Capítulo I:
La blanca paloma de San Benito de Palermo

Debiera usted haber visto esta misión en los buenos tiempos, don César —murmuró el franciscano, sentándose lentamente en uno de los relucientes bancos de roble y paseando la mortecina mirada de sus pobres ojos por la fresca sombra de la capilla—. Cuando empezó este siglo yo tenía dieciocho años y entré en la Misión de San Benito de Palermo, uno de los grandes santos de nuestra Orden. Los padres Kino y Salvatierra levantaron esta misión y la bautizaron con el nombre de San Benito. Cuando yo ingresé en ella era una misión muy rica. Todas las tierras que alcanza la vista… —El fraile sonrió levemente, aclarando—: La buena vista, quiero decir. Todas eran nuestras; de la misión, claro está. Ahora, hasta mis ojos pueden ver lo poco que nos queda. El señor nos lo dio, el Señor nos lo quitó. Bendito sea Su Santo nombre; pero aquellas riquezas nos permitieron hacer mucho bien. Por eso las echamos de menos.

—Tal vez aquel orden de cosas no era perfecto —sugirió don César de Echagüe, contemplando, también, la sencillez de la pequeña iglesia de la misión.

—Cuando el conjunto de las misiones fue destruido por los hombres que llegaron al marcharse España, el sistema era perfecto, don César. Su padre no lo debió de decir. Por cada uno de nosotros había varios miles de indígenas que no sabían nada, que vivieron míseramente hasta que nosotros levantamos la misión, trajimos simientes y animales domésticos. En pocos años hubo una gran riqueza en California. Y de esa riqueza fueron los indígenas los primeros en beneficiarse. Hicimos de ellos seres humanos, les enseñamos a conocerse a sí mismos. Luego…

Fray Anselmo entornó los ojos y con la aguda mirada de su cerebro revivió sucesos que ya parecían enterrados en las tinieblas de los tiempos pasados.

—Luego vinieron de la capital hombres que traían la mentira en los labios. Y ni ellos mismos se daban cuenta de que era mentira. La creían verdad; porque era una mentira tan grande que les engañaba a ellos mismos. Dijeron a los pobres indígenas que ya no serían más esclavos, que ellos los convertirían en hombres libres, que la tierra iba a dejar de ser nuestra para pasar a ser de ellos. Les dieron tierra, les dieron mulas, arados, herramientas para el cultivo, sacos de trigo, cebada, maíz y avena. Hablaron de nosotros como de unos inicuos explotadores. Algunos pobres indios comprendieron la verdad y continuaron a nuestro lado, compartiendo nuestra terrible miseria, cultivando los huertecitos que estaban pegados a los muros de esta misión. Los otros cogieron todo cuanto se les había dado y con el trigo que debían haber sembrado amasaron blanco pan. La cebada la convirtieron en extrañas bebidas alcohólicas y del maíz hicieron abundancia de tortillas y gachas. Lo mismo con la avena. Vendieron a cualquier precio sus mulas y caballos, mataron los cerdos que les dieron para criar y devoraron las gallinas y conejos. Antes de un año, todo se había consumido. Los indios estaban en la mayor miseria. Sus tierras, incultas, no daban nada. Tuvieron que trabajar para los hombres blancos, gastando sus jornales en alcohol y más alcohol. Olvidaron la vida sana y tranquila, degeneraron y convirtiéronse en algo vergonzoso. Y como se sabían también culpables, no se atrevieron a volver aquí. Acabaron vendiendo sus tierras por unos pocos pesos.

El fraile continuaba con los ojos cerrados, reviviendo mentalmente aquellas amarguras pasadas. Con voz siempre igual, prosiguió:

—Cuando aquellos hombres que vinieron de la capital, trayendo libertades y regeneraciones, vieron cómo utilizaron aquellos infelices las inmensas ventajas concedidas, los insultaron, dijeron que merecían todo cuanto les estaba ocurriendo y volvieron a la gran ciudad, comentando que la esclavitud era aún demasiado poco para semejantes haraganes.

