Cuando los hombres del Diablo cerraron la puerta del cuarto, don César se volvió hacia Guadalupe.
—Perdóname —dijo—. Tengo muchísimas cosas que hacer y poco tiempo para hacerlas. Es preciso salvar a don Goyo y a su hijo.
—Desde luego —asintió Lupe, sin poner demasiado entusiasmo en la respuesta. No es que ella deseara que al que debía haber sido su suegro ni a su fracasado marido les ocurriera nada malo; pero tampoco quería dar la impresión de que lamentaba no haberse casado con Gregorio Paz.
Cuando don César abrió la puerta secreta que comunicaba aquella habitación con el pasadizo, Guadalupe, que ya conocía por referencias los misterios de la posada del Rey Don Carlos, preguntóse cuáles eran los sentimientos de su marido. Ella sentíase feliz por haber realizado, al fin, sus anhelos. Estaba casada con don César de Echagüe; pero éste no había ido por propia voluntad al matrimonio. Casi podía decirse que se casó ante la amenaza de una pistola. Esto hería un poco la vanidad de Guadalupe. En seguida recordaba que el día antes César fue a buscarla a casa de don Goyo para llevarla con él. Fue ella quien no quiso acompañarle al saber la llegada de la princesa Irina. Además, César era El Coyote y éste sabia salir de apuros muchísimo más graves que el representado por un matrimonio impuesto a la fuerza. Si don César no se hubiera querido casar con ella, lo habría podido evitar.
—¡Dios mío! —Exclamó de pronto Guadalupe—. Ya no tendré que seguirle llamando don César. Ahora será sólo César. Le tutearé. Pero… ¿sabré acostumbrarme? No, no podré nunca llamarle de tú.
Por su parte, don César sonreía mientras recorría los oscuros pasadizos secretos. No podía negarle a Mariñas cierto ingenio para resolver una situación que para nadie resultaba tan difícil como para él. Su solución había sido genial.
Cuando llegó a la puerta que comunicaba con el despacho de Yesares, don César se detuvo a mirar por la mirilla. El despacho estaba ocupado sólo por Ricardo, quien a una señal acudió a la puerta secreta en el momento en que El Coyote la abría.
—Lo que está ocurriendo es horrible —dijo el dueño de la posada.
Don César sonrió. La vida tranquila, su matrimonio y la fortuna habían reblandecido a Yesares. Pronto necesitaría otro ayudante para los trabajos difíciles. En aquellos momentos Yesares demostraba una total ausencia de iniciativa.
—Yo lo encuentro divertido —dijo don César.
—¿Hasta lo de tu boda?
—Eso ha sido lo mejor. Pero no perdamos tiempo. Tengo que hacer muchísimas cosas. Dame una luz.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Yesares.
—Voy a vestirme de Coyote. Utilizaré tu traje. Luego iré a ver a la princesa Irina.
Yesares entregó una vela a don César y éste entró de nuevo en el pasadizo secreto, donde cambió su traje por el que usaba Yesares cuando representaba el papel de Coyote. Un momento después marchaba por el pasadizo en dirección al cuarto de Irina. Antes de llegar a él empezó a oír las exclamaciones de la joven y escuchó la última parte de la conversación entre Mariñas y la mujer. Cuando ésta se quedó sola, El Coyote empujó la puerta secreta, cuyos bien engrasados goznes no emitieron el más leve gemido.
*****
Cuando desapareció sin responder a las últimas preguntas de Irina, El Coyote tenía proyectado ya todo su plan de acción. Eran muchísimas las cosas que debía hacer. No podía perder más tiempo.
Por una salida que rara vez se utilizaba abandonó la posada del Rey Don Carlos. Deslizándose por la oscuridad, evitando los grupos de guardas del Diablo, dirigióse al barrio mejicano y se detuvo ante una casa. Llamó a la puerta y, cuando una voz de mujer le preguntó quién era, respondió en voz muy baja:
—Soy yo, Adelia.
La india abrió, comentando:
—Lo que está ocurriendo es horrible, señor Coyote…
—Ya lo sé; pero no me hagas perder más tiempo. ¿Están aquí los Lugones?
—Sí, don Coyote. Vinieron por si los necesitaba…
—Les necesito. Que vengan en seguida.
La india hizo pasar su voluminoso cuerpo a través de una estrecha puerta y regresó casi al momento en compañía de Evelio, Timoteo y Juan Lugones.
Los tres hermanos estaban muy nerviosos.
