Capítulo VI:
La fiesta del presidente

—¿Y cómo le explico yo al presidente la llegada de las esmeraldas? —preguntó Edmonds Greene a su cuñado.

—Eso es lo más fácil del mundo —rió don César—. Le dices que te las ha enviado fray Anselmo con un mensajero especial.

—¿Y por qué ha de enviármelas a mí y no directamente al general Grant? El Presidente podría, incluso, ofenderse. Lo lógico hubiera sido mandárselas a él.

—Explícale que las esmeraldas fueron enviadas por medio de un fraile, a quien nadie podía imaginar portador de semejante tesoro. Fray Anselmo pudo hacer eso por haber oído ciertos rumores de que los bandidos intentaban atacar a los soldados encargados de escoltar las piedras. Y como el fraile no podía presentarse en la Casa Blanca, pues le habría sido muy difícil ser recibido por el Presidente, fray Anselmo le encargó que viniera a verte, porque nadie ha olvidado en California tu actuación como delegado del Gobierno allí[2]. Y tú no haces más que cumplir con tu deber al aceptar el encargo.

—Y la persona que está enterada de que las esmeraldas fueron robadas y estaban en poder de Fiske sabrá que no ha podido enviarlas fray Anselmo, y cómo es posible que ya sepa que El Coyote anda metido en el asunto, al enterarse de que yo entrego las esmeraldas atará unos cuantos cabos y dirá: Greene entrega las joyas. En su casa está su cuñado don César de Echagüe. Don César viene de Los Ángeles. En Los Ángeles actúa El Coyote. Pero El Coyote ha sido visto en Washington por el embajador de Austria y también por el señor Fiske. Por lo tanto, El Coyote es don César de Echagüe.

—Exacto. Eso es lo que yo estoy deseando.

—Pues yo no deseo que den un susto a Beatriz, que si es tu hermana, es también mi mujer y la madre de mis hijos. ¿No te acordabas de eso?

—Claro que me acordaba. Y también sé que tú estás diciendo todo esto para darte importancia y lograr mi admiración, ¿no?

—Eres un loco. Te podría decir mil cosas acerca de esa locura tuya de vivir dos vidas y exponerte continuamente a romperte la cabeza haciendo el mono por los árboles, o a que te la rompa alguien de un tiro. Pero todo lo que se pueda decir contra El Coyote lo has dicho tú infinidad de veces.

—Y lo seguiré diciendo; pero ahora no se trata de decidir si El Coyote es un tonto o un loco, sino de entregar ciento sesenta mil dólares en esmeraldas al Presidente Ulises Grant. No desaproveches la oportunidad de lucirte. Cuando reciba las esmeraldas te agradecerá tu intervención y tú puedes decirle que has trabajado para los presidentes Polk, que te envió a California, Taylor, Pillmore, Pierce, Buchanan, Lincoln y Johnson, a todos los cuales has servido tan fielmente como ahora le sirves a él. No te perjudicará nada el que se fije un poco en ti.

—Está bien; le entregaré las esmeraldas, pero no le diré nada de lo otro.

—Como quieras. Nunca serás alguien en política. Te falta flexibilidad.

—Sube a arreglarte, pues ya es tarde —aconsejó Edmonds.

Don César entregó a su cuñado la bolsa que contenía las esmeraldas y subió a la habitación que ocupaba en la casa en sus raras visitas a la capital de la Unión.

—¿Verás al general Grant? —le preguntó su hijo.

—Creo que sí. Pero no es la primera vez que le veo. Le conocí en California cuando era un simple teniente de artillería.

—¿Verdad que no le admiraste?

—Entonces, no. Éramos enemigos. Pero ahora todo es distinto. Es un gran hombre, un gran general, y…

—¿Qué?

—Iba a decirte que es sólo un político regular; pero es un caballero, y eso, para nosotros, es muy importante. Quiero decir que es importante para los que también somos unos caballeros. Además es muy valiente.

—Eso es importante, ¿verdad?