—Sí, ya conozco eso —sonrió don César—. Mi padre me lo contó muchas veces. Eran ideas buenas para ciertos cerebros, pero resultaban malas para otros. Los bien intencionados no siempre resultan beneficiosos. No se puede alimentar a un canario con granos de maíz, ni a una gallina con alpiste. No sé en qué isla del Pacífico, o acaso en el extremo sur de nuestro continente, llegaron unos misioneros que se horrorizaron al ver a la gente ir desnuda. Les dieron gruesos trajes. El país es de abundantes lluvias. Cuando los indígenas iban desnudos, el agua les resbalaba por el cuerpo, que en seguida quedaba seco; pero cuando se vistieron, las telas de sus trajes acopiaron el agua que caía y conservaron los cuerpos en una prolongada humedad. En pocos años todos los indígenas murieron de diversas enfermedades ocasionadas por aquellos trajes destinados a hacer de ellos unos seres más perfectos.

—Tiene razón, don César. Hoy apenas si queda la centésima parte de aquellos indígenas que vivían y prosperaban bajo nuestras leyes. Casi todos han muerto; pero en la historia de la nación que hizo aquello aún se habla con satisfacción de la obra realizada. Esto era un paraíso, luego fue un infierno y al fin se ha convertido en un cementerio.

—Exagera usted, fray Anselmo —sonrió don César—. Desde la puerta de la misión se ven infinitas haciendas.

—La iglesia está casi siempre vacía —murmuró el franciscano.

—Son hombres de otra religión. Y muchos de ellos, sin ninguna.

—Era hermoso hacer sonar la campana y ver cómo miles de hombres, vestidos con blancas telas, se agolpaban frente a la Casa de Dios para asistir, incluso de lejos, al Santo Sacrificio. ¡Qué pequeña resultaba entonces la capillita! ¡Y qué grande es ahora! Sólo diez o doce personas la frecuentan.

—Primero se marchó España —dijo don César—. Luego se marchó Méjico y llegaron hombres de otra raza, educados en otra religión. No es culpa suya el tener otra fe. Ni lo es de sus padres, ni de sus abuelos.

—¿Cómo puede haber otra fe que la verdadera?

—Ellos creen que su fe es la verdadera. Y no sigamos por ese camino, fray Anselmo. Puede que algún día esos mismos hombres de otra fe hagan renacer estas misiones, reparen las heridas que el tiempo les ha ocasionado y les devuelvan el viejo esplendor.

—Eso no podrá ser, a menos que se den cuenta del error en que viven.

—No le quepa duda de que será así. Tal vez empiecen por reconstruir las misiones para conservar sus bellezas arquitectónicas, o para preservar unos edificios ligados a la historia de esta nación.

—¿Qué interés pueden tener los norteamericanos en conservar los recuerdos de España?

—El mismo que España ha tenido en conservar los recuerdos de Roma, de Arabia y de todas las razas que han pasado por su suelo. Y cuando tengan reconstruidas las misiones harán volver a ellas a los religiosos que tuvieron que abandonarlas y externamente todo volverá a ser como antes. ¡Quién sabe si con el paso de los años las campanas de la misión de San Benito de Palermo volverán a hacer de imán para las multitudes!

—Yo no podré verlo desde la tierra.

—Quizá lo vea desde el Cielo.

—No —murmuró el fraile.

—¿Es que no espera ir el Cielo? —preguntó don César.

La respuesta del franciscano fue de las más inesperadas.

—No —dijo—. No iré al Cielo.

—¿Tan grandes son sus pecados? —sonrió don César de Echagüe.

—Sí. Durante veinte años he conservado sobre mi alma el peso de una mentira y… y hasta el de una impía burla.

El franciscano volvió la cabeza hacia la imagen de la Virgen que se encontraba en uno de los mejores altares de la iglesia.

—¿Conoce usted la Blanca Paloma del desierto, don César?

—¿Quién no ha oído hablar de ella y de las ocho estrellas de su diadema? —replicó César de Echagüe.

—Ocho estrellas verdes —murmuró el franciscano—. La mejor diadema y la única digna de las sienes que ciñe… Pero…

Fray Anselmo permaneció callado un buen rato. Por fin, sin terminar la frase iniciada, se puso trabajosamente en pie.

—Salgamos al claustro. Allí estaremos mejor.

—Como usted prefiera, fray Anselmo. Tal vez pueda ayudarle a resolver sus inquietudes. Fray Jacinto me dijo que eran muy grandes.

—¿Es que él contó…? —preguntó, alarmado, el anciano.

—Creo que se trataba de un secreto de confesión, ¿no?

—Sí…, era un secreto de confesión. Casi lo había olvidado. Cuando ocurrió yo tenía sesenta y ocho años y creí que me quedaba muy poco por vivir. Sin embargo, he vivido veinte años más. Y el secreto sigue pesando sobre mi conciencia. ¿Le contó, fray Jacinto que él no pudo darme la absolución?