—¿Qué debemos hacer? —Preguntó Juan—. Esperábamos sus órdenes. Han metido presos a nuestros amos…
—Ya los salvaremos —replicó El Coyote—. Tengo un plan muy bueno. Pero ahora me tenéis que ayudar a otra cosa. El Diablo ha saqueado los bancos y los comercios principales. Ha reunido una fortuna en oro y moneda. Está guardada en la cuadra de la posada del Rey Carlos. Tenemos que rescatarla.
—Pero la cuadra está guardada por más de cien hombres —dijo Evelio—. No se podrá entrar en ella.
—Por la puerta, no; pero hay otra entrada. Vamos.
Desandando el camino seguido hasta allí, El Coyote regresó a la posada, seguido por los tres Lugones, que empuñaban nerviosamente sus rifles. Varias veces tuvieron que pegarse contra las sombras de algún portal para dejar pasar alguna de las rondas de los bandidos. Por fortuna, los hombres del Diablo estaban tan seguros de sí mismos, que la vigilancia ejercida era casi nula.
Por la misma puerta secreta entraron en los sótanos de la posada y El Coyote les guió hacia un extremo de ellos. Después de escuchar durante varios minutos por si se oía alguna voz o ruido indicador de la presencia de alguien, empujó suavemente una trampa que quedaba sobre su cabeza y el aire se llenó con el olor característico de una cuadra. Los cuatro hombres ascendieron por la trampa y se encontraron en una amplia cuadra en la que se veían dos grandes galeras. El Coyote se acercó a una de ellas y, después de registrar su contenido, fue a la otra.
—Esta es —dijo en voz baja.
No habían encendido ninguna luz, teniendo que valerse de la muy escasa que penetraba por las rendijas de la puerta que daba a la calle, donde los centinelas se encontraban reunidos en torno a grandes hogueras. Acercándose a la puerta El Coyote miró por las rendijas, observando que, prudentemente, El Diablo había cerrado con cadena aquella entrada, impidiendo que ninguno de sus hombres pudiera acercarse al coche donde guardaba su tesoro.
—De prisa —ordenó El Coyote—. Vaciad las cajas y ocultad su contenido en el sótano.
Las cajas fueron abiertas y de ellas se extrajeron los lingotes de oro, los saquitos de oro en polvo y pepitas, los que contenían monedas de oro o plata, los objetos de arte de ambos metales y, por último, los fajos de billetes de banco. Todo ello era colocado en una gran caja, en el sótano, y las cajas eran cargadas con trozos de hierro viejo o con libracos, devolviéndolas luego a la galera de donde las habían sacado.
En menos de media hora terminó aquella tarea y la galera volvió a quedar como antes, sólo que las cajas y fardos que antes contenían una fortuna, ahora sólo guardaban cosas sin ningún valor.
—Por esta noche ya no volveré a necesitaros —dijo El Coyote a los Lugones.
—¿Y don Goyo? —preguntó Evelio.
—Pronto le salvaré. Marchaos. —Mientras les guiaba hacia la salida secreta, El Coyote fue madurando su otro plan—. Un momento —dijo cuando estuvieron en la calle—. Seguidme. Será conveniente que me guardéis las espaldas. No dijo adonde ni a qué iba. Los Lugones sabían que era inútil preguntar nada.
*****
Los centinelas instalados en la estafeta telegráfica de la Western Union dormitaban plácidamente cuando una sombra se deslizó dentro del local. Sólo el operador permanecía despierto, contestando de cuando en cuando a las escasas llamadas telegráficas que se le hacían desde San Francisco.
De pronto le sobresaltó una voz que sonó junto a él, y al volver la cabeza su nariz casi tropezó con el cañón del revólver que ante su rostro sostenía un enmascarado.
—¡Oh! —jadeó el hombre. Y en seguida—: ¡El Coyote!
—¡Cállate! —susurró El Coyote.
En aquel momento sonaron dos recios golpes y los dos centinelas cayeron al suelo bajo los efectos de dos violentísimos culatazos que les aplicaron los Lugones, sin preocuparse de si con ellos les destrozaban o no la cabeza.
—¡Por Dios! —Gimió el operador instalado allí por El Diablo—. No me maten.
El revólver del Coyote golpeó seca, pero violentamente, la cabeza del bandido, que cayó al suelo sin conocimiento. El enmascarado cruzó por encima de su cuerpo y sentóse ante el transmisor.
Cuando se proyectó el asalto a Los Ángeles, Juan Nepomuceno Mariñas decidió que se cortaran los hilos telegráficos que unían la ciudad con el resto de California.
