Capítulo III:
La boda de Guadalupe Martínez

—¿Quién es esa mujer? —preguntó don Goyo cuando su criado le anunció que la princesa Irina deseaba hablar con él. Y notando un estremecimiento de Guadalupe inquirió, volviéndose hacia ella—: ¿Es que tú la conoces?

—No… Personalmente, no. Don César la conoció en Sacramento cuando estuvo allí por lo de la elección del gobernador.

—¿Es que viene a interceder por él? —Refunfuñó el viejo—. ¿Por qué no sales a ver qué quiere?

—Desde el momento en que desea hablar con usted…

—Claro, claro. Tendré que recibirla; pero no estoy presentable para recibir a una princesa. Oye, Lupita, ¿por qué no la entretienes tú un momento mientras yo voy a arreglarme un poco?

Y antes de que Guadalupe pudiera replicar, don Goyo siguió, dirigiéndose al criado:

—Haz pasar a la princesa y que la señorita Martínez la atienda. Yo voy a cambiarme.

El dueño del rancho salió por un lado y el criado por otro. Antes de que Guadalupe pudiera tomar ninguna determinación, encontróse frente a Irina, en tanto que el criado indicaba:

—La señorita Guadalupe Martínez la acompañará hasta que don Goyo esté preparado, alteza.

Las dos mujeres quedaron frente a frente. Irina sonrió. Se sentía triunfante. Guadalupe tenía diez años más que ella. Y, además, los representaba. No, no era una rival temible.

Guadalupe comprendió los pensamientos tan claramente reflejados en aquellos hermosos ojos, y levantando altivamente la cabeza pareció mil veces más princesa que la otra.

—Siéntese, tenga la bondad —dijo, indicando con un ademán uno de los sillones.

—Gracias —dijo Irina, sentándose. Luego, sin dejar de mirar a Guadalupe, preguntó—: ¿Es cierto que se casa usted con el señor Paz?

—Sí —respondió Lupe, teniendo que dominarse para no decir que sus asuntos particulares no importaban a nadie.

—Le deseo muchas felicidades. Mejor dicho, se las deseamos.

—¿Quién más me las desea?

—Don César.

—Gracias.

Pero de buena gana Lupe habría gritado: «¡Te odio!».

—Hace usted una buena boda —siguió Irina—. Este rancho parece muy próspero.

—No pienso casarme con el rancho.

—Ya lo sé; pero las mujeres siempre pensamos en que un novio rico tiene más atractivos que un novio pobre.

—No sé cuáles son sus pensamientos, señora. Sólo conozco los míos.

La entrada de don Goyo evitó un choque violento entre las dos mujeres. El estanciero vestía un antiguo y riquísimo traje de terciopelo. Las calzoneras estaban abrochadas con cadenitas de oro, y el hilo de oro había entrado en enormes cantidades en los bordados que adornaban la corta chaquetilla. Una faja de seda roja ceñía la cintura del estanciero. Aquel traje había costado una fortuna cuando fue estrenado, treinta años antes.

Inclinándose ante Irina, don Goyo le besó la mano, asegurando:

—Es un gran placer recibir su visita, princesa.

—Muchas gracias, don Gregorio. Tiene usted un hermosísimo rancho. El mejor que he visto en California.

Se oyó un portazo. Guadalupe había abandonado el salón. Irina, sonriendo, declaró:

—Su futura nuera es muy simpática. Y muy bonita.

—No tanto como usted, princesa.

—¡Es usted muy amable! Pero siéntese, por favor. Mi visita le debe de sorprender, ¿verdad?

—Me honra demasiado para sorprenderme.

—¿Está en casa su hijo?

Don Goyo miró suspicazmente a Irina. ¿Sería que Gregorio y aquella mujer se conocían y ella trataba de impedir la boda? Por un momento desapareció toda la afabilidad del rostro del estanciero. Irina, que le observaba, se echó a reír.

—Sólo deseaba felicitarle por su elección de novia —dijo.

