No menos de nueve horas serían necesarias para llegar a Sacramento, en el supuesto de que en los paradores 97 y 96 fuera posible reponer los caballos. Irina y El Coyote lanzáronse velozmente hacia la meta que se habían fijado. En aquel momento eran las dos y cuarto de la tarde.
La carretera estaba solitaria. Kinkaid y los suyos, así como King, Roy y Burwell llevaban una gran ventaja. El Coyote no hizo nada por ahorrar las fuerzas de su caballo y a las cuatro y cuarto llegaba al parador 97.
Ted Sloan acudió a su encuentro. Al ver al Coyote llevó instintivamente la mano a la culata de su revólver. Pero se contuvo al recordar por quién luchaba en aquellos momentos el famoso enmascarado.
—No tengo buenos caballos de repuesto —dijo—. Los que les daría están en peores condiciones que los suyos. Pero en el noventa y seis encontrarán buenos caballos de repuesto. Allí tienen caballos rápidos para los jinetes del correo.
El Coyote e Irina bebieron agua fresca y antes de que se marcharan, Sloan les preguntó:
—¿Han encontrado los títulos de propiedad?
—Sí —respondió concisamente El Coyote
Después de dar de beber a los animales se reanudó la carrera. A las siete de la tarde llegaron a la vista del parador noventa y seis. En él no se detenía la diligencia y tal vez por eso nadie acudió al encuentro de los jinetes; pero cuando El Coyote e Irina, después de saltar al suelo, entraron en el local, comprendieron el verdadero motivo de que nadie les esperase. Seis hombres estaban atados sólidamente a otras tantas sillas. Tres de ellos eran los encargados del parador. Los otros tres eran King, Roy y Burwell.
—Caímos en una trampa —explicó Burwell—. Kinkaid se nos adelantó y nos cazó como conejos.
El Coyote cortó las ligaduras de los presos.
—Necesito caballos —dijo a los encargados del relevo.
—Kinkaid se los llevó todos —dijo King—. Incluso los nuestros.
—Pero tenemos un corral donde guardamos los mejores —se apresuró a decir uno de los del parador—. No creo que los haya descubierto.
—Llévenos a ese corral —ordenó El Coyote.
—¿Ha encontrado los títulos? —preguntó Burwell, cuando salieron de la casa y se adentraron por entre los árboles, hacia el lugar donde estaba situado el corral.
—Si —respondió El Coyote—. Los encontré.
Por el camino explicó brevemente lo ocurrido, terminando:
—Pero si no llegamos a Sacramento antes de las doce de la noche, todo habrá sido inútil.
—Se ha perdido mucho tiempo —suspiró Roy—. Ese Kinkaid es terriblemente astuto. Se ha librado de obstáculos todo el camino.
A las nueve de la noche se reanudó la carrera. Habíase perdido un tiempo precioso, pero gracias a los buenos caballos que ahora montaban todos, no se tardaría en recuperar lo perdido. Especialmente, merced a que el camino era ya completamente llano hasta Sacramento.
King conocía algunos atajos, que fueron utilizando a riesgo de que alguno de los caballos sufriera una caída fatal. Irina lograba a duras penas mantenerse al mismo nivel que sus compañeros; pero, no obstante, éstos tuvieron que reducir varias veces su velocidad para no dejarla atrás.
A las once de la noche les encontraron a la vista de la capital de California. Sus luces brillaban como una promesa de victoria, pero King susurró al oído del Coyote:
—No podemos llegar antes de tres cuartos de hora.
—Es suficiente —replicó El Coyote.
Se aumentó la rapidez de la carrera, sacando hasta la última onza de fuerza de los caballos. Éstos avanzaban jadeantes, respondiendo valientemente a las exigencias de sus jinetes, y media hora más tarde, sus cascos resonaban sobre el piso de la calle Kearny de Sacramento.
¡Faltaban veinticinco minutos para las doce!
—¡Hemos triunfado! —gritó Burwell.
Como si se hubiera esperado este grito, sonaron varias detonaciones y el caballo en que montaba Burwell se desplomó herido de muerte, enviando al tabernero, dando tumbos, a varios metros de distancia.
Detuviéronse todos y a una voz del Coyote desmontaron. Al mismo tiempo sonaron nuevos disparos de rifle y otro de los caballos cayó herido, relinchando de dolor.
—¡Es la última trampa que nos ha tendido Kinkaid! —gritó Roy.
El Coyote buscó con la mirada a Irina y la vio refugiada en un portal, empuñando el revólver con que había disparado sobre Bull.
