Capítulo V:
Jugo de tarántulas

Todos los que estaban en la taberna volvieron la cabeza cuando el forastero entró en el establecimiento. Tras un breve examen todos quedaron satisfechos y dedicaron nuevamente su atención al licor que tenían ante ellos. No había en el recién llegado nada de notable. Era uno de tantos mineros que acudían a arañar las laderas de Sierra Mariposa en busca del oro que debía de encontrarse por algún lugar, si no mentían quienes afirmaban que en Sierra Mariposa había más oro que en el resto del mundo.

El buscador vestía con pantalones muy recios, una camisa de franela, un sombrero de alas anchas. Lucía una barba bastante larga y canosa; su cabello también era canoso, y un lánguido bigote le ocultaba parte de la boca.

Además del equipo antes citado, llevaba unas deslucidas botas, cuya suela medía casi un par de pulgadas de grueso y estaba formada por diversas y no muy pulidas aplicaciones de capas de cuero. Aquellas botas no las había reparado ningún zapatero, porque los zapateros escaseaban mucho en aquellos lugares. Por eso si uno quería evitar que la suela de sus botas fuera sustituida por la planta de los pies, tenía que arreglarse las botas, a menos que dispusiera de la fortuna suficiente para comprar otras nuevas.

Por último, el minero iba armado con un imponente revólver de seis tiros, calibre 44, cuya culata proclamaba su venerable antigüedad que se remontaba, por lo menos, a los tiempos de la guerra contra Méjico, y que había sido reformado para adaptarlo al uso de cartuchos metálicos.

—¿Qué beberá? —preguntó el tabernero, acercándose al recién llegado, que encontró un lugar vacío en el extremo del largo mostrador.

—Cerveza —pidió el forastero.

—¿Por qué pide cerveza? —preguntó el tabernero.

—Porque me gusta.

—Le juzgarán muy mal si bebe cerveza sola.

—Añádale un poco de ginebra y whisky —propuso el recién llegado.

—Eso ya está mejor, pero le costará un dólar cada cosa. Tres dólares en total. ¿Los tiene?

—Sí.

—No se ofenda si le digo que me gustaría verlos.

—No me ofendo si me asegura que no duda de que los tengo.

—No dudo, señor… ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿O acaso no lo dijo?

—Me llamo Lin Rawlins y no lo dije. Ahora le enseñaré mis dólares. ¿No importa que sean mejicanos?

—Con tal de que sean de plata y pesen lo que debe pesar un buen dólar nacional, me tiene sin cuidado. En San Francisco se pueden cambiar por dólares de los nuestros.

El llamado Lin Rawlins sacó una bolsa de gamuza y la dejó sobre el mostrador, abriéndola con los dedos y mostrando su contenido al tabernero.

—Vea —dijo—. Cien dólares en oro y veinte en plata.

—Y en esa bolsita debe de llevar billetes de banco, ¿no?

El tabernero señalaba una bolsita también de gamuza que estaba entre el dinero.

—No —respondió Lin Rawlins—. Es oro. La más hermosa pepita que han visto mis ojos.

Sacó la bolsita y, abriéndola, extrajo de ella una pepita de oro del tamaño de un huevo de gallina.

—Hermosa, ¿eh? —preguntó tendiéndola al tabernero.

Éste retiró la mano y en voz baja y nerviosa, dijo:

—Que no se la vean, amigo. Trae desgracia.

—Eso creo; pero estoy seguro de que su maleficio ya ha terminado. ¿La conoce?

—Me la enseñó el viejo Dobbs. Y ahora Dobbs está muerto. —Con voz temblorosa, agregó—: Escóndala en seguida —y a continuación—: Creo que la cerveza no le gustará mucho. Está caliente…

Lin Rawlins sintió, en aquel momento, el duro y escalofriante contacto del cañón de un revólver apretado contra sus riñones, mientras una voz le pedía:

—Permítame ver ese hermoso huevo, forastero.

Lin Rawlins permaneció inmóvil, con las manos sobre el mostrador. Una tercera mano apareció junto a las suyas y apoderóse del huevo de oro. Luego cesó la presión del revólver, al mismo tiempo que la voz indicaba:

—Ya puede beber cerveza o lo que quieran servirle.

El buscador de oro se volvió muy despacio, conservando las manos lejos de la culata de su revólver. Frente a él vio a un hombre vestido con la negra levita y floreado chaleco de los jugadores profesionales. Era un hombre de unos cuarenta años, alto, delgado, muy pálido, con breve perilla y cuidado bigote. Había enfundado el revólver; pero mantenía el brazo derecho colgante. En la manga de la levita debía de ocultar algún Derringer, que caería en su mano mediante un simple movimiento.

—¿Le gusta? —preguntó Lin.