—No lo hagas —aconsejó Weaver—. Si en San Francisco o en Monterrey se dan cuenta de que no se puede comunicar con Los Ángeles, sospecharán que ocurre algo anormal y enviarán fuerzas a investigar. Es preferible que crean que la normalidad reina en la ciudad.
Así se hizo, y hasta aquel momento el mundo ignoraba que la banda del Diablo se había hecho dueña y señora de la capital de la Baja California.
El aburrido operador de Monterrey empezó a tomar nota del mensaje que le llegaba desde Los Ángeles. Por un momento creyó que se trataba de una broma pesada, pues el mensaje no podía ser más fantástico:
Operador: comunique a presidio militar de Monterrey que el bandido El Diablo se ha apoderado por sorpresa de la ciudad de Nuestra Señora de Los Ángeles de la cual es dueño absoluto. Ha detenido guarnición fuerte Moore y hundido fragata de guerra Nereida. Envíen fuerzas militares numerosas lo antes posible porque Juan Nepomuceno Mariñas cuenta con casi mil hombres formidablemente armados. Incluso con artillería. No tarden. Transmite El Coyote.
Manipulando el transmisor, el de Monterrey preguntó a Los Ángeles:
Es broma el mensaje recibido.
La respuesta no pudo ser más breve:
No.
Y a la siguiente pregunta que desde Monterrey se hizo acerca de la identidad del operador que acababa de transmitir el telegrama, se recibió esta respuesta:
El Coyote; y no pierdan más tiempo si quieren salvar un gran número de vidas.
Cuando el comandante del presidio de Monterrey, que vivía, precisamente en el antiguo presidio español, leyó el mensaje que le entregó un mensajero enviado urgentemente desde la central telegráfica, creyó, como creyera antes el operador, que se trataba de una broma pesada; pero, al cabo de un momento, recordando ciertos informes que le habían parecido descabellados por indicar que un numeroso grupo de bandidos tejanos y mejicanos se dirigían hacia California, decidió que, por mucho que se perdiera investigando la veracidad del informe, siempre se perdería mucho menos que si se dejaba la ciudad en manos de sus supuestos conquistadores.
El coronel Suárez se había distinguido como voluntario en la guerra civil. Fue uno de los numerosos californianos que lucharon en las filas de la Unión contra la Confederación. El general Grant le premió con el mando militar del presidio de Monterrey y la confianza que el nuevo presidente puso en el coronel no carecía de fundamento. Suárez era de los que obran sin perder el tiempo haciendo preguntas que unas veces son estúpidas y otras producen grandes retrasos que perjudican el éxito o lo reducen a la nada.
En la bahía de Monterrey se encontraba en aquellos momentos uno de los nuevos y veloces buques de vapor. Se trataba de un barco mercante destinado a la línea de pasajeros y carga ligera. Podía conducir hasta ochocientas personas y Suárez lo eligió en seguida como el medio ideal para transportar hasta Los Ángeles a los hombres de que disponía.
También se encontraba en Monterrey el monitor Missouri; pero si su armamento era muy potente, en cambio su andar era escasísimo.
Una hora después de recibir el mensaje del Coyote, el coronel Suárez se alejaba de Monterrey en dirección Sur, ayudado por una fuerte brisa que duplicaba, casi, la velocidad del buque. Antes de veinte horas el barco estaría en el puerto de San Pedro, y los setecientos soldados y marinos embarcados en él podrían reconquistar la ciudad de Los Ángeles.
*****
Cuando el operador de la estafeta de Los Ángeles recobró el sentido, su primera intención fue escapar de la ciudad. Sabía que de presentarse ante su jefe a comunicarle que El Coyote le había atacado, la reacción del Diablo sería completar la obra del Coyote y dejarle sin sentido hasta el día del juicio final. Por ello decidió que era preferible no decir nada a Mariñas y comunicárselo, en cambio, a su lugarteniente.
Weaver escuchó atentamente las noticias que le llevaba el bandido.
—¿Estás seguro de que se trata del Coyote? —preguntó.
—Segurísimo.
Weaver sonrió.
—Buen enemigo para El Diablo —comentó—. Yo creí que eso del Coyote era una fantasía debida al sol de California; pero tu cabeza me hace suponer que existe.
—¿Qué dirá el jefe cuando lo sepa? —preguntó el inquieto bandido.
—No hay ninguna necesidad de que se entere —replicó Weaver—. Si tú no dices nada, yo tampoco hablaré.
—Pero El Coyote comunicó a Monterrey —dijo el hombre.
—Sin duda avisaría a las autoridades del presidio —dijo Weaver—. Es seguro que enviarán fuerzas hacia aquí; pero no es probable que lleguen antes de veinticuatro horas. Ya tomaré mis medidas.