—Mi hijo no ha elegido a su novia. Fui yo quien se la eligió.

—Entonces, le felicito a usted. Ahora debe de estarse preguntando a qué he venido yo a su casa, ¿no?

—Sí, me lo pregunto.

—Vengo a hacerle un favor. Y como usted es demasiado inteligente para creer en favores desinteresados, le diré toda la verdad acerca de los motivos que me han traído aquí.

Don Goyo miró, interesado, a la extraña mujer que estaba ante él. Era muy hermosa. Una de las mujeres más bellas que había visto. Y joven. Sin embargo, hablaba como una mujer vieja y muy ducha en todas las artes del disimulo y de la doble intención.

—Usted dirá, princesa.

—Siento deseos muy grandes de que su hijo y la señorita Martínez se casen lo antes posible.

—Se casarán a su debido tiempo.

—¿No está aquí su hijo?

—¿Cómo quiere que esté mi hijo en la misma casa que su novia? Mi hijo ha ido a pasar unos días en casa de una tía suya. De una hermana de mi mujer.

—Ya sé que no tiene usted ningún motivo para hacer caso de mi consejo —siguió Irina—; pero si es usted prudente lo seguirá.

—¿Qué consejo es ése?

—Mañana por la mañana es necesario que su hijo se case.

—Sería incorrecto.

—Si no se casa mañana por la mañana, no se casará nunca.

—¿Quién lo impedirá?

—Hay varias personas dispuestas a impedirlo. Entre ellas figura don César de Echagüe.

—Ese lechuguino no impedirá que mi hijo se case con Guadalupe.

—Yo sé que puede impedirlo. Y no me interesa que lo haga.

—¿Porqué?

—Porque estoy enamorada de él y deseo con toda mi alma que sea mi esposo.

—¡Ah! ¿Es ése el interés que la mueve?

—Sí. Ya ve que le hablo con franqueza y que en este asunto tenemos que ser aliados forzosos. Usted desea que su hijo se case con la señorita Martínez. Yo quiero casarme con don César.

—Don César no es ningún rival peligroso.

—La señorita Martínez le ama.

—Le amaba, si es que alguna vez le amó. Ahora le odia.

—¿De veras cree que le odia?

Don Goyo quedó pensativo unos instantes. ¿Podía decir, honradamente, que estuviera seguro de la no existencia de un gran amor por parte de Lupe hacia don César? Unas horas antes, don César había estado a punto de llevarse a Lupe. Fue la noticia de que aquella mujer estaba en el rancho de San Antonio la que hizo cambiar a Lupe, resucitando su ira.

—Tal vez tenga razón —murmuró, al fin—. Puede que no le odie, aunque tiene motivos para odiarle.

—Don César cree estar enamorado de Lupe. Es posible que lo esté. Para el caso, tanto da que el amor sea verdadero como figurado. Lo cierto es que don César está proyectando algún medio de evitar que su hijo se case con la señorita Martínez.

—¿Cómo lo evitará?

—Eso no lo sé; pero no olvide que tiene un aliado muy poderoso en el amor que la señorita Martínez le profesa. Ahora ella está ofendida y accederá a todo; pero si le da tiempo para reflexionar, para dejar que el amor vuelva a ella, entonces no se casará. Por lo tanto, siga este consejo: Haga que su hijo se case mañana por la mañana, a primera hora, con la señorita Martínez. Evite que se entere la gente. La ceremonia se puede celebrar en privado. Con que lo sepa el sacerdote que los ha de casar, basta y sobra. Pero no le avise esta noche. Hágalo mañana por la mañana, también. Y luego, una vez se hayan casado márchense todos hacia San Francisco y de allí a Nueva York o Chicago.

—¿Yo también?

—Usted también.

—La gente creerá que huimos de César.

—Nadie imaginará semejante cosa —respondió Irina—. En Los Ángeles todo el mundo sabe quién es usted y quién es don César. ¿Desde cuándo el gato huye del ratón?

