Capítulo IV:
Siguiendo la pista

Edmonds Greene miró, pensativo, a su cuñado.

—No lo entiendo —dijo—. No lo entiendo.

Examinó las dos esmeraldas que tenía ante él, comentando luego:

—El pobre César aún no se ha repuesto de las emociones que sufrió. No debió de ser un espectáculo muy agradable el de aquellos dos hombres degollados.

—Aunque esté mal la comparación, lo cierto es que parecían dos cerdos degollados.

—Por lo que has dicho, no debieron de venderle las esmeraldas a Fiske.

—Se las vendieron.

—Pero ¿cómo pudieron vendérselas, si las encontraste en su poder?

Don César sacudió la ceniza de su cigarro y después de dar al mismo un par de largas chupadas y llenar de aromático humo el despacho de su cuñado, replicó:

—Las esmeraldas legítimas de la Diadema de las Ocho Estrellas están valoradas en unos veinte mil dólares cada una. Estas dos no valen ni treinta dólares.

—¿Quieres decir que son falsas?

—Tan falsas como las que se encuentran en San Benito de Palermo.

—¿Crees que aquellos dos canallas engañaron a Fiske y que Fiske se vengó, haciéndolos matar y devolviéndoles las esmeraldas?

—Pudo haberlos matado él en persona.

—Elias Fiske es un hombre duro; pero no creo que se rebajase a cometer tales delitos. Y creo, además, que sería peligroso interrogarle sobre esos crímenes. Es hombre muy poderoso…

—Y tú no te atreves a indisponerte con él, ¿verdad?

—No —sonrió Greene—. No me atrevo. Soy hombre acomodado y gracias a las tierras que tú cediste a Beatriz vivimos sin dificultades. Ella puede vestir con lujo y no privarse de las cosas de que se vería privada si los dos tuviéramos que depender de la herencia que tu padre dejó.

—Ya sabes que nunca os faltará nada mientras a mí me sobre tanto.

—Además está mi carrera política, César. No quiero estropearla. Fiske podría hundirme, si lo deseara.

—No temas. Aunque Washington no es el lugar más indicado para que actúe El Coyote, creo que aquí me moveré con más libertad que en Los Ángeles.

—Si se sabe que El Coyote anda por Washington al mismo tiempo que don César de Echagüe, se sospechará que la coincidencia es excesiva.

—Las personas que verán al Coyote procurarán no divulgarlo.

—¿No tuviste dificultades en Ogden?

—No. El camarero fue el primero en descubrir los cadáveres y yo tenía una coartada indestructible. No me molestaron ni nos registraron a César ni a mí.

—¿Qué explicación dio el sheriff para justificar el asesinato?

—Llevas demasiado tiempo lejos de California, Edmonds[1]. Ya te has acostumbrado a las cosas de la capital y olvidas que en mi tierra nadie se asombra mucho cuando dos taberneros son degollados. Se considera una cosa natural. Algún enemigo, o algún amigo que deseaba saldar una cuenta pendiente. Creo que las esmeraldas hubieran resultado un estorbo para la Justicia. Por eso se las quité. Lo más lamentable es que Valdés y Guerrero bajaron a la tumba con un secreto. A no ser por lo de los cheques, la pista estaría completamente perdida. ¿Conoces a Joab Wetach?

—¿Por qué me preguntas eso?

—¿Le conoces?

—Sí.

—Quisiera hablar con él.

—Te será imposible —respondió Greene, que había palidecido intensamente—. Te será imposible.

—¿Le asesinaron?

Greene asintió con la cabeza.

—¿Degollado?

—Sí… Como se degollaría a un cerdo. Pero… no es posible que exista ninguna relación entre Wetach y esos dos taberneros.

—Existía. Por lo que dijeron ellos, Wetach era el principal culpable del robo de la Diadema de las Ocho Estrellas.

—¿Sabes quién era Wetach?

—No.

—Era el secretario del embajador de Austria.

—¡Aja! Había subido muy alto. ¿Era austriaco?

—Nacionalizado austriaco; pero sospecho que era norteamericano o inglés. Hablé con él tres días antes de que le asesinaran. El asunto se ha mantenido secreto por la importancia de las personas comprometidas en él.

—¿Comprometidas?