—Es muy hermoso —replicó el otro sosteniendo el huevo de oro entre los dedos pulgar y corazón de la mano izquierda.

—Estoy buscando la «gallina» que los pone —comentó Rawlins.

—Esa «gallina» murió hace tiempo. ¿Dónde encontró el huevo, forastero?

—En Sierra Mariposa. Me lo dio uno que andaba muy de prisa hacia Sacramento.

—¿Quién era ese hombre?

—No sé si era hombre o mujer. Le vi a oscuras y su tipo y su traje parecían de hombre; pero la voz era de mujer. Claro que una voz no quiere decir nada, ¿verdad?

—Hay voces que no dicen nada y otras que dicen mucho. Yo soy Keno Kinkaid. ¿Qué dice su voz?

—Que yo soy Lin Rawlins. Vengo de la Alta California. Casi del Oregón.

—Esta pepita de oro era mía —siguió Kinkaid—. La perdí en el desierto. Alguien la encontró y se la dio a usted. ¿Hacia dónde va?

—Hacia el Sur. Me atrae el desierto de Mojave.

—Le daré cien dólares por la pepita. Es un amuleto. Me ha hecho ganar muchísimo dinero.

—Lo creo. También a mí me ha traído suerte.

—¿En qué sentido?

—Cien dólares, ¿no?

—Es verdad. Tome.

Kinkaid guardó la pepita de oro y tendió a Lin Rawlins un billete de cien dólares, que el minero metió en un bolsillo con evidente satisfacción.

—¿No le refrescaría la memoria otro billete de cien dólares, Rawlins?

—Si me dice qué quiere saber, tal vez mi memoria funcione bien.

—¿Qué le dijo el que le dio la pepita? ¿Por qué se la dio?

Lin Rawlins miró al tabernero y luego a Kinkaid.

—¿Quiere saber toda la verdad?

—Sí.

—¿Aquí o en una mesa?

Keno Kinkaid marchó lentamente hacia una mesa algo apartada. Sentóse ante ella y con un ademán indicó otra silla. Lin Rawlins se instaló en ella.

—Hable —dijo—. Nadie puede oírnos.

—Era un viajero extraño. Ya dije que no sé si era hombre o mujer. No me pregunte por qué no estoy seguro de eso. Fue una intuición. Iba a caballo y tenía prisa. Llegó a mi campamento atraído por el resplandor de mi hoguera. Me pidió café y yo le dije que el café es muy caro. Sacó una bolsa con dinero, y de la bolsa sacó un dólar de plata. Había mucho dinero en la bolsa, ¿comprende? Dijo que iba a Sacramento. Que tenía prisa. Que no pasaría la noche en el campamento. En cuanto su caballo descansara, reanudaría la marcha. Y cuando reanudó la marcha… la bolsa se quedó atrás. La encontré en mi bolsillo antes de saber cómo había llegado allí. Muy extraordinario, ¿eh?

—Mucho.

—Me dio tanto miedo ese milagroso suceso, que monté a caballo y también abandoné el campamento.

—¿Mataste a aquel viajero?

—¡No, por Dios! Si lo hubiera matado sabría si era un hombre o una mujer. Sólo le enseñé el revólver y él insistió…

—¿Qué? ¿Insistió en darte la bolsa?

—Sí, eso debió de ser. A lo mejor pensó que yo era un ladrón.

—Creí que la bolsa había llegado por sí sola a tu bolsillo.

—De momento yo también creí eso. Pero luego, mientras venía hacia aquí, fui pensando que era muy posible que el viajero creyera que yo le había enseñado el revólver con algún motivo interesado. Un error muy excusable. Por ese detalle también sospecho que no era un hombre, sino una mujer. Un hombre no se habría asustado tan fácilmente… Por cierto que ahora recuerdo que me preguntó si me enviaba usted… Sí, dijo: «¿Es Keno Kinkaid quien le hace hacer esto?». Yo dije que no tenía el placer de conocer a Keno Kinkaid, pero insistió en no creerme. Esa incredulidad es también impropia de un hombre. Siempre son las mujeres las más desconfiadas. Y luego dijo una tontería. Me ofreció quinientos dólares por la pepita de oro. Ya se había olvidado de que acababa de regalarme la bolsa. Esos olvidos son también propios de mujer.

—Muy interesante, Lin… Te has ganado los cien dólares. Y te ganarías cien más si recordases más cosas.

Lin Rawlins guardó el segundo billete que le tendía Keno Kinkaid. Pero en su rostro se pintó una profunda decepción.

—No sé nada más —declaró—. Sólo que, no recuerdo cómo fue, pronunció el nombre de San Antonio Abad y decidí venir aquí para ver si encontraba a ese Keno Kinkaid, que tanto interés tenía por la pepita de oro.

—¿Por eso la enseñaste?