Don Goyo sonrió.

—Es verdad —dijo—. Nadie creerá que le tenemos miedo; pero… si no le tengo miedo, ¿por qué he de huir de Los Ángeles?

—Aunque no sea por otra cosa, hágalo por mí, como pago del favor que le he hecho.

—Quisiera una justificación mejor.

—Si se la diera no querría usted marcharse.

—Entonces…

—Don Goyo, trato de hacerle un favor. No lo dude. En estos momentos soy su mejor amiga.

—Yo no me marcharé de Los Ángeles —declaró el viejo—. Si me quiere hacer un favor es que corro algún peligro, y de Goyo nunca ha huido de los peligros.

—Por lo menos, haga que se marchen ellos —dijo Irina—. A su hijo no le gustaría ver cómo asesinan a su padre.

—¿Quién me va a asesinar? —preguntó don Goyo.

—Alguien que le odia muchísimo. No sea loco y márchese.

Irina hablaba con tal seriedad que don Goyo empezó a sentirse inquieto.

—¿No puede darme más detalles? —preguntó, al fin.

—No. Me es imposible. Ojalá pudiera hacerlo; pero si hablase correría peligro la vida de otro hombre.

—¿Es don César quien piensa asesinarme?

—Don César es un caballero. Sólo le diré que hay culpas que no se olvidan y odios que no envejecen. Usted quizás ha olvidado sus culpas y los odios que nacieron hace veintitantos años.

—No entiendo nada.

—Lo creo; pero, de todas formas, márchese de Los Ángeles.

—No me marcharé.

Don Goyo calló un momento y luego, con una sonrisa que hubiera resultado extraña hasta para quienes le conocían más íntimamente y que jamás le habían visto reír, agregó:

—No quiero marcharme sin saber de qué culpas se me acusa y qué odios he despertado. Aunque viejo, aún me queda mucha sangre de luchador.

—Por lo menos, envíe fuera de la ciudad a su hijo y a su… hija política.

—Eso sí que lo haré; pero no porque tenga miedo, sino porque no quiero que don César me quite a la novia de mi hijo. Este rancho no ha ido todo lo bien que hubiese podido ir si lo hubiera gobernado una mujer ordenada. Las mujeres son ahorradoras, saben sacar partido a muchas cosas que los hombres descuidamos. Además, mi hijo es un buen hijo; pero fuera de eso es una calamidad. Ahora don César estará rabiando porque se va a quedar sin Lupe, que para él ha sido muy útil, pues le ha llevado la hacienda mejor que ningún hombre. Mientras ella la gobernó, todos fueron más derechos que husos.

—Entonces, ¿será mañana la boda?

—Claro que lo será. Fray Andrés me debe muchos favores y además me teme más que al diablo. Él buscará una combinación que permita la boda. Si es necesario los casará en «artículo mortis».

Irina sonrió alegremente. Su plan no había fallado del todo. Poniéndose en pie se dispuso a marchar a Los Ángeles. Se instalaría en la posada del Rey Don Carlos. El Diablo debía reunirse con ella en aquel lugar.

*****

Decir que fray Andrés le tenía a don Goyo más miedo que al diablo era, en cierto modo, verdad y en cierto modo una exageración. Como religioso temía al diablo; pero se sabía dueño de armas muy poderosas contra él. Esas armas de la fe no servían de nada contra el irascible don Goyo y tampoco servían de nada contra El Diablo.

Ahora estaba ante él, sentado en uno de los frailunos sillones que eran el único adorno de la humilde estancia en que pasaba la mayor parte de las horas el franciscano. A los treinta y seis años, Juan Nepomuceno Mariñas estaba bastante bien conservado, aunque aparentaba alguna edad más de la que en realidad tenía. Era de estatura mediana, muy fornido, pero no grueso, aunque algunos lo hubieran creído. En su cuerpo no había grasas superfluas. Todo era carne y músculos.