—Quiero decir que a la muerte del secretario del embajador se le dio apariencia de normal. Sospechamos que le mataron para arrebatarle algunos documentos. La policía está realizando gestiones secretas; pero la Embajada austriaca pone toda clase de dificultades.

—Cuéntame lo que sepas de él.

—Es muy poco. Wetach apareció por primera vez en Méjico cuando el emperador Maximiliano fue colocado allí por Napoleón III. El tesoro del Emperador desapareció, y se dice que fue confiscado a Wetach. Eso no son más que rumores. Cuando el Imperio de Maximiliano se vino por tierra, Wetach desapareció y reapareció en Viena. Tal vez entregó algo del tesoro, o acaso prometió recuperarlo del lugar donde fue escondido. Lo cierto es que le nacionalizaron austríaco y, tras una breve carrera diplomática, fue enviado a París. Allí estuvo un par de años y luego vino a Washington con el nuevo embajador. A los pocos días de su llegada le asesinaron.

—¿Tiene algo que ver la Embajada mejicana?

—No. Por lo menos, en apariencia, no tiene nada que ver, aunque es posible que le quisieran hacer revelar el escondite del tesoro, que se supone depositado en Méjico o en Tejas. Parte de estos datos me los ha proporcionado el jefe de policía de Washington, Harold Bradford, un enemigo peligroso para ti. Ha dicho muchas veces que él no tardaría ni dos días en cazar al Coyote.

—Muy interesante. Iré a hacer una visita al señor Bradford.

—Le conocerás mañana en la fiesta que da el Presidente. Es un hombre que sospecha de todo el mundo y en cuanto averigua la llegada de un personaje de alguna importancia lanza sobre él todos sus agentes secretos. Se distinguió mucho en la caza de espías del Sur. Ayudó en varias ocasiones al general Grant y al ocupar éste la Presidencia fue nombrado para el cargo que ocupa. Está muy por encima de los sheriffs con quienes has tropezado. Sé prudente.

—Lo seré. Nadie aprecia mi vida tanto como yo.

—A veces parece que tú eres quien menos la aprecia. Evita hablar de Wetach delante de Bradford. Al momento sospecharía cosas malas de ti. Además me olvidé de decirte una cosa: a Wetach le martirizaron antes de matarle. Y eso justifica la sospecha de que quisieron hacerle decir dónde estaba escondido el tesoro de Maximiliano.

—Tal vez le quisieron hacer decir dónde estaban las esmeraldas… No; eso, no. Tiene que ser otra cosa. Voy a salir a dar una vuelta por la ciudad. Tú y Beatriz, cuidad del chico.

—¿Adónde vas?

—A ver a Elias Fiske. ¿Dónde vive?

—En la Avenida de Pennsylvania, junto a la Avenida de Indiana. Pero ¿de veras piensas ir allí?

—Sí.

—¿Vestido de Coyote?

—¡Por Dios! —rió don César—. Eso sería obligar a todo Washington a que me viera y siguiese. No. En California un traje como el que yo uso no llama demasiado la atención, y, en la oscuridad, puedo pasar por cualquier campesino; pero si me paseara por la Avenida vestido de mejicano, hasta el Presidente se enteraría de que estoy aquí. Adoptaré un traje más en armonía con la ciudad. Uno negro, de etiqueta. Sólo llevaré los revólveres y el antifaz.

—Procura no matarle.

—No tengo ningún interés en hacerlo; pero en cambio, sí lo tengo en averiguar la verdad.

A las nueve y media de la noche, don César abandonó la casa de su cuñado y de su hermana. La ciudad empezaba a remozarse después de los estragos que el continuo tráfico de ejércitos durante la guerra te había causado. Había ya algún alumbrado público; pero no tanto que resultara molesto para quien, como en aquellos momentos El Coyote, deseaba pasar inadvertido. Envuelto en una larga capa y cubierto con un sombrero de copa, se le hubiese tomado por un invitado a cualquiera de las fiestas que todas las noches se celebraban en la capital.

El Coyote sonrió al imaginar el horror que hubiera sentido su cuñado de saber el lugar al que en realidad se dirigía. Para encontrarlo no había necesitado preguntar nada a Greene; pero una vez ante el edificio de la Embajada de Austria, El Coyote empezó a comprender que la entrada allí no iba a resultar fácil. En primer lugar era preciso pasar al otro lado de una alta reja, cuyos hierros terminaban en verdaderas y agudísimas lanzas. Por el jardín rondaban varios perros, y era de suponer que no faltaría algún que otro centinela que si mataba a alguien dentro del jardín no tendría que responder para nada a las autoridades norteamericanas, pues sería como si lo matase en Austria o en Hungría, o en cualquier otro de los numerosos estados de la doble monarquía.