—Sí. Cuando uno quiere que de noche vengan mariposas, no tiene más que encender una vela, y las mariposas llegan volando rectas como una flecha. Eso no quiere decir que yo le compare a usted con una mariposa.

—No —replicó Kinkaid—. Las mariposas se abrasan en la llama, y en este caso tú estuviste a punto de ser abrasado de un tiro. Fue la curiosidad la que me contuvo cuando ya me disponía a apretar el gatillo. Todos saben que esta pepita es mía. Y saben también que alguien me la robó. Un disparo hubiera estado justificadísimo.

—Pero los muertos no hablan, ¿verdad?

—No. Los muertos no pueden decir nada. A veces es bueno que no digan nada; pero en otras ocasiones es lamentable su silencio. Ésta hubiera sido una de esas ocasiones… ¿Cuándo te marchas de San Antonio?

—No sé. Pensaba marcharme en seguida; pero teniendo dinero tal vez me quede unos días.

—Me hacen falta algunos hombres que sepan manejar bien el revólver o el rifle. Pago buen sueldo… Cien dólares mensuales y las judías y tocino que sean capaces de comer.

—Entonces… ha encontrado a su hombre… Prepare otro billete y un buen plato de tocino. No me importa que los adornen con algunas judías. Así verán las muy condenadas que por una vez están en minoría. Las judías son una de las plagas que los judíos echaron al mundo. En el Maine las he comido guisadas con tocino y con melaza. En Méjico me las sirvieron con chiles. En Boston pedí una vez un plato típico y me trajeron judías. Siempre judías. Y muchas en el plato. En cambio, siempre poco tocino.

—Métele una bala a aquella botella de ron que está en el último estante, el que queda encima del espejo del bar. No quiero otra prueba para darte ahora mismo otros cien dólares.

—Dela por rota —aseguró Lin Rawlins, desenfundando su viejo revólver.

Lo amartilló con fanfarrona indiferencia y apuntó un momento hacia la botella. El tabernero hizo un gesto de resignación, y sacando un pañuelo, empezó a secarse la calva.

Cuando Keno Kinkaid observó el temblorcillo de la mano de Lin Rawlins, quiso decir algo, pero el buscador de oro y encontrador de bolsas de dinero acababa de apretar el gatillo.

Todos los que se encontraban en la taberna tenían la mirada fija en la botella de ron, cuya chillona etiqueta ofrecía un blanco ideal. Pero sin duda la bala de Rawlins sintióse atraída por el más blanco pañuelo que utilizaba el tabernero para secarse el sudor de la cabeza, pues lo arrancó limpiamente y lo lanzó contra el espejo, que cayó hecho pedazos, ante el horror del dueño del local y la alegría de los espectadores.

—¡Caray! —exclamó Lin Rawlins—. Parece que no le he dado a la botella.

—Y tampoco a Burwell, si es que era a él a quien deseaba despenar —replica Kinkaid—. Porque no creo que quisiera hacer una demostración dando a un espejo de dos metros de ancho por uno de alto.

—No; realmente no quería darle al espejo. Pero repetiré el tiro…

—¡No! —gritó en aquel momento el tabernero, encarando hacia Kinkaid y Rawlins una escopeta de dos cañones cargada con toda clase de metralla—. ¡Usted no vuelve a pasarme un peine de plomo por la cabeza, forastero! Antes de esa le…

—¡Cállate de una vez Burwell! —ordenó Kinkaid—. Ha sido sólo una broma.

—Una broma que le costará doscientos dólares a su amigo, señor Kinkaid.

—¿Desde cuándo mis amigos pagan nada de lo que se rompe sin querer? —preguntó Kinkaid, levantándose y avanzando hacia el tabernero, que se olvidó en seguida de que tenía entre las manos una pieza de artillería capaz de barrer por completo la sala.

—Ha sido sólo un… un decir —tartamudeó Burwell—. Es que era un hermoso espejo y lo echarán de menos…

—Eso es verdad. Toma cien dólares y compra otro espejo. Y no olvides que me molestan ciertas cosas. No vuelvas a sacar esa chimenea —terminó Kinkaid, golpeando con el dedo el doble cañón de la escopeta—. Te podrías manchar el chaleco.

—Sí… sí… Tiene razón… —tartamudeó Burwell, ocultando la escopeta.

En aquel instante se abrió la puerta y el entarimado retembló bajo el peso de un hombretón de aspecto salvaje que avanzó hacia el mostrador, preguntando con fuerte voz:

—¿Quién ha disparado un tiro? —Luego, al ver el espejo, gritó—: ¿Y quién ha roto el espejo?

Miró a su alrededor, y al fijarse en que Lin Rawlins aún empuñaba su revólver, fue hacia él y, agarrándole por la pechera de la camisa, bramó:

—¡Conque fuiste tú! ¿Eh? Pues ahora verás lo que te cuesta haber roto el único espejo de San Antonio.