Vestía un sencillo traje mejicano como los que podían verse a docenas por las calles de Los Ángeles. Un sombrero de picuda copa descansaba en el respaldo de una silla, y del mismo respaldo colgaba un cinturón canana con dos revólveres de gran calibre enfundados en magníficas pistoleras aztecas.

El rostro de Mariñas no expresaba brutalidad, como hubiera podido esperarse de un hombre de tan terrible fama. Por el contrario, con sus bigotazos y sus astutos ojillos, parecía un tendero bonachón, incapaz de hacer otra cosa que robar en el peso a los clientes.

—Por lo menos, dime a qué has venido —pidió, una vez más, fray Andrés.

—Ya le dije que vine a verle a usted, hermano —replicó Mariñas—. Ya sabe que yo le aprecio muchísimo. Nunca olvidaré el mucho bien que hizo por mí…

—¡Déjate de mentiras! —Protestó el fraile—. Ya sabes que tú eres incapaz de acordarte de nada que no convenga recordar. ¿Por qué te ha convenido acordarte de que hace años cumplí contigo los deberes que Dios nos impone?

—Me salvó la vida, hermano —insistió Mariñas—. Si usted no les dice a aquellos rurales tejanos que no había visto al Diablo, me hubiesen cazado. Fue una inteligente mentira. Usted se refería al otro, a ese pobre que se asa en el infierno.

—Adonde tú irás el día en que mueras —dijo fray Andrés—. Y en cuanto a lo de que te salvé la vida, lo que yo hice, en realidad, fue salvar la vida a tres o cuatro de aquellos rurales, que hubieran muerto a tus manos.

—A pesar de todo, yo le agradezco su favor. Se lo he dicho muchas veces. Y si usted hubiera sido más listo habría aceptado el dinero que yo le ofrecía para que levantase una iglesia nueva en Los Ángeles.

—El dinero robado no es el mejor para levantar casas de Dios.

—¿Se lo ha dicho Él, hermano? —Preguntó Mariñas—. No. No se lo ha dicho. No se lo puede decir, porque Dios limpia con su bendición hasta el dinero más sucio…

—Mariñas, no me quieras dar lecciones teológicas, porque de eso entiendo más que tú —cortó fray Andrés—. Tú has venido a esta ciudad con una mala intención que yo albergo en mi casa, aunque no debiera hacerlo.

—No traigo malas intenciones, hermano —insistió Mariñas—. Le aseguro que son buenas.

—No lograrás convencerme, Mariñas; pero, en fin, confiemos en que tus propósitos no sean tan malos como yo temo.

En aquel instante se oyó una llamada en la puerta de la calle. Fray Andrés miró, alarmado, a Mariñas, que, de un felino salto, se colocó junto a la silla, de donde recogió su cinturón canana para ceñírselo a la cintura. De nuevo sonó la llamada, sin que fray Andrés se atreviera a moverse.

—Vaya a abrir, hermano —dijo El Diablo, acariciando con las palmas de las manos las curvadas culatas de sus revólveres—. Vaya a abrir y prepare bendiciones e indulgencias.

—No seas loco, Mariñas —pidió el franciscano—. No conviertas esta casa en un campo de batalla y en un escenario de crímenes.

—Alguien ha dado el soplo de que yo estoy aquí, hermano. Usted no ha sido; pero yo sabré quién lo ha hecho. Antes de que me cojan…

Fray Andrés había ido ya a la ventana que daba a la calle y Mariñas se irrumpió al advertir el alivio que se reflejaba en su rostro.

—Es un criado de don Goyo —se apresuró a decir el franciscano—. No vienen a buscarte. Escóndete en mi alcoba. Puede que tenga que hacerle subir aquí. No comprendo a qué puede venir a estas horas de la mañana. Confío en que no haya ocurrido nada grave.

La expresión del Diablo se hizo más dura; pero fray Andrés no lo advirtió, porque ya estaba bajando la empinada escalera que conducía a la puerta de la calle.

