo? —Don Cesar quiso saber—: ¿Qué es ese todo…?
Isabel se turbó visiblemente.
—Es que… a veces no he sentido simpatía por usted. Le he creído demasiado… demasiado indiferente. Tiene usted todo cuanto puede desear. La vida no ha puesto nunca dificultades materiales en su camino. Además, le he oído hablar tantas veces con escepticismo…
—El escepticismo es la defensa de los que somos lo bastante inteligentes para comprender la realidad de la vida. Ninguna ingratitud ni ningún suceso desagradable puede sorprendernos, porque de antemano los aguardamos. Pero si presentimos lo malo, también nos ocurre lo mismo con lo bueno y, en resumen, el escéptico es el que ha aprendido a conocer a los hombres tal como son, despojándolos de toda belleza y de toda maldad, es decir, viéndolos ni tan malos como algunos los imaginan, ni tan buenos como otros los presentan, o sea en su justo medio. Creo que su marido la quiere; pero también creo que usted ha cometido un error al considerar la política como un simple capricho de su esposo o como algo que sólo puede interesarle a él. Debiera haberse interesado usted por ella.
—¿Interesarme yo por la política? ¡Pero si es odiosa!
—Estoy de acuerdo con usted; pero su opinión no es la misma de Luis. Él no la considera odiosa.
—No sé qué placer puede encontrar en ella —dijo, despectivamente, Isabel.
—Yo jamás he podido comprender qué placer siente mi hermana, en Washington, recibiendo en su casa a una colección de señoras estúpidas que se pasan las horas charlando de tonterías; sin embargo, a mi hermana esas tonterías no se lo parecen, y si yo hubiese expresado mis opiniones me habría ganado la antipatía de Beatriz. Como la veo poco y deseo conservar su cariño, lo he pagado escuchando, durante varias horas, la vacía charla de aquellas damas.
—Creo que debe de ser más fácil escuchar la charla de unas damas estúpidas que interesarse por la política.
Don César lanzó un suspiro.
—Cuando nos encastillamos en nuestras opiniones y las consideramos las únicas ciertas y sabias, anulamos la posibilidad de remediar nuestros males.
—Luis no hace tampoco nada por complacerme.
—En tal caso obra mal; pero si su reacción se debe a que usted no hace ningún esfuerzo por comprenderle, en cierto modo está justificada. Usted no siente interés por la política. Bien. Entonces él no sentirá interés por lo que a usted pueda interesarle. Es su venganza.
—Y yo continuaré con la mía.
—Si cada uno tira de un lado, sin ceder nunca, el lazo que les une acabará rompiéndose.
—Que se rompa.
Don César movió negativamente la cabeza.
—Usted no cree ni desea eso que dice; pero no olvide que California ya no es lo que fue. Existen nuevas leyes, nuevas religiones. El lazo de su matrimonio se puede deshacer legalmente.
—¿Cree que Luis sería capaz de recurrir al divorcio?
—No lo considero imposible.
—¿Por qué?
—Porque podría surgir alguien que se interesara por la política y en quien el futuro gobernador de California hallara lo que tanto desea.
—¿Otra mujer? —preguntó, fríamente, Isabel.
—Acaso.
—¿Sabe usted algo?
—No; pero cuando se ve a un sediento, casi se puede dar por seguro que anda buscando agua.
Isabel se mordió los labios. Al cabo de un momento, replicó:
—Fui educada de una manera y hasta hoy no he comprendido que mi educación fuese equivocada.
—Fue usted educada por su padre, y los varones no son buenos educadores de mujeres, aunque ellos crean lo contrario. De haber vivido su madre, ella le hubiese explicado acerca de los hombres más de lo que podría haberle dicho su padre. Las mujeres suelen conocernos mejor que nosotros mismos.
—Don César: soy una mujer orgullosa. No me rebajaré nunca ante mi marido. ¿Cree que mi amor propio es criticable?
—Lo creo equivocado, nada más. Y ahora, con su permiso, marcharé a dar un paseo por las calles de Sacramento y a visitar a algunos amigos.
Don César abandonó la casa de Luis Borraleda y dirigióse hacia uno de los populares restaurantes que se encontraban en las inmediaciones del Capitolio. Allí se enteró de que aquella tarde se celebraría sesión y Luis Borraleda defendería una enmienda al plan presentado por el Gobierno respecto a la colonización del valle de Gloria.
Mientras los diputados se iban acomodando en sus escaños, don César observó atentamente a las personas que se estaban instalando en los asientos destinados al público. Un murmullo, seguido de un movimiento general entre los espectadores, atrajo su atención hacia la puerta situada a su espalda, por donde acababa de entrar, elegantísimamente vestida, la princesa Irina. Don César se levantó en seguida y saludó ceremoniosamente a la mujer, que, después de arquear un momento las cejas, como si no recordase al hombre que estaba ante ella, exclamó:
—¡Oh! Pero ¿es usted, don César? No le sabía en Sacramento.
—Llegué ayer. ¿Puedo ofrecerle el asiento inmediato al mío?
