Don César de Echagüe y su hijo se instalaron en su departamento del tren que debería conducirlos en su primera parte del viaje a través del continente.
—No me gustan las despedidas en la estación —había dicho don César antes de salir de casa de su hermana—. Prefiero que nos despidamos aquí.
Padre e hijo marcharon solos a la estación Classic Union, y al llegar al andén, un empleado que se había hecho cargo de su equipaje anunció:
—Falta más de hora y media para que el tren salga de la estación. Se ha anticipado usted mucho. Solamente son las ocho.
—Pero… ¿no sale el tren a las ocho y media? —preguntó don César.
—No, señor. Sale a las nueve y media.
El jefe del tren confirmó las palabras del mozo.
—En efecto: el tren sale a las nueve y media. Acabamos de colocar los primeros vagones.
—Pero… antes salía a las ocho y media.
—Era cuando se utilizaban los tres puentes interinos. Ahora se han construido ya los definitivos y no hay que perder tanto tiempo al cruzarlos. Ya se hace sin miedo a que se hundan, como ocurría con los de madera.
—¿Podremos, al menos, instalarnos en nuestro reservado?
—Desde luego, señor —replicó el jefe del tren—. Síganme.
Don César y su hijo viajaban en un departamento aislado del resto del vagón. Iba provisto de dos literas para dormir y sillones independientes. Era uno de los nuevos coches de Pullman, y sólo los ricos los utilizaban.
Cuando el mozo acababa de colocar el equipaje en su sitio, don César exclamó:
—¡Por Dios! He olvidado mi tabaco. ¿Quiere traerme unos cuantos cigarros habanos?
El mozo tomó los cinco dólares que le tendía don César y regresó un momento después con varias cajas de cigarros para que el californiano eligiera. Don César escogió cinco cigarros bastante largos y los guardó en el bolsillo superior de su levita.
—Guárdese el cambio —dijo al mozo, el cual se retiró llevándose la mano a la visera de la gorra. Luego, dirigiéndose al jefe del tren, le dijo, mientras encendía uno de los cigarros—: Estos coches son magníficos.
—Los mejores del mundo, señor. No creo que se superen.
—Desde luego. Tome un cigarro. Son muy buenos.
—Demasiado suaves para mí —sonrió el jefe del tren—; mas, por una vez, variaré un poco. Si me necesita estaré cerca, don César.
—No espero necesitarle. Que no me molesten para nada.
—Esté tranquilo.
Apenas se hubo retirado el jefe del tren, César de Echagüe se quitó la levita, sacó otra más oscura de una de las maletas y, mientras se la ponía, dijo a su hijo:
—Ya sé que no te va a gustar lo que te voy a pedir, pero esta vez te necesito de veras. Has de fumar este cigarro y quizá la mitad de este otro. —Y don César dejó sobre la mesita adosada bajo la ventanilla otro cigarro.
—¿Me dejas fumar? —preguntó, asombrado, el pequeño.
—No me queda otro remedio. Ve sacudiendo la ceniza en este cenicero; pero cuando fumes el otro cigarro haz lo posible para que la ceniza no se te caiga y se conserve entera. ¿Entiendes?
—No; pero lo haré.
—Cualquier otro muchacho se marearía y no sería capaz de hacer lo que te pido que hagas. Haz un esfuerzo. Es necesario.
—¿Y tú qué harás, papá?
—Debo marcharme; pero volveré antes de una hora. Nadie debe saber que estoy fuera.
—¿Quieres que el jefe del tren crea que has estado fumando todo el rato?
—Eso es.
El pequeño César tomó el cigarro y se lo llevó a los labios, dándole unas prudentes chupadas que no le parecieron cosa muy difícil.
Entretanto don César eligió otro sombrero, sacó los revólveres, que guardó en los bolsillos interiores de su levita, y, por último, sacó un antifaz, que guardó también en un bolsillo. Hecho esto entró al lavabo adyacente al reservado y ante el espejo procedió a adornar su rostro con unas canosas patillas muy pobladas. Se puso unas hirsutas cejas sobre las suyas y, por fin, completó el disfraz con un belicoso bigote, cuyas guías le acariciaban las patillas.