Un momento más tarde el franciscano volvía a entrar en la salita acompañado por uno de los criados de don Goyo, que traía una carta en la mano. Fray Andrés tomó aquella carta y la leyó cuidadosamente. Cuando hubo terminado, clamó:

—¡No es posible!

El criado le miró con expresión de quien no sabe nada y, por lo tanto, no puede aportar ninguna explicación ni sugerencia.

—¡De ninguna de las maneras! —Insistió fray Andrés—. Ese hombre está loco. ¡Celebrar la boda con estas prisas! ¿Qué va a pensar la gente?

El criado persistió en su actitud de que él no sabía nada. Sin embargo, se permitió recordar.

—Si don Goyo quiere que eso se haga…

—Tendrá que hacerse, ¿no? —gritó fray Andrés.

El hombre asintió con la cabeza.

—Está bien —refunfuñó el fraile—. Tendrá que hacerse. Y vale más hacerlo por las buenas que tener que ceder por las malas. Bien; dile que a las diez y media estén todos en la iglesia de Nuestra Señora. Ya encontraremos una solución. Al fin y al cabo, si él se lo propone, la boda se celebrará, aunque para ello tenga que meterle una bala en el cuerpo a su hijo y, como dice, lo deba casar en «artículo mortis». ¡Demonio de hombre! Bien, bien; ve a decirle que celebraremos la boda.

De nuevo fray Andrés bajó por la escalera. Cuando subió a la sala encontró a Mariñas leyendo atentamente la carta.

—Está visto que hoy ha amanecido un mal día para mí —dijo el fraile—. La complicación que tú representas se ha aumentado con las complicaciones que me crea ese demonio de hombre.

—Tiene usted razón, hermano —dijo El Diablo—. Y yo me arrepiento de complicarle la vida. Por lo tanto, me marcharé ahora mismo.

—¡No seas loco! —Protestó fray Andrés—. No salgas de aquí. Si te reconocen…

—No me conoce casi nadie. Y si alguien cree estar viendo al Diablo por las calles de Los Ángeles, imaginará que sueña o que se trata de una coincidencia de parecidos. Prefiero dejarle tranquilo.

—No hagas demasiado caso de lo que yo digo. Si te ocurriese algo, me sentiría culpable.

—Nada de eso. Adiós, fray Andrés. Insisto en mi oferta de darle cien mil pesos oro para que los invierta en una iglesia o en limosnas.

—Si los invirtiera en algo sería en misas para la salvación de tu alma. La pobre va a necesitar muchas para no ir al infierno.

—Es el lugar más indicado para El Diablo —rió Mariñas, mientras recogía el sombrero.

—No te burles, Juan. Algún día te darás cuenta de que tienes más fe de la que tú admites ahora.

—Es posible —sonrió El Diablo—. Puede que antes de morir le llame para que me abra el camino del cielo.

—Ojalá sea así. Pero ¿insistes en marcharte?

—Sí. No quiero ocasionarle más sobresaltos. Adiós, fray Andrés. Volveremos a vernos muy pronto.

Cuando estuvo en la calle, Juan Nepomuceno Mariñas agregó mentalmente:

—Más pronto de lo que don Goyo quisiera.

*****

Cuando el criado le trajo la respuesta de fray Andrés, don Goyo comenzó a actuar activamente. En primer lugar despertó a Lupe, anunciándole:

—Ya está todo dispuesto para la boda. Ahora te bajarán el traje que has de llevar.

—Pero…

—No hay peros que valgan, Lupita —interrumpió don Goyo—. Tú quieres casarte con mi hijo, ¿verdad?

El «sí» salió difícilmente de los labios de Guadalupe.

—Entonces, que se haga lo más pronto posible. No me siento muy fuerte. Prefiero que la boda se celebre cuando yo pueda asistir a ella. Además…, haciéndolo así no tenemos que invitar a toda la ciudad. Ni tú eres una niña ni mi hijo es un mocoso. Hace años que los dos os debierais haber casado. Por lo tanto, cuando antes lo hagáis, mejor.