—Sí. Por cierto que me gustaría saber si tú eres ya muy valiente.

—Lo soy.

—¿Te verías con ánimo de disparar sobre un hombre?

El pequeño César palideció.

—¿Debo matar a alguien?

—No; sólo debes disparar; pero si le mataras no tendría importancia. Esta noche espero una visita. Es posible que venga alguien a esta casa con la mala intención de registrar mi equipaje. Si lo hiciera, se encontraría un antifaz, un cheque de un millón de dólares y algunas cosas más que me comprometerían mucho y que no puedo destruir, pues me son necesarias. No tengo a nadie de confianza para guardarlas. Sólo tú.

—Las defenderé.

—Bien. Te daré un revólver con seis tiros. Si ves que alguien entra en el jardín, dispara. En cuanto se crea descubierto huirá.

—¿Nada más?

—Y nada menos. Toma el revólver.

El muchacho cogió el revólver que le tendía su padre y lo miró cariñosamente.

—Es muy hermoso —dijo.

—Y muy seguro; pero ya te he dicho que no es necesario que tires a dar. Basta con que hagas ruido.

Mientras su hijo acariciaba el revólver, don César se vistió con gran cuidado. En los bolsillos interiores guardó dos pistolas de un solo tiro, explicando:

—No me gusta ir desprevenido, ni siquiera a una recepción del general Ulises Grant.

El general Grant encontrábase en el cénit de su popularidad. Aún no habían llegado los años en que su crédito se resintiera a causa de su escasa preparación para el cargo de Presidente de los Estados Unidos, ya que conducir a la nación entera no era lo mismo que llevar a la victoria a sus soldados. Esto nadie lo hizo tan bien como él; pero lo otro lo habían hecho muchos infinitamente mejor que él pudo hacerlo.

Era aquélla una de las primeras recepciones que se daban en la Casa Blanca y el Presidente fue saludado con gran cariño por todos los invitados.

Cuando Edmonds Greene le entregó la bolsa que contenía las ocho esmeraldas hubo una gran expectación en la sala y un murmullo de asombro se escapó de todos los labios cuando la luz se reflejó en las ocho extraordinarias piedras.

—Son maravillosas, señor Greene —declaró el presidente—. ¿Cómo han llegado tan pronto? Hasta el próximo mes no pensaba enviar por ellas.

Greene dio la explicación sugerida por su cuñado, y Harold Bradford, el jefe de policía de la capital, aprobó:

—Ha sido una buena idea la de fray Anselmo. Los caminos de California aún no son seguros.

—Allí no disponemos de un jefe de policía de su capacidad, señor Bradford —dijo César de Echagüe, que acompañaba a su cuñado.

—Además tienen ustedes al Coyote —sonrió el jefe de policía, mirando maliciosamente a César—. Resulta inconcebible que en más de veinte años no hayan podido detenerle.

—Algún día le agradeceré, don César, que me dé usted algunos datos acerca de ese famoso Coyote —dijo el presidente—. Cuando en mil ochocientos cincuenta y cuatro me separé del ejército, El Coyote ya era muy famoso. Mis compañeros de entonces decían de él que era un bandido; pero los californianos le adoraban. En una ocasión dije que si yo fuera jefe del Ejército no tardaría ni una semana en terminar con El Coyote. He sido jefe del Ejército, ministro de la Guerra y ahora soy presidente, y El Coyote aún sigue actuando.

—Porque el señor presidente no ha dispuesto aún de una semana que dedicar al Coyote —sonrió don César—. Cuando el cazador va en busca de jabalíes y jaguares, no es de extrañar que desprecie a los coyotes.

El presidente sonrió ante el halago.

—Sí —dijo—. He tenido que cazar tigres y leones de uniforme gris. Además creo que California se ofendería si la privase de su más famoso personaje. De todas formas, algún día quiero que me hable del Coyote y, también, de cómo ven sus compatriotas el problema de los chinos. Llegan muchos a California. ¿Les gusta eso a los californianos?

