Capítulo IV:
San Antonio Abad

A fray Jacinto no le gustó que yo dijera de acompañarle —comentó Irina, cuando ella y El Coyote se adentraron en el desierto.

—Es natural que no le gustase —replicó el enmascarado—. Vamos a tener que pasar varias noches en el desierto, juntos y solos. Eso no está bien.

—Si no está bien, ¿por qué me pidió que le guiara?

—Si sólo hiciéramos lo que está bien, el mundo sería mejor; pero menos agradable. Además…

—¿Qué?

—Leí en sus ojos que estaba deseando que yo le pidiera que me acompañase.

—Eso no está bien en un caballero.

—Yo sólo soy El Coyote.

—En un tiempo yo ofrecí algo al Coyote[4]. Y El Coyote lo rechazó.

—Tal vez no estaba seguro de que la princesa Irina le amase.

—¿Y ahora está seguro?

—Sólo los tontos están seguros. El hombre inteligente siempre tiene alguna duda.

—Son muchos los que no dudan.

—Porque son pocos los verdaderamente inteligentes.

—Esa manera de hablar me recuerda a la de alguien, don Coyote.

—¿A quién le recuerda?

—A un hombre que hace alarde de escepticismo. Que en principio parece una cosa y…

—Hermoso atardecer, princesa.

Irina insistió:

—Decía que ese hombre parece una cosa y sin embargo es otra.

A su vez, El Coyote también insistió:

—¿No le gusta la serena tristeza de la tarde? ¿Y esta suave melancolía? Si en el mundo sólo hubiera habido amaneceres y mediodías, el hombre nunca hubiese pensado en Dios. La tarde es la que más nos acerca a Él.

—Es un hombre rico, poderoso, a quien nadie comprende. Y sin embargo…

—Sin embargo, el hombre acude a la iglesia durante la mañana. ¿Sabe por qué? Porque en la mañana todo es alegría y sólo en la penumbra del templo, una penumbra igual a la del anochecer, puede encontrar a Dios. Luego, en la tarde, el hombre sólo necesita recostarse contra cualquier piedra y clavar la mirada en el cielo. En seguida se encuentra junto a Dios.

—Aquel hombre tiene una gran amistad con fray Jacinto.

—Fray Jacinto es amigo de todos, princesa. Es amigo de los buenos y de los malos.

—De don César de Echagüe y del Coyote.

El Coyote se hizo el sorprendido.

—¿Se refiere usted a don César?

—Sí.

—La creí con más imaginación, princesa. Son muchos los que han confundido a don César conmigo. Incluso le han llevado a los tribunales acusándole de ser yo mismo. Cada vez he tenido mucho trabajo para salvarle.

—Está bien, señor Coyote. Conserve su anónimo; pero no lo conserva ya para mí. Yo sé quién es usted.

—¿Don César de Echagüe?

—El mismo.

—¿Quiere que me quite el antifaz para demostrarle su error?

—Sí; pero no lo hará. Si usted no fuese don César habría respondido de otra manera. Habría dicho que tal vez era don César, alegrándose de que yo sospechara equivocadamente.

—Eso lo hubiese dicho con una persona menos inteligente que usted. Con una persona cuyo cerebro fuese menos agudo que el suyo. Ahora usted cree que soy don César de Echagüe, ¿no?

—Sé que lo es.

—Me alegra su agudeza, Irina; pero si alguna vez vuelve a ver a don César, modere el fuego de sus ojos. El pobre hombre no sabría el motivo y se turbaría muchísimo.

—Se está burlando de mí. Trata de desconcertarme.

—No. Ya está desconcertada. Ya empieza a dudar de su agudeza mental. Y eso es lo que me conviene.

—¿Por qué le gusta hacer recaer sospechas sobre don César?

—No me gusta; pero la gente, y en eso usted también lo es, siente odio profundo a lo desconocido. Le molesta no saber la verdad. Y cuando no puede alcanzar la verdad legítima, se fabrica una acomodaticia. Son muchos los que desearían averiguar la identidad del Coyote. Usted también lo desea. Se esfuerzan hasta agotarse por descubrir la verdadera identidad, y al ver que no pueden descubrirla se irritan extremadamente porque tienen la impresión de que yo me burlo de ustedes. Entonces eligen a cualquiera que no tenga nada de coyotesco y le endosan que él es El Coyote en persona. Ya son más listos que El Coyote.