—Sí; pero…

—Ya está avisado fray Andrés. Todo lo he dispuesto. No hay por qué entretenerse. En cuanto os caséis saldréis hacia San Francisco y de allí a Chicago. Luego a Nueva York y desde Nueva York a La Habana. Os resultará muy agradable una ciudad donde todo el mundo habla como es debido, sin emplear ese endiablado idioma inglés que se pronuncia con la nariz y en el cual cada palabra sirve para decir veinte cosas distintas.

Tres criadas entraron trayendo el traje de boda. Don Goyo salió en busca de su hijo y Guadalupe comenzó a vestirse. El traje que habían utilizado ya todas las novias de la familia Paz olía a polvo fino y a flores secas.

«Como si lo hubieran sacado de un ataúd», pensó Lupe.

Luego se echó a llorar. A ninguna de las tres criadas le extrañó el llanto. Por el contrario, unieron el suyo al de la novia, convencidas de que llorar antes de la boda era lo más correcto. Una novia alegre y risueña resultaba inmoral.

Con alfileres y con algunos cosidos, el traje quedó adaptado a la figura de Lupe, que al verse ante el gran espejo redobló su llanto.

—Siento la impresión de que voy a ingresar en un convento.

Esto ya era demasiado para las tres criadas, que se escandalizaron un poco. Bien que se llorase por estar a punto de dejar de ser soltera, aunque, bien mirado, desde que nace, la mujer no hace más que desear dejar de ser como Dios hizo; pero comparar el matrimonio con el meterse monja…

—Niño Gregorio será un buen marido —dijo una de las mujeres.

Lupe estuvo a punto de decirle cuál hubiera sido para ella su mejor marido; pero temió que no la comprendieran. No, indudablemente, no la comprenderían. Había dado un paso muy alocadamente y era justo que pagara las consecuencias. Bastante escándalo había dado al marcharse del rancho de San Antonio para complicarlo ahora con una negativa en redondo. Por ello aceptó el agua fresca para borrar de sus ojos las huellas del llanto y luego continuó dejándose vestir las amarillentas galas de las novias de la familia.

—Pero si tengo una hija no toleraré que se case con esta mortaja —decidió.

*****

Gregorio Paz miró con los ojos muy abiertos a su padre.

—Pero…

—¡Nada! Te casas dentro de dos horas.

—Pero…

—¿Me has entendido? Te casas dentro de dos horas. Y si es necesario te obligaré a bofetadas.

Si había algo que don Goyo fuera incapaz de no cumplir era una amenaza como aquélla. Resignado ya a su derrota, Gregorio Paz se limitó a presentar una última objeción:

—La gente murmurará. Una boda tan precipitada sorprenderá a muchos.

—La gente viene murmurando desde hace muchos años. Y, sobre todo, murmura de mí. Eso no me ha impedido seguir viviendo y convertirme en uno de los hombres más ricos. Si hubiera hecho caso de las murmuraciones, ahora seríamos pobres y… aún seguirían murmurando de nosotros.

*****

Guadalupe avanzó por el pasillo de la iglesia de Nuestra Señora, entre las dos filas de bancos, hacia el altar que quedaba al fondo, debajo de un amplio arco en cuyos extremos se encontraban pintados dos ángeles. El de la izquierda sostenía con la mano derecha las tablas de los Mandamientos. El de la derecha mantenía con la mano izquierda, sobre la rodilla, un libro, sin duda la Biblia. Entre ambos, en el centro del arco, una inscripción en grandes letras doradas, que decía:

REINA DE LOS ÁNGELES

Ruega por nosotros.

—Ruega por mí —musitó Guadalupe—. Lo voy a necesitar.

Fray Andrés esperaba al pie del altar. Junto a él estaba el novio.

«Está más asustado que yo», pensó Lupe, observando la expresión del que iba a ser su marido por obra y gracia de la férrea voluntad de don Goyo.