—A los antiguos no nos importa demasiado, señor presidente. Pero los de raza sajona no se sienten contentos.

—Gracias, don César. Antes de marcharse solicite una audiencia y… ¿Qué ha sido del fraile que trajo las esmeraldas, señor Greene?

—Regresó en seguida a California, señor presidente —respondió Greene.

—Entonces, si no tiene usted inconveniente, don César, le entregaré una carta para fray Anselmo de San Benito de Palermo. Hasta luego, don César.

El presidente se alejó para entregar las esmeraldas a uno de los oficiales que estaban de guardia en la Casa Blanca, y don César quedó con Greene y Bradford. En aquel momento reunióse con ellos el embajador de Austria.

—Hermosas esmeraldas —comentó el conde de Hagen—. ¿De dónde proceden?

—De California —explicó Greene.

—Las ha traído un franciscano a quien me gustaría mucho conocer —declaró Bradford.

—Es lamentable que ya se haya marchado —dijo Greene, algo nervioso.

—Debe de ser un hombre genial —siguió el jefe de policía—. Mis servicios de información me tienen al tanto de todas las llegadas a Washington. Sin embargo, nadie me ha advertido de que hubiese llegado un fraile californiano.

—Fray Anselmo debió de elegirlo por eso —dijo César—. No hubiera confiado una fortuna en piedras preciosas a un hombre que se hubiese hecho notar por los agentes de policía.

—¿Puede decirme por dónde llegó? —preguntó Bradford a Greene—. Quisiera dar una reprimenda a los agentes que no se fijaron en él.

—No sé por dónde vino, ni casi podría describir a ese fraile —dijo Greene—. Llegó a mi casa, me entregó la bolsa de las esmeraldas, me pidió que firmara un recibo y desapareció antes de que yo viera si era rubio o moreno, alto o bajo.

—Pero vestía hábito, ¿no? —preguntó César.

—No, no. Iba de seglar —tartamudeó Greene, dirigiendo una fulminante mirada a su cuñado.

—¿Y cómo supo usted que era un fraile? —preguntó el conde de Hagen.

—Porque él lo dijo. Si me permiten un momento, iré a atender a mi esposa. ¿Vienes, César?

—No se lleve usted a don César —pidió Bradford—. Necesito abrumarle a preguntas acerca del Coyote.

—Una especie de bandido generoso que tenemos en California para asustar a los niños malos —dijo don César.

—¿Una figura legendaria? —preguntó Hagen.

—No; aún vive, y de cuando en cuando aparece en público con la cara cubierta por un antifaz —explicó don César—. Se ofrecen casi cien mil dólares por su captura. Un buen premio, ¿verdad, señor Bradford?

—Desde luego.

—¿Por qué no trata usted de ganarlo? —preguntó Hagen, sacando una petaca de oro y ofreciendo a Bradford y a don César unos cigarros cortos, como cigarrillos, pero muy suaves, a la vez que explicaba—: En Viena esto lo fuman las damas; pero aquí ninguna se atrevería a hacerlo y, por lo tanto, los he de fumar yo. Traje una gran reserva y la estoy repartiendo entre mis amigos.

—Son muy suaves —admitió Bradford, dando unas chupadas al corto cigarro—. Muy suaves. Realmente, a veces he pensado que podría ir a disfrutar de unas vacaciones en California y, para distraerme, detener al Coyote y ganar el premio. Pero nunca creí que dieran tanto por la cabeza de un coyote.

—Es que debe de ser un coyote con colmillos de tigre —sonrió el conde de Hagen.

—Su fuerza debe de reposar, principalmente, en la ayuda que le prestan los californianos —dijo Bradford—. Seguramente don César le ha cobijado alguna vez en su casa, ¿no?

—Varias veces —rió César—. Y él me ha ayudado en diversas ocasiones.

—¿Y qué hace ese bandido generoso? —preguntó una joven que había escuchado la conversación.