—No te muevas de aquí —dijo El Coyote, yendo hacia ella—. Volveré a buscarte.
Regresando junto a los tres hombres, pues ya Burwell, aunque algo atontado, se había reunido con ellos, ordenó:
—Tenemos que avanzar, cueste lo que cueste. Kinkaid necesita ganar tiempo. La calle está a oscuras y podemos escabullimos fácilmente.
—¿Nos separamos? —preguntó King.
—No —replicó El Coyote—. Uno de nosotros tiene que llegar al Registro de Tierras. Si yo caigo, cojan los documentos y sigan adelante.
—¿Vamos por esa calle? —preguntó Roy.
—No. Ellos esperan que lo hagamos. Deben de haber puesto centinela. Sigamos rectos.
—Nos acribillarán a tiros —dijo Burwell.
—Tal vez, pero de todas formas tenemos que adelantar.
Inclinándose hacia el suelo, El Coyote avanzó corriendo y pegado a las casas. No pudo entretenerse en ahogar el ruido de sus pasos, y esto le denunció. Sonaron varios disparos. El Coyote intuyó que sólo tenía dos enemigos ante él.
Un rifle disparó a su espalda. Cuando los hombres de Kinkaid dispararon, El Coyote comprendió que sólo quedaba uno. King había sabido elegir bien su blanco.
Seguido por los otros tres, El Coyote continuó avanzando, y cuando el adversario que estaba ante él le buscó de nuevo con su rifle, se encontraba ya lo bastante cerca para que a su disparo siguiera otro fulminante y definitivo del Coyote.
¡Ya no había obstáculos!
Un reloj sonó tres veces. Faltaban quince minutos para las doce de la noche.
Siguieron avanzando a toda prisa sin hallar nuevos obstáculos; pero cuando cinco minutos después llegaron a la plaza de la Rosa, donde estaba el Registro de Tierras de California, King cayó de rodillas y en el mismo instante sonó una detonación y brilló un fogonazo.
—En la pierna —jadeó el tejano, que fue llevado a cubierto por El Coyote.
La plaza estaba tomada por los hombres de Kinkaid, y como en ella había alguna iluminación era suicida intentar seguir adelante.
—No llegarán a tiempo —rió Keno Kinkaid, desde el interior del registro, viendo cómo sus hombres oponían una barrera de fuego y plomo al avance de los hombres de San Antonio.
—¿Qué ocurre? —preguntó el empleado del registro.
—Nada —respondió Kinkaid—. Algunos borrachos están dando suelta a su alegría.
Acercóse prudentemente a la puerta y observó el curso de la batalla. Tenía fuera siete hombres… Bueno, sólo cinco; porque los dos que estaban delante del registro, y que debían haber permanecido ocultos tras uno de los bancos de piedra de la plaza, estaban caídos de bruces, y su inmovilidad no dejaba ninguna duda acerca de cuál había sido su suerte.
Mientras estaba allí, Kinkaid vio cómo se iniciaba la realización del plan de ataque. Uno de los faroles fue hecho pedazos de un disparo. En diez segundos los otros seis faroles del alumbrado público siguieron la misma suerte y la plaza sólo fue alumbrada por los fogonazos de los disparos.
Un escalofrío de terror recorrió el cuerpo de Kinkaid. En medio de aquellas tinieblas sería fácil alcanzar el registro. Consultó su reloj. Faltaban tres minutos para las doce de la noche. Sólo tres minutos le separaban de la fortuna. ¿Quiénes serían aquellos que llegaban? ¿King y los otros dos? No era probable. ¿El Coyote? Si Bull disparaba como sabía hacerlo, en aquellos momentos…
Kinkaid interrumpió sus pensamientos. Junto al banco donde estaban los dos cadáveres acababa de aparecer una sombra. Y el traje de aquella sombra era…
Empuñando su revólver, disparó nerviosamente contra aquella figura que vestía como El Coyote. Al tercer disparo se dio cuenta de que había obrado con excesiva precipitación, pues la sombra había desaparecido.
Con temblorosa mano extrajo las tres cápsulas vacías y las sustituyó por dos buenas. Cuando quiso introducir el tercer cartucho oyó pasos junto a la puerta y, dejándolo caer al suelo, retrocedió hacia el interior del edificio.
El encargado de los registros se había ocultado bajo el mostrador, protegido por las gruesas maderas del mismo.
Una sombra deslizóse pegada a la pared del pasillo que conducía desde la puerta hasta la oficina. Kinkaid disparó dos veces.
Los pasos siguieron sonando sobre el entarimado.
Otras dos veces disparó Kinkaid antes de que la sombra que avanzaba hacia él surgiera del pasillo y penetrase en la oficina.