—Sabe usted enredar las cuestiones, don César.

—Gracias, señorita Garson. ¿La defraudaría mucho que yo no fuese don César de Echagüe?

—Me defraudaría bastante.

—En ese caso no me quitaré el antifaz. No quiero defraudarla. Por cierto que deseaba hacerle algunas preguntas. Me dijo fray Jacinto que se había dirigido a Méjico. ¿Por qué volvió?

—Para darle agua al viejo Dobbs.

—¿Oyó desde la frontera mejicana sus demandas de socorro?

—Tal vez.

—Y ¿qué pensaba hacer una vez en Méjico?

—Gastar el dinero que usted me permitió ganar. Por cierto que aún no le he comprendido a usted. A veces parece un caballero y, en cambio, en otras ocasiones se porta como un hombre sin escrúpulos.

—Puede que sea un caballero sin escrúpulos; pero acláreme el motivo de esa opinión suya.

—Lo que usted hizo con Vic Kennedy no estuvo bien. Me dejó usted ganar un dinero que debiera haber sido devuelto…

—Preferí hacerle ese obsequio, Irina.

—No me lo hizo usted. El dinero pertenecía a Kennedy. Fue una especie de robo.

—Puede que sea un robo; pero no siempre podemos obrar a gusto. A veces tenemos… ¡Hola! Vea aquellos buitres —El Coyote señaló hacia un punto de los arenosos montículos, de donde acababa de elevarse un buitre que, después de trazar un corto círculo en el aire, volvió a tierra—. Por lo visto, han conseguido desenterrar al viejo Dobbs.

—¿Los buitres? —preguntó, incrédula, Irina.

—Tal vez hayan llamado en su ayuda a algún buitre con dos patas y dos manos… Le aconsejo que se quede aquí mientras yo voy a investigar lo que ha ocurrido.

—Le acompañaré.

—Le aconsejo que se quede.

—Está exagerando su importancia, señor Coyote. No creo que se exponga a ningún peligro. Le acompañaré.

—Como usted quiera.

El Coyote picó espuelas y remontó una de las colinas de arena. Su caballo hundíase en el blando suelo y avanzaba entre nubes de amarillento polvo. Irina iba junto a él, y al ver que El Coyote desenfundaba uno de sus revólveres, sonrió burlonamente.

Llegaron a la cumbre desde la cual Irina descubriera a Dobbs, y a sus ojos ofrecióse un desagradable espectáculo. El cuerpo del viejo buscador de oro había sido librado de las piedras que lo cubrieron, y por la forma en que debía de haberse realizado la operación y la distancia en que se encontraban algunas de las piedras, no era de creer que el desentierro lo hubiesen realizado los buitres. Éstos habían empezado a hacer otras cosas más desagradables, ante cuyas muestras, Irina cerró los ojos y volvió la cabeza.

—Quédese aquí, Irina —aconsejó El Coyote—. Yo bajaré a ver si han dejado algo encima del pobre Dobbs.

Picando espuelas, El Coyote descendió entre un alud de arena y polvo hasta el lugar donde descansaba el cuerpo del buscador de oro. Uno de los buitres que habían estado allí resistióse hasta el último instante a abandonar su presa. Al fin lo hizo con áspera protesta, alejándose hacia lo alto de otra duna poblada de reseca vegetación; pero en el momento en que se iba a posar entre los matorrales, lanzó otro grito y remontó el vuelo.

La atención del Coyote había estado repartida entre el cadáver de Dobbs y, subconscientemente, también siguió las evoluciones del buitre. Apenas se apartó éste de la duna, El Coyote desmontó de un salto y se tendió de bruces en tierra.

No pudo hacerlo más a tiempo, pues una pesada bala de rifle zumbó peligrosamente cerca de él, en tanto que una nubecilla de humo blanco se elevaba de lo alto de la duna.

Oyóse un grito de mujer, y detrás del Coyote sonó un disparo al que replicó otro desde el montículo, y El Coyote, que se había medio incorporado, disparó tres veces contra la segunda nubécula de humo.

