Capítulo VI:
Keno Kinkaid recibe una visita inesperada

Inclinándose hacia su compañero, Keno Kinkaid musitó:

—Ya tengo el oro.

—¿La mina? —preguntó Bull, conteniendo difícilmente su emoción.

—Sí. He recuperado el huevo que tenía el viejo Dobbs.

—¿Cómo?

—No te preocupes por eso —replicó Keno—. Ya sabes que yo todo lo consigo.

—Pero cuando lo fue a buscar al desierto no sólo no consiguió el plano, sino que, además, dejó allí a Pierce.

—Aquello fue una casualidad. Un poco de mala suerte. Pero en el juego no siempre se ganan todas las partidas. Lo importante es ganar las mejores bazas. Y en este caso la baza principal era la pepita de oro que contiene los planos de los yacimientos. Ésa la he ganado.

—Aún faltan otras.

—Las otras son nuestras, Bull. A estos idiotas sólo les quedan seis días para registrar los títulos de propiedad de sus tierras. Creen que con los títulos de los frailes ya tienen suficiente. No han oído hablar de la nueva revisión. Por eso convenía que no vieran los planos de la mina. Mientras crean que estas tierras sólo sirven para plantar naranjos y patatas, estarán tranquilos. Pero si supiesen que, además, Sierra Mariposa contiene una fabulosa fortuna en oro, no creo que dejaran de ir a revisar sus títulos de propiedad.

—¿Qué ocurrirá si dentro de seis días no han registrado de nuevo sus títulos?

—Si a las doce de la noche no han registrado sus títulos, perderán su derecho a las tierras, que quedarán libres. A las cero horas un minuto del séptimo día, nuestros hombres comprarán en el registro de Sacramento todas las tierras libres, especialmente las de Sierra Mariposa. Es posible que les dejemos lo que ellos desean; pero, de todas formas, San Antonio se convertirá en el centro de nuestro negocio. ¿Advertiste a los muchachos para que estuvieran prevenidos?

—Sí. Irán a la cabaña dentro de… dentro de una hora justa.

—Pues vayamos hacia allí. Prefiero esperarles. Además, quiero abrir el huevo de oro. No me sentiré tranquilo en tanto que no haya comprobado si el viejo Dobbs lo abrió o no…

—¿Quién es ese viejo mal tirador? —preguntó Bull—. ¿Le ha proporcionado él la pepita?

—No hagas preguntas estúpidas, Bull. Y no olvides que desde hoy es necesario vigilar las diligencias e impedir que vaya a Sacramento ninguno de los de aquí. La victoria está demasiado próxima para que nos expongamos a perderla por un descuido imperdonable. Vamos.

Los dos hombres se pusieron en pie y abandonaron la taberna, seguidos por una rencorosa mirada de Burwell. Cuando llegaron a la calle, Bull dirigió una escrutadora mirada a su alrededor, comentando:

—Siempre temo que estos campesinos se sientan valientes y se decidan a ahorcarnos. Si nosotros estuviéramos en su lugar no nos dejaríamos dominar así, ¿verdad, patrón?

—Claro que no; pero ya sabes cómo es esa gente. Pierde el valor en seguida, y cuando se ha dejado dominar ya no sueña en deshacerse del dominio. Vayamos de prisa.

La cabaña hacia la cual se dirigían quedaba a unos trescientos metros de la última casa del pueblo. Antes de que salieran de éste habrían podido advertir, si hubieran puesto verdadera atención en ello, que a unos cuarenta metros les seguía una sombra que se pegaba al suelo o se refugiaba tras los árboles o arbustos que bordeaban el camino, haciéndose prácticamente invisible.

Cuando Kinkaid y Bull, antes de entrar en la cabaña, dirigieron una última mirada a su alrededor, la sombra quedó disimulada entre unas matas de artemisa, de donde salió cuando la puerta se cerró tras los dos hombres. Entonces el hombre a quien pertenecía la sombra cubrió veloz y silenciosamente el camino que le separaba de la casita, llegando junto a ésta en tres minutos. Pegándose a la pared fue bordeándola hasta llegar a una ventana que acababa de iluminarse. En seguida fue corrida desde dentro una cortina que impedía que la luz se escapara a través del cristal; pero ni Keno Kinkaid ni Bull sospechaban que ya hubiera alguien vigilándoles atentamente. Por eso se acercaron a la mesa, sobre la cual se encontraba la lámpara que Bull había encendido, y Keno sentóse en una de las viejas sillas que constituían lo mejor del mobiliario de la cabaña.

—Es un hermoso sitio donde ocultar el plano de la mina —dijo depositando sobre la mesa, en el círculo de luz de la lámpara, la ovalada pepita de oro.

Sacando un cuchillo, Keno Kinkaid lo abrió y durante unos instantes estuvo examinando la pepita hasta hallar lo que buscaba; entonces apoyó el filo del cuchillo en una casi invisible ranura y apretó suavemente.

—¡Está! —exclamó, cuando, al partirse en dos la pepita, mostró que dentro de ella, en una pequeña cavidad, encontrábase un papel doblado muchas veces—. Temí que lo hubieran descubierto.

—¿Es el plano? —preguntó Bull, mirando ávidamente el papel.

—Sí. Lo destruiremos para que no caiga en manos de nadie.

—Pero si lo destruye no podremos encontrar la mina.

—¿Qué importa eso? —replicó Kinkaid—. Yo sé dónde está la mina. Y eso basta.