Lentamente El Coyote fue dando la vuelta al edificio. Del interior llegaban los compases de un vals vienés. ¿Qué otra música podría interpretarse allí?

«Fiesta tenemos», pensó El Coyote, y como se acercaba a la puerta principal, ante la que se congregaban numerosos coches y sus cocheros, se quitó el antifaz, escondió los revólveres y de una cajita sacó lo necesario para adornar su rostro con una perilla militar y un bigote algo canoso. Sus cabellos quedaron levemente blanqueados en los aladares y el aspecto de don César de Echagüe varió por completo. Casi corriendo cruzó el jardín, subió la escalinata principal y cuando el mayordomo iba a pedirle la invitación, le atajó velozmente con estas palabras:

—Oiga, amigo, si mi mujer le pregunta a qué hora he llegado diga que a las ocho y media. No lo olvide. Gracias.

Don César siguió adelante y el mayordomo se encontró con que, en vez de la invitación, había recibido una moneda de oro de veinticinco dólares.

Claro que las instrucciones recibidas fueron muy severas; pero el caso de aquel caballero era clarísimo. Su mujer debía de ser alguna de las huesudas damas que necesitaban postizos en la cabellera, en el pecho y en todas las partes que la moda exigía fueran abultadas y algo salientes. Se comprendían ciertas infidelidades. Seguramente el caballero tendría una muchachita regordeta, como las rubias modistillas de Viena…

Mirando hacia arriba vio cómo el dadivoso invitado decía unas palabras al oído del encargado de anunciar a los que iban llegando. El anunciador asintió varias veces con la cabeza, y, por fin, el invitado se alejó por uno de los pasillos, sin entrar en el gran salón.

Don César siguió pasillo adelante en busca de la biblioteca por la que había preguntado, y no tardó en dar con ella. El edificio de la Embajada de Austria era enorme y la biblioteca estaba de acuerdo con su tamaño.

Las cuatro paredes estaban ocupadas, hasta el techo, por estantes llenos de libros. En la parte inferior, las estanterías terminaban en unos pequeños armarios de puertas corredizas.

La estancia se hallaba vacía; pero bien alumbrada, pues ya se sabía que siempre había algunos invitados que preferían disfrutar con la lectura de un buen libro en vez de perder el tiempo bailando o cambiando tonterías con las damas.

Don César aproximóse a uno de los estantes y buscó algún libro que pudiera justificar su interés por la biblioteca. La mayoría de los volúmenes estaban escritos en alemán; pero entre ellos encontró un ejemplar dedicado a la reproducción de los grabados de Alberto Durero. Dejándolo sobre una mesita y abriéndolo por el centro, don César encendió un cigarro, y en seguida fue hacia los armarios y abrió tres de ellos antes de encontrar lo que buscaba. Esto lo halló en un largo y redondo estuche de tela y cartón. En aquellos tiempos era costumbre guardar en la biblioteca los planos de la casa, y en la Embajada no se había alterado semejante costumbre.

Rápidamente, don César destapó el estuche y sacó un rollo de recios papeles, que extendió sobre una mesa, en tanto que permanecía con el oído atento al menor ruido. En el plano localizó la biblioteca y luego buscó la habitación que le interesaba hallar. Aunque en el plano no se indicaba la situación de la misma, por deducción don César no tardó mucho en hallarla, y después de observar atentamente los caminos que conducían a ella, volvió a meter los planos en su estuche, guardó éste en el armario y después de cerrarlo dedicó unos minutos más a fumar el cigarro y a ir volviendo las hojas del libro de grabados. En realidad, lo que hizo fue emplear aquel tiempo en trazar un plan de acción. En cuanto lo hubo ultimado, se puso en pie y, saliendo de la biblioteca, marchó hacia la escalera de servicio, por la cual ascendió al segundo piso sin encontrar a nadie. Sin la menor vacilación recorrió dos pasillos, débilmente alumbrados, hasta llegar ante la puerta de la habitación que buscaba.