La distancia que separaba al Coyote de su atacante era de algo más de cien metros, y tratar de alcanzar a alguien a semejante distancia, utilizando un revólver, resultaba un sueño. Por ello, tan pronto como hubo hecho los disparos, El Coyote volvió a abrazarse a la tierra y procuró quedar lo más inmóvil posible, y, al mismo tiempo, hizo cuanto pudo por no ofrecer ninguna parte de su cuerpo al plomo de su adversario.

Al cabo de un rato de absoluto silencio, y como viera que los buitres regresaban, acaso para convencerse de que su festín había sido aumentado, El Coyote llamó:

—¡Princesa!

—¿Está vivo, don Coyote? —preguntó Irina.

—No —replicó El Coyote—. ¿Y usted?

—Yo tengo un agujero —replicó Irina.

—¿Dónde? —inquirió, asustado, El Coyote.

—En el sombrero. Pero si no llego a inclinarme a tiempo lo tendría en la cabeza.

—¿Dónde está ahora?

—Acariciando la tierra. Le imité a la perfección. En cuanto recibí el balazo en el sombrero salté del caballo y estoy entre los cactos y pinchos. ¿No le han alcanzado con ningún disparo?

—No. Asome un poco la cabeza para ver si consigue descubrir a nuestro «amigo».

—¿Y si me suelta otro tiro?

—No se quite el sombrero. Si él vuelve a disparar, le dispararé yo.

—Oiga, don Coyote. Si quiere saber si su «amigo» está muerto o vivo, asómese usted. Yo le ayudaré con mi rifle.

—¡Ah! ¿Tiene un rifle?

—Claro. Lo llevaba en mi caballo, y como el animal me siguió, lo he sacado de la funda.

—Entonces procure cubrirme el ataque.

De un salto, El Coyote se incorporó y, pasando por encima del cadáver de Dobbs, avanzó en zigzag hacia el punto de donde habían partido los disparos. Esperaba de un momento a otro ser alcanzado por una bala y llevaba el revólver amartillado para replicar si le quedaba vida para ello.

No sonó ningún disparo, y El Coyote pudo llegar hasta la cumbre de la colina. Entre los arbustos encontró el cuerpo de un hombre caído sobre un rifle Martin, y con tres balas en la cabeza.

Volviéndose hacia el punto donde se encontraba Irina, El Coyote agitó la mano en señal de que no existía ya ningún peligro. Irina apareció de nueva montada a caballo y dirigióse hacia donde la esperaba El Coyote.

—¿Le maté yo? —preguntó al ver el cadáver.

—No. Sólo le maté yo.

—¿Quién es?

—No creo que podamos identificarle. Las balas le han desfigurado por completo. Pero supongo que se trata de alguien a quien dejaron aquí para que nos diera la bienvenida.

—¿Cómo podían saber que volveríamos?

—No podían saberlo; pero tampoco podían saber si no volvería usted con alguien. Keno Kinkaid es hombre prudente, pero debió haber dejado a un tirador mejor.

—¿Cómo sabe que esto es cosa de Kinkaid?

—Por lo que usted le contó a fray Jacinto. Además, algo he oído decir acerca de Keno Kinkaid.

—¿Bueno o malo?

—Malo. ¿Le extraña?

—No. Nada me extraña en un hombre capaz de estropearle el sombrero a una dama. ¿No será ese Keno Kinkaid?

—No. Ese pobre era uno de sus agentes; pero Keno Kinkaid ha estado aquí no hace mucho. Aún se ven las huellas de su caballo —y El Coyote señaló un abundante grupo de huellas que se alejaban hacia el este.

Mientras hablaba, El Coyote registró los bolsillos del muerto; pero no encontró en ellos nada de valor ni ningún documento que probara su identidad. Sólo algún dinero, un pañuelo muy sucio, un cuchillo, una bolsa de tabaco y un librito de papel de fumar.

—No hace falta que registremos a Dobbs —siguió El Coyote—. Si conservaba algo interesante, ya se lo deben de haber quitado. Ahora se volverá usted a Capistrano. Ya ha corrido demasiados riesgos… Y los que faltan por correr son peores.

—Me encanta el peligro. Además, puedo serle muy útil, don Coyote.

—No.

—Sí. Cuatro ojos ven siempre mucho más que dos. Y mis ojos son muy agudos… Usted ni siquiera se había dado cuenta de que una bala le había rozado el cuello. Fíjese…

La mano de Irma se acercó al cuello del Coyote que, extrañado, torció la cabeza para ver si efectivamente le había rozado una bala.

