Irina miró fríamente a Harley Weaver. Se daba cuenta de los sentimientos que despertaba en aquel hombre y, lejos de sentirse halagada por ellos, sentía un profundo desprecio hacia él.
El lugarteniente de Mariñas también se daba cuenta de que Irina no le profesaba ningún aprecio; pero confundía los motivos de la joven. Si, en vez de ser el lugarteniente de Mariñas, él fuese el verdadero jefe, los sentimientos de aquella mujer cambiarían por completo. Conocía la verdadera identidad de Irina y la consideraba una aventurera audaz que se había embarcado en aquella empresa para obtener un beneficio material.
—¿Qué desea? —le preguntó Irina al abrir la puerta en contestación a su llamada.
—Deseaba hablarle, princesa —replicó Weaver, empujando suavemente la hoja de madera.
Irina se hizo a un lado y le dejó entrar.
—¿Qué le ocurre? —preguntó.
—Nada. Ya somos dueños de Los Ángeles.
—Eso ya lo sabía —replicó Irina—. Pero no lo seremos por mucho tiempo. Cuando en San Francisco se enteren de lo que está ocurriendo enviarán fuerzas militares.
—En San Francisco tardarán mucho tiempo en enterarse. El telégrafo está en nuestras manos y antes de que alguien pueda llegar hasta allí pasarán dos o tres días. Eso significa que estamos seguros hasta dentro de cinco días.
—¿Sólo quería decirme eso? —preguntó Irina.
—No. Deseaba decirle algo más. Quería preguntarle si ama usted a Mariñas.
—¿Es eso asunto suyo?
—No; pero un grave peligro acecha a mi jefe. ¿Lamentará usted su suerte?
—Pregúntemelo cuando eso haya ocurrido. De momento no siento ninguna desazón.
—Eso quiere decir que no está enamorada de él.
—Yo tengo mis proyectos particulares y ésos son los que me unen al Diablo. Él lo sabe y no pretende nada más.
—Pero él está enamorado de usted.
Irina se encogió de hombros.
—No puedo gobernar los sentimientos de los demás. No sé si está enamorado de mí o no; como tampoco sé si lo está usted…
—Yo sí la amo, princesa.
Irina miró curiosamente a Weaver.
—¿Cree que a Mariñas le gustaría eso? —preguntó.
—No. Seguramente me mataría. Él la ama.
—¿Y cómo se atreve a exponerse a ese riesgo?
—Porque necesitaba saber si usted le corresponde. Desde el momento en que usted no le ama podemos ser aliados.
—¿Aliados en qué?
—En nuestra lucha contra El Diablo.
—Creí que era usted uno de sus más fieles colaboradores.
Weaver se echó a reír.
—Le odio —dijo—. Es un loco con cierta astucia, pero nada más. Yo soy el más inteligente de todos.
—Y el más cruel.
Weaver se encogió de hombros.
—A veces es necesario ser cruel. Hay gente que sólo comprende la crueldad. Si no se la dominara por el miedo no habría medio de tenerla a raya. Yo he luchado en la guerra civil al lado del hombre más inteligente que intervino en ella: Quantrell. Él nos enseñó muchas cosas. Una de ellas, muy vieja: el fin justifica los medios. Yo he planeado todo el ataque a Los Ángeles. Cuando nos marchemos nos llevaremos con nosotros más de un millón de dólares en oro, plata y dinero. Si lo repartimos entre todos no tocará a más de setecientos u ochocientos dólares por cabeza, aunque Mariñas y yo nos llevaremos mejor parte; pero si ese dinero lo repartimos entre usted y yo… ¿Le gustaría?
Irina miró despectivamente a aquel hombre. ¿Cómo se podía ser tan canalla? Luego recordó su propia vida y su mirada se suavizó. No era ella la más indicada para ponerse a moralista. Weaver, que captó su expresión, sonrió, diciendo luego:
—Bien, ya hablaremos otro día de todo eso.
—¿Adónde ha ido Mariñas? —Preguntó Irina—. Le oí salir…
—Ha ido en busca de don César Echagüe y de unos cuantos más para formar el jurado para el juicio contra lo Paz. Se le ha metido en la cabeza juzgarlos parodiando la legalidad. Quiere un jurado perfecto y él hará de juez.
—¿Y piensa recurrir a don César de Echagüe?
—Sí. Dice que el jurado lo han de formar los ciudadanos principales de Los Ángeles.
Irina sonrió, divertida. Si El Diablo supiera… Iba a meterse con un tigre disfrazado con piel de cordero. Sería divertido ver los resultados.
Cuando una hora más tarde Mariñas entró en la habitación, congestionado por la risa, Irina, que había escucha antes los ecos de sus carcajadas, le preguntó, de mal humor:
—¿De qué se está riendo?