—Desde luego —replicó Irina, sentándose—. Precisamente quiero hacerle muchas preguntas.
La princesa se sentó junto a don César, y mientras aguardaba el comienzo de la sesión, inquirió:
—¿Qué ocurrió ayer en San Francisco? Creo que hubo disturbios y que El Coyote hizo acto de presencia.
—¿De veras? —Don César se encogió de hombros—. No sé nada. Si algo ocurrió, debió de ser después de haber salido yo de allí.
—¡Es cierto! Fue durante la noche. ¿No sabe que me siento muy interesada por El Coyote?
—El Coyote es un ser muy afortunado y muy de envidiar —sonrió César—. Por conseguir su interés, princesa, yo sería capaz de convertirme en El Coyote.
La risa de Irina llenó la amplia sala de debates, atrayendo hacia ella la atención de cuantos se encontraban allí.
—¡Por Dios, don César! —exclamó luego—. Usted es la persona menos indicada para hacer de Coyote.
—¿Debo tomarlo como una ofensa? —preguntó César de Echagüe.
—¡No, no! No es que yo le considere a usted un cobarde incapaz de tomar ninguna decisión audaz; pero me han contado algunas cosas de usted y, sobre todo, de su carácter. Usted es un escéptico.
—Por segunda vez en el mismo día oigo en labios de una mujer ese calificativo dedicado a mí.
—¿Quién opina igual que yo?
—La esposa de don Luis Borraleda —contestó César, haciendo como si buscara con la mirada al diputado que aquel día promovería el debate en la Cámara.
Tal vez por ello no vio el gesto de disgusto que por un momento hizo la princesa Irina. Sin embargo, cuando César volvióse hacia ella, Irina sonreía plácidamente y comentó:
—Me alegro de coincidir con una dama tan importante.
—En cambio, yo lamento que dos damas inteligentes y hermosas coincidan en considerarme un escéptico.
—¿Por qué ha de lamentarlo? Al fin y al cabo es un título que le eleva por encima de la vulgaridad. Pocos son los afortunados que poseen una visión tan exacta de las cosas. Los escépticos son casi los únicos que tienen esa suerte.
—El Coyote no es un escéptico, ¿verdad? —preguntó César.
Con perceptible apasionamiento, Irina replicó:
—No. Él es un hombre que no se preocupa de la bajeza o grandeza de los demás. Se ha trazado un plan de acción y lo sigue sin vacilar.
—¿Cómo lo sabe?
—Ya le he dicho que me he informado acerca del Coyote.
—No me lo ha dicho —protestó César.
—Bueno; tal vez no; pero es así. Me ha interesado El Coyote y he averiguado muchas cosas… Pero creo que debemos dejar para luego la continuación de esta charla. Va a empezar el debate. ¿Es importante la enmienda del señor Borraleda?
El señor Echagüe aseguró, gravemente:
—Mucho. Casi se puede decir que es vital.
—¿Por qué?
—Porque el plan elaborado por el Gobierno del Estado de California es perfecto.
—¿Y con la enmienda lo será más?
—Probablemente la enmienda lo estropeará un poco.
—Entonces, ¿cómo puede ser vital la enmienda?
—Por eso, porque para nuestro interés lo estropeará.
—Entonces, ¿cree usted que no será aprobada?
—Al contrario, la aprobarán. Un plan perfecto llevado a la práctica perfectamente, es algo nunca visto. Mi amigo, el señor Borraleda, introducirá en el plan algunos defectos, y así será aprobado. Luego, cuando él llegue a gobernador, pedirá la revisión del plan, corregirá el defecto o defectos introducidos por él mismo, y entonces tendrá la gloria de haber perfeccionado un plan incompleto salido de las manos del Gobierno anterior al suyo.
—Eso no es del todo verdad —sonrió Irina.
—Al contrario. Es mucho más verdad de lo que usted imagina; sólo que yo lo presento un poco irónicamente. Se hablará mucho, se tergiversarán conceptos, se cambiará la letra del plan, y, a última hora, se enredarán tanto las cosas, que ya nadie sabrá lo que deseaba hacer el Gobierno. Además, intervendrán otros diputados que en vez de arreglarlo complicarán aún más el proyecto y, al fin, éste será una vaga sombra de lo que fue.
—Silencio; va a hablar el señor Borraleda —dijo Irina.
—Veo que se interesa usted mucho por nuestra política —sonrió César, entornando los ojos y aspirando el perfume de Irina—. Como seguramente no se va a preocupar lo más mínimo de mi persona, si al terminar el debate me encuentra dormido, no se extrañe ni se ofenda.
Pero Irina no le escuchaba. Había sacado de su monedero una libreta con tapas de cuero repujado y un lapicero de plata. De cuando en cuanto anotaba algo en la libreta. Casi siempre eran frases que provocaban aplausos entre los diputados del partido de Borraleda.
Don César, al cabo de un rato, apoyó la frente en una mano y pareció sumirse en hondas cavilaciones relativas al curso del debate; pero los que se hallaban cerca de él tenían la convicción de que César de Echagüe estaba profundamente dormido.