Los dedos de Irina quedaron a unos centímetros del rostro del Coyote, y, de súbito, con centelleante rapidez, hicieron presa en el antifaz, arrancándolo con violentísimo tirón que rompió el cordón de seda que lo sujetaba.

Con una sonrisa, y anticipándose a su compañero, Irina declaró:

—¿No ve como yo estaba en lo cierto, don César de Echagüe?

—Debiera matarla por eso, señorita Garson —dijo con voz temblorosa de ira El Coyote.

—Nunca tendrá otra oportunidad semejante… Máteme ahora y todos creerán que me mató el amigo de Keno Kinkaid.

—¿Por qué ha hecho eso?

—Por lo mismo que Eva comió la manzana; la mujer de Lot se volvió a mirar cómo ardían Sodoma y Gomorra; y la mujer de Barba Azul abrió el cuarto prohibido. Las mujeres somos terriblemente curiosas. De la misma forma que una manzana sólo nos interesa cuando no se nos permite comerla, y una puerta sólo tiene interés para nosotras cuando está cerrada, una cara sólo llama nuestra atención cuando se halla cubierta por un antifaz.

—Creo que Barba Azul le cortó la cabeza a su mujer, ¿no?

—Sí; pero eso era en otros tiempos —sonrió Irina.

—Tiene razón. Ahora utilizamos el revólver. Quizás algún día se escriba la historia de cómo la princesa Irina Petrovna Posof murió por haber descubierto la identidad del Coyote.

—¿Piensa matarme?

—Debo hacerlo. Me obliga usted a ello.

—No sea tonto, don Coyote. Usted es incapaz de matar a una mujer.

—Hasta ahora lo he sido; pero…

—¿Qué?

—Ahora sigo siéndolo; pero no debiera ser tan blando. A la larga me perjudicará esta debilidad que tengo con usted.

Don César retiró la mano que había mantenido sobre la culata de su revólver. Irina sonrió, y con voz muy suave, dijo:

—Don César o don Coyote, le amo demasiado para traicionarle.

—Eso no es ninguna seguridad para mí. He visto a una mujer matar de un tiro a su amado para que no pudiera amar a ninguna otra. La explicación que dio al juez fue la de que cometió el crimen impulsada por el amor.

—No hay ninguna otra mujer en su vida.

—Hay otra.

—No es rival peligrosa para mí.

—¿La conoces?

—No; pero lo leo en tus ojos. Tú no puedes amar a ninguna mujer vulgar ni sencilla. Necesitas una mujer como…

—¿Como tú?

—Sí. Ninguna sería capaz de compartir tus peligros y de ayudarte como yo lo haré.

—Pero tú no puedes ser la esposa de don César de Echagüe.

—¿Por qué?

—Porque los huesos de todos los Echagüe que han existido antes que yo se agitanan furiosos si lo vieran.

—Puedo ser la compañera del Coyote —replicó, sencillamente, Irina—. No pido más. A cambio de ello lo ofrezco todo.

—Es una locura, Irina.

—Sólo yo pagaré las consecuencias. Y no me quejaré, sean cuales sean esas consecuencias.

—Hubiese sido preferible que te quedaras en Méjico, Irina.

—No. Cuando volví lo hice dispuesta a todo. Sigo mi camino con los ojos muy abiertos. Si soy feliz durante un año, o sólo durante un mes, me daré por satisfecha… No pido más. Y si algún día me doy cuenta que soy un estorbo en tu vida…

—¿Qué?

—No necesitarás decirme que me marche. Me iré por mi propia voluntad. No podría resistir el espectáculo de tu indiferencia o de tu rencor.

—¿No sería mejor recordar esto como algo que pudo ser muy hermoso y que no llegó a ser feo?

—No. Ahora ya no podemos volvernos atrás, Coyote. La suerte ha sido echada, la bola está ya en la ruleta. Del azar depende la fortuna o la desgracia.

Don César se pasó la mano por la frente.

—Me has creado una situación difícil, Irina.

—¿No son las situaciones difíciles las que más te atraen?

—Pero no tan difíciles… No me importa jugarme la vida; pero me disgusta poner en juego el corazón de una mujer.

—¿Qué importancia tiene mi corazón?