—No me dijo nada de eso. Tan sólo me pidió que viniera a verle y le ayudase.

—¿Cree poder hacerlo? —preguntó el anciano.

—Puedo intentarlo.

—Sí; eso, sí. Usted es rico; pero cuando hablé por última vez con fray Jacinto, él me prometió enviar a otro hombre.

—¿A quién?

—Al Coyote.

—¿Y le ha defraudado que me enviase a mí?

—No, no; nada de eso. Al contrario. Usted conoce al Coyote, ¿verdad, don César?

—Sí, fray Anselmo; le conozco.

—¿Sabe qué personalidad se encubre tras su antifaz?

—Cree saberlo; pero…

—No, no me diga quién es. ¿Y su opinión acerca de él?

—¿Quiere usted conocer mi opinión acerca del Coyote? —preguntó, sonriendo, don César.

—Sí.

—No tengo opinión exacta. Unas veces me parece un bandolero; en otras ocasiones le creo un hombre que desea imponer una justicia equivocada. Hay momentos en que le creo bueno, y otros en que me parece malo. Pero siempre le he creído un loco. En esa opinión coincidimos, ¿verdad, fray Anselmo?

—¿Cómo sabe…? —empezó, inquieto, el franciscano.

—Él me lo dijo.

—¿El Coyote?

—Sí.

—¿Le ha hablado de mí?

—Si no recuerdo mal, fue en el año mil ochocientos cincuenta. ¿O acaso no? Yo tengo mala memoria para las fechas.

—Aquella fecha nunca la olvidaré. Era en el mes de mayo y, exactamente, el diecinueve. Un domingo. Un domingo de mucho sol y, no obstante, muy triste para mí.

—Creo que El Coyote llegó advertido por un indio…

—Ambrosio Navarro. Era uno de los pocos indios que permanecieron fieles…

El Coyote le encontró con tres balas en el cuerpo y un soplo de vida en los labios.

—Sólo tuvo tiempo de decirle que la Misión necesitaba auxilio —dijo el fraile—. Fue el azar el que condujo al Coyote a aquel sitio.

—¿No cree que fue la mano de Dios? —preguntó don César.

—Tal vez. Ambrosio Navarro sólo pudo decirle que se presentara aquí.

—¿Y El Coyote lo hizo?

—¿Por qué lo pregunta? ¿No sabe que sí?

—Es cierto. Casi lo había olvidado. Sí, acudió… Pero… El Coyote no hacía falta en la Misión de San Francisco de Palermo.

—Mentí —musitó fray Anselmo—. Ambrosio salió en pos de ellos. Los alcanzó, pero le mataron.

—Si usted hubiese dicho la verdad, entonces El Coyote hubiera…

—No —interrumpió el franciscano—. No. Los hubiese alcanzado. Eran hombres violentos. Habría tenido que matarlos a todos. Eran ocho vidas humanas. No me arrepiento de haber evitado ocho muertes.

—Tal vez no hubiera sido necesario matarlos a todos.

—Sí. Aquellos hombres traían la violencia en la sangre. Si no se detuvieron ante la imagen de la Madre de Dios…

—Fray Anselmo —rió don César—. Usted olvida que, salvo honrosas excepciones, se le tiene más respeto a la imagen de un Colt de seis tiros que a todas las de este templo. Aquellos hombres hubieran hecho más caso de los doce tiros que podía disparar El Coyote que de la excomunión a que se exponían.

—Se hubiera derramado demasiada sangre. Aquellos ocho hombres llevaban ya sobre su conciencia un sacrilegio y un crimen. Por eso callé. Por eso hace veinte años le dije al Coyote que no había ocurrido nada. Que alguien debía de haber dado muerte a Ambrosio Navarro por error o por algún motivo personal de odio…

—Para ser usted sacerdote, mintió mucho, fray Anselmo.

