Capítulo V:
Las justicias del Diablo

Nadie lo creía, a pesar de que lo estaban viendo; pero a media tarde todos tuvieron que admitir que Los Ángeles, con sus cinco mil habitantes, se hallaba en poder del Diablo, el famoso bandido, cuyas hazañas en Tejas eran conocidas por todos.

¿Cómo había conseguido Juan Nepomuceno Mariñas conquistar la ciudad? En primer lugar, con mucha audacia; en segundo, con una perfecta organización, que superaba a la de tipo militar, y en tercero, gracias a sus mil hombres, diestramente repartidos por Los Ángeles y sus alrededores, que a una hora determinada —las diez y media de la mañana— se apoderaron de los centros principales de la ciudad sin dar tiempo a ninguna reacción. Si alguien quiso escapar hacia San Francisco se encontró con que los caminos estaban cortados por grupos de bandidos. Y los que pensaron que podrían refugiarse en la base naval de San Pedro vieron, con asombro, que la vieja bandera de la república de California, con su enorme oso, ondeaba sobre el arsenal, en tanto que en el centro de la bahía humeaban los restos de la fragata Nereida.

Pasado el primer y segundo estupor, la gente decidió obrar de acuerdo con el viejo sistema californiano: esperarían a ver en qué paraba todo aquello.

Juan Nepomuceno Mariñas, El Diablo, presentóse al comienzo de la tarde en la posada del Rey Don Carlos.

—Yesares, me instalo en tu casa —anunció—. Nos servirás lo mejor tengas y nos tratarás como si fuésemos grandes señores. No saldrás perdiendo en nada, porque se te pagará hasta el último centavo. Prepara una buena cena.

Ricardo Yesares asintió a todo cuan le dijo El Diablo, quien, palmeándole la espalda, terminó:

—Ya sé de qué clase son los Yesares de Paso Robles. No tengas ningún miedo. No quiero perjudicar a los buenos californianos. Sólo a los malos. Hace años prometí vengarme de los culpables de la muerte de mi padre. Ya los tengo en mis manos y voy a hacer con ellos un ejemplar escarmiento. ¿Qué opinas de don Goyo y de su hijo?

—¿Qué desea usted que opine? —preguntó Yesares.

Mariñas se echó a reír.

—Eres muy grande, Yesares. Me gustaría que opinases que don Goyo y su hijo son unos cochinos traidores.

—Entonces diré que lo son —sonrió el dueño de la posada.

—Pero ¿de veras lo crees?

—Creo que me conviene opinarlo así.

—Bien; declararás en el juicio que voy a celebrar contra ellos.

—¿Un juicio?

—Claro. El Diablo nunca hace matar a nadie sin motivos. Si el tribunal, que yo presidiré, reconoce culpables a los Paz, se les fusilará.

—¿Y si no los reconoce culpables? —preguntó Yesares.

—Entonces haré fusilar al tribunal y reuniré otro. Lo voy a formar con los ciudadanos más importantes de Los Ángeles. Todos serán viejos californianos. De los que nacieron cuando esto era un país libre. ¿A quiénes me aconsejas?

—No me atrevo a aconsejar a nadie. Mis clientes no me perdonarían el «favor».

Mariñas volvió a reír.

—Bien —dijo luego—. Ya tengo elegidos a unos cuantos. Telesforo Cárdenas será uno de los jurados. A él estuvieron a punto de ahorcarle los yanquis, y lo hubiesen hecho si El Coyote no le hubiera salvado. Luis María Olaso será otro de los que compondrán el jurado. También querían ahorcarle[9]. Luego nombraré a don César de Echagüe.

—¿Por qué don César? —preguntó Yesares.

—Porque es un personaje importante en Los Ángeles.

—No le gustará eso.

—Ya lo sé. Tampoco a mí me gusta él. Iré a verle en seguida. Prepara la cena y no se te ocurra utilizar arsénico en lugar de sal.

Al decir esto, Mariñas soltó una estruendosa carcajada y salió de la posada del Rey Don Carlos en compañía de su escolta particular.

—Al rancho de San Antonio —dijo cuando llegó a la calle y montó en su caballo.

Juan Nepomuceno Mariñas había sustituido su traje de peón por otro infinitamente más rico. Al frente de sus hombres su aspecto era muy vistoso, y fueron muchísimos los que se asomaron a las ventanas o balcones para verle pasar. Alguno de los hombres pudo haberle derribado de un tiro; pero todos estaban de acuerdo en que la solución de aquel estado de cosas competía al gobierno de los Estados Unidos, no a los ciudadanos de Los Ángeles.