Al quedarse solo, Harley Weaver sonrió cruelmente. Pronto se le presentaría la soñada oportunidad de deshacerse de su jefe y apoderarse del tesoro de la banda. El Diablo había reunido una fortuna inmensa. Sólo dos personas conocían el emplazamiento exacto del escondite. Una de aquellas personas era Mariñas. La otra, su lugarteniente.
«El día que sepa que le han ahorcado me apoderaré del tesoro» —decidió Weaver. Luego acabó de madurar el plan para que El Diablo fuera ahorcado cuanto antes.
*****
Ricardo Yesares ayudó al Coyote a quitarse el traje y a recobrar la personalidad de don César.
—Ya está todo arreglado —le dijo éste—. Subiré a descansar un rato. Estoy seguro de que mañana a estas horas El Diablo habrá salido de Los Ángeles.
—¿Y Guadalupe? —preguntó Yesares.
Don César sonrió.
—Su noche nupcial no ha sido como ella esperaba. No es corriente que en una noche así el novio salga a perseguir ratas.
—Pero ¿es válido un matrimonio como el que se ha celebrado?
—Creo que sí.
—¿Y si ella quisiera anularlo?
—¿Por qué ha de quererlo?
—Mi mujer asegura que Guadalupe no aceptará un matrimonio así. En eso las mujeres entienden más que los hombres.
Cuando don César entró en el cuarto donde les había hecho encerrar El Diablo, comenzaba a amanecer. Guadalupe estaba sentada en un sillón y envuelta en una manta. No dormía. Sus hermosos ojos expresaron alivio al ver a don César; pero en seguida se apagó aquella expresión y se endurecieron un poco. Pasada la inquietud, convencida de que a su marido —¡qué rara sonaba la palabra «marido» aplicada a don César, mejor dicho, a César!— no estaba muerto ni herido, volvía al rencor. ¿Dónde habría estado? ¿Acaso en la habitación de aquella mujer? Al pensar en la princesa Irina, Guadalupe se puso más sería. No, aquélla no había sido la noche de bodas que ella soñara. ¿Por qué no podía don César haberse olvidado por ella de que además de ser don César de Echagüe, era El Coyote? No, decididamente, jamás le podría perdonar semejante ofensa.
—¿Por qué no te has acostado, Lupita? —preguntó César.
—He descansado bien aquí —replicó la mujer.
—¿No quieres acostarte ahora?
Ante semejante pregunta los ojos de Guadalupe llamearon. Su respuesta fue un eco:
—No. No quiero acostarme.
César se encogió de hombros.
—Como quieras. Yo vengo rendido de tanto trabajar. Necesito dormir un poco.
Dejóse caer vestido en la cama, bostezando ruidosamente.
*****
Irina tampoco pudo dormir. Desde que El Coyote desapareciera de su cuarto, su cerebro no había hecho más que formular preguntas:
¿Era don César El Coyote?
Sí. Ella lo había comprobado por sí misma.
Pero El Coyote había demostrado, también, que era muy diestro en el arte de alterar sus facciones por medio del maquillaje. En tal caso, ¿era realmente el rostro de don César el que ella había visto al quitarle el antifaz?
Lo único que se podía afirmar era que «parecía» don César y que admitía serlo, pero… ¿y si todo había sido un disfraz atrevido para engañarla? Claro que luego ella había hablado con el propio don César en el rancho de San Antonio; pero esto no quería decir que hubiera hablado con el verdadero don César. Tal vez fue El Coyote el hombre que acudió a casa de don César y se hizo pasar por él en su entrevista.
Por fin, Irina tomó una decisión. Saliendo de su cuarto recorrió los oscuros pasillos, pasando ante los centinelas que los guardaban, y llegando, por fin, ante el cuarto de los novios…
—No se puede mirar ni escuchar —dijo uno de los centinelas, cerrando el paso a Irina—. Son órdenes del jefe.
En aquel momento se oyó un prolongado bostezo. Los centinelas se miraron y cambiaron un guiño de ojos.
—Mala noche debe de haber pasado el novio —rió uno.
—Peor la hemos pasado nosotros —replicó otro, agregando luego—: ¡Y sin compensaciones!
Irina se alejó hacia su habitación. Don César de Echagüe estaba con su esposa. No había salido del dormitorio.
¡Aquella duda era terrible! Ya no sabía si amaba al Coyote, a don César o a un hombre de cuya identidad no tenía la menor idea. Incluso podía tratarse de un fantasma.