—Mentí para salvar unas vidas humanas; pero ya sé que lo grave es haber mentido. Aunque no es lo peor el haberle mentido al Coyote. Cuando él se presentó ante mí le conté la falsedad de que ya le he hablado. Insistió varias veces, comprendiendo que yo le ocultaba la verdad; pero me mantuve firme. Al fin se encogió de hombros y me dijo: «Está bien, fray Anselmo. Usted sabrá por qué hace eso y qué secreto me está ocultando; pero si algún día cambia de opinión, aunque hayan transcurrido muchos años, avíseme. Entonces yo le prestaré la ayuda que ahora no quiere aceptar. A menos, claro está, que yo haya muerto». Después de eso se marchó y yo me alegré de que se fuera; pero ahora las cosas han cambiado. Veo que pronto moriré y no quiero que mi secreto muera conmigo. Además…

—¿Qué?

—El Gobierno de los Estados Unidos ha solicitado de nuestro superior el permiso de exponer en Washington…

—Continúe…

—No, no se lo puedo decir a usted, don César. Perdóneme. Sólo podría hablar al Coyote. Sólo él debe saberlo. De usted sólo deseo un favor: que vea la forma de avisarle, de decirle que venga a verme…

En aquel momento abrióse una de las puertas de la iglesia y un muchacho de unos diez u once años entró corriendo y llamando:

—¡Papá, papá! He comido…

—¡Ssssst! —ordenó don César, llevándose un dedo a los labios—. No grites tanto.

El pequeño César de Echagüe se detuvo, turbado por la orden y por la comprensión de la falta cometida. Más despacio fue hasta su padre y el fraile y después de besar la mano de éste aguardó a que don César le preguntara qué había comido. Cuando, al fin, la pregunta fue formulada, el muchacho explicó:

—He comido unas uvas de una parra plantada por el padre Ugarte. Es una parra que fue traída de Valencia.

—Yo soy uno de los pocos hombres que tuvieron el honor de conocer al padre Ugarte —murmuró fray Anselmo—. Fue un gran hombre que enseñó a los indígenas incluso el difícil arte de construir buques. Él trajo muchas cosas a California. Y entre ellas la parra de que habla su hijo, don César. No existen uvas más dulces que las de esa parra. Vayamos a probarlas.

Don César habíase detenido ante el altar de la Virgen conocida en San Benito de Palermo con el nombre de La Blanca Paloma. Con voz algo temblorosa, fray Anselmo explicó:

—Esa imagen fue tallada por los indígenas a quienes adiestró el padre Ugarte.

—Y ésa es la famosa diadema de las ocho estrellas, ¿verdad?

—Sí —respondió fray Anselmo—. Es… es una diadema de esmeraldas peruanas. Pero no nos entretengamos más. Deseo que pruebe las uvas de nuestra parra.

—Encantado, fray Anselmo. Esta misión es muy hermosa. A veces yo he lamentado no poderme encerrar en una de estas casas y terminar mis días en la paz que reina en estos lugares.

Cuando la puerta se cerró tras ellos y la claridad del encalado claustro sustituyó a la penumbra de la iglesia, fray Anselmo replicó con una sonrisa casi burlona:

—Está usted demasiado habituado a los placeres del mundo para hallar agradable la vida en estos sitios.

—¿Quién sabe? —sonrió don César—. No sería el primero de mi raza que abandona todo lo mundano por la paz del claustro.

—Usted ya tuvo la oportunidad de hacerlo cuando murió su esposa —replicó el fraile—. Luego…

—Sí, sí, es mejor que no lo removamos —rió don César—. Iba a salir un poco manchado.

—Además, es usted excesivamente escéptico y el escepticismo no encaja en la vocación religiosa. Creo que es usted un hombre feliz.

—Nunca me había dado cuenta de ello.

—Eso les ocurre a todos los que son verdaderamente felices —musitó el fraile—. Sólo se puede ser feliz cuando no se sabe que se es feliz. En cuanto se da uno cuenta de que lo es, empieza a temer que va a dejar de serlo y, al momento, ya no es feliz. Ésa es la parra del padre Ugarte. Fue plantada hace casi cien años.

—Y durante ese tiempo ha vivido feliz porque no se ha dado cuenta de nada. Ni siquiera de que era una parra.

—Bien me devuelve mi comentario —sonrió el fraile—. ¿Quiere probar las uvas?

—Son muy buenas, papá —aseguró el muchacho.

—Haremos la prueba —asintió don César, alcanzando un racimo y comiendo unos granos—. Son excelentes —declaró luego—. En la próxima primavera vendré a buscar un injerto para mi rancho. Quiero tener uvas del padre Ugarte.

—Disponga de ellas.

—Ahora, si nos lo permite, fray Anselmo, nos marcharemos. El coche debe de estar ya dispuesto.