Mariñas se dejó caer en un sillón y tardó varios instantes en poder hablar. Entonces dijo:
—Ha sido una broma muy divertida princesa… La broma más divertida que he visto en mi vida.
—¿A quién ha degollado?
—Tuve que matar a uno de mis hombres; pero no es eso lo gracioso.
—¿No? Creí que los asesinatos era lo que más le divertía.
—Me divierten más los casamientos. ¿Sabe lo que acabo de hacer?
—¿Qué?
—Cuando lo sepa va a reírse con más gusto que yo. Ya verá lo divertido que es. ¿Se acuerda de aquella chica a quien estropeé la boda esta mañana?
—¿Se refiere a Guadalupe Martínez?
—La misma. Pues ya he reparado mi culpa. Hice caso de sus consejos, princesa, y acabo de asistir a su boda.
Irina sonrió. Luego, dijo:
—Entonces… ¿es que no piensa hacer matar a Gregorio Paz?
—¿Eh? ¡Claro que lo pienso hacer fusilar!
—¿Y ha casado a esa mujer para dejarla viuda mañana?
—¡No! —Rió Mariñas—. ¡Claro que no! ¡Si precisamente en eso está lo más divertido! Esa Guadalupe estaba en realidad enamorada de otro, pero iba a casarse con Gregorio para darle dentera al que ella amaba. Yo lo he arreglado todo. Me traje a don César de Echagüe, que es el más rico de Los Ángeles, y le dije que tenía que hacer de jurado contra don Goyo. Él aseguró que no podía hacerlo porque todos creerían que aceptaba el cargo para deshacerse de su afortunado rival; y entonces yo, para librar a Echagüe de su caballerosa repugnancia, acabo de hacer que Guadalupe y él se casen. Fray Andrés los ha unido en matrimonio y ahora están encerrados en la cámara nupcial. No saldrán de allí hasta mañana, cuando llegue la hora de juzgar a los Paz.
Irina miró con llameantes ojos al bandido.
—¡Imbécil! —gritó.
—¡Eh! ¿A qué viene eso de llamarme imbécil? A mí me parece muy divertido.
—A cualquier cretino se lo parecería —replicó la joven.
No agregó que ella había tratado por todos los medios de anticipar la boda de Guadalupe con Gregorio Paz a fin de evitar que don César se casara con aquella mujer. Y aquel estúpido, creyendo hacer una gran cosa, había estropeado por dos veces sus planes: primero, llegando antes de lo previsto e impidiendo la boda, y, en segundo lugar, uniendo por fuerza a Guadalupe Martínez con don César de Echagüe.
—¡Váyase! ¡Váyase! ¡Es usted odioso!
—Pero, mujer… Yo creí que le haría gracia… Es tan divertido… Ese don César ha vivido casi diez años al lado de esa Lupita, enamorándose poco a poco de ella; pero como es un gran señor, por lo visto le molestaba casarse con su ama de llaves…
—¡Váyase de aquí de una vez! —chilló Irina.
Mariñas retrocedió hacia la puerta. La verdad era que cada vez entendía menos a las mujeres. ¿Por qué aquélla no podía encontrar graciosa una cosa tan divertida?
¿Divertida? Irina se echó a llorar tan pronto como la puerta se cerró detrás del Diablo. Nunca había esperado, en realidad, poder ser la esposa de don César. Pero tampoco perdió nunca la esperanza de ser la mujer del Coyote. Por dos veces huyó de él y por otras tantas volvió a su encuentro, incapaz de resistir el impulso que la llevaba a aquel hombre, por quien había renunciado a tantas cosas.
—¿Tanto te molesta la boda de don César, Irina? —preguntó, de súbito, una voz.
Irina volvió la cabeza y no pudo contener un grito de incredulidad.
Frente a ella, sentado en un sillón, estaba El Coyote. Era él. Era su voz. Era su traje, su antifaz, sus revólveres.
—¡Dios mío! —exclamó—. No…, no es posible.
El Coyote soltó una silenciosa carcajada.
—¿A qué has venido? —preguntó Irina.
—A ver por qué llorabas o gritabas. Se te oía desde varios kilómetros de distancia.
Irina empezó a sentir miedo. ¿Sería aquel hombre un hombre o un fantasma capaz de penetrar a través de las paredes?
—Pero… —tartamudeó—. Mariñas dijo que… que don César estaba encerrado en su habitación… con su esposa…
—Don César y su esposa están encerrados en su cámara nupcial, pero eso no impide que El Coyote esté aquí.
—¡Yo he creído…! ¡Oh! ¡Se burló de mí!
Irina se puso en pie. Tras una breve vacilación, murmuró:
—Pero él… César… actuó como Coyote. Tú eres don César de Echagüe.