Cuando El Diablo se alejaba, su lugarteniente entró en la posada.

—¿Qué tal, don Ricardo? —Saludó a Yesares—. No debe de gustarle todo esto, ¿verdad?

—Las opiniones de un posadero no cuentan mucho —replicó Yesares.

—¿Adónde ha ido el jefe?

—Creo que en busca de jurados para el juicio que va a celebrar contra don Goyo y su hijo.

Weaver guardó silencio unos instantes; luego comentó:

El Diablo acabará mal.

—Es posible.

—Usted no le profesa ninguna simpatía, ¿verdad?

—Yo soy un humilde posadero. Prefiero no tener opiniones.

—Eso es lo que hacen todos los posaderos —sonrió Weaver.

—Es natural. Nos debemos al servicio de nuestros clientes y procuramos respetar sus opiniones, no enfrentarlos con las nuestras.

—Bien. Pero yo le conozco bien… y puedo ayudarle mucho, Yesares. No lo olvide. Soy un buen amigo y un mal enemigo.

—Lo creo, señor.

—Entonces… procure ser amigo mío.

—Lo seré.

—¿En qué habitación está la princesa?

—En la veinticinco. ¿Desea que la avisemos?

—No. Ya sabré encontrarla. Y no olvide, Yesares, que si necesita ayuda de alguien, será preferible que me la pida a mí.

—Así lo haré.

Cuando Weaver se alejó hacia la escalera que conducía a las habitaciones de los huéspedes, Yesares miró, pensativo, a los guardas, que con sus grandes sombreros, sus chillones sarapes y sus carabinas, formaban un policromo cuadro en la sala de la posada. Él era, en realidad, uno más de los prisioneros del Diablo. Sin embargo, podía hacer muchas cosas, aunque no se atrevía a tomar ninguna decisión hasta que su jefe se lo ordenase.

¿Trataría El Coyote de enfrentarse con El Diablo?

Esta pregunta también se la estaba haciendo en aquellos momentos Juan Nepomuceno Mariñas, que estaba ya a la vista del magnífico rancho de San Antonio. ¿Trataría El Coyote de estorbar sus planes? No, no era posible que lo hiciera. Al fin y al cabo, El Coyote se parecía mucho al Diablo. No tenía una banda tan numerosa, pero había mucho de común entre ellos. Los dos eran enemigos declarados y acérrimos de los yanquis. El Diablo los ahorcaba; El Coyote los marcaba en la oreja o los mataba de un tiro. El procedimiento era lo de menos. Lo importante era el odio.

Desmontando ante el edificio principal del rancho de San Antonio, Juan Nepomuceno Mariñas entró en él rodeado por su guardia de corps. No se esperaba ninguna resistencia y no la hubo. Los peones y criados de don César se mostraron muy obsequiosos, y a poco de entrar Mariñas en la sala de recibo bajó don César, en respuesta a la poco cortés llamada de uno de los bien armados hombres del Diablo.

—Hola, don César —saludó éste, saliendo al encuentro del estanciero—. Encantado de verle.

Don César se inclinó y, volviéndose hacia su hijo, que le acompañaba, dijo:

—Hijo mío, te presento a uno de hombres más malos del mundo: El Diablo.

El pequeño César irguió altivamente la cabeza y no saludó a Mariñas, frunciendo el ceño preguntó a don César:

—¿Es ésa una muestra de la educación que ha sabido dar a su hijo?

—Perdónele. Y perdóneme por lo mal educador que soy. No he sabido inculcarle el respeto hacia las personas importantes. Ni siquiera a mí me respeta.

—Tiene usted un hermoso rancho.

—Gracias por su opinión.

—Y es usted muy rico.

—Es uno de mis defectos.

—Otro de sus defectos es su amistad con los yanquis.

—He de ser amigo suyo por culpa de mi hermana. Se enamoró de un norteamericano y se casó con él.

—Pero sus simpatías son para California, ¿no?

—¿Por qué?

—Porque es natural que así sea, descendiendo de una familia tan noble.

—Yo soy amigo de los que mandan —sonrió don César—. Simpatizo con fuertes. Hasta esta mañana los fuertes eran los norteamericanos.

—Ahora yo soy el más fuerte.

—Por eso simpatizo con usted.

—¿Conoció a mi padre?

—Desde luego.

