La taberna de Burwell había sido ya abandonada por sus habituales clientes; pero esto no quiere decir que estuviese vacía. A ella habían ido acudiendo numerosos hombres cuyos rostros y manos hablaban claramente de su profesión de trabajadores de la tierra. Casi ninguno de ellos iba armado, y de los dos que llevaban revólver al cinto, uno era un viejo comisario de lacio bigote, en tanto que el otro era un hombre de unos treinta años, alto, desgarbado, pero en cuyos ojos brillaban unas peligrosas lucecillas. Llevaba el revólver sujeto a la pierna, y aunque decía ser de Wyoming, el comisario afirmaba, sin temor a equivocarse, que se trataba de un tejano, aunque no había intentado nunca averiguar si el nombre de King era el verdadero del supuesto habitante de Wyoming, ni si entre los boletines de captura que guardaba en un cajón estaba el correspondiente a aquel hombre que, con él, era la única barrera que se oponía a las ambiciones del grupo de Kinkaid.
Burwell colocó sobre el mostrador varias botellas y vasos, y los otros se fueron acercando, bebiendo sin prisa, paladeando el licor con que les obsequiaba el tabernero.
—Keno Kinkaid tiene otra vez la pepita de oro que contiene el plano de la mina —anunció, de pronto, Burwell.
—¿Es por eso por lo que nos hiciste llamar? —preguntó uno de los campesinos.
—Sí.
—¿Quién se la proporcionó?
—Un viejo buscador de oro que, en lugar de esconderla, vino aquí y la exhibió ante todos. Kinkaid se la compró, aunque pudo ahorrarse el hacerlo; pero ya sabéis que le gusta cubrir las apariencias.
—Si el viejo Dobbs no hubiera sido tan terco, ahora podríamos ser nosotros los dueños del oro —dijo otro de los reunidos.
—Ya sabéis mi opinión acerca de eso —intervino el comisario—. No nos daría suerte. Es oro maldito.
—La peor maldición del oro es no tenerlo, Roy —dijo otro campesino—. A todos nos iría muy bien.
—Acabaríais matándoos los unos a los otros por ese oro —dijo King, el tejano—. Eso ya ha ocurrido otras veces.
—Aquellos otros hombres eran demasiado ambiciosos. Lo querían todo para uno solo.
—Y en cuanto vieseis el yacimiento y el oro, también os ocurriría lo mismo a vosotros —dijo Roy—. He visto hombres serenos, tranquilos, que no perdían la cabeza por nada, pero que, de pronto, un día se encontraron ante un montón de oro y entonces perdieron todo el sentido y se portaron como unos locos.
—Bien; lo importante es que Keno Kinkaid tiene el plano que Dobbs pensaba entregar a fray Jacinto, de la misión de Capistrano —dijo Burwell—. Y eso quiere decir que Kinkaid ya sabe dónde está el oro. Lo explotará y arruinará esta tierra, porque hará que acudan mineros de toda la nación. Será peor que Dodge City.
—Un grupo de hombres decididos terminaría esta misma noche con Kinkaid y los suyos —dijo King—. Yo los conduciré, si ellos tienen valor para seguirme.
—No hace falta eso, King —dijo una voz que llegaba de un rincón de la sala—. No hace ninguna falta.
Todos se volvieron hacia el lugar de donde procedía la voz y vieron a un hombre vestido a la moda mejicana y sentado en una silla, con una pierna cruzada sobre la otra. Un negro antifaz le cubría el rostro, sobre el cual extendíase, además, la sombra producida por el ala del sombrero.
La advertencia del enmascarado detuvo al tejano cuando éste ya tenía la mano casi sobre la culata de su revólver.
—¿Es usted El Coyote? —preguntó King, sin retirar la mano del lugar hasta el cual la había llevado.
—Sí, King, soy El Coyote.
Tras una breve pausa, el enmascarado siguió:
—Vengo en plan de amigo, Roy. No intente repetir lo que ya le falló una vez.
El comisario retiró la mano de junto a la culata del revólver que guardaba en una invisible funda sobaquera. Aún recordaba lo cerca que había zumbado la bala que años antes le había disparado El Coyote cuando quiso sorprenderle con un inesperado ataque.
—Gracias, Roy. Es usted un hombre honrado y me duele tener que matar o herir a los hombres que pueden ser útiles a la sociedad.
Dirigiéndose a todos los reunidos, El Coyote prosiguió:
—He venido a ayudarles en su lucha, pero temo que no se sientan muy inclinados a luchar. Por lo que he oído, les falta la suficiente energía para imponerse a Kinkaid. ¿No es cierto, King?
—Ellos están acostumbrados al arado y la pala, no al revólver ni al rifle —respondió el tejano.
—Ya lo sé —respondió El Coyote—. Han venido a conquistar la tierra y a regarla con el sudor de su frente. Eso es lo noble y lo honrado; pero la tierra hay que defenderla a veces con las armas en la mano. Y, a propósito, Burwell. ¿Son ustedes realmente dueños de las tierras que ocupan?
—Hace años los padres las registraron en Monterrey. Recibieron los títulos de propiedad y más tarde nos los cedieron a nosotros para que explotáramos las tierras.
—¿Qué terreno abarcan las tierras de los padres?