—La tiene para mí. Me siento culpable de muchas cosas, Irina.

—Lo peor es que alguna vez decidieras ser El Coyote.

—Es verdad. De don César de Echagüe no te habrías enamorado, ¿verdad?

—Ahora no lo sé. Cuando le conocí me sentí atraída por él. No tanto como por El Coyote, desde luego, pero más que por los otros hombres con quienes me he cruzado.

—Escúchame, Irina. En Méjico tengo una casa; un palacio que nunca he habitado. Lo heredé de un pariente lejano que no sabía a quién dejárselo. Está lleno de obras de arte y de polvo. Quiero que vayas allí, que te instales en ese palacio y vivas en él hasta que yo llegue. Será nuestro hogar.

Irina miró fijamente al Coyote.

—¿Y tus haciendas de California?

—Quedarán para mi hijo. Dentro de once años podrá administrarlas por sí mismo.

—¿Y El Coyote?

—Murió en el momento que tú descubriste su identidad.

—Eso no está bien, Coyote —murmuró Irina.

—¿Qué defecto tiene?

—Sacrificas demasiadas cosas por una mujer que no lo merece. Sigamos juntos el camino que hemos emprendido; resolvamos el misterio de San Antonio Abad y luego…

—¿Qué?

—Luego… nos diremos adiós con una sonrisa, y cada uno marchará por su camino, como debiera haber sido.

—¿Ahora eres tú quien sugiere eso?

—Sí. No debiera haber descubierto la verdad. Fui una loca. Ahora tengo miedo de mí misma. ¿Sabré guardar tu secreto?

—Has guardado otros más difíciles.

—Sí… En fin, estamos haciendo el tonto y perdiendo el tiempo. Sigamos el camino hacia San Antonio. Allí hace falta El Coyote. ¿No tienes algún proyecto?

—Sí; pero no es un proyecto fácil. San Antonio Abad debe de tener mucho bueno y bastante malo. Yo me situaré en la parte de los buenos. Tú… si no temes el riesgo, deberías…

—¿Colocarme en el bando opuesto?

—Sí.

—Está bien. Así lo haré. Dime qué debo hacer.

—Aún no lo sé. Existe una línea de diligencias que va desde San Diego a Sacramento por Mojave, Tulare, Merced; luego cruza la Sierra Mariposa y desciende a Sacramento. San Antonio Abad es uno de los puntos donde se cambian los caballos para remontar los difíciles caminos de la Sierra. Ahora estamos tan lejos de San Antonio como de Merced. Dirígete a Merced y compra ropa y cuando necesites para parecer lo que no eres. ¿Me entiendes?

—Sí.

—Luego, en la diligencia, llegas a San Antonio. Yo estaré allí; pero tú no me conocerás.

—¿Estarás como Coyote o como don César?

—Nadie sabrá que allí está don César, aunque se oirá hablar bastante del Coyote.

—¿Por qué no quieres que lleguemos juntos?

—Porque alguien nos ha visto juntos y no quiero que te suceda nada malo.

—Como quieras. Dime qué camino debo seguir.

Inclinándose hacia el suelo, El Coyote trazó en el polvo un breve plano.

—Debes ir hacia el Este. Puedes guiarte por las estrellas. Cuando alcances una línea de colinas que parecen montones de tierra hechos por un niño con ayuda de una maceta, verás, al otro lado, una carretera, síguela hacia el norte y no tardarás en llegar a Merced. No te des prisa.

—Adiós, Coyote.

Irina acercóse a don César y permaneció unos instantes junto a él con la cabeza algo echada hacia atrás.

Durante un minuto, cuyos segundos Irina sintió latir en su corazón, permanecieron inmóviles. Los ojos de la joven reflejaban los primeros luceros de la tarde. Luego, el reflejo cesó al interponerse entre los ojos y el cielo un obstáculo que se fue inclinando hacia delante, como atraído por aquel rojo imán.

Cuando Irina se alejó a través de las arenosas dunas del desierto, El Coyote tenía aún en sus labios el calor de los labios de Irina.

A la tarde siguiente, un jinete que descendía de lo alto de la Sierra Mariposa entraba en San Antonio Abad, y después de pasar junto a las ruinas de la vieja misión, iba a detenerse frente a una de las dos tabernas del pueblo.