Al intentar abrirla comprobó que estaba cerrada con llave; pero este descubrimiento no le cogió desprevenido. Con una ganzúa de acero hurgó unos instantes en la cerradura y ésta respondió a su esfuerzo.

La habitación en la que entró don César era una especie de antesala que daba paso a un salón bastante grande, que a su vez comunicaba con un dormitorio. Cerrando la puerta tras él, don César se cubrió el rostro con el antifaz y guardó en el bolsillo uno de sus revólveres. En seguida prosiguió su avance hasta el salón, que olía a buenos cigarros habanos y a tabaco egipcio. Los cigarros debían de haber sido fumados por el embajador. Los cigarrillos, en cambio, indicaban la clase de visitas que, de cuando en cuando, eran recibidas allí por el representante en Washington del emperador Francisco José.

Sin perder un momento, El Coyote empezó a buscar lo que precisaba. Necesitó utilizar varias veces más las ganzúas de que iba provisto, y en los cajones de la lujosa mesa de trabajo del embajador encontró una colección de cartas escritas por las mismas manos que debieron de sostener los cigarrillos egipcios que habían sido fumados allí. Con todas ellas hizo un paquetito, que ató con una cinta de seda que encontró dentro de una vacía caja de bombones vieneses. Cuando terminaba de hacer esto oyó cómo una llave era introducida en la cerradura de la puerta. El Coyote presintió quién entraba.

El conde de Hagen lanzó un suspiro de alivio al cerrar la puerta. Aquellas recepciones siempre le habían parecido estúpidas; pero en ningún lugar lo había sido tanto como en Washington. ¡Si por lo menos no le hubieran sacado de París! Allí las fiestas de la Embajada tenían sentido común. Se podía hablar con un sinfín de damas agradables, que luego continuaban la conversación en lugares más íntimos que la sala de fiestas de la Embajada. ¡Qué hermoso era el París del segundo Imperio!…

Los pensamientos del conde de Hagen se interrumpieron cuando, al entrar en la salita, encontróse ante el revólver con que le encañonaba un enmascarado. Inmediatamente un escalofrío le recorrió el cuerpo al recordar lo que había sido de su secretario, Joab Wetach. ¿Tendría aquel enmascarado algo que ver con la muerte de Wetach? Pero un embajador debe demostrar que no se asusta fácilmente. Además, el adoptar una actitud arrogante no le perjudicaría más de lo que hubiera pensado perjudicarle aquel hombre del antifaz.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó, irguiendo la cabeza.

—Estoy leyendo sus cartas de amor, Excelencia —replicó El Coyote.

—Ya lo veo. —El tono del conde seguía altivo y duro—. ¿Quién es usted?

—En este momento soy El Coyote. Antes fui uno de sus invitados.

—Yo no he invitado al Coyote. Y… ¿qué quiere decir eso de que es usted El Coyote? ¿Es el nombre de un bandido?

—Algo por el estilo, sólo que todo lo contrario. Me disgusta mucho que, llevando varias semanas en este país, no haya oído hablar del Coyote.

—Si viene a robar, no encontrará mucho dinero —advirtió el embajador—. Las sumas principales se encuentran en la caja de caudales, que siempre se halla vigilada por varios hombres.

—No he venido a robarle nada importante. Sólo quiero…

—¿Qué? ¿Qué es lo que quiere?

—Sólo quiero un vidrio color esmeralda que fue encontrado en la mano de Joab Wetach.

—¿Cómo sabe eso? ¿Quién se lo ha dicho?

El Coyote lo sabe casi todo, Excelencia. ¿Quiere darme ese cristal, que para usted no tiene ningún valor?

—No es una esmeralda.

—No; no lo es.

—No vale nada.

—Por eso se lo pido.

—¿Y si yo me negase a dárselo?

El Coyote se encogió ligeramente de hombros.

—Si usted se negara a dármelo, yo me marcharía; pero determinados altos personajes de Viena recibirían ciertas cartas de sus esposas al conde de Hagen, y Su Majestad el Emperador se vería muy acosado a presiones para que echara por tierra las ambiciones políticas de usted, Excelencia.

—¿Qué beneficio le proporcionaría eso?

—Ninguno. Sólo la satisfacción de vengarme de usted; de perjudicarle, por negarse a satisfacer un deseo sin importancia.