—¿Cree que hicieron bien fusilándolo?

—No. Creo que cometieron una terrible injusticia.

—¿Sabe por qué fracasó su rebelión?

—Porque los rebeldes eran menos que los otros.

—¿Sabe a qué he venido?

—A pedirme algo.

—Sí. Voy a pedirle algo que le hará muy feliz. Usted ya sabe que mi padre fue detenido a causa de una traición.

—Claro.

—¿Sabe quién fue el traidor que denunció la conspiración?

—No. Yo no fui.

—No. Usted no fue. El traidor fue don Goyo.

—¿Es posible? —preguntó don César, ahogando un bostezo.

—Sí. Y quiero castigarle.

—Hará usted perfectamente.

—Pero quiero darle oportunidad de que se defienda.

—Eso hacen todos los grandes caudillos.

Mariñas sonrió, complacido.

—Es cierto —dijo—. He dispuesto que le juzgue un tribunal californiano. Yo seré el juez que dictará sentencia y usted será uno de los jurados que le declararan culpable.

Don César se atragantó y, tras algunos carraspeos, preguntó:

—¿No le daría lo mismo buscar a otro?

—¡Oh, no! Quiero que el jurado lo formen personas importantes. Hasta es posible que el alcalde y el jefe de policía figuren en dicho jurado. ¿No sabe que los tengo a todos cogidos?

—Lo suponía —suspiró don César, agregando luego—: ¿Por qué, si tiene a tan importantes personas, quiere complicarme la vida? Yo no deseo otra cosa que vivir tranquilo. Si necesita algo de mi rancho y quiere llevárselo, puede hacerlo. No me opondré.

—No puede oponerse —recordó Mariñas.

—Puedo oponerme. Lo que es menos posible es que usted me haga caso, ¿verdad?

Mariñas volvió a reír.

—Es usted muy divertido, don César. Es lamentable que no nos conozcamos mejor.

—Ya nos conocemos demasiado bien.

—No. Yo, por ejemplo, no sé aún por qué no se alistó usted en las fuerzas de mi padre. ¿Por qué no luchó por la independencia de California?

—Porque en aquellos momentos yo estaba en La Habana y no en Los Ángeles.

—¿De veras? —preguntó, suspicazmente, Mariñas.

—De veras. Le puedo enseñar cartas que dirigí desde allí a mi padre.

—¡Hum! —El Diablo se acarició la barbilla y miró astutamente a don César. Por fin preguntó—: ¿Y qué hubiese hecho de estar en Los Ángeles? ¿Se habría unido a mi padre?

—¿Qué habría hecho su padre de saber que si organizaba la rebelión lo iban a fusilar, sin que los resultados prácticos obtenidos por su acto pasaran de la muerte de tres o cuatro yanquis?

—Mi padre ya demostró lo que era capaz de hacer.

—Pero no lo que hubiera hecho de saber lo que le esperaba —sonrió don César—. No, no sé lo que hubiese hecho. Yo admiraba mucho a su padre y es posible que me hubiera alistado en sus fuerzas; pero siempre he sido muy amante de mi tranquilidad y, por lo tanto, puede que le hubiese sugerido que buscara a otros voluntarios más enérgicos que yo.

—Es usted terrible, don César. Debiera hacerle fusilar.

—¿Por qué? No le perjudico en nada, ¿verdad? Haré lo que usted me ordene, y le agradeceré que no me ordene nada, porque eso es lo que más me gusta hacer.

—Tiene que actuar como jurado esta noche. No lo olvide. Y no intente huir de Los Ángeles, porque ya he tomado todas las precauciones necesarias para que nadie pueda escapar de aquí.

—Eso no está bien —murmuró don César—. Se hará usted antipático.

—Es lo que más me gusta —replicó Mariñas—. Ser antipático es el ideal que siempre he alimentado. Por lo tanto, esta noche, a las diez y media, se presentará en la posada del Rey Don Carlos para actuar de jurado en el juicio contra don Goyo y su hijo.

—Está bien. Si no me concede otra solución, tendré que aceptar ésa y actuar de jurado; pero a cambio de un favor le voy a pedir otro.

—¿Cuál? —preguntó, divertido, Mariñas.

—El de que ponga en libertad a Guadalupe Martínez.

—¿Se refiere a la que iba a ser esposa de Gregorio Paz?

—Sí.

—Bien. No hay inconveniente. Creo que alguien me dijo que usted estaba enamorado de ella.