Irina avanzó hacia El Coyote y con veloz ademán quiso arrancarle el antifaz. La férrea mano del Coyote la detuvo por la muñeca, mientras decía con irónico acento:
—Eso lo pudiste hacer con don César, pero no con El Coyote, Irina.
Irina pareció a punto de estallar en alaridos.
—¡Dime la verdad! —gritó—. ¿Quién es don César?
—Un buen amigo. A veces me ayuda.
Los ojos de Irina miraron peligrosamente.
—Despídete de su ayuda, Coyote, porque lo voy a hacer matar. Si tú no eres don César… Pero no, tú eres don César. Lo noto.
—¿En qué? —preguntó, sonriendo, El Coyote—. ¿En la voz?
—No… No. La voz es distinta…, pero se puede disimular. Deja que te vea la cara.
—Mi cara es un secreto que debo conservar, princesa. Creo que don César estaba bastante enamorado de ti. El bruto de Mariñas lo ha estropeado todo. Ahora ya no se podrá casar contigo.
—Yo no quiero casarme con ese imbécil… —Irina se pasó una mano por la frente—. Es inútil —murmuró luego—. Sé que me engañas. Tú eres don César. Y yo fui una loca huyendo de ti en Capistrano y volviendo a huir en Sacramento. Ahora todo se ha perdido. Para siempre.
—La esperanza es lo último que muere, Irina. Puedes rehacer tu vida lejos de aquí. ¿Cómo fue que te uniste a esa cuadrilla de bandidos? Son mala compañía para una princesa.
—Los encontré en Los Pozos, al cruzar la frontera. Mariñas se enamoró de mí. Me conocía por alguno de sus espías. Me ofreció una fortuna para que fuese con él. Y, sin necesidad de dar nada a cambio, me entregó veinte mil pesos. A veces creo que es un canalla; pero a veces me parece un chiquillo.
—El amor hace ver cosas muy raras —sonrió El Coyote.
—No le amo —dijo Irina—. Ya sabes a quién entregué mi amor.
—¿A quién? ¿A un Coyote con la cara de don César? Ese Coyote ya pertenece a otra mujer.
—Si me enamoré de don César fue porque decía las mismas cosas que el hombre a quien conocí en Sacramento.
El Coyote sonrió levemente, mientras se acariciaba el bigote.
—Irina —dijo al fin—. Te conocí en Sacramento y te imaginé de una manera muy distinta a como eres en realidad. Desde que supe la clase de mujer que en verdad eres cambiaron mis sentimientos. Ya no pensé en ti como en una aventura más.
—¿Pensaste…?
—No podía pensar en que fueses mi mujer.
Irina sintió frío en el corazón.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque no es posible. Confórmate con creer que soy don César y que me han casado con otra mujer que tiene más derecho que nadie a ser mi esposa.
—Tú has dicho que no eras don César. Además, don César está encerrado con esa Guadalupe en una habitación de esta posada. ¿Por qué no me dices quién eres en realidad? Me mentiste…
—Te mintió don César, pero lo hizo por orden mía.
—Quisiera decir algo y no sé qué.
—Hay quien dice que, cuando no se sabe qué decir, el silencio es lo más expresivo. Adiós, chiquilla. Tengo mucho que hacer. ¿Por qué no le dijiste a don César que El Diablo intentaría matar o secuestrar a los Paz?
Irina tardó un momento en contestar. Por fin, murmuró:
—Quería que no pudiese evitar la boda y que los novios estuvieran lejos cuando Mariñas llegase. Así desaparecía la mujer que me estorbaba. Pero tú eres don César. Lo sé. No puedes engañarme.
—Puede que tengas razón.
—¡Oh! ¡Estas dudas! He sido una loca huyendo de ti y volviendo a ti una y otra vez.
—Si tienes sentido, cuanto te vayas por tercera vez de mi lado, será para siempre. Pero cuando estés lejos y piense en ti, lo haré con cariño y con respeto. Pensaré que fuiste una mujer excepcional y recordaré que una vez besé una flor porque anhelaba besar tus labios.
—¿Qué puedo hacer para ayudarte en tu trabajo?
—Nada. Permanece aquí. No podrías ayudarme, porque no odias lo suficiente al Diablo.
—Harley Weaver le odia muchísimo más que yo, desde luego.
—¿Te refieres a su lugarteniente?
—Sí. Está enamorado de mí. Me propuso traicionar a Mariñas.
—Muy interesante. Tendremos que hacer una visita a ese traidor.
—¿Por qué no quieres decirme quién eres? —preguntó de nuevo Irina, escondiendo el rostro entre las manos. Como El Coyote no respondiese, ella agregó al cabo de un par de minutos—: Por lo menos dime si eres o no don César. Has clavado la duda en mi alma. Dime la verdad…
Extrañada por el silencio, Irina levantó la cabeza y miró a su alrededor. De nuevo un escalofrío le corrió por el cuerpo. Estaba sola.