—¡El Coyote! —Chilló Kinkaid.
Disparó otra vez y su bala arrancó el sombrero del enmascarado. Lanzando un grito de alegría, como si al herir al sombrero hubiese herido a su dueño, Kinkaid serenóse de pronto y apuntando con todo cuidado apretó una vez más el gatillo de su Colt.
En esto coincidió con El Coyote; pero su disparo fue hecho una fracción de segundo antes que el de su adversario.
Durante esta fracción de segundo que precedió a su muerte, Keno Kinkaid recordó su trágico error al no acabar de recargar su revólver. El depósito del cilindro sobre el cual cayó el percusor estaba vacío. Y su bala, que debía haberse anticipado a la del Coyote, dándole la victoria sobre su enemigo, no pudo ser disparada.
Luego, todas sus visiones de gloria y de riqueza se esfumaron ante sus ojos. Su cuerpo chocó contra el suelo y hasta sus labios subió el sabor de la sangre. De su sangre.
El Coyote avanzó lentamente. Se detuvo un momento junto a Kinkaid y le golpeó con el pie para convencerse de que estaba muerto. Luego fue hacia el mostrador. El reloj de la oficina empezó a dar los cuartos de la doce.
—¡Ya puede levantarse, amigo! —dijo El Coyote al encargado del registro, cuyo pálido rostro asomó un momento después al nivel del tablero de madera.
—¿Qué desea? —tartamudeó el hombre.
—Quiero que registre estos títulos de propiedad de las tierras de San Antonio Abad.
El Coyote había dejado sobre el mostrador un paquete de documentos, que el encargado tomó, temblorosamente, haciendo notar, con voz casi imperceptible, que ya eran las doce.
—Están siendo las doce —replicó El Coyote.
El reloj había empezado a dar las doce campanadas.
—Está bien —tartamudeó el encargado—. Está bien.
—Luego vendrán otros a buscar los títulos de propiedad debidamente registrados.
—Está bien, señor… Coyote.
Éste sacó otro papel del bolsillo y lo acercó al tubo del quinqué colocado sobre el mostrador. La llama prendió en él y, mientras se quemaba, El Coyote explicó:
—Esto no hace falta registrarlo.
—¿Qué era?
—Una mina de oro que estará mejor tal como está ahora. Por ella han muerto hoy muchos hombres. Buenas noches. Y no olvide que le he entregado estos documentos antes de que terminase el plazo de admisión.
El Coyote volvió la espalda al encargado del registro y dirigióse hacia el pasillo. Se detuvo un momento a recoger su sombrero y luego siguió adelante, perdiéndose en la oscuridad de la plaza, en la cual ya no sonaba ningún disparo.
Roy y Burwell salieron a su encuentro, preguntando ansiosamente:
…¿Llegó a tiempo?
—Sí.
—¿Y Kinkaid? —preguntó Roy.
—Está dentro. Pero ya es inofensivo.
—¿Cómo le agradeceremos…? —Empezó Burwell.
—Olvidándose de que en algún sitio de sus tierras hay oro. Pero no se olviden de que está maldito. Adiós.
Perdióse entre las sombras de la calle, que lo absorbieron como si formase parte de ellas, y un momento después hasta cesó el sonido de sus pasos. Luego, El Coyote se encaminó hacia la calle de Kearny, dirigiéndose hacia el portal donde debía esperarle Irina.
Lo halló vacío. En la puerta de la casa encontró un papel clavado. En él estaba escrito:
No me atrevo a esperarte. No estoy segura de poder hacerte feliz. Ni de que tú desees que sea yo la mujer que te haga olvidar tu pasado.
Si alguna vez me necesitas, tú sabrás encontrarme. Adiós. O hasta la vista.
IRINA.
Lentamente guardó El Coyote el mensaje. ¿Era una solución? Tal vez. Mejor solución que otras más sencillas. Llevaba mucho tiempo lejos de Los Ángeles. Y lejos de la otra mujer que era la que más derecho tenía a su amor. Sería un amor más tranquilo y quizá menos bello que el de Irina.
Pasándose una mano por la frente, El Coyote murmuró:
—Si hago eso, fray Jacinto se sentirá feliz. Y Lupe seguro que también. En cuanto a mí…
Encogiéndose de hombros, El Coyote fue hacia su caballo y montó en él. La vida ofrece a veces problemas que a unos les parecen fáciles, pero que son de muy difícil solución. Más difíciles que los otros problemas que se pueden resolver con un revólver de seis tiros, audacia y desprecio a la vida.