Bradford hizo las presentaciones:

—La señorita Donna Hayden, hija de una de las más antiguas familias de la capital. Su abuelo y su bisabuelo lucharon con el general Washington en la Guerra de la Independencia. Señorita Hayden: el embajador de Su Majestad Imperial Francisco José y el señor don César de Echagüe, un hidalgo californiano.

Los hombres saludaron a la joven, que correspondió, además, con una deliciosa sonrisa.

—Mientras usted le explica a la señorita Hayden quién es El Coyote, yo iré a ver qué desea uno de mis hombres que acaba de hacerme una seña —dijo Bradford—. La Casa Blanca está muy vigilada. No quisiéramos que ocurriese un atentado como el que costó la vida a nuestro gran presidente Lincoln.

—Para usted no hay fiestas, señor Bradford —dijo la señorita Hayden.

—Gracias a su espíritu de sacrificio, Washington es una de las ciudades más seguras —sonrió el embajador, mientras Bradford se alejaba hacia un extremo del salón, donde cambió unas palabras en voz baja con uno de sus criados, después de lo cual salió apresuradamente.

—Hábleme del Coyote —pidió Donna Hayden.

—A mí también me interesa saber algo de ese personaje —dijo el conde de Hagen.

—En pocas palabras se explica quién es El Coyote —dijo don César—. Es una especie de loco que anda por el mundo disfrazado como si todo el año fuera carnaval. Ayuda a los pobres y a quien lo necesita. Parece disponer de una gran fortuna, aunque, de cuando en cuando, desvalija alguna diligencia. A los malos les pega un tiro en la oreja y los deja marcados. Y cuando son muy malos los marca en el corazón. Por su culpa mi hacienda ha sido registrada no menos de cuarenta veces por algún sheriff impaciente por añadir a su colección de cabezas la del Coyote.

—¿Es atractivo? —preguntó Donna Hayden.

—Lo es —dijo, distraídamente, el conde de Hagen, quien, en seguida, se apresuró a rectificar—: Quiero decir que debe de serlo. Yo, como es natural, no sé nada de él; pero los hombres de su tipo suelen ser atractivos.

—California debe de ser muy hermosa —dijo Donna Hayden—. Hace mucho tiempo que deseo visitarla; pero mi padre se ha entregado tanto a la política que no dispone de un minuto pasa mí.

—Eso es lo malo de la política —replicó don César—. Acapara todas las energías de uno, le hace prisionero con sus halagos, y, por último, le demuestra que ha perdido lastimosamente el tiempo.

—Pero siempre queda la gloria futura —dijo el conde de Hagen.

—¡La gloria! —Don César ahogó un bostezo—. ¿Qué es la gloria? En un artista es algo, pero en un político no es nada. Un político hace grandes cosas, se desvive por su pueblo, lo convierte en algo que vale la pena, y el pueblo, agradecido, le levanta en vida un monumento. Pasa el tiempo, el político se muere, viene otro que gana gloria y fama deshaciendo todo lo que hizo el otro político y que hace culminar su actuación derribando la estatua de aquel primer gran político, con lo cual todos se alegran y utilizan las piedras del primer monumento, y hasta el bronce del mismo, para levantar un mejor monumento al segundo político; pero viene un tercer político, que también deshace lo que hizo su antecesor, incluso el monumento, y se hace famoso y benemérito resucitando la figura del primer político, devolviéndole todo el lustre que empañó el otro y devolviéndole, también, el monumento, con lo cual el pueblo, agradecido, le levanta un monumento a él. Viene un cuarto político, diciendo que el segundo fue un genio, y éste ya no derriba los dos monumentos, sino que hace levantar el del segundo político. Con esto demuestra que nadie tiene tanto derecho como él a tener un monumento. Y sus admiradores se lo erigen.

—Es una forma algo escéptica de ver las cosas —dijo el conde de Hagen.

—Es una forma real. Yo considero estúpido molestarse por los demás. ¿Qué me importa su felicidad? Si yo hiciera felices a todos los habitantes de California, sólo conseguiría empezar a hacerlos desgraciados.