Los que vieron al caballero que después de dar un breve paseo por el arcén se dirigía hacia la puerta de salida, no imaginaron que era el mismo don César de Echagüe que estaba consumiendo uno de los mejores cigarros de La Habana en su reservado, por cuya ventana se escapaba el humo del incendio.
Una vez en la calle, el hombre tomó un coche y se hizo conducir por la Avenida de Louisiana hasta un punto determinado de la Avenida de la Constitución. Allí se apeó, pagó al cochero y dirigióse hacia el edificio de los archivos municipales.
Pero su punto de destino estaba más allá. Entró en un jardín, saltando la cerca, y ocultó su rostro con el antifaz, aunque sin quitarse las patillas ni el bigote. Unos instantes de hurgar en una cerradura con un ganchito de acero le permitieron la entrada en la casa. Luego ascendió por una oscura y estrecha escalera hasta la meta que se había asignado.
*****
A las ocho y media se abrió la puerta de la habitación en que se encontraba El Coyote. Un hombre entró, cerrando tras él con llave, y luego se dirigió hacia la mesa. Desde la calle entraba un reflejo de luz que permitió al recién llegado localizar la lámpara de encima de la mesa y encenderla.
—Bien —murmuró—. Bien.
Fue a sentarse en el sillón colocado en el otro lado de la mesa, y cuando estaba a punto de acomodarse en él, lanzó una exclamación de asombro al ver instalado en uno de los sillones, frente a la mesa, a un hombre cuyo rostro estaba oculto por un antifaz, unas grandes patillas y un amplio bigote.
—Buenas noches, señor Blodgett —saludó el enmascarado.
—¿Quién es usted?
—El Coyote, señor Blodgett. No me esperaba, ¿verdad?
—Yo no soy Blodgett —tartamudeó el otro.
—Ya sé que el señor Wetach creía que Blodgett había muerto; pero yo sé que no murió. No murió a pesar de la paliza que recibió de manos de André Fransac. ¿Cuántos latigazos fueron? ¿Cincuenta? Ni el propio Fransac lo recuerda.
—Disimula usted muy mal su voz, don César —dijo Blodgett—. Ni su antifaz, ni sus patillas, ni ese bigote son necesarios.
—No trato de engañar al famoso jefe de policía de Washington, señor Blodgett. Ya sé que es demasiado sagaz para ello. Sólo quiero engañar a los demás, crearme eso que ustedes, los policías, llaman una coartada. En estos momentos me encuentro lejos de aquí. Nadie sabe que he venido. Sólo una personita que está sufriendo un gran martirio fumándose el mejor cigarro habano que he visto en muchos años. Precisamente la misma personita que ayer noche estuvo a punto de meterle una bala en la cabeza.
—¿Cómo supo que estuve en casa de su cuñado?
—Olvidó usted allí una colilla de cigarro vienes. Sin duda el oír silbar tan cerca una bala le hizo abrir la boca y soltar el cigarro, ¿no?
—Quise obtener unos datos acerca del misterioso don César de Echagüe.
—¿Por eso hizo que la señorita Hayden, su agente por afición, me retuviera en la Casa Blanca?
—Sí.
—¿No quería que le estorbase en su registro de mis efectos?
—Eso mismo.
—Pero yo suponía que el señor Blodgett me haría una visita y previne a mi hijo.
—¿Por qué me llama Blodgett?
—Homer Blodgett. Harold Bradford. Es curioso que los dos nombres y apellidos empiecen con H y B.
—Hay miles de apellidos que empiezan con B.
—Y un centenar de nombres que empiezan con H. Pero la coincidencia de ambas iniciales es muy rara. No se suele dar a menudo.
—¿No va usted armado, don César?
—Claro que voy armado —replicó El Coyote—. Y estoy esperando que haga usted un simple movimiento para meterle una bala en el sitio que ayer noche falló mi hijo.
—No pienso moverme.
—Obrará usted muy prudentemente. Y ya que piensa estarse quieto, le diré algo que le interesará. Le contaré la historia de Homer Blodgett. A un jefe de policía no puede dejar de interesarle una historia tan edificante.