La suave mano de Keno Kinkaid frenó el puñetazo que el hombretón se disponía a descargar.

—Ten calma, Bull —ordenó Keno—. Es amigo mío. Quiso demostrar su puntería, pero falló el tiro. Eso le ocurre a cualquiera.

Uno de los espectadores explicó:

—Estuvo a punto de meter la bala en los sesos de Bur.

—Si lo hubiera hecho, le habría abrazado —replicó el llamado Bull—. Pero hacer pedazos mi espejo… —Soltando a Lin, volvióse hacia el tabernero, ordenándole—: Procura darte prisa en traer otro espejo. Hace mucho tiempo que tengo ganas de correrte fuera del pueblo y ésta es una buena ocasión. ¿Cuándo acabaremos con esa gentuza que quiere plantar naranjos y cebollas en esta tierra, Keno?

—Déjate de tonterías, Bull —ordenó Kinkaid—. Vuelve adonde estabas.

—Es que pensé que había bronca —explicó, más suavemente, el hombretón, empezando a retirarse.

Cuando hubo salido, Lin comentó, con un movimiento de cabeza hacia la puerta:

—Debía de utilizar el espejo para hacer prácticas de valor, ¿no? Si yo tuviese su cara no me atrevería a mirarme en ningún espejo.

—Procura no repetir eso delante de Bull —aconsejó Kinkaid—. No le gustaría… Cuidado, ya vuelve. ¿Qué te ocurre, Bull? —preguntó Keno, cuando el hombretón avanzó de nuevo hacia el mostrador.

—Es que me olvidaba de mi medicina —replicó el otro—. Oye, Bur, sírveme un vaso de mi jugo de tarántula particular.

Burwell sacó de debajo del mostrador un frasco cuadrado lleno de un licor parecido, por su nitidez, al agua. En el fondo del frasco se veían unos granos de anís. El llamado jugo de tarántulas era alcohol puro perfumado con anises.

Bull bebió de un trago un vaso fenomenal lleno hasta los bordes, y Lin Rawlins esperó que los ojos del hombretón saltaran fuera de las órbitas. Al no producirse esto, empezó a sentir cierta admiración por Bull.

—No te marches —dijo Keno Kinkaid cuando Bull se dispuso a salir—. Aguarda un poco. —Luego, volviéndose hacia Lin Rawlins, prosiguió—: Bien, viejo, creo que no ganarás los cien dólares mensuales ni las judías.

—¿Sólo porque no le di a la botella ni al señor Burwell? —protestó el viejo—. ¡Pero si usted mismo ha dicho que eso le ocurre a cualquiera!

—Yo no he dicho eso. Pero, aunque lo hubiera dicho, yo no quería a un hombre cualquiera, sino a un hombre capaz de darle a aquella botella de ron con un solo tiro. Buen viaje, Lin.

Volviéndose a continuación hacia Bull, lo arrastró hacia la mesa en torno a la cual se había sentado antes con Rawlins.

Entretanto, éste habíase acercado al mostrador y sonreía humildemente al tabernero.

—Le aseguro que no tenía intención de darle en la cabeza —declaró.

—Tal vez por eso estuvo a punto de conseguirlo —replicó Burwell—. Lo peor que le puede ocurrir a uno cuando un mal tirador dispara es que apunte a otro sitio.

—¿Me guarda rencor? —preguntó, con expresión compungida, Rawlins.

—No. Yo no guardo rencor a nadie. En San Antonio Abad uno ha de aprender a no guardar rencores. Si no aprende eso, tiene que aprender a dejar de vivir, lo cual es mucho peor. Estoy seguro de que no deseaba matarme.

—Entonces, ¿podrá proporcionarme un sitio donde pasar la noche? Un sitio para dormir, aunque no sea muy cómodo. Estoy acostumbrado a dormir en loa peores lugares del mundo.

—Tengo un pajar bastante aceptable.

—Me conviene. ¿Dónde queda?

—Algo apartado de la casa. Se lo indicaré desde la puerta.

Burwell acompañó a Lin hasta la puerta trasera de la taberna, y desde allí le indicó una construcción de madera algo apartada que se levantaba en un lugar solitario.

—Ahí está —dijo el tabernero, señalando la casa—. Que pase buena noche.

—¿Ha de ir alguien durante la noche a buscar paja? —preguntó Lin.

—No. ¿Por qué?

—Sólo para saber si puedo o no disparar sin reparo. Me disgustaría volver a disparar contra usted con mejor puntería que antes.

Burwell sonrió burlonamente y entretanto Lin fue en busca de su caballo y marchó hacia el pajar. Una vez dentro del pajar, cerró la puerta y desenfundó el revólver, en tanto que por sus labios pasaba una irónica sonrisa.