—¿Por qué? —preguntó Donna Hayden.

—Porque, como dice un amigo mío, el hombre sólo es feliz cuando no sabe que es feliz. Si se da cuenta de su felicidad, deja de ser feliz porque empieza a sentir miedo de perderla.

—En eso tiene algo de razón —admitió Donna Hayden—. Recuerdo algunos momentos de mi infancia que entonces me parecían terriblemente aburridos y que, en cambio, ahora me parece que fueron de gran felicidad. En cambio, ahora todo es muy aburrido.

—¿Me permite invitarla a una copa de champaña? —preguntó don César.

—Con mucho gusto —replicó Donna Hayden, apoyando la mano en el brazo de don César, quien la condujo hasta el salón donde se servían los refrescos, en tanto que el conde de Hagen se reunía con un grupo de amigos.

—Buen champaña —comentó don César, después de probar el que le habían servido.

—Es usted muy rico, ¿verdad, don César?

—Bastante rico.

—¿Y por qué, disponiendo de una fortuna, insiste en vivir en Los Ángeles, en lugar de hacerlo en Washington o en Nueva York?

—En mis árboles, señorita Hayden, anidan muchos pájaros. Tienen alas, pueden ir a donde quieran, y, sin embargo, no se mueven de allí. ¿Por qué lo hacen? Tal vez porque el sol brilla mejor en California, y las flores tienen un perfume más denso.

—¿Y porque las mujeres son más hermosas allí que aquí? —preguntó Donna.

—Esa era también mi opinión hasta hace… —El californiano se interrumpió para consultar su reloj, terminando luego—: Hasta hace, exactamente, cuarenta y dos minutos.

—¿Qué ocurrió hace cuarenta y dos minutos para que cambiase de opinión?

—La vi a usted.

—Es un agradable cumplido, don César. Veo que no miente la fama que de ser muy corteses tienen los de su tierra.

—En efecto; pero en este caso la cortesía es muy fácil, puesto que responde a la realidad, señorita.

—¿Les dice cosas así a muchas mujeres?

—Sólo a aquellas que lo merecen.

—Entonces sospecho que debe usted de tener muchas complicaciones sentimentales.

Don César miró desconcertado a la joven, que, advirtiéndolo, se echó a reír, comentando:

—Veo que puse el dedo en la llaga. Los hombres que saben halagar a las mujeres pueden conseguir mucho de ellas; pero también se exponen a cosas que no les deben de resultar agradables.

—¿De quién ha heredado tanta sagacidad?

—De mi madre. Se enamoró locamente de mi padre; pero mi padre no se enamoró de ella hasta que se dio cuenta de que mi madre era la única persona en el mundo que le comprendía. Sin embargo, mi madre dice muchas veces que no entiende nada de cuanto hace mi padre; aunque entonces comprendió lo suficiente para herirle en su punto más flaco: la vanidad.

—Son ustedes una familia muy notable. Pero usted hace mal tratando a ciertas personas.

—¿Por ejemplo?

—Quien juega con fuego acaba quemándose, señorita Hayden.

—¿Soy yo la que juega con fuego?

—Sí.

—¿En qué sentido?

—Si se lo dijese sabría usted tanto como sé yo. Además, podría equivocarme, en cuyo caso se reiría de mí. En cambio, limitándome a decirle que va por mal camino, la dejo perpleja… ¿O acaso no?

Donna Hayden movió negativamente la cabeza.

—No. No me deja perpleja, porque ha dado usted un palo de ciego. En cambio, yo acerté al decirle que su cortesía le produce grandes complicaciones sentimentales, ¿no?

—Sí; acertó usted; tal vez porque también se ha enamorado de mí.

—¿Eh? —Donna Hayden desorbitó los ojos—. ¿Qué está usted diciendo?

—Que sus ojos me dicen que se ha enamorado de don César de Echagüe, o acaso de su fortuna. Parece mentira lo atractivo que resulta un asno cargado de oro.