—Sí, papá. Ya lo han limpiado y los caballos han bebido y comido.

—Entonces, fray Anselmo, nos marchamos. Muchas gracias por las uvas y por su amable conversación. No olvidaré su encargo.

—Se lo suplico. Haga un esfuerzo… si le es posible.

—Lo haré; pero no confíe en verle antes de un par de meses.

—Ya lo sé. Creo que viviré hasta entonces. Adiós, don César.

—Adiós. Por cierto que me ha preocupado con sus palabras de antes. Empiezo a tener miedo de dejar de ser feliz.

—Temo haber cometido un nuevo pecado al privarle de su paz.

—Si es así, yo le concedo mi perdón. Y ojalá pudiese perdonarle sus otros pecadillos.

—Ésos me los ha de perdonar Dios. Buen viaje, don César. Adiós, pequeño.

Don César y su hijo abandonaron la Misión de San Benito de Palermo y subieron al carricoche que les aguardaba ante la portalada del edificio. Una serena paz había llegado con la puesta del sol. Unos cuantos frailes habían abandonado el huerto para despedir al famoso don César de Echagüe, que por primera vez les visitaba y que desde el pescante del cochecillo respondió con un ademán a las cordiales despedidas de los franciscanos; luego, haciendo restallar el látigo sobre las cabezas de los caballos, los hizo partir a buen paso en dirección a las suaves colinas.

—¿Por qué has dejado que ese fraile te dijese tantas cosas malas, papá? —preguntó, de pronto, César a su padre.

—¿Qué hubieses hecho tú en mi lugar?

—Le habría dicho la verdad. Todos los frailes te quieren.

—Te equivocas, César. Sólo unos pocos me aprecian. Hay muchos que no ven con buenos ojos al Coyote.

—¿Por qué?

—Unos porque me creen un terrible pecador; otros porque temen que lleve la rebelión a los corazones de los campesinos. Son muchos los frailes y los sacerdotes que ven en mí a un enemigo del orden.

—Pero tú impones el orden, ¿verdad?

—No siempre. A veces me porto un poco mal.

—No es posible. Tú siempre te portas bien.

—¿Es eso lo que dicen mis enemigos? —preguntó, sonriente, don César.

—Ésos son malos. ¿Qué van a decir?

—Ellos se creen buenos y a mí me consideran muy malo.

—¿Cómo van a creerse buenos si son malos?

—César, te metes por difíciles caminos —rió el padre del muchacho—. ¿Es bueno el pez que se come a otro?

—No sé… Pero a mí me parece que no es bueno.

—¿Y es bueno el martín pescador que de un picotazo pesca al pez?

—Ése es el que castiga al pez por haberse comido al otro pez —declaró el chiquillo.

—¿Y el cazador que de un tiro mata al martín pescador? ¿También es malo?

—Claro que es malo. No debiera matarlo.

—Entonces, cuando veas a un cazador que ha matado a un pájaro que se comía peces vivos, o a un águila que ha matado a un gavilán, dispárale un tiro y procura matarle, y ya verás cómo los jueces te hacen ahorcar.

—Pero tú no eres malo. Eso no lo creeré nunca.

—Así debe ser. Ahora necesito pedirte un favor. Te vas a tener que quedar en medio del campo, entre unos árboles, durante un par de horas.

—¿Qué has de hacer?

—Un trabajo. No olvides que los auxiliares del Coyote nunca hacen preguntas. Se limitan a obedecer. ¿O es que tienes miedo?

El pequeño vaciló un momento y luego asintió con la cabeza.

—Un poco —dijo.

—¿Y crees que no te será posible dominarlo?

—Haré un esfuerzo.

—Eso está bien. El miedo es algo que llevamos dentro y que nos ha sido metido allí cuando hemos sido creados. Se tiene miedo de la misma manera que se tiene gana. Lo importante es no dejar que el miedo salga de dentro y se nos vea. Porque una vez ha salido de dentro, ya no quiere volver a encerrarse. Por eso conviene no dejarle salir de un sitio donde podamos dominarlo. Si se escapa, entonces él es quien nos domina. Se convierte en nuestro dueño y ya no podemos hacer nada contra él.

—¿Y yo lo tengo aún dentro?

—Creo que sí.

—Entonces, si procuro que no se escape lo dominaré, ¿no?

—Eso supongo.

—Pues no se escapará.

—Bien. Seré muy feliz si lo consigues.