Fray Anselmo regresó al interior de la misión cuando el cochecillo en que se alejaban don César y su hijo se perdió de vista para los demás frailes, ya que para él esto ocurrió apenas estuvo el coche a unos treinta metros. Poco después congregóse la reducida comunidad en la iglesia y más tarde en el comedor.
A las nueve, fray Anselmo subió lentamente a su celda. Sus pensamientos habían estado muy lejos de todo cuanto le había rodeado en las últimas horas. Sentíase un poco culpable por haber solicitado la ayuda de aquel hombre a quien muchos consideraban casi un enviado de Dios; pero al que otros calificaban utilizando los peores nombres. Aunque esta opinión de unos fuese exagerada, la realidad indudable era que El Coyote resolvía con la violencia los problemas con los cuales se enfrentaba.
Fray Anselmo entró en su celda, cerró la puerta y dirigióse hacia la mesa sobre la cual se encontraba el candil. Tras algunos esfuerzos consiguió encenderlo, pero al volverse su mirada tropezó con algo que no esperaba encontrar allí, y de sus temblorosas manos cayeron el eslabón, el pedernal y la yesca utilizada, mientras de sus labios brotaba un nombre apenas susurrado:
—¡El Coyote!
—Creí que no me recordaría, fray Anselmo —replicó el enmascarado, que se hallaba sentado en uno de los incómodos sillones que había en la humilde habitación—. Han transcurrido casi veinte años desde que nos vimos por primera vez.
—Sí…, casi veinte años —tartamudeó el fraile.
—Casi una vida, aunque usted apenas ha cambiado, fray Anselmo.
—Algo debo de haber cambiado —replicó el franciscano.
—Así lo espero. Quisiera que hubiese cambiado usted interiormente. Que ya no pensara igual que cuando me dijo que… creo que se llamaba Ambrosio Navarro, ¿no? Sí, eso es: Ambrosio Navarro. Un indio que murió asesinado hace veinte años. Murió después de decirme que El Coyote hacía falta en la Misión de San Benito de Palermo. Pero usted me aseguró que no había ocurrido nada anormal.
—No me recuerde aquello, señor. Se lo ruego.
—Creí que si deseaba verme era, precisamente, para recordar aquello.
—¿Es que don César le ha avisado ya?
—No, El inefable don César anda ahora camino de Los Ángeles, preguntándose cómo diablos… ¡Oh, perdón! He querido decir que se pregunta cómo podrá avisarme.
—Si no le ha avisado él, ¿quién lo ha hecho?
—Un pajarito. Sí, sí. No olvide, fray Anselmo, que los pajaritos han jugado un papel muy importante en la vida del mundo. Sobre todo cuando sabían hablar. Yo tengo unos cuantos de aquellos pajaritos habladores. Los he repartido por California, y los pobres, tan pronto como saben algo, se dan prisa en comunicármelo. Y si estoy lejos utilizo un pajarraco lo bastante fuerte para llevarme a cuestas. Así cruzo el espacio…
—No se burle usted de mí, señor —pidió el fraile—. Sus ironías no encajan en este lugar y en estos momentos. ¿Sabe para qué le necesito?
—Lo sé.
—¿Todo?
—Todo.
—Pero yo no le he dicho a don César…
—No olvide que yo no he hablado con don César. Él no me ha contado nada. Le doy mi palabra de honor.
—Si fuera así, no comprendo…
—No se esfuerce por comprender. Usted le dijo a don César que viese de dar conmigo y si lo conseguía que me hiciera venir aquí. Don César de Echagüe pondrá un gran interés en satisfacer sus deseos, fray Anselmo; pero cuando lo consiga, las esmeraldas ya estarán en su lugar.
El franciscano no pudo disimular el asombro que le producían las palabras del Coyote.
—¿Sabe lo de las esmeraldas? —preguntó.
—Claro. Fueron robadas hace veinte años por ocho hombres que luego mataron a Ambrosio Navarro. Cada uno de aquellos hombres debió de quedarse con una de las esmeraldas, que, a la cotización actual de las esmeraldas del Valle de Tunca, en el Perú, cuando alcanzan, como las de la diadema de la Blanca Paloma, un peso de cincuenta y seis o sesenta quilates, es de unos veinte mil pesos o dólares, o sea que el valor total de la diadema es de ciento sesenta mil pesos, suma un poco elevada, ¿no cree? Y, además, que justifica plenamente el robo cometido aquel domingo de mayo de hace veinte años.