—No siento el menor interés por ella.
—A pesar de todo, escúchela: Homer Blodgett vivía hace veinte años en Nueva Orleans. Se dedicaba a comprar artículos robados y a venderlos con mucho beneficio. ¿Se acuerda?
—He oído hablar de los peristas, y he detenido a muchos de ellos.
—Bien. Seguiré con mi historia. Un día, en el mes de febrero o marzo de mil ochocientos cincuenta, Homer Blodgett recibió la visita del ilustre señor Fransac, quien le dijo: «Necesito una colección de esmeraldas nobles peruanas de cincuenta o sesenta quilates. Estoy dispuesto a pagar hasta cincuenta mil dólares por cada una de ellas. Cuantas más me traiga, mejor para usted, Blodgett. No me importa de dónde vengan. No quiero saberlo. Sólo quiero las esmeraldas». Usted nunca había tratado en piedras preciosas; pero, en cambio, sabía dónde se encontraban ocho maravillosas esmeraldas. Estaban en una iglesia de California. Como usted es hombre sin escrúpulos y que nunca ha pensado en que un sacrilegio es algo muy malo, buscó a un compinche peor que usted. Al fin encontró a Joab Wetach. Le dijo dónde estaban las esmeraldas y le prometió ciento sesenta mil dólares por las ocho piedras. ¡Cuidado!
En la mano del Coyote apareció como por milagro un revólver de corto cañón, que quedó apuntando a Bradford, quien había hecho un leve movimiento con la mano.
—No tengo ningún arma encima de la mesa —dijo Bradford.
—Las precauciones nunca están de más —se disculpó El Coyote—. Como le decía, Blodgett buscó a Wetach y le encargó el trabajo de robar las esmeraldas. Wetach, a su vez, buscó a una pandilla de siete hombres sin escrúpulos, con quienes robó las esmeraldas, matando a un pobre indio y regresando a Nueva Orleáns. Antes de pagarle los ciento sesenta mil dólares, que le iban a proporcionar a usted un beneficio de doscientos cuarenta mil, usted hizo examinar las esmeraldas por un joyero, que le confirmó su legitimidad; luego, al quedar a solas con Wetach, le dio el dinero prometido, recibió las esmeraldas y se las llevó a Fransac.
El rostro de Bradford habíase endurecido.
—¡Fue una canallada! —dijo.
—Sí. Wetach invocó el adagio de que merece cien años de perdón el que roba a un ladrón; pero olvidó que él era el principal ladrón. Aprovechando un momento de descuido de usted, cambió la bolsa de las esmeraldas buenas por otra que contenía esmeraldas de cristal, y fueron las que usted entregó a Fransac, quien, a su vez, le dio cuatrocientos mil dólares, como le había prometido. Usted regresó a su casa, muy satisfecho del negocio; pero una hora después, o acaso menos, recibió una inesperada visita. Era Fransac, quien llegaba acompañado de unos cuantos criados negros de su confianza y tan salvajes como cuando comían carne humana en África. No le dieron tiempo de defenderse. Le desnudaron y, sin perder un segundo, le dieron cincuenta azotes terribles, con látigos de varias trallas, que le arrancaron la piel del cuerpo a grandes tiras. Le dejaron medio muerto, le quitaron los cuatrocientos mil dólares y le devolvieron las esmeraldas falsas.
—Me robaron.