—Está bien; le daré la esmeralda… Quiero decir, el cristal ese. Lo guardo en ese buró…

El embajador señaló un mueble cercano y yendo a él abrió un cajón y hundió la mano en él. Volviéndose velozmente hacia El Coyote levantó la mano derecha, que hasta entonces había estado dentro del cajón, y apretó dos veces el gatillo del pesado «Lefaucheux» antes de darse cuenta de que el percutor caía sobre un cilindro vacío. Entonces se quedó mirando, como atontado, el revólver que había traído de Francia y en el cual siempre había confiado por si un día era necesario utilizarlo.

—Dele las gracias a ese revólver —aconsejó El Coyote—, de no estar descargado le habría dado un disgusto; porque entonces yo hubiese tenido que matarle como otros mataron, quizás, a Joab Wetach.

—¿Quién lo descargó?

—Yo. Deseaba hablar con usted, no matarle. Y si usted llega a presentarme un revólver cargado…, ya puede imaginarse lo que habría ocurrido. ¿Quiere decirme dónde está el cristal verde?

—No.

—¿Por qué?

—Porque sé que no me matará. Acabo de darme cuenta de que no es usted un asesino vulgar. Ni un ladrón. Dígame para qué busca el cristal. Tal vez yo le ayude.

El Coyote sonrió.

—Es usted sagaz, Excelencia. Prefiero que me hable como lo ha hecho. No: no le pienso matar; pero, en realidad, tampoco necesito ya la esmeralda.

—¿Por qué?

—Porque lo que más me interesaba era saber si en la mano derecha de Joab Wetach se había encontrado una esmeralda falsa. Eso ya lo sé. No necesito más. Pero…

—¿Qué?

—Puede ayudarme a aclarar algunos puntos. Ante todo le diré que deseo vengar a Wetach y a otros dos hombres que murieron como él: con la yugular cortada de una cuchillada y con una esmeralda falsa en la mano. Además quiero recuperar ocho esmeraldas muy valiosas que hace veinte años fueron robadas en un templo.

—¿Quién las robó?

—Joab Wetach fue uno de los autores del robo. Y creo que fue por eso que le mataron.

—Siempre me pareció un hombre extraño y de pasado muy turbio.

—¿Qué sabía usted de él?

—Casi nada. Al ser nombrado embajador en Washington se me dijo que mi secretario sería el señor Wetach.

—¿Qué motivos movieron al ministro de Asuntos Exteriores imperial a elegir a Wetach?

—La verdad es que no lo sé. Rumoreóse que podía devolvernos el tesoro del emperador Maximiliano de Méjico; pero esto no pasa de una simple suposición. Cuando llegamos a la capital, Wetach salió muy poco. El día en que le mataron salió a media tarde en respuesta a una llamada o un aviso urgente. Aquella noche alguien tiró por debajo de la puerta principal una nota en la cual se me decía que mi secretario se encontraba en una casa, gravemente herido. Se me aconsejaba que le fuese a buscar con un coche. No perdí un momento en seguir aquellas instrucciones y fui al lugar que se me indicaba. Encontré a Wetach muerto y con señales de haber sido martirizado. En la mano derecha tenía un cristal que de momento creí era una gran esmeralda, ya que estaba tallado de la misma forma y era de un verde intenso. Lo encontrará en el cajón central de la mesa.

El Coyote abrió el cajón, único que no estaba cerrado con llave, detalle que le había hecho suponer que allí no había nada de valor ni de interés.

—Está en una cajita esmaltada —indicó el embajador.

En efecto, en una cajita de bello esmalte apareció un cristal que a primera vista podía haberse confundido con una esmeralda.

—Es éste —dijo El Coyote. Agregando—: Igual que los otros dos.

—¿Necesita algún dato más?

—Uno que temo no me podrá facilitar.

—Tal vez sí.

—¿Ha leído en alguno de los documentos privados del señor Wetach los nombres de Calixto Valdés, Mario Guerrero y Elias Fiske?

—Los he leído. Valdés y Guerrero viven en Ogden, Utah. El señor Fiske tiene su domicilio en Washington.

—¿Encontró esos nombres en alguna lista? —preguntó El Coyote.

—No. En la habitación de Wetach encontramos una cartera, dentro de la cual se hallaban diez cartulinas, cada una de ellas con un nombre. Tres de los nombres han sido ya pronunciados por usted.

—¿Quiere darme esas cartulinas? Pueden significar mucho.

—¿Para qué las necesita?