—¿Cómo es posible que sepa usted todo eso? —murmuró el fraile—. Yo nunca he dicho nada a nadie y…
—Por favor, fray Anselmo, no insista en hacerme preguntas que no puedo contestar. Me recuerda al labriego que trataba de explicarse el motivo de la lluvia. ¿Llovía porque Dios lo disponía así? ¿Llovía para regar sus campos? ¿Llovía para que el río tuviese más agua? Lo importante era que llovía, y el descubrir el motivo no solucionaba el problema de que a veces, cuando los campos y el río más lo necesitaban, no cayera del cielo ni una gota de agua. El que usted llegase a averiguar de qué medios me he valido para saber que las esmeraldas fueron robadas, no resolvería el problema con el cual se enfrenta usted.
—Sin embargo, quisiera saber cómo ha descubierto usted esos secretos.
—La curiosidad es un pecado en usted, fray Anselmo.
—¿Por qué habla así?
—Porque usted no habla. Me ha hecho llamar; he venido con la celeridad del rayo, especialmente porque hace veinte años prometí ayudarle tan pronto como me necesitara para resolver el misterio de la muerte de Ambrosio Navarro. Y ahora debe usted explicarme el misterio de que la diadema de las ocho estrellas esté compuesta de ocho cristales en los que interviene la arena, la alúmina, la glucina, el óxido de hierro y otro óxido que de momento no recuerdo. Se trata de unos cristales preciosos que desde hace veinte años están siendo aceptados como esmeraldas legítimas por los ingenuos indígenas de los alrededores; pero que no pueden engañar a… ¿A quién teme usted que no engañen? ¿Al Gobierno de los Estados Unidos, que trata de reunir en Washington, para exhibirlos, algunos de los más importantes objetos de arte de esta nación?
—¡Es usted el mismo diablo! ¿Cómo puede saber tantas cosas?
—Insiste usted mucho en lo mismo. ¿Cómo puedo saber? ¿Cómo puedo saber? ¿Cómo puedo saber? Si yo no supiera casi todo lo que se puede saber, hace muchos años que me hubiesen colgado de un álamo y ahora no sería más que un recuerdo legendario.
—¿Ha leído la carta que guardo en mi mesa de trabajo?
—No. De ninguna manera. Soy incapaz de violar los sencillos secretos de un franciscano de tanto prestigio como usted, fray Anselmo. ¿Dice que le han escrito una carta?
—Sí. El presidente Grant. Alguien parece haberle hablado de las maravillosas esmeraldas y desea verlas expuestas en la Exposición Nacional de Washington. Nos pide que tengamos preparadas las esmeraldas para dentro de tres meses, ya que entonces enviarán un escuadrón de caballería a recogerlas. Nos dice que si hubiese alguna dificultad de orden religioso, él en persona escribiría a Roma solicitando el permiso.
—Con lo cual le cierra a usted la única puerta de escape que le quedaba, ¿no?
—Así es.
—Por lo tanto, después de tantos años, se ha decidido a llamarme. ¿Es que durante todo ese tiempo ha confiado en un milagro? ¿Creyó que los ladrones de las esmeraldas las devolverían por su propia voluntad?
—Tal vez pensé eso.
—Es muy propio de usted. Pero si deseaba recuperar las esmeraldas debió haberme advertido antes. Cuando hace veinte años vine a esta misión, era el momento oportuno. Ahora nos va a costar mucho triunfar. ¿Qué dice el resto de la comunidad?
—Nadie conoce la verdad.
—¿Y se ha atrevido a cargar usted solo con esa responsabilidad tan grande? ¿Imaginaba que nunca se descubriría el engaño?
—No lo sé. Yo deseaba que nunca se descubriese.
—Cuénteme la historia de esas esmeraldas. Creo recordar que proceden del Valle de Mantu, aunque en realidad fueron extraídas del Valle del Tunca.