Haciendo un violento esfuerzo, Donna Hayden se echó a reír, para replicar luego:

—Es usted un hombre extraordinario, don César. Otra mujer se hubiera ofendido a causa de sus palabras.

—Y me habría cruzado la cara, plantándome luego aquí, sin importarle el momento ni el lugar, ¿no es eso?

—Sí.

—Pero usted no lo ha hecho.

—No; no lo he hecho.

—Y no por falta de ganas, ¿verdad?

—Si hubiese sentido un deseo irresistible, lo habría hecho.

—No le han faltado ganas; pero… juega usted con fuego, ¿no?

—¿El fuego de su pasión por mí, don César?

—Perdone que no responda a su pregunta, señorita. Tengo que atender a unos amigos. Además no quiero ser grosero. Y siento un sueño tan grande que me parece que voy a abandonar la Casa Blanca…

—¿Tan pronto? —preguntó Harold Bradford, quien se había acercado a la mesa y alargaba la mano hacia una copa de champaña helado.

—Sí. En Los Ángeles doy todas las semanas una recepción y todos los meses una fiesta. Estoy saturado de fiestas.

—El presidente tomaría a mal que se marchara usted antes de que terminara la fiesta. Pero si desea encontrar un rincón reservado donde nadie le moleste puedo indicarle uno.

—Se lo agradeceré.

—La señorita Hayden puede indicárselo. Ella conoce bien la Casa Blanca. La tercera biblioteca es el rincón más reservado. Además tiene un par de magníficos sillones. Con su permiso, señorita Hayden. Hasta luego, don César. Debo dar algunas órdenes. Un jefe de policía no dispone jamás de un minuto para él.

—La han convertido en mi guía, señorita Hayden. Emocionante, ¿verdad?

—¿Qué quiere decir? —preguntó la joven.

—Nada más que eso. Que resulta emocionante para una mujer…

Abandonaron el salón y siguieron uno de los pasillos. Al cabo de unos instantes, Donna Hayden pidió:

—¿Por qué no acaba de decir lo que resulta emocionante para una mujer?

—El hacer de policía es emocionante; pero es peligroso, y, además, quita feminidad.

—Es natural que un policía no tenga nada de femenino.

—Si opina usted así, ¿por qué trabaja a las órdenes del jefe de policía? ¿Por dinero? ¿Por ambición? ¿O acaso porque él posee algún secreto sentimental de usted?

—¿Por qué me ha insultado antes? —preguntó Donna.

—No ha respondido a mi pregunta.

—Responda usted a la mía. ¿Por qué me insultó?

—Quise ver si reaccionaba como una dama o como un policía.

—¿Lo hice como un policía?

—Sí. ¿Me vigilaba por orden del señor Bradford?

—Sí.

—Ahora reacciona como una dama. Así me gusta más. Una mujer dedicada a detener criminales es muy desagradable. ¿Qué delito me achaca el jefe superior de policía?

—No lo sé. Sospecha que es usted alguien muy distinto de lo que parece.

—Me parece que no me refugiaré en la biblioteca. ¿Usted lo haría?

—Yo, sí.

—Quiero decir si lo haría en mi lugar.

—En su lugar, tal vez no. Preferiría pasear por el jardín.

—Gracias; creo que me instalaré en la biblioteca. No quiero crearle complicaciones. Además, dígale al señor Bradford que voy armado y que unos disparos en la Casa Blanca estropearían la fiesta.

—Se lo diré. Y le diré también que ya me he cansado de hacer de policía por afición. Quiero ir a visitar Los Ángeles. Hasta luego, don César.

—Adiós, señorita Hayden. Y muchas gracias.

A las dos de la madrugada terminó la fiesta y cada uno se marchó a su casa.