—Sí. Wetach le robó, aunque nunca reveló a sus compañeros la existencia de usted. Ellos creían que trató directamente con Fransac. Cuando usted se rehízo de la salvaje paliza se encontró arruinado. Abandonó Nueva Orleáns comenzó a buscar a Wetach, pero no pudo encontrarle. Sólo le conocía a él y por lo tanto, sólo Wetach le podía colocar sobre la pista de los demás. Guardó las esmeraldas falsas y esperó. Pasaron los años, vino la guerra, usted pudo ser útil al general Grant y, como premio, recibió el cargo de jefe superior de policía de la capital federal. Un día supo que el presidente solicitaba de fray Anselmo de San Benito de Palermo las esmeraldas que formaban la Diadema de las Ocho Estrellas. Usted casi había olvidado ya aquel detalle de su vida; pero al citarlo el presidente lo sintió renacer. Poco tiempo después supo, como jefe de policía, que Joab Wetach, nacionalizado súbdito austriaco, llegaba a Washington. Debió de verle en la estación y le identificó. Él le creía muerto y usted ha cambiado mucho físicamente. No le reconoció. Usted vigiló a Wetach. Vio que iba a visitar a Fiske y un día, utilizando el nombre de Elias Fiske, le citó en un lugar apartado. Cuando Wetach llegó allí usted le apresó, le martirizó para que confesara los nombres de sus cómplices en aquella estafa y, por fin, le degolló, dejando luego en su mano una de las esmeraldas falsas. En un mes fue vengándose de todos los demás. A cada uno de ellos lo degolló y le puso en la mano una de las ocho esmeraldas de cristal que le devolviera Fransac.
»Pero al mismo tiempo usted utilizaba a Fransac, haciéndole ir a los lugares donde se cometían los crímenes. Fransac creía estar trabajando en beneficio del Sur; en una empresa que si triunfaba significaría el renacer de la Confederación. En realidad, usted lo utilizaba para que, a su debido tiempo, Fransac pareciera culpable de todos sus crímenes. En el caso de Elias Fiske tuvo que ir con más precauciones, porque Fiske se guardaba muy bien. Incluso usted tuvo que cederle algunos hombres de confianza. Logró averiguar que Fiske poseía las esmeraldas y pensaba entregarlas a la misión de donde fueron robadas, y su plan era matarle ayer noche y apoderarse de las piedras preciosas. Cuando mi cuñado se las entregó al presidente, usted sufrió una decepción, ¿no?
—Sí. La sufrí. No lo niego. Pero entonces comprendí quién era usted.
—Ya me di cuenta de ello. Usted lo tenía preparado todo para ausentarse media hora o tres cuartos de la Casa Blanca, matar a Fiske, depositar algunas pruebas comprometedoras en casa de Fransac, que no vive muy lejos, y volver a la Casa Blanca. Así lo hizo, fingiendo que iba a realizar un servicio de inspección. Subió a un coche que ya tenía dispuesto y llegó cerca de la casa de Fiske. Fue hacia una de las puertas, junto a la cual estaba de guardia uno de sus hombres. Éste, al reconocerle, no debió de sospechar nada. Pero si le hubiera dejado entrar en la casa y al día siguiente se hubiese descubierto el asesinato, aquel agente habría hablado demasiado para su propia conveniencia, señor Blodgett. Por eso le mató. Así justificaba la entrada en la casa. Llegó usted a la habitación de Fiske, quien no sospechó de sus intenciones hasta que sintió la cuchillada que terminó con él. Usted no hizo más que poner en su mano la última esmeralda falsa, y abandonando la casa por donde había entrado fue al domicilio de Fransac, a quien sabía ausente. Le metió el cuchillo en un traje, dejó una lista con ocho nombres de otros tantos asesinados, cada uno de cuyos nombres tenía al lado una cruz roja que señalaba que la ejecución se había cumplido. Con éstas y otras pruebas, al día siguiente le pudo detener. Y ahora le puede acusar de nueve asesinatos y hacerle ahorcar, con lo cual vengará los cincuenta latigazos que aún adornan su espalda. Ha sido lamentable para usted haber tropezado con El Coyote.
—¿Qué pruebas tiene de todo eso? —preguntó Blodgett.
—André Fransac hablará. Contará la historia. Sus criados negros le identificarán por los latigazos que adornan su espalda. Y por ese hilo se sacará todo el ovillo.
—Yo tenía que vengarme.
—No lo niego. Lo que hicieron con usted estuvo muy mal, y cada uno de aquellos hombres merecía cien latigazos. Si usted se hubiera vengado así, yo no se lo hubiera impedido. Pero ha matado. Y eso no es justo. Sin embargo, estoy dispuesto a concederle una oportunidad de salvación. Puede huir a Méjico o al Canadá. Para ello sólo es preciso que firme este documento redactado por mí, en el cual se reconoce culpable de ocho asesinatos. Este documento llegará a manos del presidente. ¿Quiere firmarlo?