—Para salvar la vida de siete hombres, pues Calixto Valdés y Mario Guerrero ya han muerto, asesinados como Wetach.

—Aunque estoy sospechando que me hago cómplice de algo malo, por otra parte me inspira usted confianza, señor Coyote. En el mismo cajón encontrará la cartera.

El embajador acercóse a la mesa al mismo tiempo que El Coyote depositaba sobre ella una carterita, de cuyo interior sacó unas viejas cartulinas, ya amarillentas, en cada una de las cuales se leía un nombre. Cada cartulina llevaba un número y estos datos:

  1. CALIXTO VALDÉS — Alburquerque, Nuevo Méjico. Recibió 5000 $y una estrella. Ahora es dueño, con Mario Guerrero, de la taberna de Ogden «El Carril de Oro».
  2. JOAB WETACH. Soy yo.
  3. JOHN G. SIMÓN — Marshfield: Wisc. Recibió 5000 $ y una estrella. Vive en Logansport, Indiana.
  4. ELIAS FISKE — Centralia, Illinois. Recibió 5000 $ y una estrella. Ha prosperado mucho. Ahora vive en Wash., Avenida Pensylvania, junto a Indiana.
  5. CARL HALLOCK — Nashville, Tenn. Recibió 5000 $ y una estrella. Vive en Big Horn, Montana. Tiene un rancho.
  6. BERN LUTHMAN — Terre Haute, 111. Recibió 5000 $ y una estrella. Tienda de paños en su pueblo.
  7. PETER HARKER — Recibió 5000 $ y una estrella. Vive en Bismarck, Missouri.
  8. ANDRÉ FRANSAC — Nueva Orleans. Buscaba estrellas. La guerra le arruinó. Ahora está en Wash. Rehaciendo su fortuna.
  9. MARIO GUERRERO — Terrazas (Méjico). Recibió 5000 $ y una estrella. Hace sociedad con Calixto Valdés en Ogden.
  10. HOMER BLODGETT. Murió hace tiempo. Se fue sin haberse podido vengar de Fransac.

Parte de la escritura de las diez tarjetas era antigua; pero los últimos datos debían de ser mucho más recientes.

—¿Qué saca en claro de eso? Nosotros no entendimos nada. Estuve a punto de dejárselo ver todo al jefe de Policía. Al pobre Bradford le hemos estado poniendo obstáculos innecesarios. Tal vez si le hubiésemos ayudado un poco habría resuelto el misterio.

—Sospecho que no lo habría solucionado —replicó El Coyote, guardando las cartulinas—. En este asunto hay varias complicaciones muy difíciles de aclarar. Ahora, con su permiso, me marcharé después de pedirle perdón por la forma poco correcta que he tenido de descubrir sus secretos íntimos.

El conde de Hagen se encogió de hombros.

—Tratándose de un caballero, la cosa no tiene importancia. Sé que usted no hubiera hecho mal uso de esas cartas.

—Además, apenas las he entendido. Sólo algunas palabras sueltas me han hecho comprender el gran partido que entre las mujeres tiene su Excelencia.

—Muchas gracias, señor Coyote. Si quiere le acompañaré hasta la puerta.

—A ser posible preferiría que se quedara usted aquí y me dejase salir solo. No podría ir a su lado, pues tendría que descubrir mi rostro, con lo cual le descubriría, también, mi identidad.

—Bien. Creo que ya conoce el camino. ¿Cómo lo averiguó? ¿Sobornando a alguno de mis hombres?

—No. Encontré el plano del edificio en la biblioteca.

—Ignoraba que estuviese allí. Me alegro de que no haya traidores en esta casa. Adiós, señor Coyote. ¿Algún favor más?

—Ninguno. Gracias por su colaboración.

El Coyote se inclinó ante el conde de Hagen, y después de guardar la falsa esmeralda salió del aposento. Una vez en el pasillo, y a distancia segura, se quitó el antifaz y ocultó el revólver. Por la escalera de servicio regresó a la biblioteca y de allí fue hacia la escalera principal. El mayordomo le entregó su capa y sombrero, advirtiéndole:

—Su esposa no ha preguntado por usted, señor…

—Bien, no importa… Debe de haber tenido jaqueca y se habrá quedado en casa. Adiós.

Una vez en la calle, don César de Echagüe encaminóse hacia la Avenida de Pensylvania.