—Lo estoy —admitió don César—; y por eso me complica usted la vida al hacerme actuar de jurado. Si condeno a los Paz, todos creerán que lo hago para eliminar a un rival. Y la primera que lo creerá será Guadalupe. Ella no se querrá casar conmigo.

—¿Dice que no se querrá casar? —Mariñas se echó a reír—. ¡Ésa sí que es buena! Ya verá cómo yo lo arreglo. Me pinto solo para esas cosas. Ahora se viene usted conmigo a Los Ángeles.

Don César comenzó a alarmarse.

—No es necesario —dijo—. Le prometo que acudiré a la hora que usted ha dicho.

—Nada de eso. He ordenado que me acompañe y me acompañará. Su hijo puede quedarse aquí. Vamos.

Mariñas cogió del brazo a don César y le hizo salir de la sala. Al llegar al vestíbulo vieron a uno de los hombres del Diablo que estaba registrando un bargueño traído de España en los tiempos de la conquista.

—Conque robando, ¿eh? —gritó Mariñas.

Sin averiguar más, desenfundó uno sus revólveres y de un solo disparo derribó al hombre, que cayó contra el magnífico mueble, rebotando de allí al suelo, donde quedó sin vida. Su mano derecha estaba aún cerrada en torno a un largo y afilado puñal.

Mariñas se acercó a él y recogió el arma, arrancándola de la crispada mano. Después de examinarla unos instantes comentó:

—¡Tenía buen gusto el muy sinvergüenza! Es un puñal estupendo.

Volviéndose hacia don César, preguntó:

—¿Le importa que me lo quede?

—No, no; puede guardarlo como regalo mío.

—Gracias —dijo Mariñas, guardándose el puñal en la faja—. Me gustan mucho las armas antiguas. Diga a sus criados que entierren «eso» en cualquier sitio —agregó, dando con el pie al cadáver—. Me molesta que se desobedezcan mis órdenes. Ya les dije que no debían llevarse nada de aquí sin permiso de usted.

—Es usted tan justo como Salomón.

—Ya me lo han dicho muchas veces. Vamos, don César. Adiós, pequeño. Toma cien pesos para que te compres caramelos. —Y Mariñas tiró cuatro monedas de oro al hijo de don César, que irguiendo aún más la cabeza, dejó que cayeran al suelo sin hacer nada por recogerlas. Los restantes hombres de la guardia personal de Mariñas miraron codiciosamente el oro, pero ninguno se atrevió a recoger el dinero que el niño despreciaba.

Don César montó en su caballo, que Matías Alberes le trajo, y emprendió el viaje hacia Los Ángeles en compañía del Diablo, a cuyo lado cabalgaba. De cuando en cuando miraba de reojo al famoso bandido. De pronto vio que unas lágrimas asomaban a sus pupilas. ¿Sería posible que se arrepintiese de haber matado a un hombre por tan fútil motivo? Como si comprendiera la curiosidad de don César, Mariñas declaró:

—¡Jamás hubiese creído que el volver a esta tierra me emocionase tanto! Por aquí corrí siendo niño, cuando aún California no conocía a los yanquis. A aquella colina —señaló hacia la derecha— iba yo de niño a ver cómo el sol se ocultaba en el mar. Dicen que el sol es igual en todas partes; pero el sol de California no admite comparación con ningún otro.

—Desde luego —replicó don César, bastante preocupado por las intenciones del Diablo. Aquel hombre a quien todos temían y cuyas terribles justicias eran famosas en todas las regiones fronterizas con Méjico era, en el fondo, un chiquillo. Todas sus ansias de venganza fueron metidas en él por su madre. De haber seguido viviendo en California habría llegado a ser un estanciero bonachón, alegre y siempre dispuesto a hacer favores a los amigos.

—¡Cuánto le envidio por haber vivido siempre aquí! —Siguió Mariñas—. Debería pasarse el día dando gracias a Dios por su suerte.

Después de esto El Diablo volvió a guardar silencio. Varias veces, sin duda a causa de lejanos recuerdos, la emoción humedeció sus ojos. Cuando entraron en la ciudad lanzó un suspiro, declarando:

—Esto es lo que menos me gusta. Los Ángeles ha crecido mucho, pero no es tan hermoso como antes.

Viendo la dirección que tomaba Mariñas, don César le advirtió:

—Por ahí no vamos a la posada.

—Ya lo sé. Vamos a dar gracias a un buen amigo mío que me tuvo escondido unas horas en su casa.