Esto la solidarizó en cierto modo con Gregorio.

—Reina de los Ángeles, ruega por nosotros; por Gregorio y por mí —murmuró Guadalupe.

En la iglesia había poca gente. Nadie esperaba aquel acontecimiento, que, de ser conocido, hubiera llevado a la famosa iglesia a todo Los Ángeles. Quienes no hubieran encontrado sitio dentro se habrían estacionado en los alrededores.

«Aún hay demasiada gente», pensó Gregorio, viendo avanzar a su padre, que le llevaba a la que iba a ser su esposa. Sin saber por qué, recordó aquellas ocasiones en que don Goyo entraba en su cuarto trayéndole, con la misma prosopopeya que entonces, una horrible purga. A él, Guadalupe no le gustaba demasiado. Habría preferido a Marian Louise O'Connor[8]. Incluso a pesar de que la acusaban de haberle robado un brillante a doña Herminia Plazuela. No es que Lupe fuese una purga; pero… le gustaba más Marian. ¿Por qué diablos tenían que intervenir los padres en las bodas de sus hijos? Y quien menos derecho tenía a adoptar actitudes como aquélla era su padre, que estuvo once años casado sin que su propio padre lo supiera. ¡El diablo, harto de carne, se metía a moralista!

Don Goyo avanzaba junto a Guadalupe, muy satisfecho de que todo se realizara como él había decidido. Le molestaba mucho que sus planes se alterasen en lo más mínimo. Al volver la cabeza vio, sentada en uno de los bancos del lado reservado a las mujeres, a la princesa Irina. Tal vez aquella mujer fuese la única que en cierto modo le había hecho alterar unos planes suyos, aunque en realidad la intervención de aquella extraña sólo había servido para anticipar los acontecimientos, ya que no los cambiaba. Claro que Guadalupe no parecía muy alegre; pero una vez casada se olvidaría de aquel botarate de César, de quien era imposible que ninguna mujer se enamorase.

Ya estaba frente a fray Andrés. ¿Por qué diablos tenía que preguntar aquel fraile si alguien tenía algo que oponer al matrimonio de aquella pareja? ¿Quién se atrevería a oponerse a una cosa que era voluntad del coronel don Goyo?

Todas las miradas de los que estaban en la iglesia se hallaban fijas en el altar. En el templo reinaba un profundo silencio, del que brotaban las palabras de fray Andrés, que iba pronunciando la epístola; pero que de pronto enmudeció, clavando la vista en la puerta de entrada. Como pasaran unos segundos y el fraile continuara mirando hacia aquel lugar, todos se volvieron y entonces una potente voz anunció:

—Yo tengo mucho que oponer a esa boda, fray Andrés.

Don Goyo encaróse con el que acudía a perturbar la ceremonia. La luz le daba en los ojos, impidiéndole distinguir bien al hombre. Sólo se dio cuenta de que vestía a la mejicana y de que, mientras con una mano sostenía el sombrero de anchas alas y alta copa, con la otra empuñaba un revólver de seis tiros, desmintiendo así el respeto que debía al lugar.

—¿Y quién es usted para intervenir? —gritó don Goyo, lamentando no haber traído sus armas.

—Soy un viejo amigo suyo, don Goyo —replicó el hombre—. Hace años que no nos vemos; pero yo no le he olvidado. Y usted, si fuese prudente, tampoco me habría olvidado.

—No entiendo nada de eso. No me importa quién sea usted. Continúe con la ceremonia, fray Andrés.

—No, don Goyo, no —replicó el otro—. Si fray Andrés hace algo más, será rezarles a usted y a su hijo el oficio de difuntos. Y en cuanto a usted, señorita, lamento haberle perturbado la boda; pero no me gustaba la idea de dejarla viuda tan pronto. Prefiero que siga soltera…

—Pero… ¿quién diablos es usted? —rugió don Goyo.

—Usted lo ha dicho —replicó el hombre—. Soy El Diablo.