—Bradford está sospechando de ti —dijo Greene, cuando estuvieron en el coche que les debía conducir a casa de Edmonds—. Y lo peor es que también sospecha de mí. Sabe que no ha llegado ningún fraile y debe de creer que El Coyote interviene en lo de las esmeraldas. Creo que, además, sospecha con mucho acierto quién es El Coyote. Es un hombre muy sagaz. Te has enfrentado con enemigos peligrosos y muy inteligentes.

—Todas las sospechas del mundo no significan nada sin pruebas. Y, por ahora, Harold Bradford no las ha conseguido.

—Pero, si se lo propone, las obtendrá.

—Lo dudo. No estoy desprevenido.

—Me da miedo tu audacia, César. Algún día nos arrastrarás a todos en tu ruina.

—¿Cómo hay tanta luz en casa? —preguntó en aquel momento Beatriz de Echagüe, que hasta entonces había escuchado en silencio a su marido y a su hermano—. ¿Habrá ocurrido algo?

—No —dijo César—. Seguramente que mi hijo habrá hecho algún disparo y habrá alarmado a todos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Beatriz—. ¿Le has dejado tu revólver?

—Sí.

—¿Habrá matado a alguien?

—No, no. Sólo le permití que disparara contra el jardín si veía en él a alguien sospechoso.

Cuando el coche se detuvo ante la casa, Beatriz subió corriendo a averiguar el motivo de que todas las ventanas de la casa estuviesen iluminadas. Su hermano, entró en el jardín y, tras un breve examen, señaló hacia el suelo, indicando:

—Aquí se hundió una bala.

Cerca del agujero producido por el proyectil se veía un objeto negro que César recogió y, tras un breve examen, tiró lejos.

—¿Qué era? —preguntó su cuñado.

—La tarjeta de visita del hombre contra quien disparó mi hijo.

—Pero si aún no sabes nada…

—Claro que sé. Alguien quiso entrar en casa y fue descubierto por César, que, siguiendo mis instrucciones, disparó mi revólver. El visitante escapó, olvidando algo que le denuncia. Te agradeceré mucho que averigües dónde vive el señor André Fransac, viejo hacendado del Sur, arruinado por la guerra, que odia a los nordistas y, sin embargo, vive en Washington.

—¿Cómo quieres que dé con él?

—El señor Bradford te lo dirá. Él debe de estar enterado de dónde vive cada uno de los habitantes de Washington.

En aquel momento apareció Beatriz de Echagüe. Dirigiéndose a su hermano, gritó:

—Debes castigar a tu hijo. A las once y pico de la noche se le ocurrió disparar tu revólver, despertando a todos y haciendo que Evangelina se llevase un susto terrible. Ha habido que avisar a un médico, pues la pobrecita padece un terrible ataque de nervios.

—¿Cómo has educado a tu hija, que un simple disparo es suficiente para producirle un ataque de nervios?

—La he educado mejor que tú a César —replicó Beatriz—. Con el tiempo será un salvaje como su padre.

—Has sacado el mal genio de papá —sonrió César, tratando de acariciar la barbilla de su hermana, cosa que ésta impidió—. El mundo se perdió a un gran hombre el día en que tú naciste mujer.

—El mundo ya tenía a un gran hombre —replicó Beatriz—. No quise hacerte sombra; pero te repito que como tu hijo vuelva a hacer El Coyote en mi casa, le echaré de ella.

Cuando don César entró en su habitación encontró a su hijo entre orgulloso y asustado.

—Le disparé en cuanto le vi, papá —dijo—; pero tía Beatriz…

—No le hagas ningún caso. Las mujeres siempre protestan por todo. Dentro de algún tiempo dirá a todo el mundo que fuiste tú el que ahuyentaste a un secuestrador que pretendía robar a Evangelina para pedir un rescate por ella. Y si le decimos que no ocurrió así, también protestará.

—Entonces…, ¿me he portado bien?

—Sí. Yo, a tu edad, no me habría portado como tú.

Y don César acarició, sonriente, la cabeza de su hijo. Era posible que con el tiempo el muchacho llegara a ser, como decía su tía, un hombre como él; pero, de ocurrir así, don César no lo lamentaría.