Cuando se detuvieron ante la casa de fray Andrés, don César comprendió quién era el amigo del Diablo. Resultaba irónico que se tratase del buen franciscano.

Al aparecer éste en la puerta del edificio, don César comprendió que los sentimientos de fray Andrés no eran de amistad hacia el bandido, pues, rnirándole furiosamente, exclamó:

—Lo que has hecho es horrible, Mariñas. Si hubiera conocido tus intenciones te habría entregado a la justicia de los hombres; pero si a ésa la has burlado, no ocurrirá lo mismo con la justicia de Dios.

—No se excite, fray Andrés —dijo Mariñas—. Ya sabe que yo soy buen amigo suyo. Va a tener que acompañarme para hacer un favor a otro amigo.

—No cuentes conmigo para ninguna de tus canalladas —previno el fraile.

—¡Claro que no! Ya le digo que va a ser un favor.

Antes de poder protestar de nuevo, fray Andrés encontróse montando en un caballo y sujetado por dos fornidos mejicanos que no se apartaron de él hasta que llegaron a la posada del Rey Don Carlos, donde lo desmontaron, quedando a su lado para impedirle todo intento de fuga.

—¿Quieres decirme de una vez qué pretendes? —Preguntó el fraile, dirigiéndose al Diablo—. Te advierto que voy a pedir la excomunión para ti y para toda tu banda. Lo que hiciste esta mañana…

—Aquello estaba mal y por eso lo estorbé. Ahora haremos algo mejor.

Mariñas dio unas órdenes y luego entró en el vestíbulo de la posada. Unos minutos más tarde aparecieron los dos hombres que habían ido a cumplir su encargo, llevando entre ellos a Guadalupe Martínez, vestida aún con el traje de las novias de la casa Paz.

Guadalupe llevaba la cabeza erguida y los labios muy apretados. No obstante, al ver a don César fijó la vista en el suelo.

—Bien, fray Andrés, por fin va a casar usted a esa linda chica —prosiguió Mariñas—. Pero no con el antipático Gregorio Paz, sino con el simpatiquísimo don César de Echagüe.

—¡Eh! —Gritó fray Andrés—. Pero… ¿es que estás loco de remate?

—Usted obedezca y no ponga dificultades. Don César me ha asegurado que ama con locura a la señorita Guadalupe Martínez. Tiene buen gusto. Y ella debe de amarle a él, porque, de lo contrario, no se concibe que, siendo lo bonita que es, no se haya casado aún. Por lo tanto, los va a casar aquí mismo y en este mismo instante.

Guadalupe irguió de nuevo la cabeza y quiso protestar, pero don César la contuvo con una rápida mirada.

—¿Va usted a consentir eso, don César? —preguntó fray Andrés, mirando al hacendado.

—¿Por qué no? Al fin y al cabo, yo siempre he querido a Lupita.

Fray Andrés recordó algunas palabras de su amigo fray Jacinto. El franciscano de San Juan había afirmado que don César y Guadalupe debían casarse y agregó que él hacía lo posible por lograrlo.

—¿Y tú, Lupe? —Preguntó fray Andrés, volviéndose hacia la mujer—. ¿Qué dices?

—Dice que sí —contestó Mariñas—. Cáselos ahora mismo y no perdamos el tiempo. Yo serviré de testigo o de padrino.

Don César avanzó hacia Lupe que, mirándolo a los ojos, preguntó en baja:

—¿Qué significa esto?

—Es mejor que aceptes. Luego lo arreglaremos todo —contestó don César.

La boda se celebró rápidamente. Se suprimieron los trámites más largos y en unos quince minutos la ceremonia quedó terminada.

Con su peculiar manera de entender la justicia, El Diablo había hecho unir para siempre a don César de Echagüe y a Guadalupe Martínez. Cuando la ceremonia terminó, el bandido dijo, volviéndose hacia don César:

—Retrasaremos hasta mañana el juicio. Y nadie podrá decir que ha condenado a muerte a los Paz para quitarle la novia al imbécil de Gregorio. Y en cuanto usted, señora, no se quejará del magnífico marido que le he proporcionado.

A continuación volvióse hacia sus hombres y ordenó:

—Encerrad a los novios en una buena habitación y colocaos de guardia en la puerta para que nadie les moleste en su noche de bodas. Pero si pillo a alguien mirando por la cerradura o escuchando le despellejaré vivo.

Y la estruendosa risa de Juan Nepomuceno Mariñas despertó ecos en todo el caserón.