Desdoblando el papel lo examinó un momento y, por último, lo acercó al tubo del quinqué para prenderle fuego. Pero, antes de que pudiese hacerlo, una voz le ordenó desde la puerta:

—No haga eso, Kinkaid.

Los dos hombres volvieron la mirada hacia el lugar de donde llegaba la voz, al mismo tiempo que iniciaban la busca de sus revólveres. Pero ninguno de ellos terminó el ademán, pues la orden recibida iba apoyada por un revólver empuñado firmísimamente por un hombre vestido a la moda mejicana y cuyo rostro estaba cubierto por un negro antifaz.

—¿Qué quiere? —preguntó Kinkaid, haciendo un esfuerzo por identificar al enmascarado.

—Ese plano de la mina de los padres —respondió el otro.

—Pero… ¿quién es usted?

—Es El Coyote —tartamudeó Bull.

—¡El Coyote! —silabeó Kinkaid, cuya mano tembló perceptiblemente.

—Hace años nos encontramos por primera vez, Bull —dijo El Coyote, avanzando un paso y cerrando la puerta tras él—. ¿Recuerdas lo que te prometí?

Nerviosamente, Bull quiso desenfundar su revólver, pero El Coyote se anticipó y la mano con que Bull había querido empuñar su Colt fue llevada a la oreja que la bala disparada por El Coyote acababa de rasgar. La sangre corrió por entre los dedos de Bull, que ya no volvió a intentar moverse.

—Prometí que te mataría —siguió El Coyote, a la vez que amartillaba de nuevo el revólver—. Por ahora no cumplo del todo mi palabra, porque ya sabes que no me gusta matar a la gente indefensa; pero como has insistido en seguir el mal camino que me prometiste abandonar si te dejaba seguir viviendo, no tardaré mucho en herirte en un lugar más eficaz.

—Oiga, don Coyote, ¿por qué no llegamos a un acuerdo? —propuso Kinkaid, mirando fijamente al enmascarado—. Hay mucho dinero a ganar y podemos repartirlo…

—Nunca comparto con los demás lo que puede ser para mí solo —sonrió El Coyote—. Deme el plano de la mina.

—Si lo quiere tendrá que… —empezó Kinkaid.

—Ya lo sé. Tendré que matarle. ¿Cree que eso me importa lo más mínimo, Kinkaid? No. Le mataré sin ningún remordimiento de conciencia. Y si lo duda, en su mano está el comprobarlo. ¿Me da el plano?

Kinkaid vaciló unos segundos, pero al fin dejó caer el papel sobre la mesa, junto a la pepita de oro que le había servido de estuche.

—Gracias —dijo El Coyote—. Ahora tengan los dos la bondad de soltarse los cinturones con los revólveres. Pero no se dejen tentar por el deseo de hacer algo más.

Kinkaid y Bull se desciñeron los cinturones canana y los dejaron caer al suelo junto con los revólveres que pendían de ellos.

—Ahora vuélvanse de espaldas —siguió ordenando El Coyote.

—¿Por qué se mete en este juego? —preguntó Kinkaid.

—Porque soy un entrometido —replicó El Coyote—. Vuélvanse de espaldas.

—¿Por qué se preocupa por la suerte de esos campesinos? —insistió Kinkaid—. A nuestro lado…

—A su lado yo no me coloco ni para utilizar su sombra, señor Kinkaid. Y no trate de entretenerme hasta que lleguen sus amigos, porque no lo va a conseguir. Y ahora le ordeno por última vez que se vuelva de espaldas. Si no lo hace, le dejaré de espaldas para siempre.

—Está bien —jadeó Kinkaid—. Pero le prevengo que se ha buscado en mí a un malísimo enemigo.

—Seguramente; pero me gustan los malos enemigos. Vuélvanse y avancen hacia la pared.

Bull y Kinkaid obedecieron, dando algunos pasos hacia la pared. El Coyote se guardó en un bolsillo el plano de la mina y luego recogió del suelo los dos revólveres. Por último, acercóse a los dos hombres y se convenció de que ninguno de ellos ocultaba arma alguna grande ni pequeña. Con unas cuerdas que se encontraban en un rincón, ató concienzudamente a Bull y a Kinkaid, de manera que ninguno de ellos pudiera soltarse por sus propios medios.

—Si es usted prudente, Kinkaid, abandonará la lucha —dijo antes de marcharse—. Nada podrá contra mí y, por el contrario, va a acabar muy mal.

—Aproveche la oportunidad, don Coyote. No se le ofrecerá otra mejor para matarme.

—Si trata de que Bull le considere un hombre audaz, no está mal su bravata; pero si espera que yo le crea un héroe, pierde el tiempo. Sabe muy bien que yo soy incapaz de asesinar a un hombre indefenso. Por eso habla; pero, como según parece, las orejas no le sirven de nada, pues no quiere escuchar buenos consejos, se las cortaré si repite otra bravata como la anterior… ¿Por qué no dice ahora que aproveche la oportunidad de cortarle las orejas?

Kinkaid permaneció callado, y, al cabo de unos instantes, El Coyote sonrió.

—Veo que es prudente, amigo… Demuéstrelo del todo marchándose de San Antonio. Buenas noches. No olvide que lucha contra mí… y que hasta ahora El Coyote nunca ha sido derrotado.

—Alguna vez será la primera… y la definitiva.

—Sin duda alguna. Buenas noches, señor Kinkaid. Hasta la vista.

El Coyote apagó la lámpara y salió de la cabaña. Cerró con llave por fuera y tiró ésta muy lejos. Luego, con menores precauciones que antes, regresó a San Antonio.