Nadie observó la marcha del enmascarado jinete y de la mujer a quien en San Antonio se conocía con el nombre de Olive Winton. A las once de la mañana, cuando el sol era ya casi fuego, partieron a buen paso hacia Sierra Mariposa. Ascendieron por el camino, encontrando de vez en vez la aliviadora sombra de los árboles que crecían en la ladera y que en aquel punto eran muy frondosos.
A las doce y media llegaron a la cumbre, o sea, a la entrada del Paso de los Caballeros.
—¿Sospechaba dónde se encuentra la diligencia? —preguntó Irina.
—Sí —afirmó El Coyote—. Ha de estar ahí.
Con la mano derecha señaló el puente que se encontraba en la parte central del Paso de los Caballeros.
—¿Debajo del puente? —preguntó Irina.
—Es el único lugar que resulta un poco lógico.
El puente había sido tendido sobre el cauce de un antiquísimo torrente. Sólo en el invierno y al comienzo de la primavera bajaba el agua por allí. En aquellos momentos todo el cauce del torrente estaba lleno de vegetación. Y como habían pasado muchos días desde la última lluvia, los arbustos y matorrales, que, debido a la humedad del suelo alcanzaban una altura enorme, estaban cubiertos por una densa capa de polvo.
El Coyote e Irina se detuvieron en el puente, y, desmontando, examinaron el terreno a ambos lados del puente y especialmente en sus extremos.
—Por aquí no puede bajarse ninguna diligencia —dijo Irina.
—No ha sido bajada —murmuró El Coyote—. Los arbustos estarían rotos y no ocurre así.
Efectivamente, las altas ramas de los matorrales y arbustos aparecían no sólo intactas, sino que, además, la gran cantidad de polvo que los cubría indicaba bien claramente que por entre ellos no había pasado ningún carruaje, que hubiera producido evidentes destrozos en la vegetación.
—Entonces… ¿no está aquí?
—Sí, sí. Está debajo del puente; pero no sé cómo pudieron colocarla así sin… ¡Oh! ¡Ya entiendo! Mire.
El puente no era muy ancho. Estaba formado por dos recios troncos paralelos, sobre los cuales se habían clavado, muy juntos, numerosos y recios tablones. En el extremo más cercano a San Antonio, El Coyote arrodillóse y estuvo unos instantes examinando los tablones.
—No hace mucho que han sido desclavados —dijo, de pronto—. Todo está bien claro. Desclavaron unos cuantos tablones hasta dejar un espacio que permitiera hacer bajar por la pendiente la diligencia. Cuando la tuvieron debajo del puente volvieron a clavar los tablones y por eso no rompieron ni una rama de los arbustos que crecen a los lados. Vamos.
El Coyote empezó a bajar por la pronunciada pendiente, rompiendo las secas ramas y llenándose de polvo. Irina, protegiéndose el rostro con el brazo, le siguió. En dos minutos estuvieron debajo del puente, y ante ellos apareció la masa de la diligencia 165, número que ostentaba pintado en las portezuelas.
Reinaba una cierta penumbra, pero la luz del día era tan intensa que no había dificultad en ver con bastante detalle el estado en que se encontraba la diligencia. El departamento trasero, cerrado con una lona y destinado a guardar equipajes, estaba rasgado por vanas cuchilladas. En el interior también se habían desventrado los cojines y colchonetas, sembrando de crin todo el suelo.
—Yo buscaré arriba —dijo Irina, encaramándose al pescante.
El Coyote fue bordeando la diligencia. Al fin se detuvo debajo del asiento del conductor. Era indudable que Bernie debió de esconder muy bien los documentos; pero ¿dónde?
De pronto su mirada quedó fija en la placa metálica que anunciaba la propiedad de aquella diligencia, así como su peso, año y lugar de construcción. La mano del conductor debió de llegar allí con gran facilidad, y entre la placa y la madera a que estaba sujeta quedaba un espacio de medio centímetro…
El Coyote hundió los dedos por aquel espacio y un escalofrío le recorrió el cuerpo al rozar un bulto. Sacando un cuchillo trató de introducirlo por la ranura, pero temiendo destrozar los documentos, utilizó el cuchillo como destornillador para soltar la placa metálica. Lo consiguió en un par de minutos. De pronto, un paquete envuelto en un trozo de tela de algodón cayó al suelo.
El Coyote se inclinó a recogerlo. Cuando se disponía a incorporarse, una amenazadora voz le ordenó:
—Suelte eso y levante las manos.
Al volver la cabeza vio ante él a Bull, que le encañonaba con un revólver firmemente empuñado.
El Coyote levantó poco a poco las manos. En los ojos de Bull estaba leyendo el ansia de venganza que dominaba a aquel hombretón. ¿Cómo pudo llegar hasta allí sin hacer ningún ruido? No era difícil. El suelo estaba cubierto de polvo, que era como una amortiguadora alfombra.
—Es usted muy listo, don Coyote —siguió Bull—. Nosotros no pudimos encontrar los documentos. Pero no los necesitábamos. Y ahora los que los necesitan no podrán utilizarlos, porque le voy a matar.
Un leve crujido llegó desde lo alto de la diligencia a los oídos del Coyote Bull no pudo oírlo. Por temor a que se repitiera antes de tiempo, El Coyote carraspeó para ahogar así otro nuevo crujido que se produjo.
—Me gustaría arrancarle una oreja, don Coyote —siguió Bull—. Pero antes quiero decirle una cosa. Ha caído muy bien en la trampa que le tendió Keno Kinkaid. ¿Dónde está Irina?
¿Era posible que Bull no hubiera visto a la compañera del Coyote? Tal vez hubiese estado oculto debajo del puente y por ello no pudo ver…
—¿Qué sabe de Irina? —preguntó el enmascarado.
—El jefe la vio cuando volvió con usted a la tumba del viejo Dobbs. Creyeron jugar con él y fue Kinkaid quien estuvo haciendo de gato y ustedes de ratones. Ayer le dijo lo suficiente para que El Coyote viniera aquí y yo pudiese hacer lo que tanto he deseado.
Bull levantó un poco más el revólver y una detonación llenó el espacio que quedaba debajo del puente. Bull giró sobre sus tacones, en tanto que una roja mancha se extendía por su brazo izquierdo. Lanzando una maldición quiso volverse para disparar contra El Coyote o contra Irina, que desde lo alto de la diligencia le había atacado, pero ya la mano derecha del Coyote empuñaba un llameante Colt cuyo mensajero demuerte inmovilizó para siempre los latidos del corazón de Bull.
Todo el odio que llenaba el rostro de éste desapareció, cediendo el paso al dolor y la angustia; luego, lentamente, el bandido desplomóse sobre el polvo y quedó inmóvil. La sangre ennegreció el blanco polvo, que volvió a caer lentamente, cubriendo el cuerpo de Bull, que había tendido su última emboscada.
—Ya te previne que te mataría —dijo El Coyote.
Y volviéndose hacia Irina, agregó:
—Démonos prisa. Tenemos el tiempo justo para llegar a Sacramento.