—¿Me queda otra solución? —preguntó Blodgett.
—No. Si es usted prudente firmará y huirá antes de que El Coyote se arrepienta de lo que hace.
—Deme el documento.
El Coyote le tendió un papel doblado en cuatro. Blodgett lo tomó y, sin leerlo, firmó al pie del mismo, devolviéndoselo al enmascarado, a la vez que decía:
—Ya está.
—Debía haberlo leído —respondió El Coyote—. Se trata de una confesión en regla mediante la cual se pondrá en libertad al señor Fransac.
Una leve sonrisa cruzó los labios del que hasta aquel momento había sido jefe superior de policía de Washington.
—¿Y no teme que me vengue denunciándole? —preguntó.
—Su palabra, después de haber firmado esto, no vale nada, señor Blodgett —replicó El Coyote—. Ya no le temo. Y usted hará muy bien no buscándose más complicaciones.
—Se equivoca, don César de Echagüe —dijo Blodgett, con sonrisa triunfal—. Le buscaré muchas complicaciones. Y la peor de todas será ésta…
La palma de la mano izquierda de Blodgett estaba apoyada en el cajón central de la mesa, que se hallaba entreabierto. Al pronunciar la última palabra empujó el cajón hacia dentro. Sonaron cuatro sordas detonaciones y un inmenso asombro reflejóse en el rostro de Blodgett antes de que la muerte borrara toda expresión. Luego se desplomó hacia delante y quedó de bruces sobre la mesa, en tanto que una densa nube de humo de pólvora ascendía hacia el techo.
—Ya sé que no pensabas suicidarte —dijo El Coyote, mirando el cadáver de su adversario—. Creíste que dos de las cuatro balas las recibiría yo en mi cuerpo y que podrías ganar gloría y dinero con la muerte del Coyote; pero ya me di cuenta de que estos cuatro agujeros de la mesa eran algo más que un adorno. Era una precaución tomada por un hombre que estaba siempre temiendo que le descubrieran. Cambié la dirección de las pistolas. Los disparos contra mí fueron para ti.
El Coyote se entretuvo un momento para escribir en un lado de la declaración de Blodgett:
Éstas son las pruebas de la culpabilidad de Homer Blodgett, que durante este tiempo ha vivido bajo nombre supuesto. La justicia ya se ha cumplido.
Después de trazar su firma, El Coyote fue hacia la salida secreta, la abrió, y salió hacia la estación.
*****
El jefe del tren se creyó en el deber de comunicar a pasajero tan importante como don César de Echagüe la noticia que acababa de recibir.
—¿Qué desea? —preguntó don César.
En el reservado el ambiente era de denso humo de cigarro. El jefe del tren hizo notar.
—Sí —admitió don César—. He estado fumando mucho. Estos puros son magníficos. Fíjese en la ceniza. Cinco dedos de ceniza. La estoy conservando con todo cuidado; mas cuando el tren se ponga en marcha, los traqueteos la harán caer. Pero ¿qué me quería decir?
—Que se ha suicidado el jefe de policía de Washington. Y ¿sabe quién le ha hecho que se mate? El Coyote.
—¡Bah! No creo que El Coyote haya venido a Washington.
—Pues es cierto. La policía y los soldados le andan buscando.
En aquel instante se oyó un pitido y el tren inició la marcha. La sacudida hizo caer la ceniza del cigarro que don César sostenía entre los dedos.
—¡Es lamentable! —murmuró—. Casi una hora sin moverme, y una simple sacudida lo ha estropeado todo.
—¿Y su hijo? —preguntó el jefe del tren.
—Está durmiendo —replicó don César.
Y sonrió al recordar el verdoso rostro del pequeño César cuando le devolvió el cigarro cuya ceniza había conservado con pausadas y profundas chupadas a aquel puro que para él había sido de efectos desastrosos, aunque probaba para todo el mundo que don César de Echagüe no se había movido de su departamento desde el momento en que entró en él acompañado por el jefe del tren y por el mozo de los equipajes.