—Es cierto. La historia es muy antigua. Se remonta a los tiempos de la conquista del Perú. En el valle de Mantu los peruanos tenían un ídolo al que llamaban la Diosa Verde. En realidad, era una gigantesca esmeralda que apenas cabía entre las dos manos de un hombre. Era como un huevo de avestruz. Es imposible saber el valor de aquella piedra preciosa, que se perdió en un naufragio cuando era llevada a España. Los sacerdotes incas hacían creer a los habitantes del valle que para tener contenta a la Diosa Verde era necesario ofrendarle esmeraldas de las que tanto abundaban en el país. Así, los indígenas consiguieron rodear a la Diosa Verde de una cantidad inmensa de esmeraldas de todos los tamaños.
»Un grupo de conquistadores españoles llegó al Valle de Mantu y se apoderó de las esmeraldas, que fueron repartidas entre los hombres, reservándose para el Rey la Diosa Verde. Don Diego de Palermo, uno de los oficiales que mandaban la tropa, logró reunir ocho esmeraldas de idéntico peso, que compró o cambió a los demás. Con ellas, después de hacerlas tallar por un lapidario, formó un riquísimo collar, que regaló a su esposa. Más tarde, a finales del siglo dieciocho, una descendiente de don Diego de Palermo, cuyo hijo estaba a punto de morir, prometió ceder el collar de esmeraldas a la recién fundada Misión de San Benito de Palermo si su hijo sanaba. Ocurrió así y la dama hizo transformar el collar en una diadema para nuestra Virgen. Como el valor de las esmeraldas era fabuloso, la propia donante ordenó que se hiciese una imitación de las esmeraldas para colocarlas en la imagen todos los días, exceptuando los domingos y festividades religiosas. Si los hombres que robaron la diadema lo hubiesen hecho el sábado o el lunes, no se hubiera perdido nada; pero eligieron un domingo y se llevaron las esmeraldas legítimas. Yo oculté el robo, y como por entonces éramos sólo dos franciscanos, pude seguir ocultando el robo de las esmeraldas.
—¿Por qué lo hizo? ¿No habría sido mejor decir la verdad?
—Siempre creí que aquellos hombres se arrepentirían. Creo que me equivoqué.
—Yo también lo creo —sonrió El Coyote—. ¿Qué ocurrirá si se descubre que las esmeraldas han sido robadas?
—Nuestra Orden no ganará ningún crédito con ello.
—¿Y si El Coyote las robase? Me refiero a las falsas. Todos creerían que había dado un nuevo mal paso.
—No. No puedo aceptar eso. Si ha de haber algún descrédito, ese descrédito sólo puede recaer sobre mí. Yo soy el único culpable.
—Está bien. Tendremos que recuperar esas esmeraldas que nadie sabe dónde paran. No me encarga usted un trabajo fácil. ¿Sabe, por lo menos, quiénes eran los hombres que las robaron?
—Sólo sé dos nombres: Calixto Valdés y Mario Guerrero.
—¿Eran todos naturales del país?
—No. Los otros seis eran norteamericanos o ingleses. Entonces aún no sabíamos hablar el inglés, y los buscadores de oro tuvieron que valerse de dos de sus compañeros, que eran mejicanos o californianos, para entenderse con nosotros.
—O sea que Calixto Valdés y Mario Guerrero actuaron de intérpretes, ¿no?
—Sí, eso fue.
—¿Les conocía alguien de la misión?
—Sólo Ambrosio Navarro. Parece que fueron amigos algún tiempo antes.
—Ya tenemos una pequeña pista. No es mucho; pero menos teníamos antes. Claro que se trata de una pista sobre la cual ha llovido mucho y que, por lo tanto, está ya helada y congelada. ¿No sabe nada más?
—No.
—¿Estaba casado Ambrosio Navarro?
—Sí.
—¿Dónde vive su viuda? Si es que todavía vive.
—Permaneció algún tiempo en la misión; luego se marchó a Las Vegas, en Nevada. Creo que aún está allí.
—¿Cómo se llama?
—Basilia Posadas.
—Bien, empezaremos por ella. Veremos si por el hilo vamos desenredando el ovillo. Adiós, fray Anselmo.
—Buena suerte, señor Coyote —replicó el fraile—. Y a ser posible procure que las esmeraldas no se tiñan de rojo.
—Se las traeré completamente verdes, a menos que me vea obligado a lo contrario. Adiós.