—Toda la Sierra Mariposa y la tierra que se extiende desde allí hasta el desierto, pasando por San Antonio.
—¿Han revisado sus títulos de propiedad? —preguntó El Coyote.
—¿Por qué hemos de revisarlos? Están en orden.
—Estaban en orden hace veinte años; pero de entonces acá han ocurrido muchas cosas. Los títulos registrados en las oficinas de Monterrey ya no son válidos.
—¡Eh! —gritó Burwell—. ¿Qué está diciendo?
—La verdad. En la oficina de Monterrey se cometieron tantos abusos, que el Gobierno tuvo que anular las cesiones de tierras dictadas por aquel registro. Se ha dado a los campesinos un año de plazo para la revisión de sus títulos. El que no haya entregado por todo el día treinta y uno de julio los títulos registrados en Monterrey, y, a ser posible, los documentos de concesión mejicanos o españoles, o sea anteriores a la ocupación norteamericana, perderá todo su derecho a sus tierras. El que presente los títulos antiguos, además de los del año cincuenta, se verá confirmado en seguida en su derecho. El que sólo tenga los títulos expedidos por Monterrey, tardará algún tiempo en poderse llamar dueño de sus tierras, pues se realizará una investigación. Y si algunas tierras no han sido debidamente registradas a las doce de la noche del día treinta y uno, o sea, dentro de seis días, dichas tierras pasarán a dominio público, y a las cero horas, un minuto del día primero de agosto, podrán ser reclamadas por cualquiera que se presente en Sacramento.
Un profundo silencio reinó en la sala cuando El Coyote dejó de hablar. Todas las miradas estaban fijas en él, pero nadie pronunciaba una sola palabra. Aquel silencio fue roto por una cercana detonación. Todas las cabezas se volvieron hacia el lugar de donde procedía. Oyéronse pasos precipitados y un hombre entró en la taberna, fue hacia el mostrador y se sirvió con temblorosa mano una copa de whisky.
—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Burwell.
El hombre, que temblaba convulsivamente, tenía aspecto y olor de pastor de ovejas. Se cubría la cabeza con un viejo sombrero mejicano, cuya cónica copa aparecía limpiamente perforada.
—Mira —dijo el pastor, señalando el agujero.
—¿Quién disparó contra ti? —preguntó King.
—No lo sé; pero por poco me deja en el sitio.
—Siempre te dije que llevabas el sombrero demasiado alto —comentó uno de los presentes—. Con un sombrero de copa más bajo ni te habrías dado cuenta de nada.
—Fui a dormir al pajar —siguió el pastor, sin hacer caso de la interrupción—. No sabía que hubiese nadie dentro… Empujé la puerta y desde dentro me dispararon un tiro terrible. Sólo tuve tiempo de agarrar el sombrero y salir huyendo.
Burwell se echó a reír.
—Eso ha sido cosa de Rawlins —dijo—. La puerta del pajar chirría terriblemente. Debió de despertarse y disparó. A ciegas debe de ser un tirador formidable. Pero… ¿y El Coyote? ¿No estaba…?
—Debió de desaparecer cuando entró ese —replicó Roy, indicando al pastor—. Todos nos distrajimos y él aprovechó el momento. Ya no tenía nada más que decirnos.
—¿Qué os parece lo que nos advirtió? —preguntó King.
—Tenemos que enviar en seguida los documentos a Sacramento —dijo Burwell—. Por fortuna los guardo en la caja de caudales. Cuando nos cedieron las tierras pedí que nos diesen también los títulos de propiedad españoles. Creí que sólo servirían como curiosidad, pero me parece que nos van a ser muy útiles.
—¿Cómo enviaremos los títulos a Sacramento? —preguntó Roy.
—Mañana llega la diligencia. Bernie los depositará en el registro de Sacramento.
—¿Se los confiarás a él? —preguntó King.
—Sí. Es hombre de toda mi confianza. Y, además, lo bastante inteligente para comprender lo que debe hacerse.
—¿Por qué no va uno de nosotros? —preguntó un campesino.
—Porque no llegaría vivo a Sacramento —replicó Burwell—. Keno Kinkaid le haría matar y le quitaría los documentos. Y lo mismo sucedería si enviáramos a varios hombres a caballo. Keno ha tomado ya precauciones, y ni un jinete podrá cruzar la Sierra Mariposa.
—Creo que tienes razón —dijo King.
Burwell había abierto su caja de caudales y de ella sacó un paquete envuelto en un trozo de tela de algodón. Dentro se encontraban los viejos títulos de propiedad extendidos por el virrey de Nueva España a favor de los franciscanos, y otros, más recientes, extendidos por el Registro de Tierras de Monterrey.
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Lin Rawlins se arregló las patillas y el bigote, y antes de tenderse entre la paja, desató el revólver que había sujetado a uno de los postes, de forma que apuntase hacia la puerta. Un cordel iba desde el gatillo del viejo revólver hacia la puerta, después de dar varias vueltas por el poste y por un gancho situado junto a la puerta, de forma que al ser ésta abierta se produjera un disparo automático del revólver.
—No ha estado mal —sonrió Lin Rawlins. Luego, tendiéndose entre la paja, no tardó ni dos minutos en quedar profundamente dormido.